Las tres balas que mataron a Cánovas llevaron al acorazado Maine a La Habana, el 25 de enero de 1898. Y la destrucción de este acorazado proporcionó el pretexto inmediato para la intervención estadounidense. A continuación veremos cómo ocurrió.
Cuando los liberales españoles destituyeron a Weyler, los cubanos que apoyaban el dominio español de la isla se inquietaron. Durante los tres años anteriores, los partidarios de la integración lo habían apostado todo a una victoria española; habían combatido por España, incluso habían cometido crímenes en defensa de la metrópoli, y ahora se sentían traicionados. Para ellos, la autonomía era un paso decisivo hacia una Cuba independiente, de la cual no esperaban precisamente un trato amistoso. Junto a los oficiales del Ejército español, hicieron todo lo posible por socavar el programa liberal de reformas y compromisos.
Ya a principios de octubre empezaron a circular informes acerca de una extensa organización de guardias civiles y otros partidarios de Weyler, que se preparaban para participar en una contramanifestación a la llegada de Ramón Blanco. El cónsul de Estados Unidos, Fitzhugh Lee, tuvo noticia de estas protestas de los partidarios de la integración contra lo que estos entendían que era una sumisión ciega de Madrid a Estados Unidos[1]. Este clima adverso de La Habana se extendió a otras ciudades occidentales, como Matanzas, Pinar del Río, Cárdenas o Cienfuegos. Todo esto alarmó a Ramón Blanco y, en una nota de alto secreto dirigida al gobernador de Matanzas, fechada el 12 de diciembre de 1897, advertía de que los partidarios de la integración estaban planeando ataques contra la propiedad, los civiles y los residentes extranjeros de la ciudad de Matanzas «y hasta contra la residencia oficial de los representantes de naciones amigas, especialmente de los Estados Unidos». Este tipo de acciones, ocurrieran donde ocurrieran, serían tremendamente peligrosas, ya que podrían propiciar la intervención inmediata de Estados Unidos en defensa de las vidas y las propiedades de sus ciudadanos[2]. El 22 de diciembre, Fitzhugh Lee escribe al Departamento de Estado de Estados Unidos solicitando el envío a La Habana de uno o dos barcos de la Marina, con la misión de proteger a los estadounidenses[3].
Los seguidores de Weyler odiaban a la prensa liberal casi más que a los insurgentes cubanos o que a Estados Unidos. La prensa cubana había prosperado con Blanco debido a que éste había levantado la censura impuesta por Weyler. En el invierno de 1897-98, periódicos como El Reconcentrado y La Discusión publicaban artículos que vilipendiaban a Weyler y a quienes lo apoyaban. Uno de los artículos de El Reconcentrado, titulado «Fuga de granujas», decía adiós a los compinches de Weyler y describía su marcha hacia España como el vuelo de vuelta al nido de unos ladrones y aventureros cobardes de baja estofa. Esto fue demasiado para el sector más duro de los partidarios de la integración en La Habana. Exasperados por la «campaña criminal» de la prensa liberal y autonómica, un número aproximado de cien oficiales españoles y otros partidarios de Weyler asaltaron la redacción de El Reconcentrado en la mañana del 12 de enero de 1898, destruyendo las imprentas y los archivos. Cuando hacen lo mismo con La Discusión, Blanco obliga a la multitud a dispersarse, pero pronto vuelve a agruparse y, a los gritos de «Muerte a la autonomía», «Viva España» y «Viva Weyler», marchan hacia las oficinas del principal periódico, El Diario de la Marina. Afortunadamente, estas oficinas ya se habían protegido anticipando un posible ataque y sólo sufrieron la rotura de unas pocas ventanas.
Con este nuevo ambiente, Estados Unidos decide responder a las repetidas solicitudes de Fitzhugh Lee de enviar una escuadra a La Habana. Y así, las tres balas que habrían acabado con Cánovas y Weyler fueron también responsables de unos disturbios iniciados por los extremistas más descontentos de La Habana, y de que estos eventos llevaran al barco de guerra Maine al puerto de la capital cubana. Madrid y Washington explicaron la llegada del Maine como un símbolo de las nuevas y amistosas relaciones entre España y Estados Unidos, y algunos historiadores han dado pábulo a esta explicación oficial como si fuera cierta[4], pero los miembros del Gobierno Autónomo, como José Congosto, no eran tan ingenuos.
Ellos sabían que la presencia del Maine era un modo de incrementar la tensión entre España y Estados Unidos. Por ejemplo, al mismo tiempo que enviaba el Maine a La Habana, Estados Unidos ordenó a la escuadra del Atlántico Norte que se dirigiera al Golfo de México para realizar «maniobras de combate»[5]. Por entonces, nadie en La Habana interpretaba estos actos como gestos amistosos.
Ramón Blanco intentó mantener en secreto la visita del Maine hasta el último momento, porque él también sabía que sería interpretada como un acto hostil. Ni siquiera los miembros del Gobierno Autónomo supieron de su llegada el 24 de enero. Blanco no quería que se filtraran noticias que pudieran dar tiempo a los extremistas para organizar una manifestación antiestadounidense[6]. El 25 de enero, el día que atracó el Maine, Lee escribe a Congosto exhortándole a reforzar la seguridad del consulado estadounidense, que se encontraba cerca de la plaza central, en el hotel Inglaterra, igual que otros lugares donde se congregaban los ciudadanos de Estados Unidos porque, según sus informaciones, algo se organizaba contra los norteamericanos. Advertía a Congosto de que «tal manifestación haría que la situación llegara de una vez a un punto decisivo»[7]. La realidad es que en las siguientes dos semanas no ocurrió nada en La Habana, aunque el ambiente seguía tenso. La impresionante visión del Maine en el puerto de La Habana provocaba incluso cierto entusiasmo entre los habaneros. Un flujo constante de ciudadanos lo visitó entre finales de enero y principios de febrero, e incluso unos pocos oficiales españoles fueron invitados a bordo para ver el barco bajo una atenta supervisión. Los miembros del Gobierno Autónomo realizaron también su propia visita el 14 de febrero.
A la noche siguiente, pasadas las diez, el Maine explotaba, lanzando al aire una lluvia de metal y cadáveres y reventando los cristales de las ventanas de la ciudad. La explosión acabó con la vida de doscientos veintiséis estadounidenses e hirió a muchos otros, algunos de gravedad. Algunos estaban en tierra y otros, como el capitán Charles Sigsbee, se encontraban en sus camarotes de popa, lejos del centro de la detonación, y salieron ilesos[8].
La opinión actual de los expertos es que la causa más probable de la destrucción del barco fue una explosión accidental interna desencadenada por un incendio de carbón. Debido a defectos de diseño, este tipo de fuegos se producía con frecuencia a bordo de los barcos del mismo tipo que el Maine, especialmente en aguas tropicales y, sobre todo, cuando iban cargados, como éste, con carbón bituminoso. Los inspectores habían reprendido ya en dos ocasiones a Sigsbee por el desorden de la nave y por violar los protocolos de armamento y material. Se trataba de infracciones graves, ya que la colocación del depósito de carbón junto al polvorín a bordo de barcos como el Maine requería un cuidado extremo para evitar que pudiera producirse una combustión espontánea. En 1975, una comisión encabezada por Hyman Rickover, padre de la marina nuclear, reabrió el caso y llegó a la conclusión de que no había pruebas de la presencia de un dispositivo explosivo en el exterior del casco. El problema se podría haber evitado con una vigilancia adecuada[9].
Pero en 1898 prácticamente nadie en Estados Unidos vio las cosas de esta manera. La idea de la «perfidia» española había calado hondo en la opinión pública estadounidense, que no esperaba nada bueno de España. No hacía ni una semana, el 9 de febrero, el Journal de Hayes había publicado una carta escrita por el embajador español, Enrique Dupuy de Lôme, en la que insultaba al presidente McKinley y al pueblo estadounidense. Existía la certeza de que un pueblo capaz de masacrar en masa a inocentes cubanos no iba a renunciar a volar por los aires un acorazado. Tampoco resultó de ayuda el que el único testimonio del desastre que llegó a Estados Unidos esa noche, aparte del anodino mensaje oficial de Sigsbee, en el que informaba de la pérdida del barco, fuera el informe de Sylvester Scovel. Éste había hecho carrera trabajando codo con codo con la insurgencia cubana para producir todo tipo de noticias sensacionalistas sobre las siniestras actividades de los españoles, y su mensaje del 16 de febrero insinuaba que la explosión podría haber sido provocada por un dispositivo externo. El titular del World de Pulitzer se lavaba las manos: «no está claro si la explosión se produjo dentro o DEBAJO del Maine». El uso de mayúsculas en la palabra «debajo» sugería exactamente a los lectores qué debían pensar[10].
Para no quedarse atrás, el Journal publicaba al día siguiente, con grandes titulares: «Destrucción del Maine provocada por el enemigo» y «Buque de guerra Maine partido en dos por infernal máquina secreta del enemigo». No se ponía nombre al enemigo, pero todo el mundo sabía que se referían a España. El Evening Journal decía tener información acerca de la denominada máquina infernal y de que no se trataba de una mina, como sostenía el Journal, sino de un torpedo. El Journal insistía en que se trataba de una mina y aseguraba disponer de información, según la cual los españoles la habían colocado y la habían hecho detonar durante la noche para provocar más muertes. ¿Qué otras pruebas se necesitaban para demostrar la «brutal naturaleza» de los españoles? El World, no tan convencido de la causa, preguntaba en un titular de grandes dimensiones: «La explosión de Maine, ¿una bomba o un torpedo?». Lo que nadie quiso ver en los dos primeros días posteriores al desastre era la explicación alternativa, la que ahora consideramos más probable, que es que la explosión se produjo por un incendio accidental del carbón que hizo estallar la santabárbara. Por el contrario, el debate se centró en si se había colocado una mina o si se había disparado un torpedo contra el casco de la nave[11].
La historia se animaba con otros detalles: el World sostenía que los oficiales españoles habían brindando y alardeando de que cualquier barco estadounidense que arribara a La Habana terminaría de esa forma, falacia que ocultaba la verdadera reacción de los oficiales y marinos españoles, que trabajaron incansablemente para rescatar a los supervivientes en la noche del 15 de febrero. Pero la línea editorial adoptada por los principales diarios estadounidenses era demasiado lucrativa para que la verdad la cambiase. En la semana posterior al desastre, Hearst aumentó la tirada del Journal de cuatrocientos mil a un millón de ejemplares. La destrucción del Maine se había convertido en motivo de guerra y, casi igual de importante, en la gallina de los huevos de oro, más productiva aún que el tema de la reconcentración. Ahora, el problema era encontrar alguna prueba de la implicación española en el sabotaje[12].
La Marina estadounidense creó un tribunal de investigación para determinar la causa de la explosión. Hoy día, los estudiosos coinciden en afirmar que el tribunal sufrió presiones de todo tipo para que determinara que la explosión se había debido a una causa externa. El secretario de la Marina, John D. Long, se aseguró de excluir a los que mantenían que la explosión había sido accidental —entre los que se encontraban el principal experto del departamento de armamento y material de la Marina—, y el tribunal, presidido por el almirante William T. Sampson, eliminó las pruebas que sugerían una explosión interna. El capitán Sigsbee, uno de los principales testigos, tenía motivos personales para descartar una causa accidental y, aunque sus declaraciones demostraron su poco conocimiento del barco y una negligencia suprema en las operaciones cotidianas, el tribunal coincidió con él en que nadie de la tripulación era responsable de los hechos. Pero, curiosamente, cuando en el futuro Sampson llegó a comandante de la escuadra del Atlántico Norte durante la guerra con España, destinó a Sigsbee a un barco mercante reconvertido, el St. Paul. Otro miembro del tribunal, French Ensor Chadwick, comandante del New York a comienzos de la guerra, se aseguró de instalar mamparas adicionales entre los depósitos de carbón y la santabárbara en su barco. Todos estos detalles sugieren que el tribunal conocía la causa real de la explosión: la negligencia de Sigsbee y los defectos de diseño inherentes al Maine. Pero su conclusión fue totalmente distinta. El informe, que llega a McKinley el 25 de marzo y que éste comunica al Congreso tres días después, sostenía que la destrucción del Maine había sido consecuencia de «la explosión de una mina submarina»[13].
Hubo pocas voces discordantes, aunque, por supuesto, los españoles argumentaban que la explosión había sido interna. De forma aún más significativa, el capitán Philip Alger, el principal experto estadounidense en explosivos, pensaba también que la explosión debía de haberse producido como consecuencia de un incendio en los depósitos de carbón. Evidentemente, esta afirmación no fue bien acogida en los círculos oficiales. Theodore Roosevelt, secretario adjunto de la Marina, había llegado ya a la conclusión de que la tragedia representaba «un acto de sucia traición» de los españoles, y acusó a Alger de ponerse del lado de éstos. La historia de la perfidia española era demasiado conveniente para el poderoso grupo de belicosos ultranacionalistas (Henry Cabot Lodge, Theodore Roosevelt, Alfred Thayer Mahan, el senador Redfield Proctor y el almirante William T. Sampson), que llevaban años pidiendo la intervención en Cuba. Simplemente, se negaron a considerar los hechos que no convenían a su tesis. Junto a William Randolph Hearst y millones de estadounidenses, su lema era «Recuerda el Maine y al diablo con España»[14].
Incluso con las conclusiones del tribunal en sus manos, McKinley dudaba. Aún tenía la esperanza de una salida negociada a la guerra de Cuba y, el 29 de marzo, presionó al Gobierno español para que realizara una serie de concesiones adicionales y declarara un armisticio unilateral que, dada la intransigencia de Gómez y el Ejército Libertador, equivaldría a la rendición de España. Sabiendo esto, el Gobierno de Sagasta accedió a todos los puntos y prometió considerar también el armisticio, si bien solicitó un plazo de algunas semanas por motivos políticos: las primeras elecciones libres de la Cuba autónoma se realizarían a principios de mayo y Sagasta quería que el gobierno cubano fuera parte del proceso de paz.
Los congresistas estadounidenses, sin embargo, no estaban dispuestos a tolerar más retrasos. Tenían sus razones para querer actuar antes de la instauración del primer gobierno elegido al amparo del estatuto de autonomía. Un gobierno investido de esta legitimidad se habría opuesto a la intervención norteamericana. El carácter de liberación democrática que se quería dar a la invasión no tendría entonces sentido, y complicaría su justificación ante la opinión pública. Se desencadenó así una fuerte reacción contra el precavido enfoque de McKinley, que derivó en un debate en el Congreso a principios de abril. Ante esta situación, el Gobierno de Sagasta fue consciente de que tenía que optar entre la suspensión de las hostilidades o una guerra con Estados Unidos, así que, el 9 de abril, España declaró un alto el fuego unilateral. Pero ya nada iba a satisfacer al Congreso de Estados Unidos; la idea de una guerra se había hecho muy popular en el país, y los senadores y congresistas sabían que su reelección dependía de que demostraran una firme determinación a la hora de castigar a los españoles.
El 13 de abril, la Cámara de Representantes autorizó a McKinley para intervenir en Cuba y establecer allí un gobierno amigo. Tres días después, el Senado ratificó la intervención, pero una enmienda del senador David Turpie pidió que se reconociera a la actual república revolucionaria como gobierno legítimo de la isla. McKinley encontró inaceptable esta condición, ya que no consideraba la república en armas cubana un gobierno legítimo y no quería verse limitado a actuar con el visto bueno de los cubanos. Algunos han visto en esto la prueba de que McKinley tenía propósitos ocultos sobre Cuba: quería tener las manos libres para actuar con independencia de los deseos cubanos, puesto que su intención última era la anexión de Cuba[15].
Pero lo cierto es que la posición de McKinley no estaba falta de razón. Ningún comandante en jefe hubiera querido asociarse a la república revolucionaria de Cuba en 1898, pues tenía poco poder y no representaba a la mayoría de los cubanos. Ni siquiera a Máximo Gómez le gustaba trabajar con el Gobierno Provisional, y coincidía con McKinley en que no era legítimo. En una carta que escribió a Tomás Estrada Palma en junio, Gómez se ríe de «esas personas» del Gobierno cubano cuya «gran preocupación» era que McKinley rehusara reconocerlos. Simpatizaba con McKinley porque el Gobierno revolucionario cubano no era «obra de una asamblea del Pueblo sino del Ejército». Añadía que él siempre había considerado «absurdo leer ‘Republica de Cuba’» en la correspondencia oficial. El hecho es que los insurgentes cubanos tenían poco control sobre sus propias fuerzas, y mucha menos capacidad de gobernar la isla. Nuevamente, dejaremos que sea Gómez quien explique este asunto: en una carta que escribió en mayo al secretario de Defensa interino, Gómez le informó de la anarquía que reinaba en las ciudades que habían quedado bajo control de las fuerzas insurgentes, una vez que los españoles se retiraron para hacer frente a los estadounidenses. «Si Vd. quiere convencerse de la verdad de mi apreciación, monte Vd. a caballo y vaya a las ciudades abandonadas por el enemigo y hoy en poder nuestro y verá que todas son focos de inmoralidad». Los crímenes que se producían en la zona republicana contra las personas y las propiedades eran «naturales resultados de la guerra», los guerrilleros hambrientos saqueaban y robaban lo que durante tanto tiempo habían estado protegiendo los españoles y sus aliados cubanos: «Aún no estamos en paz y no tenemos la República que todo lo normalizará». Hasta que llegara ese momento, según Gómez, los estadounidenses tenían derecho a actuar sin tener en cuenta al Gobierno cubano[16].
El Congreso estadounidense había llegado a un acuerdo: la enmienda Teller dejaba las manos libres a McKinley para intervenir y no reconocía al Gobierno insurgente, pero prometía devolver en el futuro «el gobierno y el control de la isla a su pueblo». El 19 de abril, amparado en este acuerdo, el Congreso aprobó una resolución conjunta que autorizaba la guerra y que McKinley firmó el día siguiente. La marina estadounidense, ya destacada en aguas de la isla, inició el bloqueo de los puertos cubanos el 22 de abril. El 25 de este mismo mes, el Congreso estadounidense declaró formalmente la guerra a España, aunque fecha retrospectivamente la declaración en el día 21 para legalizar el bloqueo que ya estaba en vigor en la práctica[17].
Los norteamericanos tenían diferentes motivos para apoyar la guerra con España, y el poder y el dinero no eran las menos importantes. Los expansionistas norteamericanos habían puesto sus ojos en Cuba desde antes de que existiera Estados Unidos. Durante la Guerra de Independencia norteamericana, pese a que España ayudó a las trece colonias contra Gran Bretaña, los líderes norteamericanos consideraban la posibilidad de anexionarse los territorios de la Florida española y Louisiana. Florida era por entonces una provincia de Cuba gobernada desde La Habana, así que ¿por qué no tomar Florida y la propia Cuba, que era un premio aún mayor? Es lo que deseaba hacer, por ejemplo, Jefferson, que fantaseaba con «engordar» la Unión incorporando Cuba como un nuevo estado. En 1823, el secretario de Estado, John Quincy Adams, expresaba ideas parecidas en una carta al embajador estadounidense en Madrid. «Apenas puede resistirse uno a la convicción de que la anexión de Cuba a nuestra república federal será indispensable para la continuidad e integridad de la propia Unión […] Pero también hay leyes de gravitación política y física, y al igual que una manzana arrancada de su árbol original por la tempestad no puede sino caer al suelo, Cuba, separada a la fuerza de su propia e innatural conexión con España, e incapaz de valerse por sí misma, sólo puede gravitar hacia la Unión norteamericana, que por la misma ley natural no puede arrojarla de su seno»[18].
En 1825, ya como presidente, Adams intentó comprar Cuba y los españoles respondieron indignados. Adams y otros funcionarios estadounidenses aparentaban no entender la reacción española; después de todo, se habían desprendido de la Florida sin demasiado alboroto. Pero tendrían que haber sabido que Cuba era diferente; Colón había desembarcado allí en 1492 y, durante casi cuatrocientos años, La Habana había sido uno de los centros más importantes de la cultura española en el Nuevo Mundo. Es posible que los españoles no conocieran la Cuba real, pero la fantasía de un paraíso terrenal y de la fuente de riquezas en las Antillas habían pasado a formar parte de la identidad española: nadie consideraba seriamente en España la posibilidad de intercambiar Cuba por dinero o abandonarla sin luchar; y nada tiene esto de raro, pues ninguna potencia europea renunció a sus colonias hasta la Segunda Guerra Mundial. El propio hecho de que en la corte española se discutiera el tema se mantuvo en secreto por temor a causar una revuelta.
En 1847, la administración Polk ofreció cien millones de dólares por la isla. No se trataba de una oferta miserable, pues veinte años después Estados Unidos compró Alaska a Rusia por siete millones. Dada la necesidad de dinero que tenía España, debió de resultar una oferta tentadora, pero nadie la tomó en consideración. Cuba era emocionalmente valiosa para los españoles, de una manera que entraba en colisión con las consideraciones políticas de John Quincy Adams. El Gobierno de Pierce hizo otra oferta en 1854 y Buchanan intentó reanudar las negociaciones en 1858. En 1859, el Senado de Estados Unidos comunicaba que «la adquisición definitiva de Cuba» se había convertido en una meta «respecto a la cual la voz del pueblo se ha expresado con una unanimidad que supera cualquier cuestión de política nacional que haya llegado al pensamiento público». La guerra civil y la conquista del Oeste distrajeron al público durante los siguientes treinta años pero, en 1890, el año en el que el censo declara cerrada oficialmente la frontera, los estadounidenses habían empezado a buscar nuevas tierras que conquistar[19].
Entretanto, Estados Unidos había intentado colonizar económicamente Cuba sin gobernarla directamente. La Ley del Azúcar de 1871, por ejemplo, permitía determinar los precios del azúcar en Estados Unidos y colocaba a los productores cubanos en una situación de dependencia neocolonial respecto a los intereses comerciales de Nueva York[20]. En 1881, Estados Unidos y España firman un tratado de reciprocidad que abre Cuba y Puerto Rico a las exportaciones industriales norteamericanas. A cambio, Estados Unidos promete comprar bienes, especialmente productos de la agricultura, de España y de las Antillas españolas. Con esta ley, Estados Unidos sometía Cuba y Puerto Rico a su voluntad. Es lo que venía a decir el principal negociador del Departamento de Estado, John Foster: «Será como anexionarse Cuba de la mejor forma posible»[21].
A principios de la década de 1890, cuando la «Depresión» —caracterizada por los efectos de la renovación industrial, la sobreproducción, el exceso de ahorro y los bajos precios— entra en su tercera década, el Gobierno estadounidense tuvo que hacer frente a presiones de toda índole para encontrar nuevos horizontes para el comercio y la inversión y aliviar a los norteamericanos de los excedentes de su producción y de capital. «Los comerciantes ven ahora en la adquisición de colonias una solución parcial para deshacerse de los bienes y ahorros excedentes»[22]. Sólo por esta razón, se hacía necesario encontrar territorios colonizables en cualquier parte del mundo.
El secretario de Estado de Benjamin Harrison, James G. Blaine, hacía campaña constantemente a favor de la expansión, llegando a aconsejar a su jefe en 1891 que, simplemente, tomara Hawai, Cuba y Puerto Rico[23]. Eso es justamente lo que hizo Estados Unidos durante los años siguientes. En 1893, durante la segunda administración Cleveland, los hacendados blancos y las tropas estadounidenses destronaron a la reina Liliuokalani de Hawai, para evitar la adopción de una nueva Constitución democrática que daría el poder a la mayoritaria población nativa. En principio, a Washington le bastó con este arreglo, pero el gobierno de la elite blanca resultó frágil y Estados Unidos se anexionó directamente Hawai en el año 1898. La toma de Cuba y Puerto Rico por McKinley puede verse como parte de este proceso. En el discurso del Día de la Hispanidad de 1898, en la exposición Trans-Mississippi de Omaha, McKinley había afirmado: «Tenemos mucho dinero, abundantes beneficios y un crédito internacional incuestionable, pero necesitamos nuevos mercados y, como el comercio sigue a la bandera, parece claro que vamos a tener esos nuevos mercados». Existían otros factores, aparte de las necesidades económicas, en la decisión de McKinley de ir a la guerra en Cuba, pero, ciertamente, arrebatar estos mercados a los españoles ya era suficiente motivo de satisfacción[24].
También es importante tener en cuenta que las razones mercantiles de la guerra con España iban mucho más allá de lo que Cuba podía representar. En la era del vapor y el carbón, los países buscaban posesiones alejadas de la metrópoli donde establecer estaciones de suministro de carbón para sus barcos mercantes y militares. Estados Unidos había obtenido Midway y Alaska en 1867, y los derechos de una estación de carbón en Samoa, en 1878. Washington intentó la adquisición de territorios en Haití, la República Dominicana y otras islas del Pacífico y el Caribe en la década de 1880, sin conseguirlo. Establecer bases en Cuba y Puerto Rico facilitaría las operaciones en toda Latinoamérica. También estaba pendiente el tema de Filipinas. Aunque la guerra hispano-estadounidense tuvo lugar principalmente en Cuba, los «jingos» —los ultranacionalistas estadounidenses partidarios del imperialismo económico— ansiaban conseguir mercados y concesiones territoriales en Asia, y Filipinas era sin duda un ansiado objetivo de esta política.
El Partido Republicano, en particular, se había comprometido en «la consecución del destino manifiesto de la república en su sentido más amplio». Para los jingos republicanos, esto significaba el engrandecimiento territorial a una escala que superaba todas las expectativas. Henry Cabot Lodge predecía que Estados Unidos tomaría Canadá, Cuba y Hawai y construiría un canal a través de América Central con el que el país podría competir por los «lugares desperdiciados de la tierra», que para él eran Latinoamérica y Asia. Los europeos, e incluso los japoneses, estaban ganando en la lucha por la supervivencia y Estados Unidos tenía que presentar batalla. La supremacía norteamericana era el resultado de la «selección natural», pero el Gobierno debía actuar de inmediato. Prosigue Lodge: «cuatro quintas partes de la humanidad tendrá sus raíces en los antepasados ingleses» en el futuro, y así es como, según él, debía ser. El imperialismo norteamericano contribuiría al perfeccionamiento de la especie humana. Josiah Strong, otro jingo y darwinista social, predijo que los anglosajones conquistarían toda Latinoamérica y África. La construcción de este imperio no sería posible sin grandes conflictos, pero el resultado sería «la supervivencia del más apto», y Strong no tenía duda de que los blancos norteamericanos eran los seres humanos más aptos. La lucha sería genocida, pero esto resultaba natural e inevitable; no habría «derechos humanos para los bárbaros»; por el contrario, lo correcto era que las personas civilizadas sometieran a los bárbaros[25].
Los motivos racistas y económicos para la expansión se complementaban con objetivos políticos de índole interna. Estados Unidos afrontaba desafíos complicados en la década de 1890. Como afirmaba, con el respaldo popular, Frederick Jackson Turner, la libertad y la democracia de Estados Unidos se conservaban gracias a que tenía una frontera. Cerrarla, en consecuencia, planteaba un grave riesgo para las instituciones democráticas: lo que necesitaba Estados Unidos para preservar la democracia era una nueva frontera. Con esta línea de razonamiento, se hizo posible que Estados Unidos fuera partidario de un gobierno popular y, al mismo tiempo, imperialista, una combinación que ya se había demostrado potente en la antigua Atenas, en Roma, en la Francia revolucionaria y en Gran Bretaña, mucho antes de que Estados Unidos entrara en juego[26].
Una amenaza diferente para la estabilidad política procedía de los populistas, que desafiaban los valores occidentales en la década de 1890 con la exigencia de más democracia. Los granjeros del oeste, los trabajadores del norte y de otras zonas del país sufrían terribles privaciones en estos años. Ni los demócratas ni los republicanos podían proporcionarles lo que necesitaban —precios más elevados para los granjeros y mejores salarios y condiciones laborales para los trabajadores— sin comprometer al mismo tiempo los intereses de la gran industria, que era la base de su poder. Sin embargo, sí que se les podía dar un imperio. El expansionismo como fórmula para desviar la atención de los problemas internos era una tradición ya bendecida en 1898. El político texano Thomas M. Paschal definía perfectamente este uso del «imperialismo social» en una carta al secretario de Estado Richard Olney en 1895: «Piense, señor Secretario», explicaba Paschal, «en lo inflamado que está el forúnculo anarquista, socialista y populista que aparece en nuestra piel política […] Un disparo de cañón […] sacará todo el pus que podría inocularse y corromper a nuestro pueblo durante los próximos dos siglos». Washington usaba los conflictos que tenía con Gran Bretaña a causa de Venezuela, por ejemplo, para desbaratar los planes de los oponentes políticos, especialmente los populistas y los demócratas. Una guerra con España funcionaría aún mejor, restañaría las heridas que quedaran de la guerra civil uniendo al norte y al sur, al este y al oeste, en un gran proyecto nacional, y proporcionaría un objetivo común para trabajadores, granjeros, industriales y financieros. Una buena guerra podía forjar una nación[27]. En resumidas cuentas, en 1898, la administración republicana, a pesar de la inocente precaución de McKinley, junto a la mayoría del Congreso y a muchos intereses poderosos de Estados Unidos, necesitaban desarrollar una política expansionista, si no para resolver de inmediato los problemas económicos, sí para garantizarse «un lugar bajo el sol» en el futuro y solucionar los problemas políticos internos[28].
La reconcentración y el desastre del Maine sirvieron bien a los planes de los jingos, posibilitando la movilización del pueblo estadounidense para la guerra. Incluso los regímenes autoritarios necesitan la propaganda para hacer valer la idea de la guerra, ¿cuánto más necesario no será en el caso de una república democrática? Algunos estudiosos se muestran escépticos acerca del papel de la reconcentración y de la explosión del Maine. La causa «real» de la intervención, dicen, era la necesidad de mercados y de grandeza imperial, y no la campaña en pro de los derechos humanos y contra la reconcentración, ni la indignación por el suceso del Maine. Otros han sugerido incluso que todo el alboroto por la destrucción del Maine sólo sirvió distraer a la opinión pública de la causa real de la intervención: el interés a largo de plazo del Gobierno de Estados Unidos en expandirse hacia Cuba. De hecho, este tipo de controversias son la auténtica distracción. Los jingos, que querían una guerra por motivos políticos, estratégicos y económicos, obtuvieron en 1898 una gran rentabilidad de ambas tragedias: la política de reconcentración y la explosión del Maine. Se salieron con la suya bajo el disfraz de una misión humanitaria para salvar a Cuba y la venganza de los marinos que murieron en el Maine. Los «meros acontecimientos» acaecidos entre 1895 y 1898 no deben borrarse de la historia de la intervención estadounidense, en un esfuerzo pueril por encontrar las causas subyacentes de la guerra con España. Hacer esto es obviar el trasfondo real de un momento histórico importante y trágico.