Ya era casi medianoche. Lloyd y Michiko recorrían el pasillo en dirección al despacho de él, cuando oyeron la voz de Jake Horowitz llamándoles desde una puerta abierta.
—Eh, Lloyd, venga a ver esto.
Entraron en la estancia. El joven Jake estaba de pie junto a un televisor. La pantalla sólo mostraba nieve.
—Nieve —dijo Lloyd, señalando lo evidente, mientras se situaba junto a Jake.
—Así es.
—¿Qué canal quieres coger?
—Ninguno. Estoy reproduciendo una cinta.
—¿De qué?
—Es la cámara de seguridad del portón principal del campus del CERN —pulsó el botón de extracción, y la cinta VHS obedeció. La reemplazó por otra—. Y ésta es la cámara de seguridad del Microcosmos. —Pulso «play»; la pantalla volvió a llenarse de nieve.
—¿Estás seguro de que los formatos son compatibles? —Suiza empleaba el sistema de grabación PAL, y aunque las máquinas multiplataforma eran comunes, había en el CERN algunos vídeos que sólo funcionaban con el NTSC.
Jake asintió.
—Estoy seguro. Me costó un rato encontrar un video que mostrara siquiera esto. Casi todos ponen una pantalla azul si no reciben una señal.
—Pues si el formato de vídeo es correcto, las cintas deben de tener algún problema —dijo Lloyd frunciendo el ceño—. Puede que se produjera un pulso electromagnético asociado con el... el... con lo que fuera; podría haber borrado las cintas.
—Eso pensé yo también al principio. Pero observe esto —pulsó el botón de rebobinado. La nieve aceleró su danza en la pantalla, mientas las letras REV (la abreviatura era la misma en muchas lenguas europeas) aparecía en la esquina superior derecha. Medio minuto más tarde, apareció de repente una imagen, mostrando la exposición Microcosmos, la galería del CERN dedicada a explicarle a los turistas la física de partículas. Jake rebobinó algo más antes de levantar el dedo del botón.
—¿Ve? —dijo—. Ésa es una grabación anterior; mire la hora —en la parte inferior de la pantalla, centrada, una lectura digital aparecía superpuesta a la imagen, con un reloj que avanzaba con normalidad: «16h58m22s», «16h58m23s», «16h58m24s»...
—Un minuto y medio aproximadamente antes del comienzo del fenómeno —dijo Jake—. Si hubiera habido algo como un PEM, también hubiera borrado lo que ya estaba en la cinta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lloyd—. ¿Que la cinta se queda en blanco justo al comienzo del fenómeno? —le gustaba la palabra que Jake había usado para definir lo sucedido.
—Sí... y que recupera la imagen exactamente un minuto y cuarenta y tres segundos más tarde. Sucede lo mismo en todas las cintas que he comprobado: un minuto y cuarenta y tres segundos de estática.
—¡Lloyd, Jake, venid rápido! —Era la voz de Michiko; los dos hombres se giraron para verla llamándolos desde el umbral. Corrieron tras ella y entraron en la puerta más cercana, la sala de descanso, en la que el televisor aún mostraba la CNN.
—...y, por supuesto, se grabaron cientos de miles de vídeos durante el período en el que las mentes de la gente estuvieron en otra parte —decía la presentadora Petra Davies—: grabaciones de cámaras de seguridad, cámaras de vídeo caseras en marcha, cintas de los estudios de televisión, incluyendo las de nuestros propios archivos, aquí en la CNN, exigencia de la FCC, y más. Asumíamos que todas ellas mostrarían claramente a la gente quedando inconsciente, desplomándose en el suelo...
Lloyd y Jake intercambiaron miradas.
—Pero —siguió Davies— ninguna mostraba nada. O, para ser más exactos, no mostraban nada salvo estática, puntos blancos y negros pulsando en la pantalla. Por lo que sabemos, todos los vídeos realizados en el mundo durante el salto al futuro muestran esta estática durante precisamente un minuto y cuarenta y tres segundos. Del mismo modo, otros dispositivos de grabación, como los conectados a los instrumentos meteorológicos que empleamos en nuestra información del tiempo, no registraron dato alguno durante el periodo de inconsciencia. Si alguno de los espectadores tiene un vídeo o grabación realizada durante este tiempo, y que muestre alguna imagen, nos gustaría ponernos en contacto con él. Puede llamarnos al teléfono gratuito...
—Increíble —dijo Lloyd—. No puedo más que preguntarme qué pasó exactamente durante aquel tiempo.
Jake asintió.
—Así es.
—«Salto al futuro», ¿eh? —dijo Lloyd saboreando el término empleado por la presentadora—. No es un mal nombre.
Jake asintió de nuevo.
—Desde luego, es mucho mejor que «El desastre del CERN», o algo parecido.
Lloyd frunció el ceño.
—Así es.
Theo se recostó en la silla de su despacho, con las manos detrás de la cabeza, contemplando la constelación de oquedades en las baldosas acústicas del techo, pensando en lo que le había dicho DeVries.
No era como saber que ibas a morir en un accidente. Si te advertían de que te iba a atropellar un coche en una calle, a una hora, te bastaba con evitar estar en ese lugar en ese momento, y ¡voilà!, crisis solucionada. Pero si alguien estaba dispuesto y decidido a matarte, sucedería antes o después. No estar aquí, o dondequiera que tuviera lugar el asesinato (la historia del Johannesburg Star no mencionaba el lugar preciso), el 21 de octubre de 2030, no bastaba necesariamente para salvar a Theo.
El Dr. Procopides deja...
¿Deja qué? ¿A sus padres? Papá tendría ochenta y dos y mamá setenta y nueve para entonces. Su padre había sufrido un infarto hacía algunos años, pero desde entonces había sido muy escrupuloso con el colesterol, dejando el saganaki y las ensaladas de queso feta que tanto le gustaban. Desde luego, podían estar vivos para entonces.
¿Cómo se lo tomaría papá? Se suponía que los padres no sobrevivían a sus hijos. ¿Pensaría que ya había tenido una buena y larga vida? ¿Perdería las ganas de vivir, muriendo pocos meses después y dejando a su madre sola? Theo deseaba que sus padres estuvieran vivos dentro de veintiún años, pero...
El Dr. Procopides deja...
...¿mujer e hijos?
Eso era lo que normalmente se ponía en las necrológicas. Lo pondría su mujer, su esposa Anthoula, quizá una hermosa muchacha griega. Eso haría feliz a papá.
Salvo que...
Salvo que Theo no conocía a ninguna hermosa muchacha griega... ni a ninguna hermosa muchacha de ningún país. Al menos (un pensamiento acudió a su cabeza, pero lo alejó de sí) a ninguna que estuviera libre.
Se había dedicado en cuerpo y alma a su trabajo. Primero, obteniendo unas notas que le permitieran acudir a Oxford. Después, para conseguir el doctorado. Después para lograr su puesto en el CERN. Sí, había habido mujeres, por supuesto, adolescentes en Atenas, asuntos de una noche con otras estudiantes e incluso una vez, en Dinamarca, una prostituta. Pero siempre había pensado que más tarde habría tiempo para el amor, el matrimonio y los hijos.
¿Pero cuándo llegaría ese tiempo?
Se había preguntado si el artículo comenzaría por «Ganador del Nóbel». No era así, pero se lo había preguntado; y, para ser honesto consigo mismo, era algo para preocuparse seriamente. Un Nóbel representaba la inmortalidad, ser recordado para siempre.
El experimento del LHC que Lloyd y él habían pasado varios años preparando debería haber producido el bosón de Higgs; si lo hubiesen logrado, sin duda el Nóbel le hubiera seguido poco después. Pero no habían tenido éxito.
El éxito. Como si se contentara sólo con uno.
¿Muerto en veintiún años? ¿Quién lo recordaría?
Era una locura. Era inconcebible.
Era Theodosios Procopides, por el amor de Dios. Era inmortal.
Claro que lo era. Claro que sí. Tenía veintisiete años, ¿no?
Una esposa. Hijos. Sin duda, la necrológica los hubiera mencionado. Si DeVries hubiera movido la noticia hacia abajo, se hubiera encontrado con sus nombres, y posiblemente con sus edades.
Pero... ¡espera! ¡Espera!
¿Cuántas páginas tenía el típico periódico urbano? ¿Unas doscientas? ¿Y cuántos lectores? La tirada típica de un diario importante podía ser de medio millón de ejemplares. Por supuesto, DeVries había dicho que leía el periódico del día anterior. De todos modos, no podía ser la única que leyera ese artículo durante aquel destello de dos minutos de futuro.
Y, además, al parecer Theo sería asesinado en Suiza (el artículo estaba fechado en Ginebra), pero la historia había llegado a la prensa de Johannesburgo. Eso significaba que debía de haberse filtrado a otros periódicos y grupos de noticias del mundo, posiblemente con diferentes relatos de los acontecimientos. Desde luego, el Tribune de Gèneve dispondría de un artículo más detallado. Podía haber cientos, miles de personas que leyeran la noticia sobre su muerte.
Podía poner anuncios para encontrarlos, en la Internet y en los principales periódicos. Podía descubrir más, enterarse con seguridad de si lo que había dicho la señora DeVries era cierto.
—Mira esto —dijo Jake Horowitz, depositando su tablero de datos sobre la mesa de Lloyd; mostraba una página web.
—¿Qué es?
—Material del Servicio Geológico de los Estados Unidos. Lecturas sismográficas.
—¿Sí?
—Mira las lecturas de hace unas horas.
—Oh, Dios mío.
—Exactamente. Durante casi dos minutos, comenzando a las cinco de la tarde de nuestro huso, los detectores no registraron nada. O marcaron alteración cero, lo que es imposible, pues la Tierra siempre tiembla ligeramente, aunque sólo sea por la interacción de la Luna con las mareas, o no grabaron dato alguno. Es como con las cámaras de vídeo: no existe registro alguno de lo que sucedió durante aquellos dos minutos. Lo he contrastado con diversos servicios meteorológicos nacionales. Sus instrumentos de medición (velocidad del viento, temperatura, presión del aire, etc.) no grabaron nada durante el salto al futuro. Y la NASA y la ESA informan de períodos muertos en la telemetría de sus satélites durante el lapso.
—¿Cómo es posible? —preguntó Lloyd.
—No lo sé —respondió Jake, pasándose la mano por el pelo rojo—. Pero, de algún modo, todas las cámaras, sensores e instrumentos de registro del mundo simplemente dejaron de grabar en el periodo del salto.
Theo estaba sentado en su despacho, con un Pato Donald de plástico observándolo desde encima del monitor, pensando en cómo expresar lo que quería decir. Después de todo, necesitaba convertir la información en un anuncio clasificado en cientos de periódicos de todo el mundo; le costaría una fortuna si no era conciso. Tenía tres teclados: uno francés AZERTY, uno inglés QWERTY y otro griego. Usaba el inglés:
Theodosios Procopides, natural de Atenas, trabajador del CERN, será asesinado el lunes 21 de octubre de 2030. Si su visión está relacionada con este crimen, por favor escriba a procopides@cern.ch.
Pensó en dejarlo así, pero añadió una última frase: «Espero poder prevenir mi propia muerte».
Theo podía traducirlo al griego y al francés; en teoría, su ordenador se encargaría de hacerlo a cualquier otro idioma, pero si algo había aprendido de su estancia en el CERN era que las traducciones informáticas eran imprecisas; aún recordaba el horrendo incidente del banquete de Navidad. No, recabaría la ayuda de algunos trabajadores del CERN para hacerlo, y para que le aconsejaran sobre los periódicos más importantes de cada uno de sus países.
Pero había una cosa que podía hacer de inmediato: subir aquella nota a varios grupos de noticias. Lo hizo antes de irse a dormir a casa.
Al fin, a la una de la madrugada, Lloyd y Michiko dejaron el CERN. De nuevo, abandonaron el Toyota en el estacionamiento; en modo alguno era extraño que la gente del CERN se quedara trabajando toda la noche.
Michiko trabajaba para Sumitomo Electric; era una ingeniera especializada en tecnología superconductora-aceleradora, asignada a largo plazo en el CERN, que había comprado varios componentes del LHC a Sumitomo. Sus jefes le habían proporcionado a ella y a Tamiko un maravilloso apartamento en la Margen Derecha de Ginebra. Lloyd no estaba tan bien pagado, y no le sufragaban la estancia; su apartamento se encontraba en el pueblo de St. Genis. Le gustaba vivir en Francia y trabajar casi todo el tiempo en Suiza; el CERN disponía de su propia aduana, que permitía al personal cruzar la frontera sin preocuparse por enseñar el pasaporte.
Lloyd había alquilado un apartamento amueblado; aunque llevaba dos años en el CERN, no pensaba en la casa como en su hogar, y la idea de comprar muebles no le parecía muy sensata, ya que debería enviarlos luego a Norteamérica. Su mobiliario era algo pasado de moda y demasiado recargado para su gusto, pero al menos conjuntaba bien: la madera oscura, las alfombras naranjas, las paredes rojo oscuro. Creaba un ambiente cálido y acogedor, a costa de hacer que el espacio pareciera menor. Pero no tenía conexión emocional alguna con aquel apartamento: nunca se había casado ni había vivido con alguien del sexo opuesto, y en los veinticinco años que habían pasado desde que se marchara de casa de sus padres había tenido once direcciones distintas. A pesar de todo, aquella noche no había duda de que irían a su apartamento, no al de ella. Había demasiado de Tamiko en el piso de Ginebra, demasiado para soportarlo tan pronto.
El apartamento de Lloyd se encontraba en un edificio de cuarenta años, calentado por radiadores eléctricos. Se sentaron en el sofá. Él tenía un brazo sobre los hombros de ella, tratando de consolarla.
—Lo siento.
El rostro de Michiko aún parecía hinchado. Tenía periodos de calma, pero las lágrimas comenzaban de repente y no parecían terminar nunca. Asintió ligeramente.
—No había modo de preverlo —dijo Lloyd—, ni de evitarlo.
Pero Michiko negó con la cabeza.
—¿Qué clase de madre soy? Me llevo a mi hija a medio mundo de distancia de sus abuelos, de su casa.
Lloyd no dijo nada. ¿Qué iba a decir? ¿Que había parecido una idea maravillosa? Irse a estudiar a Europa, aunque fuera con solo ocho años, hubiera sido una experiencia increíble para cualquier niño. Desde luego, llevar a Tamiko a Suiza había sido lo correcto.
—Debería intentar hablar con Hiroshi —dijo Michiko. Era su ex marido—. Tengo que asegurarme de que ha recibido el correo electrónico.
Lloyd pensó en comentarle que Hiroshi probablemente no mostrara mayor interés en su hija ahora que estaba muerta que el que había tenido estando viva. Aunque nunca lo había conocido, lo odiaba a muchos niveles. Lo odiaba por entristecer a Michiko, no una vez, ni dos, sino durante años. Le dolía pensar en la vida de ella sin una sonrisa en la cara, sin alegría en el corazón. Además, si quería ser brutalmente honesto, lo odiaba por haberla tenido primero. Pero no dijo nada. Se limitó a acariciar su lustroso pelo negro.
—Él no quería que me la trajera —dijo Michiko sollozando—. Quería que se quedara en Tokio, que fuera a una escuela japonesa —se limpió los ojos—. «A una escuela apropiada», decía. Si le hubiera hecho caso...
—El fenómeno se produjo en todo el mundo —respondió Lloyd suavemente—. No hubiera estado más segura en Tokio que en Ginebra. No puedes culparte.
—No lo hago. Yo...
Pero se detuvo. Lloyd no pudo sino preguntarse si iba a decir «Te culpo a ti».
Michiko no había venido al CERN para estar con Lloyd, pero ninguno de los dos dudaba que él era el motivo por el que había decidido quedarse. Ella le había pedido a Sumitomo que la mantuviera allí después de instalar el equipo del que era responsable. Durante los dos primeros meses, Tamiko se había quedado en Japón, pero una vez Michiko decidió prolongar su estancia, se las arregló para traerse a su hija a Europa.
Lloyd también había amado a Tamiko. Sabía que el de padrastro siempre era un papel difícil, pero los dos se llevaban muy bien. A no todos los jóvenes les gustaba que un padre divorciado encontrara nuevo compañero; la propia hermana de Lloyd había roto con su novio porque a sus dos hijos pequeños no les gustaba aquel nuevo hombre en sus vidas. Pero Tamiko le había dicho una vez que le gustaba porque hacía sonreír a su madre.
Lloyd miró a su prometida. Estaba tan triste que se preguntó si alguna vez la volvería a ver sonreír. También tenía ganas de llorar, pero algo estúpido y masculino no se lo permitía mientras ella estuviera llorando a su vez. Se contuvo.
Se preguntó qué impacto iba a tener aquello en su próximo matrimonio. No había tenido más motivos para proponerlo que su amor total y completo por Michiko. Y no dudaba del amor que ella sentía, pero, al menos en cierta medida, ella siempre había tenido un segundo motivo para casarse con él. Por moderna y liberada que fuera, y al menos para los estándares japoneses era muy moderna, siempre había buscado un padre para su hija, alguien que le ayudara a criar a Tamiko, que le proporcionara una presencia masculina.
¿Era ése el único interés de Michiko? Oh, sí, los dos lo pasaban estupendamente juntos, pero muchas parejas eran iguales sin un matrimonio o un compromiso a largo plazo. ¿Seguiría queriendo casarse con él ahora?
Y, por supuesto, estaba aquella otra mujer, la de su visión, la prueba vívida y clara...
La prueba de que, igual que el matrimonio de sus padres había acabado en divorcio, lo haría el suyo si terminaba al fin casándose con Michiko.