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Theo Procopides recorrió a trompicones el pasillo cubierto de mosaicos hasta llegar a su diminuto despacho, cuyas paredes estaban cubiertas por carteles de dibujos animados: Astérix el Galo allí, Reny y Stimpy allá, Bugs Bunny, Pedro Picapiedra y Gaga de Waga sobre la mesa.

Se sentía confuso, aturdido. Aunque no había tenido visión, parecía haber sido el único. A pesar de todo, incluso aquella pérdida de tiempo había bastado para sacarlo de sus casillas. Si se sumaba a eso las heridas de sus amigos y compañeros, y las noticias sobre las muertes en Ginebra y sus alrededores, se sentía totalmente devastado.

Era consciente de que los demás le consideraban chulo y arrogante, pero no lo era. En realidad, en lo más profundo, no era así. Sólo era consciente de que era bueno en su trabajo, y sabía que mientras los demás hablaban de sus sueños, él trabajaba duro noche y día para hacer los suyos realidad. Pero aquello... aquello lo dejó confuso y desorientado.

Los informes seguían llegando. Ciento once personas habían muerto cuando un 797 de la Swissair se estrelló en el aeropuerto de Ginebra. En circunstancias normales, algunos podrían haber sobrevivido al choque, pero nadie puso en marcha la evacuación antes de que el avión se incendiara.

Theo se desplomó sobre su silla de cuero negro. Podía ver el humo ascendiendo a lo lejos; su ventana se abría al aeropuerto; hacía falta mucho más currículum para conseguir un despacho que diera al Macizo Jura.

Ni él ni Lloyd pretendían causar daño alguno. Mierda, ni siquiera era capaz de empezar a imaginar lo que podía haber causado aquel desvanecimiento universal. ¿Un gigantesco pulso electromagnético? Pero, sin duda, eso hubiera dañado mucho más a los ordenadores que a la gente, y los delicados instrumentos del CERN parecían seguir funcionando con normalidad.

Giró la silla mientras se sentaba en ella. Ahora le daba la espalda a la puerta abierta. No fue consciente de que había llegado alguien hasta que oyó un carraspeo masculino. Giró hasta encararse con Jacob Horowitz, un joven becario que trabajaba con Theo y Lloyd. Tenía un impresionante pelo rojo y enjambres de pecas.

—No es culpa vuestra —dijo Jake, comprensivo.

—Claro que lo es —respondió Theo, como si fuera evidente—. Está claro que no tuvimos en cuenta algún factor importante, un...

—No —replicó Jake con energía—. No, en serio, no es culpa vuestra. No tuvo nada que ver con el CERN.

—¿Cómo? —lo dijo como si no hubiera comprendido las palabras de Jake.

—Ven a la sala de descanso.

—Ahora mismo no quiero enfrentarme a nadie, no...

—No, ven. Allí tienen puesta la CNN, y...

—¿Ya ha llegado a la CNN?

—Ya verás. Ven.

Theo se incorporó lentamente de la silla y comenzó a andar. Jake le hizo un gesto para que se apresurara, lo que hizo que el griego comenzara a trotar. Cuando llegaron, había unas veinte personas en la sala.

—Helen Michaels, informando desde Nueva York. Te devuelvo la conexión, Bernie.

El rostro severo y anguloso de Bernard Shaw llenó la pantalla de alta definición.

—Gracias, Helen. Como pueden ver —dijo a la cámara—, el fenómeno parece mundial, lo que sugiere que los análisis iniciales de que podría tratarse de alguna clase de arma extranjera no son correctos; aunque, por supuesto, permanece la posibilidad de que se trate de un acto terrorista. No obstante, ningún grupo con credibilidad se ha decidido a asumir la responsabilidad y... esperen, ya tenemos ese informe australiano que les prometimos hace un momento.

La imagen cambió para mostrar Sidney, con las velas blancas de la Casa de la Ópera al fondo, iluminadas contra el cielo oscuro. Un reportero ocupaba el centro de la imagen.

—Hola, Bernie, aquí en Sidney acaban de dar las cuatro de la madrugada. No puedo mostraros imágenes que transmitan lo que ha sucedido aquí. Los informes comienzan a llegar poco a poco, a medida que la gente comprende que lo que han experimentado no es un fenómeno aislado. Las tragedias son numerosas: tenemos noticias de que en un hospital del centro una mujer murió durante una operación de emergencia, ya que todos los cirujanos simplemente dejaron de trabajar durante algunos minutos. Pero también sabemos de un robo a una tienda de veinticuatro horas, frustrado cuando todos los presentes, incluido el atracador, se derrumbaron al mismo tiempo a las dos de la madrugada, hora local. El ladrón quedó inconsciente, al parecer al golpear el suelo, y un cliente que despertó antes fue capaz de quitarle el arma. Aún no tenemos una estimación del número de muertos aquí en Sidney, mucho menos en el resto de Australia.

—Paul, ¿qué hay de las alucinaciones? ¿También se han producido allí abajo?

Siguió una pausa mientras las preguntas de Shaw rebotaban en los satélites desde Atlanta hasta Australia.

—Sí, Bernie, la gente comenta cosas al respecto. No conocemos el porcentaje de la población que ha experimentado alucinaciones, pero parece ser muy alto. Yo mismo tuve una de lo más real.

—Gracias, Paul.

El gráfico tras Shaw cambió para mostrar el sello presidencial estadounidense.

—Se nos informa de que el presidente Boulton se dirigirá a la nación dentro de quince minutos. Por supuesto, CNN les informará en directo de sus declaraciones. Mientras tanto, tenemos un informe desde Islamabad, Pakistán. Yusef, ¿estás ahí...?

—¿Ves? —le dijo Jake en voz baja—. No tuvo nada que ver con el CERN.

Theo se sintió al mismo tiempo atónito y aliviado. Algo había afectado a todo el planeta, y no había duda de que el experimento no podía haber sido el responsable.

Pero, aun así...

Aun así, si no estaba relacionado con el experimento del LHC, ¿qué lo había provocado? ¿Tenía razón Shaw y se trataba de alguna clase de arma terrorista? Casi no habían pasado dos horas desde el fenómeno, y el equipo de la CNN mostraba una asombrosa profesionalidad. Theo aún pugnaba por calmarse.

Si apagaras la conciencia de toda la raza humana durante dos minutos, ¿cuál podía ser el número de muertos?

¿Cuántos coches se habían estrellado?

¿Cuántos aviones? ¿Cuántas alas delta? ¿Cuántos paracaidistas habían perdido el conocimiento, no consiguiendo abrir sus paracaídas?

¿Cuántas operaciones habían terminado en desastre? ¿Cuántos nacimientos?

¿Cuántas personas se habían caído por las escaleras?

Por supuesto, casi todos los aviones podían volar un minuto o dos sin intervención del piloto, siempre que en ese momento no se encontraran despegando o aterrizando. En las carreteras con poco tráfico, los coches podrían incluso llegar a detenerse sin más incidentes.

Pero, aun así...

—Lo sorprendente —seguía Bernard Shaw en la televisión— es que, por lo que sabemos, la conciencia de la raza humana se apagó precisamente al mediodía, hora de la Costa Este. Al principio parecía que los tiempos no se correspondían con exactitud, pero hemos estado comprobando los relojes de nuestros corresponsales con los del centro de la CNN en Atlanta, que, por supuesto, están sincronizados con la señal horaria del Instituto Nacional de Estándares y Tecnología en Boulder, Colorado. Ajustando las ligeras incorrecciones de los demás relojes, nos encontramos con que el fenómeno se produjo, al segundo, a las 12:00 de la mañana hora de la Costa Este, lo que...

Al segundo, pensó Theo.

—Al segundo.

Dios mío.

El CERN, por supuesto, empleaba un reloj atómico. Y el experimento estaba programado para comenzar exactamente a las diecisiete horas de Ginebra, lo que correspondía...

...con el mediodía en Atlanta.

—Y, como desde hace dos horas, seguimos teniendo con nosotros al eminente astrónomo Donald Poort, del Instituto Tecnológico de Georgia —decía Shaw—. Había acudido como invitado de CNN por la mañana, y tenemos la suerte de que ya se encontrara en el estudio. Deberán disculpar que el Dr. Poort parezca algo pálido, ya que lo apremiamos para que entrara en directo antes de haber podido pasar por maquillaje. Dr. Poort, muchas gracias por brindarnos su presencia.

Poort era un hombre de unos cincuenta, con un rostro enjuto. Era cierto que las luces del estudio lo mostraban desvaído, como si no le hubiera dado el sol desde el fin de la Administración Clinton.

—Gracias, Bernie.

—Explíquenos lo que ha sucedido, Dr. Poort.

—Bien, como has observado, el fenómeno se produjo con una exactitud milimétrica a mediodía. Por supuesto, hay tres mil seiscientos segundos en una hora, de modo que las probabilidades de que un acontecimiento aleatorio se produzca precisamente en ese punto tan destacado son de una entre tres mil seiscientas. En otras palabras, enormemente pequeñas. Eso me lleva a sospechar que nos enfrentamos a un suceso provocado por el hombre, algo programado. Pero, respecto a la posible causa, no tengo idea...

Maldición, pensó Theo. Maldita sea. Tenía que ser el experimento del LHC; no podía ser una coincidencia que la colisión de partículas de mayor energía de la historia del planeta se produjera precisamente en el mismo instante del comienzo del fenómeno.

No, no era honesto. No se trataba de un fenómeno; era un desastre, posiblemente el mayor en la historia de la raza humana.

Y él, Theo Procopides, había sido de algún modo el causante.

Gaston Béranger, director general del CERN, entró en la sala en ese momento.

—¡Aquí está! —le dijo, como si Theo se hubiera ausentado varias semanas.

Theo intercambió una mirada nerviosa con Jake antes de volverse hacia el director.

—Hola, Dr. Béranger.

—¿Qué demonios han hecho? —exigió Béranger en un iracundo francés—. ¿Y dónde está Simcoe?

—Lloyd y Michiko se marcharon a buscar a la hija de Michiko. Estudia en Ducommun.

—¿Qué ha pasado? —exigió de nuevo.

Theo extendió las manos.

—No tengo ni idea. No alcanzo a imaginar lo que lo ha causado.

—El... lo que sea sucedió a la hora exacta del comienzo de su experimento en el LHC —acusó Béranger.

Theo asintió y señaló el televisor con el pulgar.

—Eso estaba diciendo Bernard Shaw.

—¡Lo están echando en la CNN! —aulló el francés, como si todo se hubiera perdido—. ¿Cómo han descubierto lo del experimento?

—Shaw no ha mencionado nada sobre el CERN. Sólo...

—¡Gracias al cielo! Escuche: no va a decirle nada a nadie sobre lo que ha estado haciendo, ¿entendido?

—Pero...

—Ni una palabra. No hay duda de que los daños ascenderán a miles de millones, si no a billones. Nuestro seguro no cubriría más que una mínima fracción de esa cantidad.

Theo no conocía bien a Béranger, pero parecía que todos los administradores científicos del mundo estaban cortados por el mismo patrón. Oír a Béranger hablar sobre culpabilidades puso al joven griego en la perspectiva adecuada.

—Mierda, no había modo alguno de saber que algo así sucedería. No existe experto alguno capaz de predecir las consecuencias de nuestro experimento. Pero sucedió algo que no había pasado nunca, y somos los únicos que tenemos la menor idea de la causa. Tenemos que investigarlo.

—Claro que investigaremos —dijo Béranger—. Ya tengo más de cuarenta ingenieros en el túnel. Pero tenemos que tener cuidado, y no solo por el bien del CERN. ¿Cree acaso que no inundarían de demandas individuales y colectivas a todos y cada uno de los miembros de su equipo? Por imprevisible que fuera el resultado, no faltará quien diga que fue una inmensa negligencia criminal, y que todos tenemos responsabilidad personal.

—¿Demandas personales?

—Eso mismo —alzó la voz Béranger—. ¡Escuchen! ¡Escuchen todos, por favor!

Los presentes se volvieron hacia él.

—Así es como vamos a encargarnos de este asunto: no habrá mención alguna a la posible implicación del CERN a nadie ajeno a estas instalaciones. Si alguien recibe llamadas o correos electrónicos preguntando por el experimento en el LHC que presuntamente se iba a producir hoy, respondan que el programa se había retrasado hasta las cinco y media de la tarde por un fallo informático, y que a la vista de lo sucedido, el experimento fue cancelado. ¿Está claro? Además, queda prohibida comunicación alguna con la prensa. Todo pasará por la oficina de prensa, ¿entendido? Y, por el amor de Dios, que nadie vuelva a activar el LHC sin mi autorización escrita. ¿Está claro?

Se produjeron asentimientos.

—Superaremos esto, muchachos —dijo Béranger—. Os lo prometo. Pero vamos a tener que trabajar todos juntos. —Bajó la voz y se giró hacia Theo—. Quiero informes cada hora sobre sus progresos. —Se volvió para marcharse.

—Espere —dijo Theo—. ¿Puede asignar a una de las secretarias para controlar la CNN? Alguien debería estar al tanto por si surge algo importante.

—No me ofenda —replicó Béranger—. No solo habrá gente viendo la CNN, sino el servicio mundial de la BBC, el canal francés de noticias, la CBC Newsworld y cualquier otra cosa que podamos sacar del satélite; lo grabaremos todo en cinta. Quiero un informe exacto de toda la información en el momento en que se produzca; no voy a permitir que nadie infle después las reclamaciones por daños.

—Estoy más interesado en las pistas sobre la causa del fenómeno —respondió Theo.

—También nos encargaremos de eso, por supuesto. No se olvide de informarme de sus progresos cada hora en punto.

Theo asintió y Béranger abandonó la sala. El griego se frotó las sienes, deseando que Lloyd hubiera estado allí.

—Bien —dijo al fin a Jake—. Supongo que deberíamos comenzar con un diagnóstico completo de todos los sistemas en el centro de control; tenemos que saber si algún aparato ha fallado. Y formemos un grupo para descubrir lo que podamos sobre las alucinaciones.

—De eso puedo encargarme yo —se ofreció Jake.

Theo asintió.

—Bien. Usaremos la sala de conferencias de la segunda planta.

—De acuerdo. Nos veremos allí en cuanto pueda.

Theo asintió y Jake desapareció. Sabía que también él tenía que ponerse en marcha, pero por unos instantes se quedó sentado, aún conmocionado.

Michiko consiguió reunir ánimos para intentar llamar al padre de Tamiko en Tokio (a pesar de que allí aún no eran las cuatro de la madrugada), pero las líneas estaban saturadas. No era la clase de mensaje que uno quería mandar por correo electrónico, pero si había algún sistema de comunicaciones internacional activo, ése era la Internet, aquella hija de la Guerra Fría diseñada para ser totalmente descentralizada, de modo que, por muchos nodos que cayeran ante las bombas enemigas, los mensajes consiguieran de cualquier modo llegar a su destino. Empleó uno de los ordenadores del colegio y escribió a toda prisa una nota en inglés; en su apartamento tenía un teclado kanji, pero allí no había ninguno disponible. No obstante, fue Lloyd el que tuvo que dar las órdenes necesarias para enviar el correo, ya que Michiko se derrumbó de nuevo al intentar de forma infructuosa acertar al botón apropiado.

Lloyd no sabía qué decir o hacer. Normalmente, la muerte de un hijo era la mayor crisis a la que se podía enfrentar un padre, pero no había duda alguna de que Michiko no sería la única en conocer aquel día esa tragedia. Había tantos muertos, tantos heridos, tanta destrucción... El horrendo escenario no hacía que la pérdida de Tamiko fuera más fácil de soportar, claro, pero...

...pero aún había cosas que hacer. Era posible que Lloyd no debiera haber dejado el CERN; después de todo, posiblemente era su experimento y el de Theo el que había causado todo aquello. Había acompañado sin titubeos a Michiko no solo por que la amaba y porque se preocupaba por Tamiko, sino también porque, al menos en parte, quería escapar de lo que había sucedido.

Pero ahora...

Ahora tenían que regresar al CERN. Si alguien debía descubrir lo que había pasado (y no solo allí, sino, por los informes de la radio y los comentarios de otros padres, en todo el mundo), sería la gente del CERN. No podían esperar a que llegara una ambulancia para llevarse el cuerpo, ya que podría tardar horas, incluso días. Además, la ley les impediría mover el cadáver hasta que la policía lo examinara, aunque parecía muy poco probable que se pudiera considerar responsable al conductor.

Al fin llegó Madame Severin, que se ofreció a que tanto ella como el resto del personal cuidaran de los restos de Tamiko hasta que llegara la policía.

El rostro de Michiko estaba enrojecido, al igual que sus ojos. Había llorado tanto que no le quedaba más, pero cada pocos minutos su cuerpo se convulsionaba, como si siguiera sollozando.

Lloyd también quería a la pequeña Tamiko, que hubiera sido su hijastra. Había pasado tanto tiempo consolando a Michiko que no había tenido la oportunidad de llorar; sabía que el momento llegaría, pero en ese momento, en ese preciso momento, debía ser fuerte. Usó el dedo índice para levantar con suavidad el mentón de Michiko. Ya había decidido las palabras (deber, responsabilidad, trabajo que hacer, debemos irnos), pero Michiko también era fuerte a su modo, y sabia, y maravillosa, y la amaba en lo más profundo de su ser, y no era necesario decir nada más. Ella consiguió emitir un débil asentimiento con los labios temblorosos.

—Ya lo sé —dijo en inglés, con la voz apagada y ronca—. Tenemos que regresar al CERN.

Él le ayudó a caminar con un brazo en la cadera y el otro sosteniéndola por el codo. El sonido de las sirenas no se había detenido en ningún momento: ambulancias, camiones de bomberos, coches patrulla aullando y desvaneciéndose con el efecto Doppler, un trasfondo constante desde el momento del fenómeno. Llegaron hasta el coche de Lloyd ayudados por la pálida luz nocturna (muchas farolas habían quedado fuera de servicio) y condujeron por las calles llenas de restos hasta el CERN; Michiko no dejó de abrazarse durante todo el trayecto.

Mientras conducía, Lloyd pensó un instante en un suceso que su madre le había contado una vez. Él era un renacuajo, demasiado pequeño para recordarlo: la noche en que se apagaron las luces, el gran apagón eléctrico en el este de Norteamérica de 1965. La luz se había ido durante horas. Aquella noche su madre estaba sola con él en casa, y decía que todos los que hubieran vivido aquel increíble apagón recordarían, el resto de sus vidas, dónde estuvieron exactamente en aquel momento.

Aquello sería igual. Todo el mundo recordaría dónde estuvo durante el apagón (aunque se tratara de un apagón de otra clase).

Todos los que hubieran sobrevivido a él, por supuesto.