XVIII

El magnífico desastre

Tras una lenta y penosa travesía del Atlántico, el almirante Cervera eludió el bloqueo norteamericano de Cuba y, el 19 de mayo, llegó a Santiago con los mejores barcos de la flota española. Escaso de carbón y perseguido por dos escuadras estadounidenses, ambas superiores a la suya, poco más podía hacer.

Los rumores de la presencia de Cervera en Santiago alarmaron a McKinley, ya que planteaba un posible riesgo para los planes norteamericanos de desembarco de tropas en la zona[1]. El comodoro Schley navegó hacia Santiago a todo vapor, confirmó la presencia española el 29 de mayo e inició el bloqueo total del puerto. Intentando evitar que se escapara Cervera, y al mismo tiempo protegerse de una salida de lanchas torpederas, el almirante Sampson decidió, el 3 de junio, hundir el carbonero Merrimac en un estrecho paso al puerto. El fuego de las baterías de costa españolas evitó que el capitán Hobson hundiera su barco en el lugar adecuado, pero la valentía de haberlo intentado lo convirtió en un personaje popular en Estados Unidos[2].

Algunos especialistas españoles y estadounidenses sostienen que Cervera se equivocó en su decisión de entrar en Santiago. Esta decisión, dicen, determinó que la invasión norteamericana se produjera en el este, una zona que los españoles nunca habían controlado y donde los cubanos al mando de Calixto García podían ser de mucha ayuda[3]. De hecho, los españoles tenían menos fuerzas de lo normal en la región, ya que Blanco acababa de trasladar tropas desde Santiago para proteger los puertos occidentales de Cárdenas, Cienfuegos, La Habana y Matanzas[4]. En el este, Blanco disponía de treinta y dos batallones, y en el oeste de setenta y ocho, que además estaban en mejores condiciones y mejor abastecidos y pertrechados[5]. Los estudiosos especulan con la idea de que, si Cervera hubiera ido a cualquier otro lugar que no fuera Santiago, la campaña posterior se habría desarrollado en el oeste, con la ventaja del lado de los españoles. Como no fue así, los norteamericanos hubieron de enfrentarse tan sólo a la hambrienta y exigua guarnición de Santiago, con lo que la derrota de España estaba asegurada.

Lo cierto es que este argumento carece de sentido desde el momento en que los norteamericanos habían decidido desembarcar en Santiago antes de saber de ninguna presencia naval allí. Como hemos visto, Blanco había recibido algunas indicaciones a principios de abril, antes de que Estados Unidos declarara la guerra, que sugerían que los estadounidenses estaban pensando comenzar la invasión por el este. Al general de división Nelson Miles, que llevaba el departamento de Defensa, y al secretario de éste, Russell Alger, nunca les había gustado la idea de desembarcar en el oeste. Sabían que el ejército de Estados Unidos no estaba en condiciones de medirse contra los veteranos ejércitos españoles destacados en torno a La Habana; de ahí que Miles estuviera a favor de un enfoque más indirecto. Propuso varios planes y, tras ciertas dudas, eligió Santiago como el lugar idóneo para el desembarco. Los norteamericanos tenían buena información sobre la situación del oriente cubano, ya que García había enviado a varios oficiales a Washington para colaborar en la planificación de la invasión. En el oeste, los estadounidenses tendrían que haber combatido en zonas rurales, donde los españoles disponían de muchos partidarios y se movían con total libertad. En el este, García y sus tres mil hombres podían ayudar y proporcionar información. Definitivamente, éste fue el factor principal a la hora de que los norteamericano eligieran Santiago como teatro de operaciones, no la decisión de Cervera de refugiarse en ese puerto. Resumiendo, la decisión de desembarcar en Santiago se había tomado en abril, y los planes se remontaban al menos al 28 de mayo, un día antes de que Schley confirmara la presencia de Cervera en Santiago. A los funcionarios del Ejército siempre les ha gustado culpar de todo a la Armada, y viceversa, así que los funcionarios militares españoles (y algunos historiadores) echaron la culpa a Cervera. El almirante elegido como cabeza de turco había cometido muchos fallos, pero no fue culpable de atraer a los norteamericanos a Santiago[6].

El motivo real del mal rendimiento del ejército español en su enfrentamiento con los estadounidenses fue la falta de imaginación estratégica que mostraron sus oficiales, anclados en las tácticas de guerra contrainsurgente de los tres años anteriores. En sus intentos de combatir a un enemigo escurridizo que raramente presentaba batalla, los españoles habían destacado la mayor parte de sus tropas en ubicaciones estáticas, guardando ciudades, pueblos, las carreteras más importantes y las vías férreas. En abril, cuando España intentaba impedir la intervención norteamericana declarando un alto el fuego unilateral, este estatismo se hizo aún más pronunciado. Los españoles abandonaron las guarniciones pequeñas y otros lugares perfectamente defendibles, para concentrarse en un puñado de ciudades importantes, con la esperanza de evitar a los cubanos mientras hablaban con los estadounidenses. En Guantánamo, por ejemplo, una brigada española de 7.086 hombres al mando del general Pareja renunció a mantener las guarniciones más distantes y se reagrupó en torno al perímetro de las fortificaciones que rodeaban a la ciudad. Permanecieron en este lugar desde abril hasta agosto y nunca emprendieron una acción ofensiva. En consecuencia, siete mil hombres dejaron de estar disponibles para hacer frente a la concentración de fuerzas estadounidenses en Santiago, no muy lejos hacia el oeste[7].

Resulta exagerado decir que las fuerzas cubanas tenían a los españoles «clavados» en Guantánamo o en cualquier otra parte de oriente, como sostienen algunos estudiosos[8]. El grueso de las fuerzas cubanas en el este consistía en tres mil hombres, bajo órdenes directas de García en Santiago. La correspondencia de García indica que al menos había otros mil hombres alistados en el resto de la Cuba oriental, pero no eran enemigo para los españoles, «por lo estropeada que se hallaba la infantería y por la gran escasez de medios de alimentación para tanta gente»[9]. No existen pruebas de acciones en Guantánamo por parte de las considerables fuerzas cubanas que operaban por las cercanías, y tampoco hubieran podido alimentar y armar a una fuerza que mantuviera en su sitio a Pareja. Además, ¿por qué molestarse? Las órdenes de Pareja de defender Guantánamo contra un posible ataque de Estados Unidos ya eran motivo para que éste no se moviera de donde estaba. Sólo eran necesarios unos pocos escuadrones de guerrilleros vigilando las carreteras, para evitar que Pareja enviara emisarios a Santiago y otras guarniciones. Ésta fue la principal contribución cubana al aislamiento de Guantánamo y de otras guarniciones españolas en el este.

La campaña se inició el 7 de junio, cuando los cruceros estadounidenses Marblehead y Yankee entraron en la bahía de Guantánamo. Los fuertes españoles que defendían la bocana del puerto no pudieron en absoluto impedir el desembarco con sus viejos cañones de avancarga y un artefacto fundido en 1668, que tenía el ridículo alcance de 750 metros si el viento soplaba a favor[10]. En consecuencia, para los españoles no hubo forma de responder al fuego de artillería estadounidense, que pronto redujo sus defensas a escombros. El combate en tierra comenzó cuando una pequeña fuerza de infantes de Marina y marineros desembarcaron en Punta del Este y destruyeron allí la estación de cablegramas. Las fuerzas del general Pareja quedaron totalmente aisladas. El 10 de junio, los norteamericanos con un gran contingente realizaron el primer desembarco en Cuba. El primer batallón de infantería de Marina —una fuerza de elite de 647 hombres equipada con artillería de fuego rápido, una ametralladora y los modernos rifles Krag—, ocupó las colinas al este de la ciudad y, junto a algunos cientos de insurgentes, rechazó un ataque de los españoles con la ayuda de la artillería del Marblehead y el Yankee. Una vez que las fuerzas combinadas de cubanos y estadounidenses aseguraron la posición, comenzaron a probar las defensas exteriores de los españoles, un amplio sistema de trincheras y fuertes construidos para proteger una zona de cultivo en torno a Guantánamo.

Pareja consideraba crucial retener este perímetro, ya que las cosechas allí plantadas eran lo único que procuraba la subsistencia de sus hombres. Desde el inicio del bloqueo norteamericano, el 22 de abril, un barco alemán había descargado diecisiete mil sacos de arroz en Santiago, lo que permitió que la guarnición subsistiera con dos tazones de arroz hervido al día durante las siguientes doce semanas. Pero los hombres de Guantánamo ni siquiera llegaban a esto. Cuando comenzó el bloqueo, el suministro de alimentos se realizaba día a día. Hacía nueve o diez meses que no recibían la paga, de forma que los soldados no podían adquirir nada en el mercado negro[11]. La guarnición no cedió ni un palmo de terreno, pero Pareja continuaba empecinado en la defensa de la zona de cultivo. En ningún momento se le ocurrió salir con sus tropas y hacer algo útil.

Además, no había comida suficiente para andar moviéndose. El 14 de junio, dos desertores españoles confesaron a sus captores norteamericanos que no habían comido nada en tres días[12]. Y en julio las cosas fueron a peor. Pareja envía un conmovedor cable a Blanco donde le informa del suplicio de sus hombres: «Agotados recursos embargo comercio aproveché caballos, mulas, maíz verde alimentar fuerzas. Privaciones todas, especialmente trocha bahía aumentándose mortalidad cifra terrible. Desde mayo fin julio 756 muertos ascendiendo este mes 400 consecuencia trabajos mala alimentación. Nueve emisarios enviados Cuba dando cuenta situación fueron ahorcados. Ignoraba todo hasta 25 julio que recibí oficio General Toral ordenándome capitular nombre Gobierno y V.E. obedecí falta medios subsistencia». En combate, Pareja había perdido a diecinueve hombres, tenía heridos a noventa y ocho y dieciocho habían desaparecido durante todo este tiempo. Pero anteriormente 1.156 hombres, el dieciséis por ciento de su brigada, habían perecido de hambre y a causa de las enfermedades, sin mencionar a los miles que estaban impedidos a causa de las fiebres[13].

Ni siquiera entonces, los insurgentes y los infantes de Marina estadounidenses disponían de las fuerzas suficientes para evitar que Pareja saliera de la ciudad, si éste lo hubiera intentado. El caso es que, sin poder acceder a la información del exterior, Pareja no estaba dispuesto a tomar esa decisión en contra de las órdenes explícitas de permanecer donde estaba. Si hubiera sabido del avance sobre Santiago durante la última semana de junio, o hubiera tenido la suficiente imaginación e iniciativa, podría haber intentado marchar hacia Santiago, atrapando a los norteamericanos entre dos fuegos. Pero no fue esto lo que ocurrió. Obedeció órdenes y se quedó donde estaba, muerto de hambre y contribuyendo con ello a acelerar el fin del conflicto en Cuba. Así pues, la brigada de Guantánamo se encontraba fuera de combate, no por lo que hicieron los cubanos o los estadounidenses, sino por ceñirse a la suicida estrategia diseñada por Blanco, de proteger muchos lugares al mismo tiempo. En consecuencia, el gran golpe que estaba a punto de sufrir Santiago cogió a la guarnición española aislada y desprevenida.

El 14 de junio, 819 oficiales y 16.058 soldados norteamericanos salieron de la bahía de Tampa hacia Santiago, adonde arribaron el 20 de junio. El comandante de la expedición, el general de división William Shafter, junto con el almirante William T. Sampson, a cargo de la escuadra del Atlántico, desembarcaron con un pequeño grupo unos treinta y dos kilómetros al oeste de Santiago. Allí se reunieron con Calixto García para acordar la estrategia del desembarco. García recomendó bajar a tierra las tropas estadounidenses en la playa de Daiquirí, pocos kilómetros al oeste de Santiago, y se comprometió a asegurar la zona con antelación para ayudar a la fuerza invasora. El 22 de junio, seis mil hombres llegaron remando a la costa. Inmediatamente, avanzaron hasta un lugar llamado Las Guásimas, en el camino que conducía a Santiago, mientras el resto de las tropas norteamericanas desembarcaban en Siboney, localidad situada a ocho kilómetros en línea recta de Santiago.

Los observadores criticaron mucho esta táctica. El ejército no disponía de transportes suficientes, motivo por el que el desembarco completo duró cuatro días, un periodo muy largo en el que un enemigo menos pasivo que los españoles podría haber organizado un contraataque. Los norteamericanos hicieron un uso muy deficiente de su artillería de campo, si bien las ametralladoras demostraron ser un arma decisiva. Al mando del ejército sobre el terreno estaba el antiguo general confederado Joseph Wheeler, que actuaba como un cowboy y se extralimitó en sus atribuciones poniendo en peligro a las tropas de Las Guásimas, sólo para cosechar la gloria de ser el primero en entrar en combate. Todo esto era innecesario, ya que los estadounidenses disponían de información precisa acerca de la intención de los españoles de evacuar Las Guásimas pronto. Los Rough Riders, que nunca se habían visto envueltos en combates serios, cometieron un error garrafal al inicio del combate y se situaron en una posición precaria, de forma que tuvieron que ser rescatados por el Décimo de Caballería, los jinetes negros que tan implicados se vieron en las guerras imperiales de Estados Unidos en Cuba y Filipinas.

El Ejército de Estados Unidos aprovisionaba a sus hombres de una forma escandalosa. El Gobierno permitía que unos gánsteres especuladores, especie característica del alocado capitalismo de la edad de oro americana, suministrara las raciones, pero el alimento que proporcionaban no era apto ni para los cerdos[14]. Uno de estos gánsteres llegó incluso a suministrar carne de desecho que hacía enfermar a los soldados. Un soldado llamado John Kendrick, que había trabajado en un almacén de carne, no recordaba este asunto en particular, pero sí que fue obligado a comer lo que él llamaba «sebo»: los tejidos correosos, insípidos y de nulo valor nutricional que quedaban después de convertir los peores restos de la carne en caldo[15]. Éstas y otras críticas estaban perfectamente justificadas. Si el ejército español no hubiera estado medio muerto de inanición por el hambre y la enfermedad, si hubiera sido algo más que los abatidos restos del ejército de 1897, si hubiera podido defender Santiago con más ahínco, los graves y numerosos problemas del ejército estadounidense hubieran tenido funestas consecuencias para la intervención.

Fuera como fuese, en la última semana de junio los americanos, bajo las órdenes de Wheeler, avanzaron rápidamente desde Las Guásimas hacia las colinas de San Juan, de tal manera que, el 1 de julio, la totalidad de sus fuerzas se plantó ante los españoles. El general Arsenio Linares había perdido todas las comunicaciones con Guantánamo y con otras fuerzas cercanas desde principios de junio, a causa de las lluvias de verano —que habían dejado los caminos intransitables— y de las patrullas cubanas que vigilaban las pocas rutas que quedaban abiertas[16]. Los españoles usaban a los habitantes locales como mensajeros, pero estos nunca volvían, y las partidas de exploración no podían arriesgarse a recopilar información. En efecto, a causa de la meteorología, de su propia estrategia y de la vigilancia de los cubanos, los españoles operaban a ciegas incluso antes de que los norteamericanos desembarcaran, y esto afectó a su capacidad de respuesta. Linares disponía de 319 oficiales y 9.111 hombres en Santiago, una fuerza considerable, al menos sobre el papel. Se trataba de un ejército de veteranos que no iba a cohibirse ante los disparos. Por otro lado, muchos de ellos eran despojos hambrientos y febriles. Entre quince y veinte hombres morían cada día hacia finales de junio de 1898[17]. Los reclutas, que inocentemente habían creído que su destino en Cuba sería poco menos que un viaje de placer, conocieron el significado de la palabra «miseria», que se vería empeorada por el bloqueo de dos meses que había precedido al asalto americano. Aquellos veteranos que habían reaccionado con júbilo ante la noticia de la guerra con Estados Unidos y que esperaban participar en auténticos combates —en lugar de las constantes emboscadas y el fuego francotirador de los cubanos—, habían cambiado de actitud. La moral se desplomó. Aislados del mundo, subsistiendo con mínimas raciones de arroz y agua y esperando Dios sabe qué de los americanos, se vieron invadidos por un espíritu derrotista[18].

Sorprendentemente, Linares no usó las tropas que estaban en mejores condiciones para enfrentarse a los norteamericanos. Por el contrario, los dispersó en un delgado perímetro en torno a la ciudad, aunque sabía que los americanos estaban avanzando desde Daiquirí. Quizá Linares, por la costumbre de los años anteriores, combatiendo a un enemigo que nunca atacaba trincheras ni ciudades fuertemente defendidas, no llegó a entender que estaba ante una guerra convencional. Sea cual sea el caso, Linares mantuvo la línea defensiva al este de Santiago con una fuerza menor. Situó a unos quinientos hombres en la colina denominada Kettle Hill por los estadounidenses y en los cerros de San Juan, y un número similar en los cerros de El Caney, unos pocos kilómetros al norte. Contra ellos, los americanos oponían ocho mil hombres[19].

En estas condiciones, la derrota era ya prácticamente inevitable cuando los estadounidenses atacaron el 1 de julio. Los españoles, atrincherados en El Caney y Kettel Hill, lucharon valientemente durante algún tiempo. Sus fusiles Mauser tenían mayor alcance que los Krag-Jorgensen de los americanos y, durante los primeros minutos de la contienda, abatieron a cientos de soldados. Pero los estadounidenses disponían de otra ventaja decisiva, además de su número: aunque fracasaron a la hora de transportar su artillería, sí habían llevado consigo cuatro ametralladoras. Una vez colocadas, fueron de tal efectividad contra los españoles que estos apenas pudieron sacar la cabeza de las trincheras para ver la carga de Teddy Roosevelt y los Rough Riders desmontados de sus caballos[20]. Otro asalto en El Caney tuvo resultados similares, con los españoles retrocediendo a la ciudad de Santiago tras un día de intensos combates. Los españoles sufrieron 95 bajas, 376 heridos y 123 prisioneros en estos encuentros, aproximadamente un sesenta por ciento de las fuerzas implicadas[21]. Dieron todo lo que tenían, en cualquier caso, y los americanos sufrieron 441 bajas en El Caney y 1.385 en el asalto a los cerros de San Juan[22].

Completamente rodeadas ya, las tropas españolas permanecían en trincheras anegadas de agua, estremecidos por el hambre, el frío y la fiebre, mientras esperaban el final[23]. A no ser que la ciudad recibiera refuerzos y provisiones, o que la flota española atrapada en el puerto lograra el «milagro» de romper el bloqueo por mar, la situación era desesperada. De hecho, una columna española de apoyo, compuesta por tres mil quinientos hombres y al mando del coronel Federico Escario, había partido de Manzanillo el 22 de junio, pero tardó trece días en realizar un trayecto de trescientos kilómetros. Las desaliñadas tropas de Escario llegaron a Santiago el 3 de julio, sin provisiones y demasiado tarde para ayudar. Es más, estas otras bocas que alimentar sólo sirvieron para agravar la situación. Si la columna hubiera llegado antes del 1 de julio y se hubiera desplegado en la colina de San Juan, podría haber conseguido algo, aunque esto, por supuesto, no deja de ser una mera especulación.

Los insurgentes cubanos tuvieron parte de culpa en la lenta marcha de Escario, ya que habían acosado a los españoles durante todo el camino, obligándolos a detenerse y a formar defensivamente en varias ocasiones. Algunos historiadores dan mucha importancia a este episodio, e incluso afirman que los insurgentes evitaron que Escario invirtiera el curso de la batalla en Santiago. Se trata, no obstante, de un argumento indefendible. Los cubanos no diezmaron a las tropas españolas, como llegaron a afirmar las autoridades cubanas de entonces y como siguen sosteniendo algunos historiadores[24]. Escario había perdido a veinte hombres y había visto cómo otros setenta resultaban heridos en la marcha. Esto ya era lo suficientemente malo, y los heridos ralentizaron el avance de Escario, pero la causa real del retraso fue el penoso estado de los caminos entre Manzanillo y Santiago, que las lluvias habían dejado intransitables. Hasta tal punto era así, que Escario decidió desviarse y abrirse camino a través de la jungla, siguiendo el curso de los ríos, un atajo que alargó el viaje varios días. Fue un tremendo error. Incluso así, resulta difícil ver cómo habría podido Escario inclinar la balanza de la batalla de Santiago a favor de los españoles. Cuando llegaron, lo único que hicieron fue consumir parte de los escasos recursos de la ciudad[25].

La llegada de Escario, aunque inútil a largo plazo, contribuyó a ensanchar la distancia entre cubanos y estadounidenses. Shafter había sabido que Escario se aproximaba y asignó a los tres mil hombres de García la tarea de detenerlo. Cuando Escario se deshizo de los hombres de García y entró en la ciudad casi incólume, Shafter montó en cólera[26]. Tras haber escuchado durante años las historias de las épicas batallas ganadas por los cubanos, los estadounidenses se quedaron de piedra al ver que los insurgentes no sabían combatir en una guerra convencional de posiciones fijas. Expertos en emboscadas y acciones de hostigamiento, los cubanos no tenían, sin embargo, experiencia en operaciones de asedio o en batallas a campo abierto. No se trata de criticar a los hombres de García, simplemente de reconocer la realidad, pero los estadounidenses vieron la fácil entrada de Escario en Santiago como una afrenta al honor y a la valentía de los cubanos.

García se defendía, con razón, diciendo que el plan estadounidense ideado por el general Shafter no le había dado la flexibilidad necesaria para enfrentarse a Escario, así que tuvo que emboscar a la columna en las montañas, como era su costumbre. Sin duda, es una explicación sensata del caso. Shafter ni comprendió ni orientó correctamente a sus aliados cubanos, y sólo consiguió que lucharan como ellos sabían, haciendo guerra de guerrillas. Pero García también exageró sus habilidades ante los norteamericanos por motivos políticos, cuando podría simplemente haber admitido su impotencia para detener a una columna de la fuerza de la de Escario. Nada extraño, pues ésta había sido siempre su forma de actuar. Por ejemplo, más adelante afirmó que había luchado «siempre en la vanguardia» de El Caney y la colina de San Juan, cuando de hecho los cubanos apenas tomaron parte en dichos combates[27].

Esta controversia con el papel que jugaron los cubanos en los combates de 1898 puede parecer absurda a posteriori, pero era un asunto que preocupaba bastante entonces. Los norteamericanos intentaron llevarse todo el mérito de la liberación de Cuba como una forma de justificar su intervención y la posterior ocupación de la isla tras la derrota española. Los cubanos se arrogaban todo el mérito por la razón opuesta: intentaron caracterizar la intervención norteamericana como un entrometimiento innecesario en los asuntos cubanos por parte de una potencia imperial.

Desde un punto de vista más imparcial, hay que reconocer que todos los hombres que combatieron, cubanos y estadounidenses, merecen reconocimiento por la liberación de Cuba. No hay duda acerca de la contribución de los cubanos, y no debemos dejar que la campaña de Santiago menoscabe su imprescindible aportación a la derrota de España. Durante tres años, habían luchado para obtener el control de la población civil y de los recursos, habían agotado a los españoles, acosándolos y haciendo que las condiciones ambientales hicieran su labor de zapa. Los cubanos nunca tuvieron grandes ejércitos capaces de luchar en batallas de entidad, y tampoco podían empezar a hacerlo en 1898, sobre todo si carecían de alimentos, ropa, zapatos y un equipamiento adecuado. No es una ofensa para el honor de los cubanos reconocer esto; por el contrario, constituye un tributo a los hombres del Ejército Libertador que, sin los medios necesarios, fueron capaces de mantener la lucha durante tanto tiempo, colocando a los españoles en una posición tan extrema de debilidad, que el pequeño ejército expedicionario estadounidense pudo derrotarlos fácilmente.

Las tropas norteamericanas también liberaron Cuba. Incluso después de su recuperación parcial en abril de 1898, los insurgentes cubanos nunca podrían haber derrotado a las fuerzas españolas, más numerosas en lugares como Santiago. El intento cubano de atribuirse el mérito de «inmovilizar» a los españoles durante el avance sobre Santiago resulta cuanto menos pretencioso. Los insurgentes participaron en los combates de Daiquirí, Guantánamo, Santiago y otros lugares, pero su contribución fue de mero apoyo táctico[28]. Sólo los estadounidenses estaban en condiciones de vencer al ejército español en Santiago y decir lo contrario es falsear la realidad.

Además, el renacimiento de la insurgencia cubana en 1898 no se puede comprender exclusivamente como el resultado del patriotismo y el sacrificio de los cubanos. El Gobierno y los ciudadanos de Estados Unidos, junto a la campaña antibélica en España, tienen también parte. El Gobierno liberal español sustituyó a Weyler por Blanco, finalizó la reconcentración, concedió la autonomía a Cuba, retiró guarniciones y evitó acciones ofensivas durante la campaña de invierno de 1897-98, para apaciguar a McKinley en Estados Unidos y a los liberales contrarios a la guerra en España. Cuando esto no bastó para aplacar a los norteamericanos, el Gobierno liberal intentó un alto el fuego unilateral el 11 de abril. Todas estas acciones, consideradas en su conjunto, son las que dieron al Ejército Libertador cubano la posibilidad de reagruparse.

Con la ciudad de Santiago amenazada por las tropas estadounidenses, Ramón Blanco se impacientaba ante la poca disposición de Cervera para hacer una salida del puerto. Finalmente, se hizo cargo del mando de la flota y ordenó que entrara en combate. El 3 de julio, a las 9.35 de la mañana, los barcos españoles comenzaron a salir del puerto. El resultado es bien conocido: en media hora de combates a lo largo de los ochenta kilómetros de costa al oeste de Santiago, todos los barcos de la escuadra española quedaron hundidos o encallados. Sólo tres de los siete barcos americanos sufrieron algún tipo de daño, y siempre de índole menor. Murió un marinero y otro fue herido[29]. Por el contrario, Cervera perdió seis barcos y 323 hombres, y 151 de los 2.227 efectivos a su mando fueron heridos[30].

A pesar de lo desigual de la batalla, sólo 122 de los 9.433 obuses lanzados por los norteamericanos dieron en el blanco, pero fueron suficientes[31]. Cinco factores determinaron la victoria americana. En primer lugar, la artillería española fue incluso peor que la estadounidense. Muchos de sus cañones no funcionaban y para otros no había munición. Con objeto de ahorrar pólvora, tampoco se había permitido que los artilleros realizaran prácticas de tiro, así que no sorprende el alto número de disparos errados. En segundo lugar, como la boca del puerto era tan estrecha, los barcos españoles tenían que salir de uno en uno, lo que permitió a los americanos concentrar sus ataques individualmente. En tercer lugar, Cervera decidió salir de Santiago a plena luz del día, aunque su mejor opción, según la valoración de cualquier autoridad naval, habría sido realizar este escape por la noche. La explicación para esta decisión parece radicar en la decisión de Cervera —eterno pesimista—, de abandonar Santiago en una mañana soleada, porque, seguro como estaba de la derrota, quería que sus hombres tuvieran más posibilidades de alcanzar la costa a nado y volver a Santiago. La cuarta razón es que los españoles ya habían usado su carbón de buena calidad durante la travesía atlántica, y el que quedaba disponible en Santiago era el peor. Los motores de los barcos funcionaron siempre por debajo de su capacidad, lo que impedía responder a los americanos con las maniobras adecuadas, situación improbable en cualquier caso. Finalmente, los barcos españoles tenían cascos blindados, pero las cubiertas y las superestructuras eran de madera. Unos pocos disparos bastaban para convertir la parte superior de estos barcos en un infierno, causando el pánico entre las tripulaciones, que se veían obligadas a combatir el fuego en vez de al enemigo[32]. Tras encallar su buque insignia, Cervera fue hecho prisionero, pero los americanos le permitieron comunicar el resultado de la batalla a Madrid: «Hemos perdido todo», comunicaba, añadiendo que había sido «un desastre honroso […] la Patria ha sido defendida con honor, y la satisfacción del deber cumplido deja nuestras conciencias tranquilas»[33].

Con la escuadra perdida y la ciudad de Santiago hambrienta y rodeada, rendir la guarnición era lo único que se podía hacer. Linares había sido herido de gravedad en la batalla de los cerros de San Juan y su sustituto, el general José Toral, aguantó durante unos días más. Aceptó un alto el fuego para que los civiles pudieran abandonar Santiago y, una vez que los veinticuatro famélicos desdichados huyeron hacia filas estadounidenses, se reanudó el asedio. Entonces, los grandes cañones de los barcos americanos se unieron al fuego de artillería y ametralladora desatado sobre las posiciones españolas, de forma tal que las tropas apenas podían asomarse para disparar desde las trincheras. El 13 de julio, los generales Shafter y Miles se reunieron con Toral para solicitar su rendición. Los americanos habían empezado a contraer la fiebre amarilla y otras enfermedades que habrían diezmado el ejército expedicionario en unas pocas semanas, pero, por fortuna para ellos, el comandante español no lo sabía y, en cualquier caso, sus propios hombres estaban en peor estado. El 14 de julio, Toral rindió la ciudad[34].

Las aplastantes derrotas en tierra y mar convencieron a los españoles de la futilidad de continuar con la guerra con Estados Unidos. Aunque Madrid necesitó algún tiempo para solicitar formalmente la negociación de la paz, el Gobierno de Sagasta había estado trabajando durante semanas para preparar a la opinión pública ante una rendición total. El 26 de julio, la propuesta española llegó a Washington y, tras dos semanas de negociaciones, se logró un protocolo de paz, el 12 de agosto de 1898. La guerra había acabado. El tratado de paz formal tuvo que esperar hasta el 10 de diciembre de 1898, cuando, tras nuevas negociaciones en París, España cedió Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, y, dos semanas más tarde, vendió algunas pequeñas islas del Pacífico a Alemania. Fue un triste final para un imperio que había llegado a ser el mayor del mundo. Para Estados Unidos —que de improviso se encontró con un imperio entre las manos—, el conflicto cubano había sido, en palabras de John Hay, embajador de Estados Unidos en Gran Bretaña, «una magnífica guerrita».

El periodo entre la firma del protocolo de paz, el 12 de agosto, y la firma del Tratado de París en diciembre, muestra aspectos interesantes de la naturaleza de la guerra y de la paz que la siguió. Tras la capitulación de Santiago, el resto de las fuerzas españolas no se rindió de inmediato, e incluso la brigada del coronel Pareja, en la cercana Guantánamo, que estaba incluida en la capitulación de Toral, siguió luchando. De hecho, las noticias de Santiago no llegaron a Pareja hasta el 25 de julio, pero aun así, en principio rehusó obedecer a Toral y no rindió la ciudad hasta el 16 de agosto. Como explicó a Blanco más tarde: «Mi brigada no ha capitulado, ha obedecido no al General división capitulada, sino a Gobierno de S. M. y a su general en jefe». Las órdenes de Blanco y de Madrid, y no la pérdida de Santiago, fueron lo que obligó a Pareja a entregar las armas. En el resto de la isla ocurrió algo similar: Blanco tuvo que convencer a los contrariados oficiales y a los hombres que aún querían combatir para que respetasen el protocolo de paz firmado el 12 de agosto. Finalmente, se vio obligado a destituir a algunos oficiales y a actuar con rigor ante los habitantes de las ciudades que pretendieron seguir combatiendo[35].

Nada de esto se aplicaba a los insurgentes cubanos, sin embargo. Como decía Blanco, «no son beligerantes». Los consideraba bandidos no incluidos en el protocolo de paz. De hecho, «nada puede pactarse con ellos». Blanco se reservaba el derecho «de obrar contra ellos», incluso tras el 12 de agosto[36]. Por su parte, los cubanos seguían atacando posiciones españolas a finales de este mes. Según Blanco: «insurrectos continuas hostilidades atacando poblaciones, robando y saqueando»[37]. El 19 de agosto, una partida de abastecimiento española repelió un ataque de los insurgentes cubanos cerca de Matanzas[38]. El 10 de septiembre, las guerrillas cubanas seguían impidiendo que llegaran alimentos a Puerto Príncipe y Blanco se sintió tentado, a pesar de lo delicado de las negociaciones de paz, de organizar una ofensiva a gran escala contra ellos si no encontraba otra forma de evitar que los habitantes de la ciudad murieran de hambre. Todavía el 1 de octubre, los insurgentes cubanos seguían impidiendo la llegada de ganado y alimentos a Holguín, y continuaron con sus escaramuzas en torno a la ciudad. Los norteamericanos no disponían de suficientes hombres en Cuba para ocupar el país y tampoco se fiaban de los cubanos para esta tarea, así que se produjo una incómoda situación en la que los españoles seguían gobernando las ciudades con el consentimiento y la supervisión de los estadounidenses, mientras los cubanos, que habían combatido durante tanto tiempo, permanecían al raso. Era una situación en sí misma extremadamente conflictiva[39].

Parece que los estadounidenses habían cambiado de idea respecto a los insurgentes, en parte por el racismo de los oficiales y soldados blancos. Hay que recordar que la tropa del Ejército Libertador estaba compuesta, sobre todo en oriente, por afrocubanos. A pesar del papel clave que jugaron los soldados negros en el ejército expedicionario de Santiago, la mayor parte de los oficiales y soldados eran blancos y muchos de ellos procedían del sur y no admitían tratos con los insurgentes cubanos de color. En palabras de un historiador norteamericano: «Era un ejército de blancos y no había sitio para los ‘negros’ extranjeros». Así, el general Samuel Young pensaba que los insurgentes eran «degenerados desprovistos por completo de honor y gratitud. No son más capaces de gobernarse a sí mismos que los salvajes de África». Grover Flint, que había pasado algún tiempo combatiendo junto a Gómez, pensaba que los soldados negros que luchaban en oriente eran cómicos, «siempre sonriendo y mostrando sus dientes de marfil y sus ojos blancos». Sin embargo, eran los hombres que tenían la audacia de reclamar su derecho como vencedores y el autogobierno. La situación era explosiva[40].

Dejando a un lado el racismo, los norteamericanos también quedaron verdaderamente sorprendidos por la miseria de las guerrillas cubanas. En cierto sentido, la campaña de propaganda cubana, que había mostrado una imagen halag¸eña ante la audiencia estadounidense, se volvía ahora contra ellos. Un soldado pensaba que los insurgentes eran «la gente más dura que he tenido oportunidad de conocer. La mayor parte no tiene ni ropa, y en el caso de los que la tienen no se trata más que de harapos»[41]. A ojos estadounidenses, los cubanos eran «canallas, cobardes y bandidos, gente más dada a asaltar caminos que a hacer la guerra». Se sabe incluso que robaban a las tropas estadounidenses, lo que no es de extrañar dada su precaria situación[42].

McKinley nunca había considerado «ni sabio ni prudente» reorganizar la república cubana de la guerra por miedo a que no fuera capaz de mantener la paz una vez finalizadas las hostilidades. Este miedo parecía ahora bien fundado para los estadounidenses que se encontraban en Santiago. Según Shafter, los insurgentes amenazaban no sólo a los españoles, sino también a los propios cubanos, muchos de los cuales habían permanecido en las ciudades y al lado de los españoles durante toda la guerra. Los líderes estaban «irritados porque no se les permitía tomar parte en la conferencia previa a la capitulación y porque no se les permitió entrar armados en la ciudad». Lo que Shafter temía era que saquearan Santiago y asesinaran a sus habitantes, en especial a los nacidos en España. Estos españoles eran jueces, policías, clérigos y otros funcionarios del Gobierno, cuya ayuda necesitaban los americanos para gobernar la isla. Shafter se daba cuenta de que, tras una larga guerra civil, era comprensible que hubiera sentimientos encontrados, pero se propuso aplicar todas las precauciones posibles para evitar que los insurgentes tomaran represalias en las ciudades.

El problema, según Shafter, era que no había «nada que los hombres pudieran hacer en el país. Su regreso a un estado salvaje ha sido casi absoluto y es necesario reconstruirlo de nuevo. La actitud de los insurgentes cubanos es hostil. Hasta el momento no han mostrado disposición alguna a desbandarse y volver al trabajo», en ocupaciones propias de tiempos de paz. Para demasiados hombres, la guerra de pillaje y emboscadas se había convertido en una costumbre y, como no fueron capaces de readaptarse inmediatamente a la vida civil, los americanos los rechazaron como gente ingobernable[43].

Enfurecido por no poder establecer de inmediato un gobierno cubano en Santiago, García marchó con sus hombres hacia el interior, donde al unirse con Gómez prometía crear «graves complicaciones», según Shafter. Podría ser necesario incluso, pensaba Shafter, emprender acciones militares contra los cubanos. Por su parte, estos temían que Estados Unidos se echara atrás en su promesa, de abril de 1898, de permitir que se gobernaran a sí mismos, y se escucharon voces que llamaban a retomar la guerra de liberación, esta vez contra Estados Unidos. Por fortuna, Gómez, cuya influencia y prestigio permanecían intactos de momento, se mantuvo firme contra esta corriente suicida de opinión. «Creo que el pensar que los americanos tengan intenciones de anexarse a Cuba, es un insulto que se hace a la gran nación que libertó Washington», decía. De esta forma, se evitó un nuevo conflicto. Los nacionalistas cubanos acusarían más tarde a Gómez de aquiescencia con la marginalización y posterior desmovilización del Ejército Libertador en este momento crucial de la historia cubana, pero la verdad era que no le quedaba mucho ejército que desmantelar, y pocos recursos con los que alimentar y vestir a los hombres que tenía[44].

Entretanto, las tropas de Estados Unidos reaccionaron de manera muy diferente frente a los antes «bárbaros» españoles. Ahora eran valientes y honorables, y habían actuado como defensores de la civilización contra los insurgentes. Y, por encima de todo, eran blancos. Los españoles, por su parte, sintieron una admiración parecida por los americanos una vez que la lucha hubo terminado. Ambos bandos confraternizaron «en un espíritu de mutua admiración» y desprecio por los cubanos[45]. Pedro López de Castillo, un soldado de infantería de la guarnición de Santiago, redactó una elocuente carta abierta a los americanos el 21 de agosto de 1898, una parte de la cual decía: «Han combatido ustedes como hombres, cara a cara y con gran valor». Esto, decía López, era «una cualidad que no he encontrado durante los tres años en que he conducido esta guerra». López aseguraba a los americanos que los españoles no sentían sino un «elevado sentimiento de aprecio» por su llegada, porque ahora «el deber del hombre blanco» reposaba sobre los hombros de Estados Unidos. Concluía su carta deseando a los nuevos ocupantes la mayor felicidad y salud en esta tierra, pero les advertía de que «los descencientes del Congo y de Guinea» no serían «capaces de ejercer o disfrutar su libertad, porque les resultará una carga plegarse a las leyes que gobiernan las comunidades civilizadas»[46].

Así pues, el escenario estaba preparado para que Estados Unidos comenzara a inmiscuirse en los asuntos cubanos durante la primera mitad del siglo XX, con el pretexto de que era por su bien. Estados Unidos había llegado a Cuba en una «misión civilizadora», uno de los mitos imperiales más antiguos y socorridos. En 1902, Estados Unidos evacuó la isla, no sin antes obtener la concesión de una base en la bahía de Guantánamo, como recompensa por sus sacrificios en la guerra, e imponer una cláusula a la Constitución cubana que le garantizaba el derecho a intervenir en los asuntos de la isla para proteger propiedades y vidas en caso de que fueran amenazadas por una nueva rebelión. Por ello, en cierta manera, se robó a los cubanos la redención que Martí consideraba objetivo primordial de la gran guerra de independencia de Cuba. Lo que pudo haber sido una historia de insurrección anticolonial e independencia, se quedó en un nuevo modo de ocupación para los cubanos[47].

La guerra también tuvo un gran impacto en Estados Unidos. De hecho, en lo que se refiere a efectos a largo plazo, la guerra hispano-estadounidense pudo haber sido tan crucial para los norteamericanos como las contiendas mundiales del siglo XX[48]. La guerra unió al país como nada había hecho antes. Los «azules» y los «grises[**]» habían combatido juntos, superando las diferencias entre facciones que habían partido al país hacía sólo treinta años. Estados Unidos adquiría un territorio en el Caribe que le permitía desempeñar su papel de imperio en América Latina, al tiempo que se hacía con Filipinas y otros territorios en el Pacífico, para contrarrestar la amenaza emergente de Japón. Todo este poder fuera de sus fronteras servía para distraer a los ciudadanos estadounidenses de los problemas internos, restañando las heridas causadas por las desigualdades sociales y económicas de la edad de oro de Estados Unidos con el bálsamo del imperio. En Cuba, los funcionarios del servicio de sanidad público estadounidense, al mando de William Gorgas, actuaron según los descubrimientos del médico cubano Carlos Finlay e implantaron medidas preventivas contra la fiebre amarilla, lo que hizo de la ocupación norteamericana de la isla algo mucho menos peligroso que en el pasado. Unos pocos años más tarde, Gorgas siguió los mismos procedimientos para erradicar la fiebre amarilla en la zona del Canal de Panamá, otra adquisición clave para el imperio americano.

Pero ¿qué pasó con España? Entre los hispanistas, el dogma actual dice que el resultado de la guerra no fue tan negativo para España. La economía se recuperó rápidamente a partir de 1898 y la vida intelectual floreció. El sistema político sobrevivió al golpe. El gran desastre para España se encontraba en el futuro, en la guerra civil de 1936-1939 y en sus consecuencias, cuando el país se sumió en una insondable tragedia que lo condujo a un retraso de generaciones. Todo ello es cierto, pero, en cualquier caso, los españoles que sobrevivieron a la guerra de Cuba la vieron como una catástrofe sin precedentes, y aquí se ha intentado no ignorar sus voces. En las experiencias vividas en primera persona hay una autenticidad sobre la que deben insistir los historiadores, si es que quieren considerarse como tales[49].

España perdió un ejército, una flota y un imperio entre 1895 y 1898. Pero incluso más allá de esto, la derrota en Cuba tuvo consecuencias psicológicas e institucionales a largo plazo. Los españoles perdieron su orientación en el mundo. En la era del darwinismo social, se consideraba natural y saludable que las naciones y las razas lucharan de forma que sólo los más aptos sobrevivieran. Los españoles, que habían extendido su idioma, su cultura y su carga genética por medio mundo, habían demostrado, sin embargo, una gran ineptitud en Cuba, se habían delatado como «raza agonizante», por usar un término de moda en la época. La pérdida de prestigio y confianza se sentía aún más entre las elites, y esto ayudó a implantar en sus instituciones (Corona, Iglesia, Fuerzas Armadas) un quisquilloso y defensivo sentido de su misión de regenerar España. Esta cultura reaccionaria duró bastante y ayudó, a su vez, a que tuviera lugar la guerra civil de 1936, acosando al país hasta la muerte de Franco en 1975. Incluso después de ésta, continúa manifestándose de forma ocasional, como en el frustrado golpe derechista de 1981 contra una España democrática que daba sus primeros pasos.

El impacto de la guerra de Cuba en las instituciones militares españolas fue especialmente acusado. Cuba fue el Vietnam de España, con una diferencia: el Ejército español no tuvo que afrontar una rebelión cultural generalizada contra la guerra que desafió a la doctrina militar estadounidense en Vietnam. Cierto es que un pequeño número de españoles hicieron oír su oposición, algunos de forma elocuente y por genuinos motivos humanitarios, otros de manera calculadora: ser contrario a la guerra era prácticamente lo único que diferenciaba a los liberales de los conservadores en 1897. Esta oposición liberal a la guerra jugó en parte su papel a la hora de decidir el destino del régimen español en Cuba, como hemos visto. En el periodo que siguió al asesinato de Cánovas, los liberales estaban listos para asumir el poder que hasta entonces detentaba el Partido Conservador. Pero los críticos de la guerra cubana eran una vanguardia sin seguidores; nunca hubo un movimiento antibélico extendido que desafiara a los militares. La responsabilidad por la pérdida de Cuba recayó exclusivamente sobre la administración liberal, que había destituido a Weyler y se había rendido ante los americanos. No es que esto no sea cierto, pero los militares también fracasaron. En primer lugar, no fueron capaces de tratar con los insurgentes cubanos a tiempo y, en segundo lugar, no supieron enfrentarse a los estadounidenses. Por desgracia, pudiendo culpar de la derrota a los políticos, el Ejército no escarmentó con la experiencia y los oficiales de carrera que habían combatido en la guerra volvieron a España con su fanfarronería intacta.

O casi intacta. Su orgullo había quedado herido y requería un bálsamo. Lo que necesitaban, y rápido, eran nuevos enemigos a los que pudieran derrotar. Los encontraron en los obreros sediciosos y en los separatistas vascos y catalanes, a los que reprimieron sin miramientos a principios de la década de 1920. Cualquier cosa antes que afrontar la reforma a fondo de un ejército que se había mostrado incapaz en el terreno operativo. Contra estos «enemigos» internos, y contra los miembros de las tribus marroquíes, los veteranos de Cuba ayudaron a crear una cultura militar autoritaria en España, cuyos soldados de elite se llamarían a sí mismos «novios de la muerte» en los años posteriores y cuyo cruel lema, entonado mientras masacraban a los obreros españoles en huelga, era el absurdo «¡Viva la muerte!». La experiencia del Ejército español en Cuba formó el pensamiento de la siguiente generación de oficiales españoles, entre ellos Francisco Franco. De hecho, la casi autobiográfica película Raza comienza, de forma significativa, en Cuba, con la muerte del padre del protagonista. Una muerte que exigía venganza eterna y que hizo que la guerra cubana dejara su amargo fruto en España para las décadas que estaban por venir.