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Para cuando Lloyd y Michiko regresaron, Jake y Theo habían reunido a un grupo de trabajadores del LHC en una sala de conferencias de la segunda planta del centro de control.

Casi todo el personal del CERN vivía en la ciudad suiza de Meyrin, que lindaba con el extremo oriental del campus; en Ginebra, varias decenas de kilómetros más allá; o en los pueblos franceses de St. Genis y Thoiry, al noroeste del CERN. Pero procedían de toda Europa, así como del resto del mundo. Las decenas de rostros que ahora se fijaban en Lloyd eran de lo más variopinto. Michiko también se había unido al círculo, pero se encontraba ausente, con los ojos vidriados. Estaba simplemente sentada en la silla, meciéndose con lentitud.

Lloyd, director del proyecto, dirigió la reunión. Los miró de uno en uno.

—Theo me ha comentado las informaciones de la CNN. Supongo que está bastante claro que hubo numerosas alucinaciones por todo el mundo —inspiró profundamente. Foco, propósito... Eso era lo que necesitaba en ese momento—. Veamos si podemos comprender exactamente lo que ha sucedido. ¿Podemos ir por orden? No entréis en detalles; limitaos a resumir en una frase lo que visteis. Si no os importa, tomaré notas, ¿de acuerdo? Olaf, ¿podemos empezar por ti?

—Claro —respondió un rubio musculoso—. Estaba en la casa de verano de mis padres. Tienen un chalé cerca de Sundsvall.

—En otras palabras, era un lugar conocido —respondió Lloyd.

—Oh, sí.

—¿Fue muy precisa tu visión?

—Muy precisa. Era exactamente como la recordaba.

—¿Había alguien más en la visión?

—No... lo que resultaba extraño. Sólo voy allí para visitar a mis padres, pero no estaban.

Lloyd pensó en su propia imagen envejecida en el espejo.

—¿Te... te viste a ti mismo?

—¿Te refieres a un espejo? No.

—Muy bien. Gracias.

La mujer junto a Olaf era negra, de mediana edad. Lloyd se sintió incómodo; sabía que debía conocer su nombre, pero no era así. Al final, se limitó a sonreír.

—La siguiente.

—Creo que estaba en el centro de Nairobi —dijo la mujer—. Era de noche, una noche cálida. Me parece que se trataba de la calle Dinesen, pero parecía demasiado edificada. Y había un McDonalds.

—¿No hay McDonalds en Kenia? —preguntó Lloyd.

—Sí, claro, pero... quiero decir, el cartel decía que era un McDonalds, pero el logotipo no era el correcto. Ya sabes, en vez de los arcos dorados, había una gran «M» con todas las líneas rectas. Muy moderno.

—Así que la visión de Olaf era de un lugar en el que había estado a menudo, pero la tuya es de otro que nunca habías visitado, o al menos de algo que no habías visto nunca.

La mujer asintió.

—Supongo que sí.

Michiko se encontraba cuatro puestos más allá en el círculo. Lloyd no era capaz de discernir si lo estaba asimilando todo.

—¿Qué hay de ti, Franco? —siguió.

Franco della Robbia se encogió de hombros.

—Estaba en Roma, por la noche. Pero... no sé... debía de ser una especie de videojuego. Algo de realidad virtual.

Lloyd se inclinó hacia delante.

—¿Por qué dices eso?

—Bueno, es que era Roma, ¿no? Y yo estaba en el Coliseo, y conducía un coche... pero no era exactamente un coche. El vehículo parecía moverse por su cuenta. Y no sé el mío, pero había muchos otros flotando, puede que veinte centímetros sobre el suelo —volvió a encogerse de hombros—. Como dije, alguna especie de simulación.

Sven y Antonia, que también habían hablado por la tarde de coches voladores, asentían abiertamente.

—Yo vi lo mismo —dijo Sven—. No lo de Roma, sino lo de los coches flotantes.

—Yo también —añadió Antonia.

—Fascinante —dijo Lloyd. Se volvió hacia su joven becario, Jacob Horowitz—. ¿Qué viste tú, Jake?

La voz de Jake era débil y aflautada, y se pasaba nervioso los dedos pecosos por el pelo.

—La habitación no tenía nada de especial. Un laboratorio, en algún sitio. Paredes amarillas. Había una tabla periódica en una de ellas, pero estaba en inglés. Y Carly Tompkins estaba allí.

—¿Quién?

—Carly Tompkins. Al menos, creo que era ella. Parecía mucho más vieja que la última vez que la vi.

—¿Quién es Carly Tompkins?

La respuesta no la dio Jake, sino Theo Procopides, que se sentaba más allá, en el círculo.

—Deberías conocerla, Lloyd, es una compatriota canadiense. Es una investigadora de mesones; la última vez que oí de ella, estaba en el TRIUMF.

Jake asintió.

—Así es. Sólo la he visto un par de veces, pero estoy bastante seguro de que se trataba de ella.

Antonia, cuyo turno sería el siguiente, enarcó las cejas.

—Si en la visión de Jake aparecía Carly, ¿aparecería Jake en la de ella?

Todo el mundo miró intrigado a la italiana. Lloyd se encogió de hombros.

—Hay un modo de descubrirlo. Podemos llamarla —miró a Jake—. ¿Tienes su número?

El joven negó con la cabeza.

—Como dije, apenas la conozco. Coincidimos en algunos seminarios en la última reunión de la APS, y me ocupé de su demostración sobre cromodinámica.

—Si está en la APS —dijo Antonia—, estará en el directorio. —Se levantó y rebuscó en una estantería hasta dar con un delgado volumen con una sencilla cubierta de cartón. Lo hojeó—. Aquí está. El número de casa y del trabajo.

—Yo... eh... no quiero llamarla —dijo Jake.

A Lloyd le sorprendió la reluctancia, pero no insistió en el asunto.

—No pasa nada. Además, no deberías hablar con ella. Quiero ver si menciona tu nombre sin más pistas.

—Es posible que no logres comunicación —intervino Sven—. Los teléfonos están saturados con la gente que trata de comunicarse con su familia y sus amigos, por no mencionar las líneas derribadas por los vehículos.

—Merece la pena intentarlo —dijo Theo. Se levantó, atravesó la habitación y cogió el libro de Antonia. Entonces miró el teléfono, y de nuevo los números del directorio—. ¿Cómo se llama a Canadá desde aquí?

—Igual que a los Estados Unidos —dijo Lloyd—. El código del país es el mismo: cero uno.

Los dedos de Theo recorrieron el teclado, introduciendo una larga cadena de números. Después, a beneficio de la audiencia, fue marcando con los dedos el número de señales. Una. Dos. Tres. Cuatro...

—Ah, hola. Carly Tompkins, por favor. Hola, Dra. Tompkins. Le llamo desde Ginebra, del CERN. Estamos muchos aquí reunidos, ¿le importa que conecte el altavoz?

Una voz soñolienta:

—...si usted quiere. ¿Qué sucede?

—Queremos saber cuál fue su alucinación cuando perdió el conocimiento.

—¿Cómo? ¿Se trata de alguna broma?

Theo miró a Lloyd.

—No lo sabe.

Lloyd se aclaró la voz antes de hablar.

—Dra. Tompkins, aquí Lloyd Simcoe. También soy canadiense, aunque estuve con el Grupo D-Zero en el Fermilab hasta el 2007, y llevo los últimos dos años en el CERN —hizo una pausa, inseguro sobre lo que decir a continuación—. ¿Qué hora es allí?

—Casi mediodía —sonido de un bostezo apagado—. Hoy es mi día libre y estaba durmiendo. ¿De qué va todo esto?

—Entonces, ¿todavía no se había levantado hoy?

—No.

—¿Tiene televisor en la habitación en la que está?

—Sí.

—Enciéndala y mire las noticias.

Parecía irritada.

—En la Columbia Británica no cogemos bien los canales suizos...

—No tienen que ser canales suizos. Ponga cualquier canal de noticias.

Todos pudieron oír a Tompkins suspirando al auricular.

—Vale, espere un segundo.

Podían oír lo que presumiblemente era la CBC Newsworld al fondo. Tras lo que pareció una eternidad, Tompkins regresó al aparato.

—Oh, dios mío —dijo—. Oh, dios mío.

—¿Pero estuvo dormida todo el tiempo?

—Me temo que sí —dijo la voz al otro lado del mundo. Se detuvo un segundo—. ¿Por qué me han llamado?

—¿Aún no han mencionado las visiones en las noticias?

—Joel Gotlib está ahora mismo hablando de eso —dijo, presumiblemente refiriéndose a un presentador canadiense—. Parece una locura. En cualquier caso, a mí no me ha pasado nada parecido.

—Muy bien —dijo Lloyd—. Lamentamos haberla molestado, Dra. Tompkins. Estaremos...

—Espera —dijo Theo.

Lloyd miró al joven.

—Dra. Tompkins, soy Theo Procopides. Creo que hemos coincidido en una o dos conferencias.

—Si usted lo dice...

—Dra. Tompkins —siguió Theo—. A mí me pasó lo mismo que a usted: no tuve visión alguna, ni sueño, ni nada.

—¿Sueño? —respondió Tompkins—. Ahora que lo menciona, creo que tuve un sueño. Lo gracioso es que era en color... yo nunca sueño en color. Pero recuerdo a aquel tipo pelirrojo.

Theo parecía decepcionado, ya que estaba claro que le aliviaba no encontrarse solo. Todos desviaron la mirada hacia Jake.

—Y no solo eso —dijo Carly—. Su ropa interior también era roja.

El joven Jake se tornó del mismo color.

—¿Ropa interior roja? —repitió Lloyd.

—Eso mismo.

—¿Conoce a ese hombre? —preguntó Lloyd.

—Me parece que no.

—¿No se parecía a nadie que hubiera conocido antes?

—Me parece que no.

Lloyd se inclinó sobre el micrófono.

—¿Y a... al padre de alguien al que haya conocido? ¿Se parecía al padre de alguien?

—¿Adónde quiere llegar? —preguntó Tompkins.

Lloyd lanzó un suspiro y miró a los presentes, para comprobar si alguien comprendía sus intenciones. No era así.

—¿Le dice algo el nombre de Jacob Horowitz?

—No sé... espere. Oh, claro, sí, sí. A ése me recordaba. Sí, era Jacob Horowitz, pero vaya, debería de cuidarse más. Parecía haber envejecido décadas desde la última vez que lo vi.

Antonia reprimió un sofoco. El corazón de Lloyd latía desbocado.

—Mire —dijo Carly—, quiero asegurarme de que toda mi familia está bien. Mis padres están en Winnipeg. Tengo que colgar.

—¿Podemos llamarla en unos minutos? —preguntó Lloyd—. Mire, tenemos aquí a Jacob Horowitz, y sus respectivas visiones parecen corresponderse... bueno, en cierto sentido. Él dijo que estaba en un laboratorio, pero...

—Sí, es cierto, era un laboratorio.

La voz de Lloyd se tiñó de incredulidad.

—¿Y él estaba en ropa interior?

—Bueno, no al final de la visión... Mire, tengo que colgar.

—Gracias —dijo Lloyd—. Adiós.

—Adiós.

Del altavoz llegó el sonido del tono telefónico suizo. Theo se acercó y lo apagó.

Jacob Horowitz seguía decididamente avergonzado. Lloyd pensó en decirle que lo más seguro era que la mitad de los físicos lo hubiera hecho una u otra vez en un laboratorio, pero el joven tenía el aspecto de ir a sufrir un colapso nervioso si alguien le hablaba en ese preciso momento. Lloyd comenzó a pasar de nuevo la mirada por el círculo.

—Muy bien. Lo diré, porque sé que todos lo estáis pensando. Lo que pasara aquí produjo una especie de efecto temporal. Las visiones no eran alucinaciones; eran verdaderos destellos del futuro. El hecho de que Jacob Horowitz y Carly Tompkins vieran aparentemente lo mismo refuerza esta tesis.

—Pero alguien dijo que la visión de Raoul era psicodélica, ¿no? —preguntó Theo.

—Sí —respondió el aludido—. Como un sueño, o algo.

—Como un sueño —repitió Michiko. Sus ojos seguían enrojecidos, pero reaccionaba al mundo exterior.

Eso fue todo cuanto dijo, pero tras un momento Antonia retomó su idea y la elaboró.

—Michiko tiene razón. No hay misterio alguno. En el punto del futuro al que pertenecen las visiones, Raoul estará dormido, teniendo un sueño real.

—Pero eso es una locura —dijo Theo—. Yo no tuve ninguna visión.

—¿Qué experimentaste? —preguntó Sven, que no le había oído describirlo con anterioridad.

—Fue... no lo sé, como una discontinuidad, supongo. De repente, era dos minutos más tarde y no tuve sensación de que pasara el tiempo, y no hubo nada parecido a una visión —cruzó los brazos desafiante frente a su ancho pecho—. ¿Cómo explicas eso?

En el cuarto se hizo el silencio. Las expresiones dolidas de muchos de los presentes le dejaron claro a Lloyd que todos pensaban lo mismo, aunque nadie quisiera decirlo en voz alta. Al final, Lloyd se encogió de hombros.

—Es sencillo —dijo, mirando a su brillante y arrogante socio de veintisiete años—. Dentro de veinte años, o cuando quiera que sean las visiones... —hizo una pausa para extender las manos—. Lo siento, Theo, pero dentro de veinte años estarás muerto.