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Resumen de prensa

Trabajadores en huelga de un hospital en Polonia votaron por unanimidad regresar hoy al trabajo. «Nuestra causa es justa y volveremos a tomar medidas, pero de momento nuestro deber para con la humanidad tiene preferencia», dijo el líder sindical Stefan Wyszynski.

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La gran cadena de cines Cineplex/Odeon ha anunciado entradas gratuitas para todos los clientes que estuvieron en sus salas durante el salto al futuro. Aunque al parecer las películas se proyectaron durante el acontecimiento, los espectadores perdieron el conocimiento, quedándose sin dos minutos de la acción. Se espera que otras cadenas sigan este ejemplo.

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Tras batir en las últimas 24 horas la plusmarca de peticiones de registro, la Oficina de Patentes de los Estados Unidos ha cerrado hasta nuevo aviso, pendiente de una decisión del Congreso sobre la patente de inventos vislumbrados durante las visiones.

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El Comité para la Investigación Científica de lo Paranormal ha emitido un comunicado de prensa señalando que, aunque aún no tienen explicación para el salto al futuro, no hay motivo alguno para invocar razones sobrenaturales.

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Mutua Europea, la principal aseguradora de la Unión Europea, ha declarado la bancarrota.

Ya era el momento, antes de lo que había pensado. Los traumas del día anterior habían provocado que el parto de Marie-Claire Béranger se adelantara. Gaston llevó a su mujer al hospital de Thoiry; vivían en Ginebra, pero para los dos era importante que su hijo naciera en suelo francés.

Como director general del CERN, el sueldo de Gaston era considerable, y Marie-Claire, abogada, también aportaba importantes ingresos. A pesar de todo, era reconfortante saber que, fueran cuales fueran sus medios económicos, Marie-Claire recibiría toda la atención médica necesaria mientras estuviera en estado. Gaston había oído que, en los Estrados Unidos, muchas mujeres veían al doctor por primera vez durante su embarazo en el día del parto. No sorprendía, por tanto, que la tasa de mortalidad infantil en los EE.UU. fuera muchas veces superior a la de Suiza o Francia. No, ellos iban a darle lo mejor a su hijo. Sabían que era niño, y no solo por la visión. Marie-Claire tenía cuarenta y dos años, y su médico le había recomendado una serie de ecografías durante el embarazo; habían visto claramente el pequeñín de su pequeñín.

Por supuesto, no había habido modo de ocultarle su visión a Marie-Claire; Gaston no era de los que escondía secretos a su esposa, pero en aquel caso, además, era imposible. Ella había tenido una visión complementaria: la misma pelea con Marc, pero desde su punto de vista. Gaston estaba agradecido por que Lloyd Simcoe hubiera logrado demostrar que las visiones estaban sincronizadas al hablar con su becario y con aquella mujer en Canadá; Marie-Claire y Gaston habían prometido mantener sus visiones en privado.

Pese a todo, había ciertos temas peliagudos, a pesar de haber compartido la misma escena. Marie-Claire le había pedido a Gaston que describiera qué aspecto tendría dentro de veinte años. Él le había comentado algunos detalles de pasada, entre ellos su aumento de peso; ella pasó varios meses quejándose de lo enorme que estaba por el embarazo, y de que pensaba recuperar la línea de inmediato.

Por su parte, a Gaston le había sorprendido descubrir por su mujer que en el 2030 tendría barba; nunca la había usado en su juventud, y ahora que su bigote comenzaba a encanecer, había asumido que tampoco lo haría en el futuro. Sin embargo, también conoció que conservaría el pelo, pero no sabía si era verdad, una mentira piadosa de su mujer o una indicación de que, para el final de la tercera década del siglo, habría curas comunes para la calvicie.

El hospital estaba atestado de pacientes, muchos en camillas apiladas en los pasillos; al parecer estaban allí desde el acontecimiento del día anterior. A pesar de todo, la mayoría de las heridas habían sido leves, sin requerir visita al hospital, o huesos rotos y quemaduras; comparativamente, se había admitido a pocos pacientes. Y, gracias a Dios, la sección de obstetricia no estaba mucho más atareada de lo normal. Una enfermera condujo a Marie-Claire a la planta en silla de ruedas; Gaston caminaba a su lado, sujetando la mano de su mujer.

Él era físico, por supuesto, o al menos lo había sido; sus diversas tareas administrativas lo habían mantenido lejos de la ciencia real durante más de doce años. No tenía idea de la causa de las visiones. Oh, desde luego estaban relacionadas con el experimento del LHC; la coincidencia temporal era demasiada como para ignorarla. Pero, fuera cual fuera la causa, y por desagradable que hubiera sido su visión, no la lamentaba. Había sido una advertencia, la señal de un despertador, un presagio. Y escucharía, no dejaría que las cosas terminaran así. Sería un buen padre; reservaría todo el tiempo posible para su hijo.

Apretó la mano de su esposa.

Entraron en la sala de partos.

La casa era grande y atractiva (y sin duda cara, por la proximidad al lago). Las líneas exteriores sugerían un chalé, pero sin duda era una afectación: las casas en la Ginebra metropolitana estaban tan alejadas de ellos como los edificios de Manhattan de las granjas. Theo llamó al timbre y aguardó a que abrieran, con las manos en los bolsillos.

—Usted debe de ser el caballero del CERN —dijo la mujer. Aunque Ginebra se encontraba en la zona francófona de Suiza, el acento de la mujer era alemán. Como sede de numerosas instituciones internacionales, la ciudad atraía a gentes de todo el mundo.

—Así es —respondiendo Theo, dudando sobre el tratamiento adecuado—, Frau Drescher. —Probablemente tuviera unos cuarenta y cinco y era delgada y hermosa, con un cabello que Theo creía rubio natural—. Me llamo Theo Procopides. Gracias por su tiempo.

Frau Drescher alzó una vez los hombros.

—Normalmente no le dejaría entrar, por supuesto, un extraño que llama por teléfono... Pero han pasado cosas muy raras estos días.

—Así es —dijo Theo—. ¿Está Herr Drescher en casa?

—Aún no. Normalmente trabaja hasta tarde.

Theo sonrió indulgente.

—Me lo imagino. El trabajo policial debe de ser muy exigente.

La mujer frunció el ceño.

—¿Trabajo policial? ¿Qué cree exactamente que hace mi marido?

—Es oficial de policía, ¿no?

—¿Helmut? Vende zapatos; tiene una zapatería en la rue du Rhône.

La gente podía cambiar de trabajo en veinte años, claro, pero ¿de vendedor a detective? Aquello no era una historia de Horatio Alger, pero seguía pareciendo de lo más improbable. Y, además, las relucientes tiendas de la rue du Rhône eran carísimas. Él no podía permitirse más que mirar escaparates en aquella zona. Era probable que quien quisiera pasar de trabajar allí a hacerse policía tuviera que aceptar un drástico recorte en el salario.

—Lo siento. Había supuesto... su marido es el único Helmut Drescher en el listín de Ginebra. ¿Conoce a alguien más con el mismo nombre?

—No, salvo que se refiera a mi hijo.

—¿Su hijo?

—Lo llamamos Moot, pero en realidad es Helmut Jr.

Por supuesto. El mayor trabajaba en la zapatería, y el hijo era policía. Y, por supuesto, el número de los policías no aparecería en la guía telefónica.

—Ah, me equivoqué. Debe de ser él. ¿Podría decirme cómo ponerme en contacto con su hijo?

—Está arriba, en su cuarto.

—¿Aún vive aquí?

—Claro. Sólo tiene siete años.

Theo se maldijo por su estupidez; aún estaba pugnando por comprender los destellos del futuro; quizá el no haber tenido visión lo excusara de comprender el marco temporal, pero seguía sintiéndose como un imbécil.

Si el joven Moot tenía ahora siete años, tendría veintiocho en la fecha de la muerte de Theo, uno más de los que el físico contaba ahora. Y no tenía sentido preguntarle si quería ser policía de mayor: todos los niños de siete años apostaban por ello.

—No quisiera molestar —dijo Theo—, pero, si no le importara, me gustaría hablar con él.

—No sé. Quizá sea mejor que espere a que llegue mi marido.

—Como guste.

Ella parecía esperar la insistencia del hombre, pero la aceptación de Theo desvaneció sus miedos.

—De acuerdo —dijo—. Pase. Pero debo advertirle: Moot ha estado muy reservado desde... desde aquella cosa de ayer, fuera lo que fuese. Y anoche no durmió bien, así que está algo hosco.

Theo asintió.

—Lo comprendo.

Lo condujo al interior. Era una casa brillante y oreada, con una impresionante vista del lago Léman; al parecer, Helmut Sr. vendía un montón de zapatos.

La escalera consistía en huellas de madera, sin tabica. Frau Drescher se acercó al arranque.

—¡Moot! ¡Moot! ¡Aquí hay alguien que quiere verte! —Se volvió hacia Theo—. ¿Quiere sentarse?

Le señalaba una silla baja de madera con cojines blancos; un sofá cercano le hacía compañía. Se sentó. La mujer volvió a acercarse a las escaleras, ahora de espaldas a Theo.

—¡Moot! ¡Baja! ¡Tienes visita!

Se situó donde Theo pudiera verla y alzó los hombros como disculpa materna.

Por fin se oyeron pasos ligeros sobre los escalones de madera. El muchacho bajaba corriendo; se había mostrado reluctante a obedecer a su madre, pero, como todos los niños, tenía la costumbre de bajar y subir corriendo por las escaleras.

—Ah, Moot —dijo la madre—, éste es Herr Proco...

Theo se había girado para ver al chico. En el momento en que Moot lo vio, lanzó un grito y corrió de inmediato hacia arriba, tan rápido que la escalera se sacudió de forma perceptible.

—¿Qué sucede? —preguntó su madre.

Cuando el chico llegó a su cuarto, cerró la puerta de su cuarto de un portazo.

—Lo siento —dijo Frau Drescher, volviéndose hacia Theo—. No sé qué le pasa.

Theo cerró los ojos.

—Creo que yo sí. No se lo dije todo, Frau Drescher. Yo... dentro de veintiún años estaré muerto. Y su hijo, Helmut Drescher, será detective en la Policía de Ginebra. Investigará mi asesinato.

Frau Drescher se quedó blanca como la nieve que cubría el Mont Blanc.

Mein Gott —alcanzó a decir—. Mein Gott.

—Tiene que dejarme hablar con él —insistió Theo—. Me reconoció, lo que significa que su visión tuvo algo que ver conmigo.

—No es más que un niño.

—Ya lo sé... pero tiene información sobre mi asesinato. Tengo que descubrir todo cuanto sepa.

—Un crío no puede entender nada de eso.

—Por favor, Frau Drescher, por favor... estamos hablando de mi vida.

—Pero no dirá nada sobre... sobre su visión. Es evidente que lo ha asustado, y no creo que abra la boca.

—Por favor. Debo saber lo que vio.

La mujer pensó unos instantes y entonces, como si se resistiera a su buen juicio, dijo:

—Venga conmigo.

Comenzó a subir por las escaleras, seguida por Theo unos escalones detrás. En la planta alta había cuatro habitaciones: una lavandería, con la puerta abierta; dos dormitorios, también abiertos; y una cuarta pieza, con un cartel de la película original de Rocky pegado con cinta adhesiva al exterior de la puerta cerrada. Frau Drescher hizo un gesto a Theo para que se alejara un poco. Él obedeció mientras la mujer llamaba la puerta.

—¡Moot! Moot, soy mamá. ¿Puedo pasar?

No hubo respuesta.

Drescher asió el picaporte y lo giró lentamente, abriendo poco a poco la puerta.

—¿Moot?

Llegó una voz sofocada, como si el chico tuviera la cara apretada contra una almohada.

—¿Sigue ahí ese hombre?

—Te prometo que no entrará —una pausa—. ¿Lo conoces de algo?

—He visto esa cara. Esa boca.

—¿Dónde?

—En una habitación. Estaba en una cama —una pausa—. Pero no era una cama, era de metal. Y había una cosa... como esa bandeja en la que sirves la comida.

—¿Una bandeja? —dijo Frau Drescher.

—Tenía los ojos cerrados, pero era él. Y...

—¿Y qué?

Silencio.

—Puedes contármelo, Moot. Puedes contármelo todo.

—No tenía ni camisa ni pantalones. Y había un señor con una bata blanca, como la que llevamos en clase de dibujo. Pero tenía un cuchillo, y estaba...

Theo, aguardando en el pasillo, contuvo el aliento.

—Tenía un cuchillo, como... y estaba... estaba...

Abriéndome, pensó Theo. Una autopsia, el detective observando al forense.

—Era tan asqueroso... —dijo el chico.

Theo se acercó en silencio, llegando al umbral, tras Frau Drescher. El pequeño estaba tumbado boca abajo.

—Moot... —dijo Theo muy bajo—. Moot, siento mucho que tuvieras que ver eso... pero tengo que saberlo. Tengo que saber qué te decía el hombre.

—No quiero hablar de ello —respondió el niño.

—Lo sé... lo sé. Pero es muy importante para mí. Por favor, Moot. El hombre de la bata blanca era un doctor. Por favor, cuéntame qué te estaba diciendo.

—¿Tengo que hacerlo? —preguntó el chico a la madre.

Theo pudo ver las emociones pugnando en el rostro de la madre. Por una parte, quería proteger al niño de una situación desagradable; por otra, era evidente que allí había en juego algo mucho más importante. Al fin se decidió.

—No, no tienes por qué hacerlo, pero sería de gran ayuda —se acercó a la cama, se sentó en el borde y acarició el pelo rubio y corto de su hijo—. Ya ves que Herr Procopides necesita mucha ayuda. Alguien va a intentar matarlo, pero puede que tú consigas impedirlo. ¿No te gustaría ayudarle, Moot?

Ahora era el turno del niño de luchar con sus pensamientos.

—Creo que sí —dijo al fin. Levantó un poco la cabeza, miró a Theo y apartó rápidamente la vista.

—¿Moot? —dijo la madre, sacudiéndolo con suavidad.

—Se tiñe el pelo —dijo el muchacho, como si fuera algo repugnante—. En realidad es gris.

Theo asintió. El joven Helmut no comprendía. ¿Cómo iba a hacerlo? Un niño de siete años, transportado de repente de donde estuviera (el recreo, quizá, o un aula, o incluso la seguridad de su propio cuarto). Transportado desde allí a un depósito de cadáveres, observando cómo abrían un cuerpo en canal, viendo una sangre oscura y espesa derramarse por la mesa.

—Por favor —dijo Theo—. T-te prometo que no volveré a teñirme.

El chico calló durante unos instantes, antes de hablar con cuidado, de forma entrecortada.

—Usaban muchas palabras raras. No comprendí la mayoría.

—¿Hablaban francés?

—No, alemán. El otro señor no tenía acento, igual que yo.

Theo sonrió un tanto, ya que el acento del muchacho era bastante fuerte. De todos modos, dos tercios de la población suiza hablaban normalmente el alemán, mientras que sólo el dieciocho por ciento empleaba el francés en la vida diaria. Sí, Ginebra estaba en la zona francófona, pero no era raro que dos germanohablantes usaran el alemán si no había nadie más con ellos.

—¿Dijeron algo sobre una herida de entrada? —preguntó Theo.

—¿Una qué?

—Una herida de entrada. —Moot y Theo estaban hablando en francés; el científico esperaba haberse expresado bien—. Ya sabes, el lugar por el que entró la bala.

—Balas —dijo el chico.

—¿Perdón?

—Balas. Había tres. —Miró a su madre—. Eso es lo que dijo el señor de la bata.

Tres balas, pensó Theo. Alguien me quería bien muerto.

—¿Y las heridas de entrada? —insistió Theo—. ¿Dijeron algo sobre eso?

—En el pecho.

Así que veré al asesino, pensó el griego.

—¿Podrías contarme algo más?

—Yo dije algo —respondió el niño.

—¿El qué?

—Vamos, parecía que lo decía yo, pero no era mi voz. Era mucho más fuerte, ¿sabes?

Había crecido. Claro que era más fuerte.

—¿Qué dijiste?

—Que le habían disparado desde muy cerca.

—¿Cómo lo sabías?

—No lo sabía. No sé por qué lo dije. Las palabras salían.

—¿Dijo algo el forense... el hombre de la bata... cuando le contaste eso?

El chico estaba ahora sentado en la cama, encarado con él.

—No, sólo dijo sí con la cabeza. Como si estuviera de acuerdo.

—Muy bien. ¿Y dijo algo que te hiciera comentar que había sido desde muy cerca?

—No lo entiendo —respondió—. Mamá, ¿tengo que hacer esto?

—Por favor —dijo Frau Drescher—. Tomaremos helado de postre. Sólo tienes que ayudar a este señor tan simpático un poco más.

El chico frunció el ceño, como si sopesara el valor del helado.

—Dijo que usted había muerto en un combate de boxeo.

Theo se sintió sorprendido. Podía ser arrogante, podía ser agresivo, pero nunca en su vida adulta había golpeado a otro ser humano. De hecho, se consideraba pacifista, y había rechazado algunas ofertas lucrativas de compañías de defensa tras su graduación. Nunca había estado en un combate de boxeo en su vida; no lo consideraba un deporte, sino una muestra de salvajismo.

—¿Estás seguro de que dijo eso? —preguntó. Miró el cartel de Rocky en la puerta, y después la pared detrás de Moot, en la que había otro cartel de Evander Holyfield, campeón de los pesos pesados. ¿Estaría confundiendo sus sueños con la visión?

—Ajá —dijo Moot.

—¿Pero por qué iban a dispararme en un combate de boxeo?

El muchacho se encogió de hombros.

—¿Recuerdas algo más?

—Dijo que algo era muy pequeño.

—¿Algo era pequeño?

—Sí. De sólo nueve milímetros.

Theo miró a la madre.

—Es un calibre de pistola. Creo que se refiere al diámetro del cañón.

—Odio las armas —dijo Frau Drescher.

—Y yo —respondió el griego. Volvió a mirar al niño—. ¿Qué más dijo?

—«Glock». El señor repetía «Glock».

—Eso es una clase de pistola. ¿Dijo algo más?

—Algo sobre dalística...

—Dal... ¿no será balística?

—Puede. Iba a mandar las balas a dalística. ¿Es una ciudad?

Theo negó con la cabeza.

—¿Dijo algo más sobre las balas?

—Eran americanas. El señor dijo que ponía «Remington» en los casquillos, y yo sabía lo que era eso, y dije «Americanas» y él dijo que sí.

—¿Comentó algo más? ¿Algo mientras miraban mi pecho?

El niño palideció.

—Había tanta sangre... y tripas. Yo...

Frau Drescher apretó al niño contra ella.

—Lo siento, Herr Procopides, pero creo que ya es suficiente.

—Pero...

—No. Debe usted marcharse.

Theo exhaló. Buscó en el bolsillo, sacó una de sus tarjetas y la dejó sobre la cama del niño.

—Moot, aquí puedes localizarme. Por favor, conserva esta tarjeta. Si en cualquier momento, y me refiero a cualquiera, aunque sea dentro de años, sucede algo que creas que debería conocer, te ruego que me llames. Es muy importante para mí.

El muchacho observó el pequeño rectángulo; era probable que nunca le hubieran dado una tarjeta.

—Quédatela, es para ti. Guárdala bien.

Moot la tomó con cuidado.

Theo entregó otra tarjeta a la madre, le dio las gracias y se marchó.