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Resumen de prensa

Darren Sunday, estrella de la serie de televisión de la NBC Dale Rice, murió hoy por las heridas provocadas en la caída producida durante el fenómeno. Se ha detenido la grabación, que había continuado en ausencia de Sunday.

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La Comisión de Transportes del Estado de Nueva York informa de que aún no se ha despejado el accidente múltiple de 72 vehículos cerca de la salida 44 (Canandaigua); la autopista del oeste sigue bloqueada en ese punto. Se aconseja tomar rutas alternativas.

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Un grupo de diez mil musulmanes en Londres, Inglaterra, cuyas plegarias quedaron interrumpidas durante el salto al futuro, se reunieron hoy en Picadilly Circus para encararse hacia La Meca y rezar en masse.

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El Papa Benedicto XVI ha anunciado un durísimo programa de visitas internacionales. Invita a católicos y no católicos a acudir a las misas, preparadas para consolar a aquellos que hayan perdido a seres queridos durante el salto al futuro. Al preguntársele sobre si el fenómeno constituía un milagro, el pontífice se reservó su opinión.

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La Fundación Infantil de Naciones Unidas ayudará a las sobrecargadas agencias nacionales de adopción a encontrar hogar a los niños que quedaron huérfanos durante el salto al futuro.

Aunque el CERN era un hervidero (cada investigador tenía su propia teoría sobre lo sucedido), Lloyd y Michiko se fueron pronto a casa; nadie podía culparlos, después de lo sucedido con la hija de ella. «Casa», de nuevo sin discusión, pues no era necesaria, era el apartamento de Lloyd en St. Genis.

Michiko aún rompía en lágrimas de vez en cuando, y Lloyd al fin había encontrado tiempo en el trabajo para cerrar la puerta del despacho, apoyar la cabeza en el escritorio y liberar sus lágrimas. A veces, el llanto ayudaba a alejar el dolor; aquel no era el caso.

Cenaron pronto; Lloyd preparó unas chuletas que había en el frigorífico. Michiko, desesperada por hacer algo, cualquier cosa para mantener la cabeza ocupada, se encargó de adecentar el apartamento.

Y, mientras terminaban de cenar y tomaba ella su té y él un café, surgió de nuevo la pregunta que Lloyd había estado temiendo.

—¿Qué viste? —preguntó Michiko.

Lloyd abrió la boca para responder, pero la cerró.

—Oh, vamos —respondió ella, evidentemente leyendo su expresión—. No puede ser tan malo.

—Sí lo fue.

—¿Qué viste? —volvió a preguntar.

—Estaba... —cerró los ojos— estaba con otra mujer.

Michiko parpadeó varias veces. Al final respondió con voz gélida:

—¿Me estabas engañando?

—N... no.

—¿Entonces?

—Estaba... Dios, cariño, lo siento. Estaba casado con otra mujer.

—¿Cómo sabes que estabais casados?

—Estábamos en la cama y teníamos sendas alianzas. Estábamos en una cabaña en Nueva Inglaterra.

—Puede que fuera la casa de ella.

—No. Reconocí parte de mis muebles.

—Estabas casado con otra mujer —dijo Michiko, como si tratara de digerir el concepto. Había sufrido tal trauma recientemente que era posible que no pudiera asimilar nada más.

Lloyd asintió.

—Nosotros... tú y yo... debemos de habernos divorciado, o...

—¿O?

Él se encogió de hombros.

—O puede que nunca llegáramos a casarnos.

—¿Ya no me quieres? —preguntó Michiko.

—Claro que sí. Por supuesto. Pero... mira, yo no quería esa visión. No me resultó nada agradable. ¿Recuerdas cuando hablábamos de nuestras promesas? ¿Recuerdas cuando discutíamos sobre si dejar lo de «hasta que la muerte nos separe»? Tú decías que era anticuado, que nadie sigue diciéndolo. Y... bueno, tú ya has estado casada una vez. Pero yo te dije que lo dejáramos. Eso era lo que quería. Quería un matrimonio que durara eternamente. No como el de mis padres... como el tuyo.

—Estabas en Nueva Inglaterra —respondió Michiko, aún tratando de asimilarlo—. Y yo... yo estaba en Kioto.

—Con una niña —añadió Lloyd. Se detuvo, sin saber si debía dar voz a la pregunta que le carcomía. Al final lo hizo, sin enfrentarse a su mirada.

—¿Qué aspecto tenía la niña?

—Tenía el pelo negro, largo... —respondió Michiko.

—¿Y...?

Ella apartó la mirada.

—Y rasgos asiáticos. Parecía japonesa —hizo una pausa—. Pero eso no significa nada; muchos hijos de parejas mixtas se parecen más a un padre que a otro.

Lloyd sintió el corazón bailar en su pecho.

—Yo creía que estábamos hechos el uno para el otro —dijo con suavidad—. Creía... —dejó morir la voz, incapaz de decir «Creía que eras mi alma gemela». Las lágrimas se agolpaban en sus ojos; al parecer, a ella le pasaba lo mismo, pues se los limpiaba con el dorso de la mano.

—Te quiero, Lloyd.

—Y yo a ti. Pero...

—Sí. Pero...

Se acercó a ella y le tocó la mano, que se encontraba sobre la mesa. Ella le apretó los dedos. Se quedaron sentados durante mucho tiempo.

Theo permaneció un rato sentado en su coche, frente a la casa de los Drescher, con la mente volando a toda velocidad. Le habían disparado con una Glock 9mm; por las series policíacas que había visto, estaba bastante seguro de que se trataba de una pistola semiautomática, muy popular en fuerzas policiales de todo el mundo. Pero la munición era americana; puede que fuera un estadounidense quien apretara el gatillo. Por supuesto, era más que probable que Theo aún no conociera a aquel que lo quería muerto. Desde luego, casi no habría solapamiento entre su actual círculo de amistades, conocidos y colegas, y aquel de dentro de veinte años.

Pero ya conocía a un montón de estadounidenses.

Pero a ninguno bien, salvo a Lloyd Simcoe.

Por supuesto, Lloyd no era realmente estadounidense. Había nacido en Canadá, y a los canadienses tampoco les gustaban las armas; no tenían Segunda Enmienda, o como se llamara la estupidez que hacía a los estadounidenses pensar que podían ir armados por la calle.

Pero Lloyd había vivido en los EE.UU. durante diecisiete años antes de llegar al CERN; primero en Harvard, después como investigador del Tevatron en el Fermilab de Chicago. Y, según él mismo había dicho, en el momento de su visión se encontraría de nuevo en los EE.UU. Podía conseguir un arma con facilidad.

Pero no, Lloyd tenía coartada. Estaba en Nueva Inglaterra mientras a él (¿cómo lo decían los americanos?) lo dejaban fiambre.

Salvo que...

Salvo que Theo fue/sería asesinado el 21 de octubre, y la visión de Lloyd, como la de todos los demás, tenía lugar el 23 de octubre.

Simcoe le había contado su visión; al parecer aún no se la había explicado a Michiko, pero Theo había insistido. Lloyd cedió, pero tras hacerle jurar que guardaría el secreto. Le había contado que en su visión hacía el amor con una mujer mayor, presumiblemente su futura esposa.

Desde luego, los ancianos no hacían el amor con tanta frecuencia, pensó Theo. De hecho, era probable que sólo lo hicieran en ocasiones especiales, como cuando uno de ellos regresaba tras una larga ausencia. Desde Nueva Inglaterra hasta Suiza sólo había un vuelo de seis horas... y eso en la actualidad. Dentro de veinte años, podría ser mucho menos.

No, Lloyd podría haber estado fácilmente en el CERN el lunes, regresando a New Hampshire, o a donde demonios fuera, el miércoles. Aunque no se le ocurría ningún motivo por el que Lloyd pudiera querer matarlo.

Excepto que, por supuesto, para el 2030 era Theo, y no Simcoe, el aparente director de lo que sonaba como un acelerador de partículas increíblemente avanzado: el colisionador de taquiones-tardiones. Los celos académicos y profesionales habían provocado más de un asesinato a lo largo de los años.

Y, por supuesto, estaba el hecho de que Lloyd y Michiko ya no estaban juntos. Siendo sincero, a Theo le gustaba mucho Michiko. ¿Y a quién no? Era hermosa, brillante, cálida y divertida. Y, bueno, en edad se acercaba más a él que a Simcoe. ¿Tendría algún papel en su ruptura?

Y, mientras presionaba a Lloyd para que le contara su visión, había hecho lo propio con ella: Theo necesitaba conocer, tratar de experimentar por medio de otros, lo que todos habían tenido la suerte de ver. En su visión, Michiko estaba quizá en Kioto, como ella había dicho, llevando a su hija a ver a su tío. ¿Habría esperado Lloyd a que ella se alejara temporalmente de Ginebra para acercarse y saldar viejas cuentas con Theo?

Se odió por considerar siquiera aquellas posibilidades. Lloyd había sido su mentor, su compañero. Siempre habían hablado de compartir el Premio Nóbel. Pero...

Pero no había habido mención al premio Nóbel en los dos artículos que había encontrado sobre su propia muerte. Por supuesto, eso no indicaba que Lloyd no lo hubiera logrado, mas...

La madre de Theo era diabética, y él había investigado la historia de la enfermedad cuando se la diagnosticaron. Los nombres Banting y Best no dejaban de aparecer, los dos investigadores canadienses que habían descubierto la insulina. En realidad, eran otra pareja que a veces los demás asociaban con Theo y Simcoe: como Crick y Watson, Banting y Best eran de edades dispares. Banting era evidentemente mayor. Pero, mientras que los primeros habían ganado el Nóbel de forma conjunta, Banting no lo había compartido con su verdadero compañero de investigación, el joven Best, sino con J.R.R. Macleod, el superior de Banting. Quizá Lloyd ganaría el Nóbel no por el descubrimiento del Higgs, que no habían logrado materializar, sino por explicar el efecto del desplazamiento temporal. Y quizá no lo compartiera con su joven camarada, sino con su jefe: Béranger, o cualquier otro en la jerarquía del CERN. ¿Qué sucedería entonces con su amistad, con su sociedad? ¿Qué celos y odios fermentarían entre hoy y el 2030?

Locura. Paranoia. Pero...

Pero si era asesinado en las instalaciones del CERN (la sugerencia de Moot Drescher de un tiroteo en un estadio deportivo seguía pareciéndole dudosa), el culpable sería alguien que había logrado acceso al campus. El CERN no era una instalación de máxima seguridad, pero tampoco dejaba que cualquiera entrara por sus puertas.

No, lo más probable era que el asesino tuviera acceso. Alguien a quien Theo se encontraría de frente. Alguien que no sólo lo querría muerto, sino que, evidentemente, liberaría su furia disparándole una y otra vez.

Lloyd y Michiko se encontraban ahora en el sofá del salón; los platos podían esperar.

Maldición, pensó Lloyd. ¿Por qué tenía que pasar todo aquello? Todo marchaba a la perfección, y de repente...

Y de repente todo se desmoronaba.

Lloyd no era joven. Nunca había pretendido esperar tanto para casarse, pero...

Pero el trabajo se había interpuesto, y...

No, no era eso. Debía ser honesto y enfrentarse a ello.

Se consideraba un buen hombre, amable y gentil, mas...

Mas, para ser sinceros, no estaba pulido, no era un buen partido; a Michiko no le había costado mejorar su vestuario porque, por supuesto, prácticamente cualquier cambio hubiera sido para mejor.

Oh, sí, las mujeres (y los hombres, ya puestos) decían que sabía escuchar, pero él sabía que no era porque fuera sabio, sino porque no sabía exactamente qué decir en cada ocasión. Y se sentaba a absorber, a tomar los valles y las cimas de las vidas de los demás, las dificultades y problemas de aquellos cuya existencia tenía más variación, más emoción, más angustia que la suya.

Lloyd Simcoe no tenía éxito con las mujeres; no sabía contar anécdotas; no se le conocía por sus ingeniosas conversaciones de sobremesa. Sólo era un científico, un especialista en plasma de quarks y gluones, un típico pringado que había comenzado por no saber lanzar la pelota de béisbol, que había pasado la adolescencia con la nariz enterrada en libros, cuando los demás afilaban sus capacidades sociales en mil y una situaciones distintas.

Y los años quedaban atrás: los veinte, los treinta y, ahora, casi los cuarenta. Sí, había triunfado en el ámbito laboral y había tenido citas de vez en cuando, pero nada que tuviese aspecto de ser permanente, ninguna relación que pareciera destinada a soportar la prueba del tiempo.

Hasta que conoció a Michiko.

Era como llevar unos cómodos zapatos. El modo en que se reía con sus chistes, y él con los de ella. El modo, a pesar de haber crecido en sociedades enormemente distintas (él en la conservadora y rural Nueva Escocia; ella en el abrumador y metropolitano Tokio), en que compartían las ideas políticas y morales, como si fueran (el término llegó claramente de nuevo a su mente) almas gemelas, destinadas a estar siempre juntas. Sí, ella se había casado y divorciado, y sí, era madre, pero a pesar de todo parecían sincronizados por completo, hechos el uno para el otro.

Pero ahora...

Ahora parecía que también aquello era una ilusión. El mundo podía seguir pugnando por decidir qué realidad reflejaban las visiones (si es que reflejaban alguna), pero Lloyd ya las había aceptado como hechos, verdaderas muestras del mañana, del continuo espaciotemporal inalterable en el que siempre había sabido que vivía.

Pero aún tenía que explicarle a ella lo que sentía, él, Lloyd Simcoe, el hombre cuya voz siempre fallaba, el paño de lágrimas, el ladrillo, aquel hacia el que los demás se volvían cuando dudaban. Tenía que explicarle qué pasaba por su cabeza, por qué la visión de un matrimonio disuelto dentro de veintiún años (¡veintiún años!) lo paralizaba en aquel momento, envenenaba todo lo que creía tener.

Observó a Michiko, bajó la vista, trató de nuevo de encontrar sus ojos y terminó por concentrarse en un punto negro en las paredes oscuras del apartamento.

Nunca había hablado de aquello con nadie, ni siquiera con su hermana Dolly, al menos desde que dejaron de ser niños. Inspiró profundamente antes de comenzar, con los ojos aún fijos en la pared.

—Cuando tenía ocho años, mis padres nos llamaron a mí y a mi hermana al salón. —Tragó saliva—. Era una tarde de sábado. Desde hacía semanas las cosas habían estado muy tensas en casa. «Muy tensas» es un modo adulto de expresarlo. De niño, lo único que yo sabía era que papá y mamá no se hablaban. Sí, se dirigían la palabra cuando era necesario, pero siempre de forma seca. Y a menudo terminaban con frases cortadas. «Si ése es el modo...», «No voy a...», «No te atrevas...». Todo el rato así. Trataban de ser civilizados cuando sabían que podíamos oírlos, pero nos enterábamos de mucho más de lo que pensaban. —Miró un instante a Michiko antes de volver a contemplar la pared—. Pues aquella tarde nos llamaron abajo.« ¡Lloyd, Dolly, venid aquí!». Era mi padre. Y ya sabes, cuando nos gritaba para que fuéramos, era porque estábamos en un buen lío. No habíamos recogido nuestros juguetes, uno de los vecinos se había quejado de algo, lo que fuera. Salí de mi cuarto y Dolly del suyo, y nos miramos, ya sabes, un mero instante, un momento compartido de aprensión. —Observó a Michiko como había hecho hacía años con su hermana—. Bajamos las escaleras y allí estaban: mamá y papá. Los dos estaban de pie, y nosotros nos quedamos igual. Todo el tiempo estuvimos así, como si esperáramos el maldito autobús. Durante un tiempo estuvieron callados, como si no supieran qué decir. Al final empezó mi madre: «Vuestro padre se marcha». Ya está. Sin preámbulos, sin tratar de suavizar el golpe: «Vuestro padre se marcha». Y entonces habló él. «Me iré a algún lugar cercano. Podréis verme los fines de semana». Y mi madre añadió, como si fuera necesario: «Vuestro padre y yo hemos tenido problemas últimamente».

Lloyd se quedó callado.

Michiko le mostró una expresión comprensiva.

—¿Lo viste mucho después de marcharse? —preguntó al fin.

—No se marchó.

—Pero tus padres están divorciados.

—Sí... seis años después. Pero, tras el gran anuncio, no se marchó. No nos dejó.

—¿Arreglaron sus problemas?

Lloyd se encogió de hombros.

—No, no, las luchas prosiguieron, pero nunca volvieron a hablar de separación. Nosotros, Dolly y yo, estábamos siempre esperando la caída del martillo, la marcha de mi padre. Durante meses, durante los seis años que sobrevivió el matrimonio a aquel día, pensamos que se iría en cualquier momento. Nunca se habló de fechas; en realidad, nunca dijeron cuándo se iría. Cuando al fin se separaron, fue casi un alivio. Quiero a mi padre, y a mi madre también, pero tener tanto tiempo esa espada sobre nuestras cabezas fue insoportable. —Hizo una pausa—. Y un matrimonio como ese, un matrimonio con problemas... Lo siento, Michiko, pero no quiero volver a pasar jamás por algo parecido.