Tras la catástrofe del Maine, los españoles se prepararon para una guerra más. La vida en Madrid seguía su curso: Richard Strauss empuñaba la batuta de la orquesta sinfónica como director invitado, y la pertinaz sequía que afectaba a Castilla era el tema de conversación más recurrente. Pero un sentimiento de exaltación patriótica lo invadía todo. Los aficionados a los toros de la capital de España organizaron una corrida entre un toro, que simbolizaba a España, y un elefante que hacia lo propio con Estados Unidos (al parecer, usar un cerdo no pareció de buen gusto). Esta cómica expresión de patriotismo popular y antiamericanismo, sin embargo, resultó tediosa ya que «el colmillo [el elefante] estuvo francamente cobarde, y el cornúpeta [el toro], en verdad, comedido». No hubo enfrentamiento, y el público abandonó el ruedo de muy mal humor[1].
Los aficionados de Madrid quedaron aún más abatidos cuando, el 8 de marzo de 1898, murió su gran ídolo, Frascuelo[2]. Los amantes del toreo consideran a Frascuelo, cuyo verdadero nombre era Salvador Sánchez, uno de los mejores toreros del siglo XIX. Ciertamente, era el más popular: un biógrafo le describe como el «mesías» y el «salvador» de España, pues, no en vano, este personaje inspiraba a sus seguidores una devoción casi religiosa[3]. En el ruedo, Frascuelo usaba un lenguaje muscular y dramático, mientras sus rivales toreaban al estilo clásico, caracterizado por el control y la técnica. Otros toreros intentaban salir del ruedo tal y como habían entrado, sin despeinarse y con el traje de luces impoluto, mientras que Frascuelo lo hacía con el traje roto y empapado en su sangre o en la del toro. No complacía a los puristas de la fiesta, pero emocionaba a la mayoría: Frascuelo incitaba a los toros a cornearle, lo que ocurrió en veinticuatro ocasiones en sus veinticuatro años de profesión, hasta que se retiró en 1890.
El súbito fallecimiento de Frascuelo a causa de una pulmonía produjo grandes y expresivas manifestaciones de luto. Los españoles, especialmente los madrileños, amaban a Frascuelo porque veían reflejados en él dos elementos muy representativos de la autoestima nacional: un estoico valor ante el peligro y el predominio de la bravura sobre los artificios de la técnica. Como muchos otros toreros, Frascuelo había nacido de cuna humilde, pero eso lo hacía aún más querido: representaba al individuo capaz de llegar a lo más alto sólo por su esfuerzo y su talento, y no por su origen social. Miles de personas de toda condición, desde aristócratas a los más humildes campesinos, acudieron a su funeral en Madrid[4].
A la hora de morir, como en su vida, Frascuelo sirvió de arquetipo nacional. Un hombre que se había enfrentado a la muerte cientos de veces y que había sobrevivido a espectaculares cogidas, finalmente había fallecido a causa de una enfermedad, al igual que soldados españoles como Eloy Gonzalo, que, habiendo combatido de forma heroica, finalmente morían a causa de las enfermedades tropicales. El paralelismo con la situación cubana era demasiado obvio para ser ignorado, de forma que los españoles volcaron su pena por Frascuelo en un catártico lamento por el fracaso de las virtudes marciales ante los implacables mosquitos de los pantanos cubanos.
Pero no todo era derrotismo; los españoles también celebraban en Frascuelo las virtudes nacionales que éste personalizaba. En marzo, los españoles aún albergaban ciertas esperanzas de que las viejas virtudes militares vencerían, que el valor y el heroísmo estoico superarían a la fuerza, la tecnología y el dinero. El poeta portugués Abilio Manuel Guerra Junqueiro se aproximaba a esta percepción española del inminente conflicto cuando definía la guerra de 1898 como «la extraña y extraordinaria lucha entre Frascuelo y Edison». En una contienda de este tipo, ¿quién sabía lo que podía ocurrir[5]?
Los españoles llevaban algún tiempo esperando la declaración de guerra de Estados Unidos y aceptaron el hecho consumado casi con alivio. Si se ha de confiar en la memoria de Manuel Corral, un soldado que combatió en Santiago, las tropas de Cuba recibieron la noticia de la guerra con Estados Unidos con una «alegría indescriptible»[6]. Esto puede parecer raro, a una distancia de más de cien años y sabiendo como sabemos que España afrontaba una de las guerras más desiguales de la historia y lo hacía como bando débil. ¿Se daban cuenta de esto los líderes políticos y militares españoles del momento? Los estudiosos suelen responder afirmativamente a esta pregunta: los gobernantes españoles sabían que la guerra con Estados Unidos sería en vano, pero la hicieron de todas formas, pues estaban convencidos de que rendirse sin lucha supondría tal descrédito para el régimen monárquico que podría conllevar su derrocamiento a manos de oficiales y patriotas humillados y descontentos[7].
La valoración de la situación militar que hizo el almirante Pascual Cervera corrobora este argumento. Al mando de la escuadra española enviada a Cuba, Cervera no se hacía ilusiones de poder derrotar a la flota norteamericana u hostigar el litoral oriental de Estados Unidos, como pedía el pretencioso plan estratégico del ministro español de Marina, Segismundo Bermejo. Igualmente, opinaba que las fuerzas terrestres españolas ya habían sido derrotadas por los insurgentes y no estaban en condiciones de hacer frente a los americanos. En resumen, pensaba que la guerra con Estados Unidos sería «seguramente, causa de la ruina total para España»[8].
En la correspondencia diplomática también aparecen testimonios que sugieren que España fue a la guerra por motivos políticos internos y sin ninguna expectativa de victoria. El 26 de febrero, el embajador estadounidense Stewart Woodford escribe a McKinley para informarle de que el sentimiento de los funcionarios españoles era que «no podían abrirles más concesiones sin correr el riesgo de que les destituyeran». Temían especialmente a los ultrapatriotas del Ejército, que podrían formar una alianza con los carlistas, partidarios de una rama absolutista de los borbones. «Quieren la paz si pueden conservarla salvando su dinastía», pero «prefieren los riesgos de la guerra, y la pérdida segura de Cuba, al derrocamiento de la Corona». El 9 de marzo, Woodford escribe de nuevo a McKinley para hacerle partícipe de una conversación mantenida en una cena informal con un importante hombre de negocios español que «sabía de lo que hablaba» y le había informado de dos cosas: en primer lugar, que España había hecho todo lo que había podido para apaciguar a Estados Unidos y, en segundo lugar, que España nunca vendería Cuba. Según su informador, el Gobierno español sabía que perderían la guerra, pero «aceptaría el conflicto sin vacilar» para evitar el deshonor y las posibles consecuencias revolucionarias que tendría una retirada unilateral[9].
Produce una extraña atracción ver a España como una especie de Don Quijote que se embarca en una batalla perdida con el gigante americano. Sin embargo, aparte de la visión pesimista de Cervera y algunos otros, la mayoría de los funcionarios españoles, junto con la prensa y gran parte de la opinión pública, parecían creer que la victoria era, al menos, posible. Las razones para mantener esta esperanza eran diversas, y aunque algunas de ellas resultan hoy ridículas, otras parecen justificadas.
Como hemos visto, los militares españoles tenían una elevada idea de sí mismos, del soldado español y del «carácter nacional». Este concepto era el que se transmitía en la prensa, en la literatura o en los sermones dominicales que celebraban los aniversarios de batallas históricas. Según la mitología nacional, los españoles eran poseedores de un genio innato para la guerra, especialmente para la guerra de guerrillas.
Esta sobrevaloración del «guerrillerismo» español se remonta a la lucha contra Napoleón, cuando ciertos grupos y líderes guerrilleros como El Empecinado combatieron eficazmente contra el ejército regular francés. De esta experiencia procede un mito tribal según el cual el pueblo español era ferozmente independiente, capaz de soportar grandes privaciones, e imprudentemente generoso con su vida en defensa del honor. El historiador Francisco Rodríguez Solís expresaba esta idea en un aforismo: «Al nacer el español, nació el guerrillero»[10]. Felipe Navascués afirmaba: «Tiene nuestro soldado fama de ser el mejor del mundo»[11]. Según Vicente Cortijo, todas las naciones «envidian nuestro soldado, y nuestra oficialidad es de las más instruidas de Europa»[12]. Otro ensayista militar, Florencio León Gutiérrez, tranquilizaba con tono grave a sus lectores cuando escribía que el soldado de infantería español «lucha tenazmente» y, cuando se ve superado, sabe morir «con la huesosa mano aferrada al arma, con el coraje de la raza marcado en el rostro, con la sonrisa del martir en los labios». Pero España no sería vencida: «Dios, siempre grande, siempre hermoso y siempre español […] velará por su España y no permitiría, no, que el Derecho, la Razón y la Justicia se vulneren ni se burlen» por parte de los yanquis[13].
El pensamiento racial y el religioso se combinaban de forma curiosa en las interpretaciones que hacían las autoridades militares españolas. Carlos Gómez Palacios, por ejemplo, teorizaba acerca de la idea de que Dios había dado a cada raza «su espiritual organización, formada para cumplir fines distintos» en el mundo. Dios había dado a la raza latina el valor, el honor, el sentido del deber, la fuerza y la dignidad, «todo lo que les ha negado a las otras, especialmente a la raza sajona». Estas cualidades morales y físicas otorgaban a los españoles una superioridad manifiesta en el campo de batalla. Al final, como la luz conquista la oscuridad, España prevalecería sobre los bárbaros norteamericanos, cuyo único Dios era el dinero. Toda la historia del progreso espiritual humano era la historia de la raza latina, el pueblo elegido de Dios. Dios no abandonaría ahora a España en su lucha contra los adoradores de Mammon[14].
Por otro lado, según los españoles, el pueblo americano eran unas masas «formadas por emigrantes que, con honrosas excepciones, fueron y siguen siendo lo peor de cada casa». Estados Unidos era un lugar «sin tradición, sin nada propio», un país «sin ciencias, sin artes ni literatura», que sólo destacaba en el comercio. Eran los «cartagineses modernos» que intentaban algo fuera de su alcance: dominar el mundo. Cualquiera sabía que «la humanidad es una planta exótica en la raza de los yanquis» y que «si no comprenden el sentimiento humanitario, por defectos de su constitución moral, menos pueden tener el sentimiento de la gloria, que es el sentimiento antitético del interés», mientras que esta última era la característica más notable de la mente y el espíritu anglosajón. La nación americana «compuesta de la escoria del mundo», era incapaz de formar un ejército coherente y eficaz; ni siquiera podía «dársele el nombre de ejército a una inmensa reunión de hombres que no fueron sometidos jamás al régimen militar y en donde, como es consiguiente, no existe la disciplina, ni el amor a la institución, ni el respeto cariñoso a los que mandan». Los oficiales americanos, al igual que sus soldados, no estaban cualificados y «entendían de negocios» más que de guerra. De este modo, unas personas que habían aprendido a valorar sólo el beneficio y el propio interés nunca se arriesgarían en combate. «No tenemos más que desplegar nuestras virtudes» para «arrollar y vencer» a tal enemigo[15]. No sólo los ensayistas militares predecían una victoria española, la prensa de España también se apuntaba confiada a la campaña de la guerra y auguraban el triunfo. No podría haber sido de otro modo: la condena estadounidense de la barbarie española en Cuba había dañado el orgullo español y había provocado manifestaciones contra Estados Unidos, lo que imposibilitaba a los periódicos para adoptar un tono que no fuera radicalmente antiamericano si querían vender ejemplares[16]. Incluso la prensa liberal se vio inmersa en este juego. Así, el 27 de diciembre de 1896, y a pesar de condenar la línea dura de Weyler con los cubanos, El Liberal deleitaba a sus lectores con la fascinante historia de «El viaje de novios de Mister Bigpig»: una pareja estadounidense llega a Cádiz de luna de miel. El marido, Mister BigPig, sólo piensa en el dinero y quiere regresar cuanto antes a casa para volver al trabajo. Mientras, su joven esposa, que juega al tenis y va camino de volverse tan marimacho como el resto de sus compatriotas, empieza a experimentar una transformación en tierras gaditanas. En presencia del hombre español, se hace mujer. «Deshechada la ropa de paño y el sombrerito masculino, vestía de seda» y empieza a ponerse flores en el pelo. Se enamora de España y, más al caso, de los hombres españoles y pierde el interés por el aburrido y afeminado Mister BigPig[17]. Descripciones parecidas de la mujer americana, alejada de su feminidad natural, eran fáciles de encontrar en la prensa española de la década de 1890, así como la imagen porcina del varón estadounidense. El primer premio del carnaval de Madrid de 1898 fue a parar a manos de una persona disfrazada de cerdo con los colores de la bandera estadounidense[18]. ¿Por qué temer a un país desnaturalizado, habitado por mujeres masculinizadas y varones de hábitos porcinos? ¿Cómo no reírse?
Tras la declaración de hostilidades de Estados Unidos, incluso la prensa radical que había pedido la independencia de Cuba adoptó una actitud belicosa. Blasco Ibáñez, el infatigable republicano, viró hacia el lenguaje de un nacionalista exaltado, condenando las acciones del «yanqui arrogante» y defendiendo a su propia «noble nación»[19]. El Imparcial comenzó a publicar artículos que alababan al Ejército español, antes su blanco preferido. Los sacrificios en Cuba se veían ahora como ejemplo de la «la tenacidad probada de una raza que sólo cuenta las victorias cuando son difíciles»[20]. El periódico aseguraba a sus lectores que el asunto de la guerra estaba provocando la división de Estados Unidos entre el norte y el sur. El 19 de abril, el periódico publicaba una carta, supuestamente escrita por la viuda de un tal Jefferson Davis, en la que se quejaba: «Nosotros, los habitantes de los Estados Unidos del Sur tendremos que sufrir todo el peso de la campaña […] Nuestras ciudades y nuestras costas serían destruidas», mientras que el norte quedaría incólume. La mayor parte de los sureños «abominamos de la idea de una guerra, que sólo podría en suma favorecer a esos miserables mulatos cubanos». La carta de la viuda de Davis expresaba de forma «elocuente el sentimiento y la irritación predominantes en los Estados Unidos del Sur contra los demás estados»[21].
Estas fantasías sobre las propias posibilidades y las debilidades del enemigo iban a veces demasiado lejos: el general Luis de Pando pensaba que se podrían movilizar unos veinte mil cubanos sólo en Pinar del Río para repeler la invasión estadounidense, si España les proporcionaba armas y municiones[22]. Los cubanos «conservan un afecto a España que puede fomentarse y crecer» para crear regimientos propios, ahora que Estados Unidos había mostrado su verdadero rostro[23]. Asimismo, otros latinoamericanos se unirían a la defensa española de las Américas ante la amenaza yanqui[24]. Otro autor añadía que los europeos también intervendrían para detener al coloso americano: España podría entonces pasar a la ofensiva y reclamar el territorio español de Florida con cien mil hombres. Los estadounidenses tendrían las manos atadas a causa de la insurrección de los sioux y de los cien mil mexicanos que, se decía, se habían reunido a lo largo de la frontera sur de Estados Unidos[25]. Incluso el ministro de la Guerra español tenía sus propias aunque modestas fantasías: en una carta a Blanco, en junio, le comunicó que estaba en posición de reclutar a mil trescientos mexicanos para combatir en Cuba[26].
Pero lo cierto es que España no tenía aliados ni influencia internacional en 1898 y, en buena parte, era culpa de Cánovas, cuya declaración más conocida acerca de los asuntos exteriores había sido que «la mejor política internacional que debe tener España es no tener ninguna»[27]. En consecuencia, ningún país le ofreció la menor ayuda en su guerra con Estados Unidos. O casi nadie. En 1896, un congreso católico pidió la ayuda de Santiago, pero, visto que el viejo matamoros no dio señales de vida por los alrededores de la ciudad homónima, ni en ningún otro campo de batalla, habrá que suponer que su apoyo santo no influyó demasiado. El papa León XIII bendijo a los ejércitos españoles, pero esto tampoco parece que fuera muy efectivo contra las balas y las enfermedades. Finalmente, en 1898, el papa se ofreció como árbitro entre ambos países, pero no sirvió de nada, principalmente porque nadie se molestó en consultar con los cubanos[28].
Lejos de ofrecer ayuda, las potencias europeas hacían cola para aprovecharse de la derrota de España. Los británicos, por ejemplo, planearon hacerse con toda la bahía de Algeciras para ampliar su soberanía sobre Gibraltar a las zonas adyacentes y exigir el desmantelamiento de toda artillería en la zona del alcance del peñón. Británicos y franceses esperaban que tuviera lugar una redistribución de las colonias, así que la esperanza de España de obtener ayuda de las dos grandes potencias europeas resultó un tremendo error[29]. Los planes británicos requerían que Estados Unidos ocupara Filipinas además de Cuba, Puerto Rico y las Canarias. En compensación, franceses y rusos se repartirían las islas Baleares, mientras que Inglaterra se haría con las posesiones norteafricanas y establecería un protectorado informal sobre el resto de España[30].
Cuando su aislamiento se hizo evidente, los españoles respondieron con un sonoro «no importa». Los españoles, con su peculiar genio para la guerrilla, se volvían realmente peligrosos cuando se jugaban la supervivencia, así que mejor ir solos. La actitud popular, tal y como la resumía Fernández-Rua, era: «¿Qué los Estados Unidos quieren la guerra? Pues venga en buena hora, que a quien supo derrotar los ejércitos de Napoleón poco le importa MacKinley»[31]. A los españoles se les ocurrieron ideas disparatadas para sacar dinero para la causa: el ilusionista Doctor Fittini, por ejemplo, ofreció hacer una gira y donar todo lo recaudado al Ejército, una señal no sólo de patriotismo, sino también de que la gente era consciente de cuánto necesitaba el Gobierno fondos para la guerra de Cuba. Los toreros y picadores de Madrid quisieron celebrar una corrida patriótica y donar la recaudación al Ejército español; José Crespo planeaba producir sus propias obras de teatro y enviar el dinero a los veteranos y a las viudas de guerra. El 2 de abril de 1898, una carta de un lector de Granada al director de El Imparcial incluía cinco pesetas como ayuda para los heridos. «Hay mucha gente esperando que El Imparcial pida dinero para barcos de guerra», decía la carta, «porque de otros no se fían, si son políticos menos» a la hora de usar esos fondos para adquirir barcos de guerra[32].
A falta de dinero, abundaban los llamamientos a la intervención divina. Una mujer que se llamaba a sí misma «María la Loca» pensaba que podía invocarse la ayuda divina para salvar Cuba. Esta mujer escribe al rey de España y lo emplaza —aunque era sólo un niño— a que, junto a otros miembros de la casa real, lidere una santa cruzada para redimir a «la raza del Cid». De actuar así, decía, el favor divino traería la victoria, como ocurría en los romances caballerescos que había leído[33]. Otros ofrecían unas más prácticas «armas secretas». Una carta escrita en junio de 1898 por un profesor de primaria al director de El Imparcial incluía una oferta sorprendente: el profesor decía tener un colega que también era inventor y que podía ofrecer dos dispositivos a la Marina española. En primer lugar, había diseñado unos chalecos salvavidas mucho mejores que los que usaban los españoles. El segundo invento era un pequeño submarino, tan barato que por el precio de un barco se podría fabricar una escuadra completa, «suficiente para vencer las más poderosas escuadras» enemigas[34]. Sin duda, a la Marina española le hubieran venido bien ambos inventos, especialmente el primero, pero era demasiado tarde. El 1 de mayo, el almirante George Dewey había aniquilado a la escuadra asiática española, en la bahía de Manila, y, en junio, dos escuadras norteamericanas trataban de dar caza al resto de la flota española en el Atlántico.
Incluso tras la derrota de Manila, la gente que acudía a misa en la catedral de Madrid escuchaba atentamente unos sermones que alababan la capacidad de recuperación y de lucha de los españoles. Las noticias de la derrota naval circulaban por todas partes, pero, para la creencia popular, este contratiempo no afectaría a la determinación de las fuerzas españolas de tierra en Filipinas y Cuba. Ellos aguantarían y mostrarían a los americanos cómo se lucha hasta el fin. Se comparaba 1898 con 1808, cuando los españoles se habían levantado contra Napoleón en Madrid, Zaragoza, Gerona, Sevilla y otras ciudades. Era una comparación común: en julio, al conocer que los americanos habían rodeado Santiago, Blanco dijo: «somos descendientes de los inmortales defensores de Gerona y Zaragoza», posiblemente esperando que los ciudadanos y soldados de Santiago se defendieran a cuchillo casa por casa de las tropas estadounidenses. Resultó que Santiago no era Zaragoza, y creer que podía serlo no era más que una fantasía. En esto parecían concentrarse los españoles durante la primavera de 1898: en fantasear[35].
A veces el patriotismo se mezclaba con amenazas veladas a un Gobierno al que muchos consideraban demasiado débil como para hacer frente a las amenazas de Estados Unidos. Leopoldo Bararille Corral, un estudiante de Ciudad Rodrigo, expresaba bien estos sentimientos en un poema, en parte lamento, en parte bravata y en parte ambigua amenaza: «Tu gloria acabó en la Tierra / Finis Hispania pondré / en un cartel/ si al yanqui / no le declaras la guerra. / Porque está el león dormido / y si despierta… hay de ti»[36].
Se han hecho algunos intentos de demostrar que, en realidad, los españoles no tenían ninguna confianza en la victoria[37], pero este argumento no ha sido corroborado con testimonios y, de hecho, resulta difícil encontrar en la España de la época signos de oposición a la guerra. Las cifras de deserciones y evasiones del servicio militar fueron significativamente bajas, e incluso se redujeron entre 1895 y 1898[38]. Algunos estudiosos sostienen que el nacionalismo español emergió sólo a partir de 1898, y que el apoyo popular a la guerra era un invento de la prensa monárquica[39]. Aunque pudiera haber algo de cierto en este argumento, no debe exagerarse su importancia. Debido a la manipulación y a la censura que el Gobierno hizo de la opinión popular en España, resulta difícil formarse una idea siquiera aproximada de la popularidad real de la guerra. Aun así, en 1898, y a pesar de las preocupaciones de los políticos monárquicos, la insubordinación y los motines —tan comunes entre las «patrióticas» tropas francesas y alemanas durante la Primera Guerra Mundial— no tuvieron su contrapartida entre las tropas españolas en Cuba. Los disturbios internos que se produjeron en 1898 estuvieron relacionados con la terrible sequía que asoló los campos y con los altos precios de los alimentos; no se trataba de protestas contra la guerra.
Fuera cual fuese la popularidad de la guerra con Estados Unidos, los españoles tenían al menos algunos motivos de confianza. La armada estadounidense, con apenas veinticinco mil hombres, no podía constituir una amenaza seria para los ciento cincuenta mil españoles que permanecían en Cuba, o eso se pensaba. Asimismo, los españoles poseían un rifle básico superior al de los americanos. Es cierto que, con la creación de la fábrica de armas del Ejército y el crecimiento de los fabricantes privados, como Colt, en la década de 1890, el Ejército estadounidense había empezado a solucionar el viejo problema de su inadecuada producción de armas. También habían empezado a fabricar un arma de primera calidad: una versión del rifle de diseño sueco Krag-Jorgensen, que disparaba a gran velocidad, usaba pólvora sin humo y tenía un alcance apenas inferior al del Mauser español. No obstante, el Ejército carecía de fusiles de este tipo para los veinticinco mil soldados regulares, y de munición para los mismos. Si la guerra hubiera durado unos meses más, el ejército estadounidense habría tenido que hacer frente a una grave escasez de cartuchos. Sin duda, la industria nacional habría sido capaz de reaccionar y solucionar este problema, pero, al menos al principio, el arsenal de la Armada de Estados Unidos no parecía suficientemente abastecido. El resultado era que casi todos los voluntarios americanos llevaban arcaicos rifles Remington y Springfield, que tenían poco alcance y usaban pólvora negra, que delataba a los tiradores, los hacía toser y los cegaba. Los españoles conocían estos problemas de los estadounidenses. De hecho, tras la rendición española, el general Pando protestaba diciendo que el «poder militar de los Estados Unidos no era, ni aún es hoy, lo bastante fuerte y cimentado para imponer condiciones a España ni a nadie»[40].
Por otro lado, la cruda realidad del potencial militar de Estados Unidos se hizo evidente cuando el Congreso aprobó en marzo, sin problemas, un presupuesto de cincuenta millones de dólares para la campaña que se avecinaba. Con destino a ésta, la petición de McKinley de ciento veinticinco mil voluntarios se tradujo en un número superior al millón de aspirantes. Aunque, por supuesto, se rechazó a la mayoría, de la noche a la mañana el Ejército estadounidense disponía de un número de efectivos más que suficiente para luchar contra España. Eran signos preocupantes, pero los norteamericanos seguían teniendo problemas que justificaban cierto grado de optimismo en los españoles. Por ejemplo, no disponían de suficientes oficiales para instruir a sus escasas fuerzas, y mucho menos para organizar y entrenar a un ejército de tamaño europeo con tan poca antelación. De hecho, el Ejército de Estados Unidos no había instruido a suficientes hombres para una brigada (de cuatro mil a seis mil hombres) en treinta años, y no tenía en absoluto suministros operativos para una división (de ocho mil a doce mil hombres). Dicho claramente, los españoles no estaban totalmente equivocados al pensar que tenían posibilidades de derrotar a los americanos en tierra[41].
Ésta es una de las razones por las que los soldados de Cuba reaccionaron ante la declaración de guerra con «alegría indescriptible». Odiaban a los estadounidenses por haber ayudado a los insurgentes de forma encubierta durante tres años y creían que, en una guerra frontal con Estados Unidos, podrían demostrar finalmente sus auténticas cualidades bélicas[42]. La creencia española en su propia superioridad y en la debilidad de los americanos resulta pintoresca vista con la perspectiva actual. En las batallas que tuvieron lugar a las afueras de Santiago, una ametralladora Gatling valía más que todo el arsenal de los españoles, y los americanos tenían varias de estas devastadoras nuevas armas, contra ninguna de los españoles.
Y, finalmente, fue en el combate naval donde los estadounidenses demostraron disponer de una potencia de fuego infinitamente superior, que era en lo que los españoles más confiaban, hasta los propios norteamericanos tenían ciertas dudas sobre su superioridad naval.
Según la interpretación convencional de la guerra hispano-estadounidense en el mar, España, debido a su atraso económico y cultural, tenía una marina acusadamente desfasada y todo el mundo sabía que los modernos americanos y su nueva armada serían los vencedores. Esta afirmación refuerza determinados convencionalismos, como la fe en los dioses modernos, la tecnología y el progreso; confirma la suposición casi universal de que los resultados históricos —en última instancia, lo que somos— son el fruto de un proceso inexorable llamado modernización y refuerza unos prejuicios, muchas veces subyacentes, relativos a la comparación entre la aptitud cultural de los pueblos latino y anglosajón. Los españoles se habrían quedado atrás porque estaba en su naturaleza hacerlo. Como latinos, tenían una mentalidad «medieval» que les incapacitaba para ganarse un lugar entre las naciones modernas. Estados Unidos, por el contrario, era el paradigma de la modernidad y del progreso tecnológico. La derrota de España a manos de Estados Unidos era, por supuesto inevitable, una historia con ecos de Prometeo, un paso necesario para llegar a lo que el país es hoy.
Pero, de hecho, el desequilibrio fundamental entre las fuerzas navales americanas y españolas no era el fruto de un determinismo inexorable, sino de la serie de decisiones políticas y técnicas tomadas por uno y otro país en los diez años anteriores a la guerra, y que se habían visto traducidas en dos Armadas bien diferentes, muchos veían ya entonces la disparidad de tales decisiones.
En la década de 1870, Estados Unidos tenía una armada de tercera y probablemente hubiera sido inútil contra la de España, incluso cuando ésta se encontraba en un estado de decadencia[43]. Los americanos siempre habían confiado en la idea de una armada de «agua marrón», esto es, pequeños barcos para defender la costa y los estuarios de los ríos del país. Luego, una serie de nuevas tecnologías —los motores de vapor con una mejor combustión del carbón, los cascos de acero y la artillería más potente— produjeron una revolución en el diseño de los barcos. Gran Bretaña había comenzado la era de los acorazados de acero y Estados Unidos pronto siguió su estela. En 1883, el Congreso estadounidense autorizó la construcción de los primeros barcos con casco de acero del país: tres cruceros y un navío de transporte, los llamados ABCD a causa de sus nombres (Atlanta, Boston, Chicago y Dolphin). Un año después, el comodoro Stephen B. Luce fundó el Instituto de Guerra Naval, para formar a la nueva generación de oficiales en la guerra marina. El vicepresidente del instituto, Alfred Thayer Mahan, convirtió la institución en una tribuna nacional desde la que reivindicar la nueva armada de «agua azul» y sus grandes acorazados, algo que él creía fervientemente necesario para que Estados Unidos se convirtiera en una gran potencia. La influencia de Mahan abarcó toda la edad de oro norteamericana y Roosevelt, Lodge y muchos otros se convirtieron en «mahanitas». En 1890, uno de los admiradores de Mahan, el secretario de la Armada Benjamin F. Tracy, solicitó un ambicioso programa de construcción naval y el Congreso contestó autorizando la construcción de nueve naves de gran tamaño para el curso de los años siguientes[44].
Era necesario contar esta pequeña historia porque destaca a la perfección lo novedoso de la flota americana en 1898. Muchos de los barcos de la armada estadounidense todavía no habían sido probados y tanto los oficiales como la marinería carecían de experiencia. Aparte de Mahan y del puñado de hombres que habían promovido la nueva flota, nadie sabía qué esperar de ella, ni en Estados Unidos ni en ninguna parte del mundo. El poder de la armada norteamericana, que hoy sabemos impresionante para la época, era desconocido para sus contemporáneos, incluso para los especialistas en asuntos navales. John D. Long, secretario de la Marina durante la guerra hispano-estadounidense, recordaba cómo, hasta 1898, la flota española «parecía formidable comparada con la nuestra. Las batallas de Manila y Santiago» fueron las que demostraron a todos que esto no era exactamente así[45].
España inició la década de 1880 con una marina de guerra casi tan inútil como la de Estados Unidos[46]. Un gabinete liberal reformista propuso un proyecto a largo plazo para crear astilleros privados modernos, donde se pudieran construir barcos de acero de nueva generación. El primero de estos astilleros, La Carraca, fue inaugurado en el puerto de Cádiz para trabajar con contratos oficiales. Los liberales querían impulsar la economía, formar a ingenieros y mecánicos y hacer de España una fuerza naval a largo plazo. En 1885, el ministro de Marina, Juan Bautista Antequera, envió al Congreso español un proyecto de ley que habría proporcionado a La Carraca y a otros astilleros contratos para construir doce nuevos acorazados y otros navíos, en un programa que duraría diez años y costaría 231 millones de pesetas.
El plan no llegó a buen puerto por varios motivos. En primer lugar, los Gobiernos de España cambiaban a los ministros de Marina con más asiduidad de lo debido, casi como un juego. Y de hecho, eso es lo que era, en cierta forma, la política de la Restauración: un juego. Entre 1876 y 1898, España tuvo veintiséis ministros de Marina; muchos de ellos iban y volvían cuando ya otro había enmendado sus planes, y esto acabó con cualquier posibilidad de continuidad en la planificación y ejecución de los planes de construcción, fundamental para la creación de una armada. Como era de esperar, Antequera cayó en desgracia y un nuevo Gobierno echó por tierra sus planes.
En segundo lugar, el Gobierno de España no tenía los fondos necesarios. Este problema afectó a Madrid durante todo el siglo XIX, pero fue especialmente acuciante en la década de 1880. En medio de una larga depresión mundial, el Gobierno español no podía permitirse ser tan ambicioso como esperaba Antequera. Es más, la falta de dinero se producía justo cuando el diseño de los barcos experimentaba una drástica transformación. Ha habido acorazados y portaaviones antiguos de la Guerra de Corea, que aún estuvieron en buen uso para la Guerra de Iraq, y algunas naves de madera del siglo XVIII sucumbieron a los gusanos y a la putrefacción sin haberse quedado obsoletos; sin embargo, el ritmo de la evolución tecnológica en el diseño de barcos a finales del siglo XIX fue tan rápido que un barco podía pasar de vanguardista a anticuado en el tiempo que se tardaba en construirlo. Por supuesto, en este contexto, los Gobiernos se lo pensaban antes de invertir en una nueva generación de grandes barcos y los países más pobres, como España, se arriesgaban a esperar unos años hasta que se estabilizara el diseño naval, en especial el blindaje y los sistemas de armamento. Una apuesta que perdieron, como sabemos, pero que no era resultado de una especial «irracionalidad» o mentalidad «medieval» por parte de España. En tercer lugar, y ahondando en el problema de los recursos, el Ejército y la Armada competían en España por los fondos disponibles, y fue el Ejército quien ganó, ya que resultaba fundamental para mantener la paz interna en España.
En cuarto lugar, España se había alineado con la teoría de la guerra naval de la jeune école francesa que se asociaba al trabajo del almirante Hyacinthe-Laurent-Théophile Aube. Esta escuela se mofaba de las ideas de Alfred Thayer Mahan y su teoría de la marina de agua azul, que era la seguida en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Mientras Mahan predecía que las futuras batallas navales se decidirían por grandes acorazados disparando a grandes distancias en alta mar, los seguidores del almirante Aube pensaban que las armadas del futuro serían pequeñas. Para ellos, los acorazados serían como dinosaurios perseguidos por rápidas lanchas y destructores y fáciles objetivos para los torpedos, una nueva arma de finales del siglo XIX que en general tendía a ser sobrevalorada. La teoría de Aube venía a decir que los países pobres, como España, no debían imitar los programas de construcción naval de Gran Bretaña o de Estados Unidos. Los nuevos acorazados no sólo serían demasiado caros, sino que además estarían mal concebidos, ya que por el precio de uno de ellos se podría construir una escuadra completa de lanchas torpederas, pequeñas y frágiles, pero rápidas y armadas con torpedos mortales. La guerra naval del futuro sería una especie de «guerrilla en el mar», como insistía la comisión española encargada de actualizar la armada. El torpedo era un «arma que equilibra hoy las fuerzas de los débiles contra el poder de las escuadras acorazadas»[47].
A finales de la década de 1880, en un momento en que la propia Francia había abandonado la teoría de Aube, los expertos navales españoles empezaban a creer en ella fervientemente[48]. En la revista casi oficial de estrategia naval La Correspondencia de España, ciertos artículos empezaban a alabar la superioridad de las «fuerzas ligeras», esto es, el uso de lanchas torpederas y cruceros ligeros contra los acorazados[49]. El ministro de Marina, Rafael Rodríguez Arias, presentó en 1887 un proyecto para construir ciento veinte lanchas torpederas y once cruceros de mayor tamaño, rápidos y con blindaje ligero. El plan no contemplaba la construcción de ningún acorazado. En resumidas cuentas, y debido a diferentes motivos, en nada relacionados con el atraso secular de España ni con la modernidad de Estados Unidos, la armada de España era de un carácter muy diferente a la de los norteamericanos.
Hasta 1898, la teoría de la jeune école sólo había sido puesta a prueba en una ocasión. En 1894, en la batalla de Ya-lu, una flota de acorazados japoneses había destruido una flota china constituida por cruceros y otros barcos pequeños, haciéndolos volar a gran distancia antes de que los chinos pudieran acercarse lo suficiente como para causar el más mínimo daño. Algunos observadores se habían dado cuenta de las implicaciones: los cruceros ligeros, los destructores y las lanchas torpederas eran inútiles contra los acorazados. Sólo unos barcos con un buen blindaje podían soportar la artillería naval moderna. Unos pocos expertos, entre ellos el director de la sección de ciencia de El Imparcial, entendieron la lección de Ya-lu, pero no así el Gobierno[50].
La mayor parte de los expertos navales no sacaron conclusiones generales de la experiencia de Ya-lu. En primer lugar, nadie podía afirmar que ese caso no fuera excepcional y, por otro lado, pensaban que ni la escuadra china tenía la calidad de la española, ni los marinos chinos eran tan buenos como los españoles. De cualquier manera, un combate entre asiáticos al otro lado del globo no podía considerarse un desafío serio al paradigma naval de los blancos europeos. El racismo y la arrogancia cultural, en este caso, sirvieron para ocultar a los españoles —y a muchos otros europeos— la evidente lección de Ya-lu. En 1895, Felipe Navascués, un popular escritor de temas militares, seguía pensando, aun conociendo los detalles de Ya-lu, que los cruceros rápidos y numerosos eran el arma idónea para combatir en la «guerra comercial del futuro» que anticipaba. Podrían bloquear puertos enemigos y hundir barcos mercantes civiles, paralizando su economía y forzando así su rendición. Los acorazados serían demasiado grandes y poco numerosos para llevar a cabo esta tarea, y no podrían resistir el ataque de las pequeñas lanchas torpederas[51].
La fe española en sus lanchas torpederas tenía su contrapartida en el obsesivo miedo que sentían los estadounidenses de unas embarcaciones ante las cuales, pensaban, su armada podía ser extremadamente vulnerable. ¿Quién podía asegurar que la jeune école no tenía razón después de todo? En 1898, Henry Cabot Lodge se quejaba amargamente ante el Senado y el presidente McKinley de la poca preparación de Estados Unidos: «Señor Presidente, si a día de hoy tuviéramos, como deberíamos, veinte acorazados y un centenar de lanchas torpederas, nunca habría habido una cuestión cubana; hubiéramos estado preparados y con la fortaleza necesaria para haber agarrado a España por las solapas y haber dicho: ‘detente’; y la contienda hubiera estado tan fuera de lugar que nunca se habría producido. Pero, señor Presidente, principios más conservadores prevalecieron y no disponemos de la gran armada que deberíamos tener»[52]. Analizando con cuidado las palabras de Lodge, se puede llegar a varias conclusiones; entre ellas, que no consideraba que la posición de España fuera desesperada y que tenía a las pequeñas lanchas torpederas en alta consideración.
Otros oficiales de la Marina norteamericana compartían esta preocupación por las lanchas torpederas. El capitán French Ensor Chadwick opinaba que los furtivos españoles usarían sus torpedos en un ataque sorpresa para destruir los grandes cruceros estadounidenses, como aparentemente habían hecho con el Maine[53]. Richmond Pearson Hobson, uno de los principales expertos en tecnologías navales, publicó en mayo un memorándum para el almirante William T. Sampson en el que le advertía de que la flota era especialmente vulnerable al ataque con torpedos[54]. De hecho, fue este miedo el que hizo que Hobson llevara a cabo en junio su famoso intento de bloqueo de la boca del puerto de Santiago, acontecimiento que veremos más adelante. A Charles E. Clark, que capitaneó el Oregon en su épica travesía desde la costa oeste hasta el Caribe por el Cabo de Hornos, le preocupaba un ataque de la lancha torpedera Temerario, que se sabía que navegaba por la costa de Chile o Argentina[55]. Así, cuando España envió a seis de sus naves —híbridas de destructor y lancha torpedera— a las Canarias como preparación de las hostilidades, los oficiales norteamericanos se obsesionaron con localizarlas y destruirlas[56]. Washington temía enviar transportes de tropas a Cuba hasta que se confirmara la localización de los barcos españoles. Era sólo por prudencia, pero retrasó la invasión de Cuba varias semanas.
Al igual que sus oficiales, los marineros estadounidenses tenían una gran confianza en la capacidad de sus propios destructores para derrotar a los barcos españoles de mayor tamaño, pero temían a las lanchas torpederas. Henry Williams era un alférez a bordo del Massachusetts, uno de los mejores acorazados de la flota estadounidense. Junto a los acorazados Texas e Iowa y algunos barcos de menos tamaño, el Massachusetts formaba parte de la llamada escuadra volante, al mando del comodoro Winfield Scott Schley. Esta escuadra, estacionada en Hampton Roads, Virginia, partió para Cuba a finales de abril. En la abundante correspondencia que mantuvo con su padre, Williams anotaba cada detalle de la vida a bordo de la nave, y su obsesión era el miedo, que todos compartían, a los torpedos españoles. Tras bloquear el puerto de Matanzas la noche del 21 de mayo, la tripulación tomó «todas las precauciones posibles contra ataques de torpedos y hubo una vigilancia constante. Todos los cañones están cargados, con las dotaciones prestas y con focos. Hacemos las guardias con prismáticos nocturnos todo el tiempo»; se sentía, por tanto, confiado en poder detectar a una lancha torpedera con tiempo de evitar lo peor. Aun así, el miedo a los torpedos provocaba constantes alarmas y fatigaba a las tripulaciones de la escuadra volante[57].
El 29 de mayo, Schley supo fehacientemente que la flota española estaba en Santiago y estableció el bloqueo de esta ciudad. «Tenemos embotellada a la flota española aquí», escribía a su padre el 30 de mayo. También predecía su destrucción,
«[…] a no ser que alguna lancha torpedera logre salir y dispararnos de noche. Nos afanamos en buscar las lanchas torpederas. Tenemos al Marblehead y al Vixen costeando y tratando de localizar lanchas torpederas y esperamos que llegue algo más de ayuda en esta tarea; nos quita un gran peso y es prácticamente la única salvaguarda contra ellas. La noche pasada, el Vixen hizo sonar la alarma de torpedo (dos bengalas rojas y una verde), encendimos nuestros focos de inmediato y nos dirigimos al cuartel general. Yo acababa de volver, pues había realizado la guardia central. Realizamos dos disparos para hacerles saber que estábamos despiertos y otros barcos se acercaron a gran velocidad a eso de las 10.30».
El incidente quedó en nada; los hombres del Vixen, en alerta ante la posibilidad de un ataque con torpedos, habían visto el humo y escuchado el sonido de un motor de vapor que alguien estaba usando cerca de la playa y, con órdenes de estar en alerta máxima ante la posibilidad de un ataque español con torpedos, supusieron que se trataba de una lancha torpedera.
Esta preocupación por los ataques con torpedo fue la causa de una serie de incidentes nocturnos en los que algunos barcos pequeños estadounidenses resultaron dañados por fuego amigo. Un remolcador contratado por un periódico de Nueva York se aproximó a uno de los barcos de noche y le faltó poco para irse a pique. El capitán del remolcador comunicó el incidente, pero, lejos de provocar simpatía, fue objeto de las burlas de los marinos por haber asustado a todo el mundo. «Mal lo llevan si se dedican a navegar de noche», escribía Williams, «cuando es seguro que se les disparará. Hay demasiadas torpederas como para que nos paremos en ceremonias».
El 8 de junio, Williams escribe de nuevo acerca de su miedo a las lanchas torpederas españolas. Ese «algo más de ayuda» a la que aludía anteriormente se había convertido en un sólido cordón entre las grandes naves norteamericanas y la boca del puerto de Santiago. Los veloces barcos exploradores disponían de pequeños cañones para repeler a las lanchas torpederas, pero Williams seguía pensando que los acorazados lo pasarían mal si les atacaban en la oscuridad: «Son las lanchas torpederas lo que más nos preocupa. Las noches de guardia, tenemos los nervios en plena tensión por esta causa. Si alguna nos localiza, sólo tendrá que dispararnos y marcharse». También informaba acerca de dos torpedos que «habían sido recogidos flotando. Se cree que fueron disparados […] durante uno de nuestros numerosos ataques con torpedos. En cualquier caso ahí están, y nosotros no dejamos de prestar atención a todo lo que flota». Los americanos recogieron estos peligrosos objetos del agua. El 15 de junio, Williams recibe la orden de presentarse a bordo de uno de los barcos que realizaban la tarea de mantener a raya a las lanchas torpederas. Es en este momento cuando conoce que toda la alarma era exagerada y que los españoles, de hecho, no estaban atacando por las noches con torpedos. «Tienen una gran cantidad de lanchas torpederas», comentaba, «el porqué de que no intenten atacar por las noches, no lo entiendo».
De hecho, los españoles sólo disponían de unas pocas lanchas torpederas en Santiago, ya que muchas de ellas estaban en reparación o no habían logrado cruzar el Atlántico. Las disponibles en Santiago tampoco servían para demasiado: el 31 de mayo, Plutón y Furor, destructores rápidos armados con torpedos, intentaron salir del puerto y atacar la escuadra de Sampson, pero, ante el intenso fuego estadounidense, no lograron acercarse lo suficiente como para disparar. El 16 de junio, un barco español logró salir del puerto el tiempo suficiente para disparar un único torpedo al barco explorador Porter, pero el torpedo se desplazaba tan lentamente que un alférez pudo tirarse al agua, nadar hacia él, desactivarlo e izarlo a bordo. El 22 de junio, el Terror salió de San Juan de Puerto Rico para atacar al St. Paul, pero sólo consiguió saltar en pedazos ante los grandes cañones del barco estadounidense, sin poder situarse a una distancia adecuada para usar sus torpedos.
En resumidas cuentas, los torpedos se demostraron menos temibles de lo esperado. Esta misma conclusión es aplicable a las lanchas torpederas norteamericanas. El 11 de mayo, la Winslow bombardeó Cárdenas, pero un leve cañoneo procedente de las baterías de costa hizo estragos en ella, matando a cinco marineros e hiriendo a cinco más de una tripulación de veintiuno. Las armas de la Winslow, por su parte, no lograron causar apenas daño. Fueron actuaciones de este tipo las que llevaron al Boston Herald a afirmar que «ni una sola lancha torpedera ha provocado el más mínimo daño a los españoles». Hay que hacer notar que, a pesar de todas las precauciones que tomó Sampson contra las lanchas torpederas españolas, nunca se planteó seriamente usar sus propias lanchas en el bloqueo de Santiago[58].
Contra su propio interés, España demostró que Mahan, y no Aube, tenía razón. Las lanchas torpederas no iban a afectar al transcurso de la batalla naval de Santiago, como veremos pronto, pero nadie lo sabía hasta que se produjo. Todo el mundo dudaba del resultado del combate. En palabras de una de las principales autoridades de la historia naval de España: «En 1898, la inferioridad naval de España en comparación con Estados Unidos sólo era obvia para unos pocos observadores excepcionalmente bien informados»[59]. En mayo y junio de 1898, los españoles razonables aún podían albergar cierta esperanza de derrotar a la flota estadounidense.
Para España, el mantenimiento y aprovisionamiento de los barcos que poseía era un problema. La mayoría de los barcos que había en Cuba en 1898 tenía algún tipo de defecto. En enero, Blanco se quejaba de que la mayor parte de sus naves se encontraba en dique seco y en reparación. A algunos barcos de Cervera les faltaba parte de su armamento o habían sufrido daños en los sistemas de propulsión y no eran más que lentas carracas[60]. En todas las unidades faltaban obuses de artillería y sus tripulaciones no podían practicar el tiro, lo que hacía a los barcos españoles mucho menos aptos para la batalla[61].
Todos estos problemas también eran resultado de las decisiones tomadas por los líderes políticos y militares y no carencias seculares de la idiosincrasia española. En la década de 1890, los ministros, más preocupados por resolver los problemas inmediatos que por el desarrollo a largo plazo de una industria naval, decidieron comprar barcos en el extranjero, en lugar de realizar contratos con los ineficaces y poco experimentados constructores españoles. Ésta es la razón por la que España carecía de astilleros modernos en 1898.
El astillero de La Carraca, en Cádiz, era el mejor y más nuevo y, aun así, era un desastre. En una serie de artículos publicados en octubre de 1896 en El Liberal, se narraban las tribulaciones de La Carraca durante la botadura del gran crucero Princesa de Asturias. Diseñado para barcos de dos mil toneladas, el muelle se hundió lentamente bajo el peso de las siete mil toneladas del Princesa. Esto hizo que la rampa de botadura dejara de tener suficiente calado. En lugar de deslizarlo suavemente hasta el mar, el Princesa tuvo que se izado el día de su botadura, el 8 de octubre. La proa salió del puerto y quedó suspendida en el aire sobre el agua, para decepción de la multitud que se congregaba en torno al emocionante acontecimiento. Este osado ejercicio de equilibrio duró más de una semana, hasta que la parte sin apoyo del barco empezó a separarse por las junturas a causa de su propio peso. Finalmente, una marea inusualmente alta resolvió la situación el 18 de octubre: el barco cayó al mar en plena noche, bajo la atónita mirada de unos pocos trabajadores.
Resulta interesante ver cómo los directores de El Liberal explicaban la chapuza de la botadura del Princesa. Era, decían, emblemática de «nuestra imprevisión característica» como pueblo. España sufría, según El Liberal, de una «terrible enfermedad crónica» que abocaba a la nación a «una mala muerte». Los errores concretos de La Carraca se convirtieron en símbolo de los problemas nacionales. Retomando la famosa frase del escritor satírico Mariano José de Larra, pero sin nada de su ironía, el periódico decía a sus lectores que las botaduras fallidas, las pruebas insatisfactorias y el que la producción fuera lenta en los astilleros eran de esperar, que eran «cosas de España», como si los españoles fueran por naturaleza incapaces de construir un barco moderno[62].
¿Por qué molestarse, entonces, en desarrollar equipos de ingenieros y mecánicos españoles? Resultaba más factible comprar barcos en el extranjero, donde se fabricaban con mucha mayor eficacia. Esto, desde luego, no impidió que, en 1895, el mejor de los barcos comprados fuera de España, el Reina Regente, de fabricación británica, se hundiera a causa del mal tiempo. En 1898, el mejor buque de la armada española era el Cristóbal Colón. Había sido fabricado en Italia, y bien podía ser el barco mejor blindado de ambas armadas. En 1898, se estaba reparando y reacondicionando, pero los españoles esperaban terminar pronto con estas tareas y tenerlo preparado en caso de un conflicto con Estados Unidos. En cualquier caso, unos problemas técnicos relacionados con algunos sistemas del armamento hicieron que los trabajos se retrasaran y, finalmente, el barco fue caprichosamente reclasificado como destructor —quizá esperando que esto lo hiciera más útil— y despachado a Cervera. Pero su artillería pesada no funcionaba.
Los norteamericanos también tenían algunos destructores con problemas. Era un momento de incesantes cambios en el diseño de los barcos, y los nuevos navíos necesitaban frecuentes arreglos y reacondicionamientos en dique seco, un imperativo tecnológico que la Armada estadounidense no podía ignorar. Algunos de los barcos norteamericanos no tenían un gran blindaje en proa y popa, ni la artillería ligera adecuada para defenderse de las lanchas torpederas. La frecuencia de disparo de la artillería pesada era lenta (un disparo cada diez minutos de promedio) y poco precisa. No podía disparar en salvas, como lo harían los grandes acorazados en el futuro. De hecho, la artillería pesada estaba concebida para dar un golpe de gracia a corta distancia, una vez que las armas medianas hubieran hecho el trabajo de inmovilizar al barco enemigo. Los tubos lanzatorpedos estadounidenses tenían un único proyectil cada uno, mientras que los españoles tenían tres. Los cruceros españoles tenían ocho tubos lanzatorpedos, un número superior a lo habitual en los barcos americanos. Un estudio neutral realizado por expertos británicos, franceses y alemanes predecía que los españoles derrotarían a los norteamericanos si los barcos españoles, más pequeños, lograban atacar de noche y a poca distancia de los acorazados estadounidenses[63].
Como siempre, la propaganda española exageraba este tipo de estudios independientes, y presentaban una situación en exceso optimista. Un número de Blanco y Negro de marzo de 1898 comparaba las dos armadas y llegaba a la conclusión de que la estadounidense podía ser ligeramente superior a la española, pero que esta diferencia se compensaba con los marinos españoles, que estaban «a cien codos de ellos»[64].
Esta reconfortante fantasía se hizo más difícil de mantener después del 1 de mayo. Ese día, el almirante George Dewey, tras viajar desde su puesto en Hong Kong, entró en la bahía de Manila con seis barcos, cuatro de ellos cruceros de casco de acero y cubiertas protegidas con planchas de blindaje. El almirante Patricio Montojo disponía de siete barcos en su escuadra, pero ninguno estaba protegido y el mayor de todos, el Castilla, era de casco de madera. Es más, los cañones de ocho pulgadas americanos podían disparar sobre los españoles a una distancia segura, ya que los españoles carecían de un arma equivalente y, además, muchos de los cañones españoles eran de avancarga, inútiles en una batalla naval moderna. El encuentro dio comienzo a las 5.40 de la mañana, con la famosa orden al comandante del buque insignia Olympia: «Puede abrir fuego cuando esté listo, Gridley». Desde una prudente distancia, los barcos americanos hicieron pedazos a la escuadra española. Los españoles lograron acertar algunas veces cuando Dewey se arriesgó a acercarse a sus maltrechos barcos, pero sin causar daños de relevancia. No hubo bajas entre los marineros estadounidenses y sólo nueve resultaron heridos. Fue uno de los combates navales más desiguales de la historia, pero lo peor aún estaba por llegar[65].
En España se debatía ahora la idea desesperada de combatir como corsarios, esto es, plantear una versión marina de la guerrilla contra los mercantes norteamericanos; con ello, se creía, se paralizaría al gigante, que se vería obligado a firmar la paz[66]. Se admitía, de facto, que probablemente, en una contienda abierta entre grandes barcos, la tecnología estadounidense sería muy superior, por eso, esta otra forma hacer la guerra en el mar podía convenir más a los españoles. España podría atacar a los navíos mercantes norteamericanos e infiltrarse en los puertos orientales para sembrar el caos. Este tipo de acciones aprovecharían no sólo el supuesto talento innato para la guerrilla de los españoles, sino también el tipo de barcos que estos tenían. En la era del acorazado, y antes de la era del submarino, el resultado de una guerra corsaria en alta mar era una incógnita, pero no una idea absurda, tan sólo algo que aún no se había intentado. Había comenzado la era del acero, y los oficiales de todas las Armadas, incluida la británica, tardaron en acostumbrarse al nuevo escenario de la guerra en el mar. Por ejemplo, resulta notable, aunque poco conocido, que los británicos siguieran equipando sus barcos con ganchos de abordaje en 1905, y que entrenaran a los marinos para abordar navíos enemigos y luchar cuerpo a cuerpo. En consecuencia, el concepto de guerra corsaria contra Estados Unidos puede haber sido una señal de desesperación, pero no producto de ningún atraso peculiar por parte de los españoles.
Así pues, antes de Manila, e incluso después de esta derrota, una comparación racional de las fuerzas navales de Estados Unidos y de España otorgaba a los españoles cierto margen para la victoria. Sus deficiencias eran el resultado de decisiones previsibles, pero incorrectas, de sus expertos navales. Después del 1 de mayo, los observadores españoles seguían pensando que «con nuestros aguerridos y disciplinados marinos, Dios nos protegerá y nos enviará días de paz y de gloria para nuestra querida España»[67]. Era en este momento cuando a los soldados de Santiago se les entregaban «unos álbumes iluminados donde aparecía una fantástica cantidad de barcos», de los que España carecía, pero al menos «sirvió de engañabobos»[68]. El 7 de abril, el ministro de la Guerra, Manuel Correa, entendiendo quizá la inutilidad de comparar la armada española con la estadounidense, comentaba: «¡Ojalá que no tuviésemos un solo barco! Ésta sería mi mayor satisfacción. Entonces podríamos decirles a los EE.UU., desde Cuba y desde la Península: ¡Aquí estamos! ¡Vengan ustedes cuando quieran! […] ¡Aquí estamos, dispuestos a no perder ni un átomo de nuestro territorio!»[69].
En todos los estratos de la sociedad española, la idea poco realista de sí mismos y del enemigo no podría haber sido ni más completa ni más peligrosa. Tal y como un autor cubano decía poco después de la guerra, «Un pueblo que se entrega a tales locuras, bien puede decirse de él que es capaz de suicidarse […] épicamente»[70]. Los españoles fueron a una guerra suicida de proporciones épicas, es cierto, pero en aquel momento no eran conscientes de ello. Estaban engañados por su propio mito de guerrillerismo y por unas ideas erróneas acerca de la falta de carácter de su enemigo, así como por la vana esperanza de que los barcos rápidos pudieran superar a los barcos grandes.
Pero ¿qué pasaba en Cuba? El 27 de marzo, un día antes de que McKinley hiciera públicas las conclusiones del tribunal naval relativas al Maine, Ramón Blanco resumía la situación en Cuba en un cable enviado a Madrid: «Nunca se ha presentado la campaña bajo mejores auspicios que los que ofrece en estos momentos», escribía. Según él, Máximo Gómez y los insurrectos cubanos «sólo piensan en ocultarse a nuestras columnas». Había enviado cinco columnas a oriente que habían «arrojado al enemigo de sus principales posiciones en la Sierra Maestra y en la Chaparra; destruido sus siembras, sus industrias y recursos de todo género […] Calixto García huye»[71]. Igualmente, Máximo Gómez y otros líderes del movimiento de insurgencia cubano sostenían que nunca habían estado tan fuertes como en los primeros meses de 1898. Los españoles estaban «haciendo maletas» y la victoria estaba a la vuelta de la esquina. La realidad de ambos ejércitos era bien diferente.
Los españoles sufrían terriblemente por las enfermedades y el hambre, como durante toda la guerra. La moral se vio aún más dañada tras la destitución de Weyler, cuando la misión de los españoles se redujo a esperar y sobrevivir, en lugar de combatir al enemigo. En cualquier caso, hasta la declaración de guerra de Estados Unidos en abril de 1898, la condición del ejército español no era tan desesperada. El general Antonio Pareja llegó a Guantánamo el 27 de diciembre de 1897 y dividió a quinientos cincuenta hombres en tres columnas, que utilizó para destruir las casas y las cosechas de fuera de las zonas de control español y para construir una nueva trocha que protegiera los ingenios y las granjas de las afueras de la ciudad. Los soldados se habían convertido en jornaleros, un abuso que no era raro en el ejército español y, de cualquier forma, no había otra cosa que hacer. Entre enero y abril, Pareja no encontró resistencia por parte de los insurgentes, así que tampoco había tareas militares propiamente dichas que realizar[72]. Algunos cubanos empezaron incluso a plantearse hablar con los españoles.
En los alrededores de Holguín, en febrero de 1898, las fuerzas españolas habían desalojado once pueblos o ciudades que se creían ocupadas por el enemigo. Aunque tuvieron que hacer frente a disparos de francotiradores, no hubo combates propiamente dichos[73]. En marzo, estas tropas, así como las fuerzas de Santiago y Manzanillo, lograron otras «conquistas» sobre una insurgencia que apenas luchaba. Según el general al cargo, «las fuerzas insurrectas de oriente tenían que abandonar sus centros principales y refugiarse en Las Tunas, con sólo mil doscientos hombres de los cinco mil con que contaban en noviembre»[74]. En enero de 1898, el regimiento de Máximo Gómez incluía a ciento dieciséis hombres armados y otros cincuenta y dos oficiales y soldados sin armas, ni siquiera el equivalente a dos compañías. Durante ese mes sin apenas combates, sólo unos pocos murieron o fueron heridos. No obstante, cuarenta y dos hombres habían desertado al enemigo llevándose consigo sus armas para entregarlas a cambio del perdón. La situación era peor en otros regimientos: el teniente coronel Antonio Jiménez, al frente del regimiento de caballería Honorato, disponía sólo de ochenta y cuatro hombres a su mando, entre ellos algunos individuos enfermos, heridos y desarmados, demasiado pocos como para entrar en combate[75]. Se mirase donde se mirase, los insurgentes se habían disuelto según la útil costumbre del Ejército Libertador durante los periodos de ofensiva española y, simplemente, esperaban una situación estratégica mejor.
Y fue la declaración de guerra de abril la que la propició. De hecho, el alto el fuego español del 9 de abril había cambiado la situación de los insurgentes de forma drástica. En marzo, según un insurgente que combatía en Matanzas, los cubanos estaban viviendo en pantanos y se morían de hambre. Luego, con la tregua ofrecida el 9 de abril, de la noche a la mañana descubrieron que los españoles ya no estaban. De repente, podían «acampar a quinientos metros de cualquier ciudad»[76]. Dos semanas después, al saber que Estados Unidos se había unido a la refriega, los insurgentes de Puerto Príncipe salieron de sus escondites y comenzaron de nuevo a «tirotear los fuertes de la trocha», que no había visto ninguna acción en meses. Estos hombres «aún llegaron a probar muchas veces asaltar puntos del interior, lo cual obligó a reforzar la defensa y establecer patrullas», según un oficial español. La ofensiva cubana «no nos dejaba ni de día ni de noche, apareciendo de continuo donde menos se la esperaba». La mayor parte del tiempo, los hombres de la trocha se empleaban en apagar incendios en los campos de caña. Como era habitual, los cubanos no infligieron demasiadas bajas, pero mantuvieron ocupadas a las tropas en pesadas tareas, en una zona donde los mosquitos seguían causando grandes daños. También hicieron lo que estuvo en sus manos para evitar que llegara comida a las ciudades[77].
Blanco, y Weyler antes que él, siempre había esperado la intervención norteamericana, o al menos eso sostuvo después, igual que Weyler[78]. El 17 de abril, y anticipándose a la declaración de guerra estadounidense, Blanco había ordenado el repliegue de sus fuerzas de oriente, abandonando las posiciones de vanguardia para hacer frente a la amenaza de un desembarco de los estadounidenses. Esto ayudó a los insurgentes a rehacerse[79]. El este, «donde las partidas empezaban a dividirse y apenas hacían frente a nuestras columnas» durante el mes de marzo, vio como los insurgentes volvían a tomar la iniciativa en abril[80].
Por otro lado, los insurgentes bajo las órdenes de Gómez en la Cuba occidental no tenían salvación. Cuando el Gobierno Provisional cuestionó la inactividad de Gómez en la campaña de Santiago, éste se quejó al vicepresidente Domingo Méndez Capote diciendo que no tenía ni oficiales, ni hombres, ni equipamiento, ni comida y que no podía hacer nada para ayudar a García o a los estadounidenses en el este. Aunque molesto, tenía la «conciencia tranquila» sobre esta inactividad y protestaba: «No daré una explicación a la opinión publica, pues yo no tengo la culpa de no poder hacer más. Con un ejército imposible de movilizar y con generales que no pueden, no se puede ir a ninguna parte». Gómez quería que el Gobierno Provisional se desplazara al oeste para que estuviera cerca de su cuartel general, pero reconocía que, en lo relativo a cruzar la trocha, «no se puede ni plantear, al menos por ahora», porque era infranqueable. Diez días más tarde, totalmente aislado, Gómez ordenó a algunos lideres de oriente que cruzaran la trocha como pudieran, «aunque sea con las tripas en la mano». Les dijo que había pedido alimentos a los estadounidenses, que era lo que más necesitaban sus hombres antes de convertirse de nuevo en un ejército[81]. Finalmente, Gómez recibió alguna ayuda de Estados Unidos, aunque los norteamericanos abortaron un plan para desembarcar un gran envío de suministros cuando supieron que Gómez no podía proporcionarles la seguridad necesaria en la operación[82].
La fuerza de los cubanos en oriente y su debilidad en occidente tuvo profundas consecuencias, ya que sirvió para determinar el lugar en el que se produciría la invasión estadounidense. Ya el 7 de abril, el ministro de la Guerra, Manuel Correa, envió un cable a Blanco: «Sabemos de fuente interna en Estados Unidos que varios transportes con tropas están listos para salir de Punta Gorda y desembarcar en Santiago Cuba protegidos por seis cruceros escuadrón Portugal. Los insurgentes ayudarán en los puntos de desembarco cercanos a la ciudad»[83]. El escenario para un enfrentamiento en Santiago estaba preparado.