5

La visión que más interesaba a Lloyd era la de Michiko. Pero ella aún estaba (como sin duda sucedería durante mucho tiempo) completamente enajenada. Cuando llegó su turno en el círculo, la saltó. Deseaba poder llevarla a casa, pero era mejor para ella no estar sola en aquel momento, y no había modo de que, ni Lloyd ni nadie, pudieran marcharse para hacerle compañía.

Ninguna de las demás visiones relatadas por la pequeña muestra en la sala de conferencias se solapaba; no había indicación de que fueran del mismo tiempo o la misma realidad, aunque parecía que casi todos estaban disfrutando de un día libre, o de unas vacaciones. Pero estaba la pregunta de Jake Horowitz y Carly Tompkins, separados por casi medio planeta, pero viéndose mutuamente. Por supuesto, podía ser una coincidencia. A pesar de todo, si las visiones encajaban no solo en los grandes trazos, sino en los detalles precisos, tendrían algo significativo.

Lloyd y Michiko se habían retirado al despacho del primero. Michiko estaba enroscada en una de las sillas, y le pidió a Lloyd que le pusiera la gabardina por encima, a modo de manta. Lloyd tomó el teléfono de su escritorio y marcó.

Bonjour —dijo—. ¿La police de Genève? Je m'appelle Lloyd Simcoe; je suis avec CERN.

Oui, Monsieur Simcoe —respondió un hombre que cambió al inglés; los suizos solían hacerlo como respuesta al acento de Lloyd—. ¿Qué podemos hacer por usted?

—Sé que están terriblemente ocupados...

—Por decirlo de algún modo, monsieur. Como dice, estamos empantanados.

Paralizados, pensó Lloyd.

—Esperaba que uno de sus inspectores estuviera libre. Tenemos una teoría sobre las visiones, y necesitamos la ayuda de alguien experto en tomar testimonios.

—Le pasaré con el departamento adecuado —dijo la voz.

Mientras aguardaba, Theo asomó la cabeza por la puerta del despacho.

—El servicio mundial de la BBC está informando de que muchas personas han tenido visiones coincidentes —dijo—. Por ejemplo, muchas parejas casadas, a pesar de no estar en la misma estancia en el momento del fenómeno, comentaron experiencias similares.

Lloyd asintió ante aquella información.

—A pesar de todo, supongo que existe la posibilidad de que, por cualquier motivo, por colusión, Carly y Jake aparte, esa sincronía se tratara de un fenómeno localizado. Pero...

No siguió. Después de todo, hablaba con Theo «el ciego». Pero si Carly Tompkins y Jacob Horowitz (ella en Vancouver, él cerca de Ginebra) vieron de verdad lo mismo, no habría muchas dudas de que todas las visiones pertenecían al mismo futuro, de que eran teselas del mosaico del mañana... un mañana que no incluía a Theo Procopides.

—Hábleme de la habitación en la que se encontraba —dijo la inspectora, una suiza de mediana edad. Tenía un tablero de datos frente a ella y vestía un polo suelto, la moda de finales de los ochenta, y que volvía de nuevo a la popularidad.

Jacob Horowitz cerró los ojos para evitar las distracciones, tratando de recordar cada detalle.

—Era un laboratorio de alguna clase. Paredes amarillas. Luces fluorescentes. Encimeras de formica. Una tabla periódica en la pared.

—¿Había alguien más con usted?

Jake asintió. Dios, ¿por qué tenía que ser mujer la inspectora?

—Sí, había una mujer, blanca, pelo oscuro. Parecía tener unos cuarenta y cinco.

—¿Cómo vestía esa mujer?

Jake tragó saliva.

—No llevaba nada.

La inspectora ya se había marchado, y Lloyd y Michiko comparaban los informes sobre las visiones de Jake y Carly; ésta había accedido a ser interrogada del mismo modo por la policía de Vancouver, y habían recibido la entrevista por correo electrónico.

En las horas intermedias, Michiko se había recuperado un tanto. Trataba de concentrarse, de seguir adelante para ayudar en la crisis, pero cada pocos minutos se desubicaba y sus ojos se llenaban de lágrimas. A pesar de todo, consiguió leer las dos transcripciones sin empapar por completo los papeles.

—No hay duda alguna —dijo—. Coinciden en todos los detalles. Estaban en la misma habitación.

Lloyd forzó una pequeña sonrisa.

—Chicos —dijo. Sólo conocía a Michiko desde hacía dos años; nunca habían hecho el amor en un laboratorio pero, siendo él becario, había tenido sus escarceos con Pamela Ridgley en Harvard. Sacudió la cabeza, asombrado—. Un destello del futuro. Fascinante —hizo una pausa—. Imagino que algunos se van a forrar con esto.

Michiko se encogió de hombros.

—Es posible. Aquellos que estuvieran leyendo las cotizaciones en el futuro podrían sacar tajada... dentro de décadas. Es mucho tiempo para esperar a sacarle rendimiento.

Lloyd esperó un tiempo antes de hablar.

—Aún no me has contado qué es lo que viste, tu visión.

Michiko apartó la mirada.

—No. Es verdad.

Lloyd le tocó suavemente en la mejilla, pero no dijo nada.

—En el momento... en el instante en que tuve la visión, pareció maravillosa —comenzó ella—. Es decir, estaba desorientada y confusa acerca de lo que sucedía. Pero la visión en sí misma era alegre —logró mostrar una débil sonrisa—. Excepto ahora, después de lo que ha sucedido...

Lloyd tampoco la presionó ahora. Se sentó paciente.

—Era muy de noche —dijo al fin Michiko—. Estaba en Japón; estoy segura de que se trataba de una casa japonesa. Me encontraba en el dormitorio de una niña pequeña, sentada en el borde de una cama. Y aquella niña, puede que de siete u ocho años, estaba en la cama, hablando conmigo. Era muy hermosa, pero no era... no era... —Si las visiones pertenecían a décadas en el futuro, desde luego no se trataba de Tamiko. Lloyd asintió suavemente, absolviéndola de tener que terminar la frase. Michiko sorbió la nariz—. Pero... pero era mi hija, tenía que serlo. Una hija que aún no he tenido. Me sujetaba la mano y me llamaba okaasan, «mamá» en japonés. Era como si la estuviera acostando, deseándole buenas noches.

—Tu hija... —dijo Lloyd.

—Bueno, nuestra hija —respondió Michiko—. Tuya y mía.

—¿Qué hacías en Japón?

—No lo sé; visitar a la familia, supongo. Mi tío Masayuki vive en Kioto. Excepto por el hecho de que teníamos una hija, no tuve la menor sensación de encontrarme en el futuro.

—La niña... ¿tenía...?

Se calló a mitad de la frase. Lo que quería preguntar era grosero, zafio. «¿Tenía los ojos rasgados?». O podía preguntarlo de forma más elegante: «¿Tenía pliegues epicánticos?». Pero Michiko no lo hubiera entendido. Hubiera pensado que habría prejuicio tras sus palabras, algún estúpido recelo. Pero no era así. A Lloyd no le importaba si sus posibles hijos tenían aspecto oriental u occidental. Podían ser de cualquiera de los dos modos o, por supuesto, una mezcla de ambos, y los hubiera querido igual, siempre que...

Siempre que, por supuesto, fueran sus hijos.

La visión parecía pertenecer a un tiempo unas dos décadas en el futuro. Y en la suya, la que no había compartido todavía con Michiko, se encontraba quizá en Nueva Inglaterra, con otra mujer. Una mujer blanca. Y Michiko estaba en Kioto, Japón, con una hija que podía ser asiática o caucasiana, o puede que algo intermedio, dependiendo de quién fuera el padre.

La niña... ¿tenía...?

—¿Si tenía qué? —preguntó Michiko.

—Nada —dijo Lloyd, apartando la mirada.

Dio una fuerte bocanada. Suponía que antes o después tendría que contárselo, y...

—Lloyd. Michiko, deberíais bajar —era la voz de Theo, que asomaba la cabeza de nuevo—. Quiero que veáis algo que acabamos de grabar de la CNN.

Lloyd, Michiko y Theo entraron en la sala de descanso, donde ya se encontraban otras cuatro personas. Lou Waters, de pelo canoso, temblaba arriba y abajo en la pantalla; aquel vídeo era un modelo viejo, préstamo de algún miembro del personal, y no tenía una gran función de pausa.

—Ah, estupendo —dijo Raoul al verlos entrar—. Mirad esto —tocó el botón de pausa en el mando y Waters saltó a la acción.

—...David Houseman tiene más información sobre esta historia. ¿David?

La imagen cambió para mostrar a David Houseman, de la CNN, frente a una pared llena de relojes antiguos; aun con una noticia urgente, la CNN buscaba siempre imágenes que llamaran la atención.

—Gracias, Lou —dijo Houseman—. Por supuesto, prácticamente ninguna visión tenía referencias temporales, pero hay gente que se encontraba en estancias con relojes o calendarios en la pared, o que estaba leyendo noticias electrónicas (no parecía haber periódicos impresos), de modo que somos capaces de conjeturar una fecha. Parece que las visiones pertenecen a veintiún años, seis meses, dos días y dos horas por delante del momento del suceso; las imágenes pertenecen al periodo que va de las dos y veintiuno a las dos y veintitrés de la tarde, hora de la Costa Este, del miércoles 23 de octubre de 2030. Esto asume que las aberraciones ocasionales son explicables: algunas personas leían noticias fechadas el 22 de octubre de 2030, o incluso anteriores; podemos presumir que leían ediciones atrasadas. Y las referencias temporales, por supuesto, dependen en gran medida de la zona horaria en la que estuviera la persona. Estamos asumiendo que la mayoría de la gente seguirá viviendo en la misma zona dentro de dos décadas, y que aquellos cuyos informes difieren horas enteras de lo esperado se encontraban en zonas horarias distintas...

Raoul volvió a apretar el botón de pausa.

—Ahí está —dijo—. Un número concreto. Lo que fuera que hiciéramos provocó, de algún modo, que la consciencia de la raza humana saltara hacia delante veintiún años, durante un período de dos minutos.

Theo regresó a la oficina, con la negrura de la noche visible a través de la ventana. Toda aquella charla sobre visiones era inquietante, especialmente al no tener una él mismo. ¿Tendría razón Lloyd? ¿Estaría muerto dentro de menos de veintiún años? Sólo tenía veintisiete, por el amor de Dios; en dos décadas, ni siquiera se acercaría a los cincuenta. No fumaba (algo que no tendría mucho sentido de venir de un norteamericano, pero que para un griego era casi un logro); hacía ejercicio con regularidad. ¿Por qué demonios iba a morir tan joven? Tenía que haber otra explicación para su falta de visión.

Su teléfono comenzó a sonar y descolgó el auricular.

—¿Diga?

—Hola —respondió en inglés una voz de mujer—. ¿Está... eh... Theodosios Procopides? —se tropezaba con el nombre.

—Al aparato.

—Me llamo Kathleen DeVries —respondió la mujer—. He estado dudando si debía hablar con usted. Le llamo desde Johannesburgo.

—¿Johannesburgo? ¿Johannesburgo de Sudáfrica?

—Al menos de momento, sí. Si las visiones son ciertas, en algún momento de los próximos veintiún años será rebautizada como Azania.

Theo aguardó en silencio a que continuara, lo que la mujer hizo tras una pausa.

—Y es por las visiones por lo que le llamo. En la mía usted estaba involucrado.

Theo sintió el corazón saltar en su pecho. ¡Qué noticia más maravillosa! Puede que no hubiera tenido visión propia por cualquier motivo, pero aquella mujer lo había visto dentro de veintiún años. Por supuesto, para ello debía estar vivo; por supuesto, Lloyd estaba equivocado respecto a que estaría muerto.

—¿Y? —preguntó sin aliento.

—Um... siento haberle molestado —dijo DeVries—. ¿Puedo... puedo preguntarle qué mostraba su propia visión?

Theo exhaló lentamente.

—No tuve ninguna.

—Oh. Oh, siento oírlo. Pero... bueno, entonces supongo que no era un error.

—¿Qué no era un error?

—Mi propia visión. Estaba allí, en mi casa de Johannesburgo, leyendo el periódico después de cenar... aunque no estaba impreso. Era una cosa que parecía una hoja lisa de plástico, una especie de lector computerizado. Bueno, pues el artículo que leía resultó ser... bueno, me temo que no hay otro modo de decirlo. Era sobre su muerte.

Theo había leído una vez una historia sobre un hombre que deseaba fervientemente leer el periódico del día posterior, y que cuando al fin logró su deseo, quedaba destrozado al descubrir que contenía la noticia de su propia muerte. El trauma de ver aquello bastó para matarlo, noticia que, por supuesto, tendría cabida en la edición del día posterior. Allí estaba el titular. Pero esto... esto no era el periódico de mañana, sino el de dentro de dos décadas.

—Mi muerte —repitió Theo, como si se hubiera saltado la clase de inglés en la que se explicaran aquellas dos palabras.

—Así es.

Theo trató de recomponerse.

—Mire, ¿cómo puedo saber que no se trata de un engaño, de una broma?

—Lo siento; sabía que no debería haberle llamado. Será mejor...

—No, no, no, no cuelgue. De hecho, me gustaría pedirle su nombre y su número de teléfono. Esta maldita pantalla no muestra más que «Fuera de zona». Tiene que dejarme que le llame yo, le tiene que estar costando una fortuna.

—Como dije, mi nombre es Kathleen DeVries. Soy enfermera en un hogar de la tercera edad. —Le dio su número de teléfono—. Pero no me importa pagar la llamada. Lo cierto es que no quiero nada de usted, y no estoy tratando de engañarlo. Pero bueno, mire, yo veo gente morir muy a menudo. En la residencia perdemos uno cada semana, pero casi todos tienen ochenta, noventa o incluso cien años. Pero usted... usted sólo tendrá cuarenta y ocho cuando muera, demasiado joven. Pensé en llamarle para que lo supiera, puede que para que, de algún modo, evite su propia muerte.

Theo se quedó en silencio varios segundos antes de responder.

—Y... ¿y decía la noticia de qué iba a morir? —durante un extraño momento, Theo se alegró de que su muerte mereciera una nota en los periódicos internacionales. Casi preguntó si las primeras palabras del artículo no eran, por casualidad, «Ganador del Nóbel»—. Sé que debo tener cuidado con el colesterol. ¿Fue de un infarto?

Se produjo un silencio de varios segundos.

—Umm. Lo siento mucho, Dr. Procopides, me temo que debía haber sido más precisa. No era una necrológica lo que leía, sino una noticia de sucesos —la oyó tragar saliva—. Una noticia sobre su asesinato.

Theo se quedó sin habla. Podía repetir incrédulo aquella última palabra, pero no tenía sentido.

Tenía veintisiete y estaba en buen estado. Como había estado pensando hacía unos instantes, no moriría de muerte natural en apenas veintiún años. Pero... ¿asesinato?

—Dr. Procopides, ¿sigue usted ahí?

—Sí.

De momento.

—L-lo siento, Dr. Procopides. Sé que debe de ser todo un trauma.

Theo esperó unos instantes.

—El artículo que leía... ¿decía quién me mató?

—Me temo que no. Al parecer, era un crimen sin resolver.

—Bueno, ¿y qué decía la noticia?

—He escrito todo lo que recuerdo; se lo puedo enviar por correo electrónico, pero bueno, déjeme leérselo. Recuerde que es una reconstrucción. Creo que es bastante precisa, pero no puedo garantizarle cada palabra. —Se detuvo, aclaró la garganta y comenzó—. El titular era «Físico tiroteado».

Tiroteado, pensó Theo. Dios.

DeVries prosiguió.

—La noticia estaba fechada en Ginebra, y decía: "Theodosios Procopides, físico griego trabajando en el CERN, centro europeo de física de partículas, fue encontrado muerto hoy de varios disparos. Procopides, doctorado por la Universidad de Oxford, era director del Colisionador de Taquiones-Tardiones...

—Repita eso —dijo Theo.

—El Colisionador de Taquiones-Tardiones —dijo DeVries. Pronunciaba mal «taquiones», usando una «ch» suave en vez del sonido «k»—. Nunca había oído estas palabras.

—No existe tal colisionador —dijo Theo—, al menos de momento. Por favor, siga.

—...director del Colisionador de Taquiones-Tardiones del CERN. El Dr. Procopides llevaba veintitrés años en dicho centro. No se conocen motivos para el asesinato, pero se descarta el robo, ya que se encontró la cartera del Dr. Procopides en el cuerpo. Se presume que los disparos se produjeron entre las doce y la una de la tarde de ayer, hora local. Se seguirá investigando. El Dr. Procopides deja...

—¿Sí? ¿Sí?

—Lo siento. Eso es todo.

—¿Quiere decir que la visión terminó antes de leer el artículo?

Se produjo un pequeño silencio.

—Bueno, no exactamente. El resto del artículo seguía fuera de la pantalla, y en vez de pulsar el botón de siguiente página, que podía ver en el lateral del dispositivo lector, seleccioné otro artículo —hizo una pausa—. Lo siento, Dr. Procopides. Yo... la yo de 2009, estaba interesada en el resto del artículo, pero a mi versión de 2030 no parecía importarle. Intenté hacerle... hacerme tocar ese control, pero no funcionó.

—¿Entonces no sabe quién me mató, ni por qué?

—Lo siento.

—Y el periódico que leía... ¿está segura de que era el del día? Ya sabe, el del 23 de octubre de 2030.

—En realidad no. Había un... ¿cómo llamarlo? ¿un encabezado? Había un encabezado en lo alto del lector que señalaba de forma prominente la fecha y el nombre del periódico: The Johannesburg Star, jueves 22 de octubre de 2030. De modo que creo que era el periódico de ayer, si usted me entiende —hizo una pausa—. Siento ser portadora de malas noticias.

Theo esperó un tiempo, tratando de digerir todo aquello. Ya era malo tener que lidiar con la idea de estar muerto en veinte meros años, pero la de que alguien pudiera matarlo era excesivo.

—Muchas gracias, señorita DeVries —dijo—. Si recuerda cualquier otro detalle, lo que sea, por favor, hágamelo saber. Le ruego que me envíe la transcripción que mencionó —le dio su número de fax.

—Así lo haré —dijo—. L-lo siento; parece usted un joven muy agradable. Espero que pueda averiguar quién lo hizo, quién va a hacerlo... y que encuentre un modo de evitarlo.