XV

El monstruo y el asesino

Las acciones individuales imprevistas pueden, en ocasiones, modificar el curso de la historia. Es algo que inocula en los asuntos humanos una complejidad frustrante para los estudiosos, que pretenden reducir la experiencia humana a una ciencia social predecible, manipulable y segura. Sin embargo, a los historiadores les encantan estas complejidades, que cumplen además el papel importante de recordarnos que somos agentes de nuestro propio destino, libres para ser ángeles o demonios.

El acontecimiento impredecible que coadyuvó a la derrota de España en Cuba fue el asesinato de Antonio Cánovas del Castillo, el gran hombre de Estado y jefe del Partido Conservador. En 1874, Cánovas había escrito el Manifiesto de Sandhurst para el joven Alfonso, documento fundacional de la Restauración borbónica en España. Fue él quien diseñó la Constitución española de 1876 y quien creó el ingenioso sistema de ilusionismo electoral conocido como la «alternacia pacífica». Cánovas restauró el orden en España e inauguró el régimen parlamentario más estable que el país había tenido hasta entonces. Muchos hombres de Estado europeos y americanos lo tenían en alta estima: Bismarck, por ejemplo, consideraba a Cánovas una de las pocas personas con las que podía mantener una conversación[1].

Al igual que Bismarck, pero a menor escala, Cánovas usaba la política exterior para unir a la compleja sociedad española y resolver las crisis políticas internas. En 1860, por ejemplo, estaba exultante por la rápida y decisiva victoria sobre Marruecos, no tanto porque le interesara la ocupación de Tetuán, sino porque ésta generaba, aunque fuera circunstancialmente, un sentido de comunidad y misión nacional en España. Cánovas se opuso a que España se retirara del proyecto franco-español de apoderarse de México en la década de 1860, y también rechazó la idea de abandonar la República Dominicana en 1865, a pesar de que mexicanos y dominicanos habían dejado bien claro que no iban a tolerar la presencia española. A la vista de los hechos, este empecinamiento parece insensato: Cánovas argumentaba que, una vez que España había decidido intervenir manu militari en empresas internacionales, la retirada sólo serviría para menoscabar el prestigio internacional del país, y recuperar ese prestigio saldría aún más caro que la propia intervención. En un famoso discurso ante el Congreso español, el 29 de marzo de 1865, Cánovas se refirió en estos términos a la guerra en la República Dominicana: «Lo que no se puede es desnudar la espada, tremolar la bandera e ir al combate con un miserable ejército de soldados semisalvajes a las playas de América, y retirarse derrotados, dejando hechas jirones nuestra reputación y nuestra gloria». Esto, decía, enviaría al mundo una señal de que España estaba en una profunda crisis y que los expansionistas de Gran Bretaña y Estados Unidos no tardarían en caer sobre las posesiones españolas, y quizá incluso sobre la propia España. Por encima de todo, temía que los signos de debilidad del Estado español animaran a los cubanos a reclamar su independencia. En esto, al menos, tenía razón[2].

En parte, estas posiciones de Cánovas tenían su fundamento en una concepción casi teológica de la nación. Creía que «las naciones son la obra de Dios» y no el resultado de la acción humana. Permitir que se menoscabe el poder de España, madre de naciones, sería en consecuencia un crimen contra Dios. Paradójicamente, aunque Cánovas amaba a su país, no parecía tener en alta estima a sus compatriotas. El español era «radicalmente ingobernable y esencialmente anárquico» y necesitaba una mano firme que lo guiara. Por este motivo, había que preservar y defender la monarquía borbónica, a la que identificaba con la propia integridad de la nación española. Ceder en Cuba, Marruecos o Filipinas tendría, según Cánovas, consecuencias nefastas en la Península, pues podría animar a las gentes de Cataluña o de las provincias vascas a exigir más autonomía.

En 1891, como presidente del Gobierno, Cánovas pronuncia un discurso ante el Congreso de diputados en el que promete que, si se produce una insurrección en Cuba, su Gobierno luchará «hasta el último hombre y hasta la última peseta», una afirmación que marcaría la posición española en el conflicto cubano. En la oposición al Gobierno liberal entre 1892 y 1895, Cánovas se opuso al proyecto de reforma de Maura, argumentando que no debían hacerse concesiones a los cubanos hasta que hubieran mostrado su adhesión y lealtad a España. Con todo esto, cuando Cánovas asume el poder en la primavera de 1895, a nadie sorprende que adopte una política de línea dura hacia Cuba y no admita discusiones o negociaciones hasta haber asegurado la victoria militar. Cánovas era el poder detrás de Weyler, y todo el mundo sabía que la Cuba española resistiría o caería con él[3].

En los asuntos internos, Cánovas también se opuso a cualquier tipo de reformas. Trataba a los nacionalistas vascos y catalanes que reivindicaban más autonomía como a terroristas decididos a destruir España, y no mostraba más que desprecio por las reivindicaciones de la clase trabajadora. En 1883, el Gobierno liberal destapó una conspiración anarquista en Andalucía llamada La Mano Negra cuyo fin era, según los más alarmistas, acabar con la civilización cristiana. Cánovas creyó ver en este episodio una lección política: la tolerancia liberal con la oposición radical había permitido a los anarquistas realizar acciones encaminadas a destruir España. Cuando Cánovas retoma el poder en 1884, nadie se sorprende de las enérgicas medidas que adopta contra todas las revueltas de trabajadores y campesinos.

Su elitismo social lo impelía a albergar una gran desconfianza hacia las clases populares. «Tengo la convicción profunda», escribía, «de que las desigualdades proceden de Dios, que son propias de nuestra naturaleza». Las elites eran completamente diferentes a las masas. Su propia superioridad se manifestaba «en la actividad, en la inteligencia y hasta en la moralidad» y, en consecuencia, «las minorías inteligentes gobernarán siempre el mundo, de una u otra forma». La ecuación que equiparaba riqueza, inteligencia y aptitud como condiciones para gobernar tenía para Cánovas un valor absoluto. Como sintetizaba uno de los amigos de Cánovas en el Gobierno, en un discurso en el Congreso: «La pobreza, señores, es signo de estupidez». La misión de Cánovas en la política doméstica consistía en evitar que los hombres pobres y estúpidos gobernaran. Dios había dotado al hombre con la desigualdad, «el gran tesoro de la humanidad» y el Estado no debía transgredir los designios divinos. Las dificultades que afrontaban las clases trabajadoras sólo podían tratarse de dos maneras: mediante la caridad privada o mediante la represión pública. Con esta concepción, era evidente que la clase obrera no podía esperar gran cosa de Cánovas[4]. En consecuencia, los trabajadores españoles odiaban a Cánovas tanto como los patriotas cubanos, y lo conocían simplemente como El Monstruo, un apodo que lo persiguió fuera de España, especialmente entre la clase trabajadora de Cuba.

En 1897, Cánovas fue asesinado por el anarquista italiano Michele Angiolillo, que contó con la ayuda de obreros españoles y de patriotas cubanos, un asesinato que se interpreta como una consecuencia directa de la política intransigente de Cánovas en Cuba y España. Las fuerzas que en estos países habían luchado durante dos años y medio para preservar la presencia española en la isla pasan de inmediato a la defensiva y abren la puerta a la reactivación del movimiento de independencia cubano y a la intervención de Estados Unidos. En este capítulo veremos esa convergencia dramática que se produce entre Angiolillo y Cánovas y examinaremos las secuelas políticas del asesinato del político español, que afectó a los destinos de España, Cuba y Estados Unidos en un grado que no siempre se valora adecuadamente. La historia de estos hechos servirá para recordarnos que la independencia cubana precisó de la intervención de muchos factores, y que no era inevitable, sino un resultado, al menos parcial, de accidentes históricos.

España pasaba por momentos difíciles en la década de 1890[5]. La larga depresión mundial que comenzó en 1872 afectó a España menos que a otros países con economías capitalistas más avanzadas, como Alemania. De hecho, las décadas de 1870 y 1880 fueron relativamente prósperas para la mayoría de los españoles. Pero, a comienzos de la década de 1890, la brusca caída de los precios al final de un largo ciclo deflacionario produjo una crisis que sí les afectó. La bajada de los precios causó mucho sufrimiento en todo el mundo, especialmente entre los granjeros y los pequeños fabricantes. A causa de ello, algunos de los mejores socios comerciales de España impusieron aranceles restrictivos, con objeto de recuperar sus propias industrias y granjas, con la consiguiente caída en la demanda de productos españoles. Incluso los artículos con una producción más consolidada, como el aceite de oliva y el vino, perdieron cuota de mercado. La industria pesada, las plantas textiles y otras empresas manufactureras, que además eran ineficaces y poco competitivas, perdieron tantos pedidos que tuvieron que interrumpir la producción y despedir a los trabajadores[6].

Esta crisis tuvo un efecto especialmente devastador en la industrial región de Cataluña, donde los problemas económicos tenían una proyección política, porque el sistema de alternancia ya no funcionaba bien en Barcelona ni en otras ciudades industriales catalanas. Las elites tradicionales —los caciques que controlaban el corrupto sistema político de la Restauración— carecían de influencia sobre los trabajadores de la industria catalana. Éstos habían creado sus propias cooperativas y otras sociedades fraternales, organizaciones aún incipientes pero que ya los capacitaban para defender sus propias opciones políticas. Una pujante prensa, en la que se incluían periódicos de clara orientación de izquierda como El Socialista o La Solidaridad, denunciaban la corrupción política y exponían ante los trabajadores, que cada vez leían más, la hipocresía del sistema electoral en su conjunto. Algunos llegaron a la conclusión de que tendrían que buscar otras vías de expresión política. Rechazaron los cauces de la democracia parlamentaria en su totalidad y, en el contexto de la desesperación económica de la década de 1890, buscaron el cambio político mediante la acción directa: huelgas, manifestaciones y violencia callejera.

Muchos se hicieron anarquistas. El anarquismo tiene su origen como movimiento organizado en España durante los caóticos años que van de 1868 a 1874. Como el anarquismo era ilegal, no hay cifras fiables de sus miembros. El sindicato anarquista, la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT), llegó a ser la mayor organización obrera de España antes de que Franco desmantelara las instituciones de la clase trabajadora en 1939. Muy poco después de su fundación, en 1910, la CNT tenía ochocientos mil afiliados, lo que sugiere que existían ya antes muchos anarquistas entre los trabajadores. El número real de anarquistas no se sabrá nunca, pero la cifra no es lo importante, ya que los anarquistas no tenían ningún interés en los procesos democráticos, basados en el sufragio que se consiguiera en las elecciones.

Lo que los anarquistas creían y lo que practicaban tenía que ver, sobre todo, con asuntos prácticos y locales: organizaban sindicatos, huelgas, boicoteos y otras acciones en interés de los trabajadores, cuando nadie más quería o podía hacerlo. A diferencia del socialismo, el anarquismo no se identificaba con la «clase trabajadora» como tal, sino con todos los trabajadores pobres, incluyendo los agricultores y los campesinos que poseían pequeñas parcelas de terreno, los pequeños artesanos y tenderos, los estudiantes, los profesores, etcétera. Estos grupos de actividad superaban ampliamente en número a los trabajadores industriales en España, donde el capitalismo industrial no se había implantado del todo. La estrecha identificación entre el socialismo y el proletariado industrial y el abandono por parte de este movimiento de los artesanos y los campesinos en el pasado los hacía irrelevantes para muchos trabajadores españoles. El anarquismo en España, en cambio, tenía una visión menos excluyente y en consecuencia resultaba más atractivo.

Incluso los trabajadores industriales españoles eran diferentes a sus homólogos de países más desarrollados. Los españoles trabajaban en talleres y fábricas de menor tamaño, vivían en un país todavía acusadamente rural, donde las relaciones personales y las necesidades e identidades locales regían su vida de manera casi absoluta. Esta situación dificultaba el que los trabajadores se organizaran con fines políticos que fueran más allá de lo estrictamente corporativo. La presencia del Partido Socialista alemán en la política nacional, en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, no tenía paralelismo en España. En consecuencia, los esfuerzos de socialistas y republicanos por presentar candidatos y luchar en las urnas no movilizaban a los trabajadores como era de esperar, o no tanto como lo hacía la atención que prestaban los anarquistas a los asuntos locales[7].

La grandes doctrinas filosóficas y espirituales del anarquismo también atraían a los españoles de una forma que no conseguía el socialismo. Los intelectuales anarquistas tenían una fe rousseauniana en el «hombre natural», y valoraban y confiaban en los impulsos espontáneos y no instruidos del hombre del pueblo. La «autenticidad» era para ellos algo importante, la participación en la política estatal podían estar bien para los burgueses o los autoritarios socialistas, pero no para los anarquistas libertarios.

Esta exaltación anarquista del individualismo y la espontaneidad eran ya valores reconocibles de la cultura española. Como los conquistadores que escaparon de las restricciones del Estado para conquistar un nuevo mundo, como las guerrillas que combatieron a Napoleón, como proverbiales quijotes, los anarquistas creían en la libertad y dignidad absolutas del individuo y se mostraban suspicaces ante cualquier empresa o iniciativa que viniera del Estado. Estaban convencidos de que ningún proyecto de mejora del mundo justificaba el sacrificio de la integridad del individuo ni el sometimiento de éste al Estado. En esto no se diferenciaban mucho de los católicos, que creen en la irrenunciable posición central del alma en el drama de la vida. Los anarquistas despreciaban la Iglesia, pero esto no significa que no estuvieran influidos, como cualquier persona en España, por la venerable cultura católica del país. A las personas que carecían de medios para emprender acciones colectivas a escala nacional y que necesitaban soluciones inmediatas para sus problemas de subsistencia, el énfasis anarquista en el individuo sonaba mejor que los mensajes de sacrificio y lenta transformación que proclamaban en todo el mundo los reformistas de clase media y los socialistas, y no chocaba con su concepción básicamente cristiana de la vida. En resumen, el anarquismo parecía hecho para los españoles y llegó a ser un movimiento importante entre las clases trabajadoras en la España de finales del siglo XIX.

Los anarquistas rechazaban la democracia parlamentaria, no presentaban candidatos a las elecciones y, por lo general, no votaban. En cualquier caso, sabían que la policía arrestaría a cualquier anarquista confeso que se presentara como candidato y que los caciques no permitirían que se contabilizara ningún voto en el haber de políticos cercanos a la causa anarquista. De esta forma, una fracción minoritaria del movimiento anarquista optó por la violencia, en coherencia con su compromiso filosófico respecto a la acción individual y espontánea. Creían en lo que denominaban «propaganda por los hechos»: un anarquista asesinaba a una figura pública y, si tenía el valor suficiente, esperaba a ser arrestado, torturado, juzgado y ejecutado. Su propósito durante el juicio era usar la sala como escenario donde dar testimonio público de la miseria y de los padecimientos de las masas, y ofrecer las soluciones anarquistas para acabar con esa situación. Entregando sus cuerpos a la tortura y la ejecución, los anarquistas buscaban desenmascarar la verdadera naturaleza del sistema y mostrar cómo se basaba en la violencia y no en el consentimiento del pueblo.

En la década de 1890, la violencia anarquista alcanza nuevas cotas con una serie de espectaculares asesinatos y atentados en Barcelona. En 1893, un joven trabajador llamado Paulino Pallás arrojó una bomba a Martínez Campos mientras éste asistía a una procesión religiosa. Pallás no intentó escapar, sino que buscó la muerte del mártir, que finalmente consiguió, aunque su bomba tan sólo llegó a herir levemente a Martínez Campos. Momentos antes de morir por garrote vil, una forma de muerte más espantosa que el fusilamiento o la horca, hizo una advertencia profética: «La venganza será terrible»[8].

Pallás tenía razón; un mes después, fue vengado por su amigo Santiago Salvador, que arrojó dos bombas en un teatro abarrotado, matando a dieciséis personas e hiriendo a muchas más. A diferencia de Pallás, Salvador huyó de la escena y no fue arrestado hasta enero de 1894. Entretanto, el Gobierno, asustado, había colocado a Weyler al mando de Cataluña, con licencia para cazar anarquistas. Weyler declara la ley marcial y arresta a centenares de trabajadores. En las mazmorras de Montjuïc, tras las más atroces torturas, varios confiesan el crimen de Salvador. Incluso después de que el verdadero autor del atentado en el teatro fuera juzgado, los detenidos permanecieron en prisión y seis de ellos fueron ejecutados. Al igual que Cánovas, Weyler no hacía muchos distingos entre los elementos radicales de la clase trabajadora, fueran violentos o no.

El 7 de junio de 1896, tras dos años de relativa calma y con Weyler en Cuba, un anarquista francés llamado Girault arrojó una bomba contra una procesión religiosa que recorría la calle Cambios Nuevos de Barcelona, con el resultado de seis muertos y gran cantidad de heridos. El autor del crimen logró huir a Francia y luego a Argentina. Pero Cánovas no iba a permitir que la ausencia de un autor material le impidiera tomar las medidas que él consideraba procedentes: ordenó el arresto en masa de obreros en Barcelona y la policía arrojó a decenas de ellos a las mazmorras de Montjuïc, donde volvieron a resonar los alaridos de los torturados. Quienes tuvieron la suerte de contemplar la competición de salto de trampolín en los Juegos Olímpicos de 1992 pudieron disfrutar de la espectacular vista de Barcelona desde las laderas del Montjuïc, de su magnífico estadio y de los museos y parques de los alrededores, pero cien años antes, el nombre Montjuïc era sinónimo de barbarie, un lugar terrible para los obreros y obreras que tuvieron la desgracia de ser conducidos allí. Los acusados de participar en el atentado de Cambios Nuevos pasaron días en este lugar, sin comida ni agua. Luego, sus carceleros les dieron bacalao sin desalar para hacer su sed aún más insoportable. Los desnudaron y obligaron a permanecer despiertos y a caminar en sus celdas con pesos en los pies. Cuando se desmayaban, los despertaban con hierros al rojo. Los torturadores arrancaron las uñas a los trabajadores, aplastaron sus genitales y pies, usaron diabólicos aparatos para comprimir sus mandíbulas y cráneos, les aplicaron corriente y apagaron cigarrillos en su carne torturada[9].

Para diciembre ya tenían sus confesiones. No obstante, eran tantos los que habían confesado ser los autores del atentado que el fiscal tuvo que solicitar veintiocho sentencias de muerte y cincuenta y nueve cadenas perpetuas. Incluso el tribunal militar que juzgaba el caso encontraba inaceptable el absurdo de tal número de autores, así que finalmente se firmaron cinco sentencias de muerte que fueron ejecutadas el 4 de mayo de 1897. Otras veinte personas recibieron penas de cárcel, y los restantes sesenta y tres prisioneros fueron absueltos y, sin embargo, deportados[10].

Estos deportados pudieron emigrar a Francia y a otros países europeos, desde donde iniciaron una campaña de propaganda contra el régimen español. La prensa internacional publicaba artículos que detallaban los «crímenes de Montjuïc». Fernando Tarrida del Mármol, un anarquista nacido en Cuba y una de las víctimas del terror de Montjuïc, redactó un libro influyente, Les inquisiteurs d’Espagne (Montjuich, Cuba, Philippines), que desveló el carácter represivo del régimen de la Restauración y las barbaries del sistema carcelario español. Muy presionada internacionalmente por su trato a los civiles cubanos, Madrid perdió su ya escasa credibilidad internacional. En Gran Bretaña, Estados Unidos y otros países, los represaliados de Montjuïc se presentaban ante audiencias numerosas y, en un clima de reconocimiento y piedad, mostraban las huellas de la tortura. Ahí estaban las pruebas vivientes de la barbarie española. Eran famosos, la gente examinaba horrorizada las marcas de la tortura y luego el silencio daba paso a expresiones que clamaban venganza.

Los delegados de la revolución cubana en Europa acogieron a los trabajadores anarquistas, aunque en su país el anarquismo no era tan importante como en España. Los anarquistas cubanos no siempre habían ido de la mano de los separatistas, pero la colaboración de Martí con los trabajadores de Florida y la llegada de Weyler a Cuba cambiaron la situación. Los anarquistas de todo el mundo conocían la campaña represiva que Weyler llevó a cabo en Barcelona, en 1894. Para ellos era El Carnicero y le odiaban casi tanto como habían odiado al hombre que había detrás de él, Cánovas, El Monstruo. En 1896, las diferencias que existían entre los patriotas burgueses y los anarquistas cubanos se habían olvidado gracias a su aversión compartida hacia Weyler y Cánovas[11].

En París, la rama del Partido Revolucionario Cubano (PRC) creada por el patriota y doctor puertorriqueño Ramón Betances dio la bienvenida a los exiliados anarquistas españoles, aunque el Gobierno francés, que también había sufrido la violencia anarquista, no tardó en expulsarlos. Aun así, gracias a Betances se organizó una campaña pública en París contra la barbarie y el atraso español, temas siempre populares en Francia. El Comité Londinense del PRC, fundado por Francisco J. Cisneros y José Zayas Usatorres en 1895, organizó un mitin masivo en el Hyde Park. El 30 de mayo de 1897, un grupo de anarquistas británicos autodenominado «Comité de las atrocidades españolas» organizó otro mitin de enormes proporciones en Trafalgar Square, cuyo propósito no era sólo denunciar las torturas de Montjuïc, sino también presionar al régimen español en Cuba. De esta forma, se creó una especie de «frente popular» mundial contrario a España, que unía a los trabajadores y a la clase media simpatizante de la causa cubana[12].

Estados Unidos no fue inmune a este movimiento. Las mismas personas que ni habían rechistado cuando el Gobierno estadounidense ejecutó a anarquistas con acusaciones inventadas tras el incidente de Haymarket Square de 1886, se escandalizaron entonces ante la bárbara represión del régimen español. En Filadelfia, la renombrada anarquista y feminista estadounidense Voltairine de Cleyre publicó un panfleto, The Modern Inquisition in Spain, con el que intentaba, entre otras cosas, convencer al público estadounidense de la necesidad de una intervención en Cuba. Se vendieron todos los ejemplares impresos. En Nueva York, Emma Goldman y otros anarquistas estadounidenses convocaron una manifestación ante la embajada española. A la pregunta de si opinaba que alguien debería asesinar a los diplomáticos españoles de la embajada, responde: «No, no creo que ningún diplomático español en América sea lo bastante importante como para matarlo, pero, si estuviera en España ahora, mataría a Cánovas del Castillo»[13].

Michele Angiolillo estaba pensando en lo mismo. Angiolillo, un hombre de veintisiete años, apuesto, inteligente y reservado, había huido de su país natal en 1896, tras ser acusado de escribir literatura subversiva. Desde Francia, viajó a Suiza, donde nuevamente llamó la atención de la policía. De allí se fue a Barcelona y se alojó con anarquistas locales, que le cuentan los truculentos detalles de los recientes acontecimientos de Montjuïc. En 1897, Angiolillo viajó a Londres, donde trabajó en un negocio de impresión residiendo en casa de un anarquista español en el exilio, Jaime Vidal; allí presenció el mitin de Trafalgar Square, donde los represaliados de Montjuïc se presentaron ante una masa entregada. Esa misma noche, en casa de Vidal, dos de las víctimas de Montjuïc, Juan Bautista Ollé y Francisco Gana, le mostraron de nuevo sus cicatrices, narrándole detalles íntimos de su suplicio. Angiolillo se levantó súbitamente y, sin decir palabra, abandonó la casa. Nadie volvió a verle vivo.

Angiolillo logró llegar hasta la oficina parisiense de Ramón Betances, la principal figura del PRC en Europa. Se reunieron en dos ocasiones y acordaron un plan para asesinar a Cánovas. Según el testimonio de Betances, al principio Angiolillo quería asesinar al niño rey o a su madre, la regente, pero fue Betances quien le convenció para hacer de Cánovas su objetivo. Aunque no hay pruebas sólidas de que Betances diera a Angiolillo mil francos —una suma enorme para un viaje de ida en tren en tercera clase a España—, la conexión entre el anarquista y el patriota puertorriqueño está clara. Angiolillo dejó la oficina de Betances el 30 de julio de 1897 y tomó un tren para San Sebastián[14].

Cánovas acababa de abandonar la bella ciudad guipuzcoana tras reunirse con la reina regente. Había tomado la carretera de montaña hacia Mondragón, una pequeña ciudad vasca del interior donde se encontraba el balneario de Santa Águeda, con sus aguas termales y el aire fresco de sus montañas, un lugar frecuentado por hombres y mujeres de posición que buscaban aliviar su cansancio y escapar del ardiente verano madrileño. Angiolillo, que lo iba siguiendo, se alojó en el balneario el 4 de agosto. La presencia de un extranjero con un atuendo un tanto descuidado llamó la atención, pero todos, hasta los guardaespaldas de Cánovas, cometieron el error de olvidarse del desastrado italiano. El domingo 8 de agosto de 1897, al mediodía, cuando Cánovas se encontraba sentado en un banco fuera del hotel del balneario leyendo el periódico, Angiolillo se aproximó sigilosamente y le disparó a quemarropa en la sien derecha. La bala le atravesó el cerebro y le salió por la sien izquierda. Angiolillo volvió a dispararle, esta vez en el pecho, y Cánovas, ya muerto, cayó de bruces. Aún disparó una tercera bala en la espalda de El Monstruo, antes de que la policía y la esposa de Cánovas pudieran llegar a la escena del crimen. Entonces, Angiolillo entrega el arma diciendo: «He cumplido con mi deber y estoy tranquilo; he vengado a mis hermanos de Montjuïc»[15].

La muerte de Cánovas alteró de forma radical la situación política en España y en Cuba. El Partido Liberal de Práxedes Sagasta había estado en la oposición desde la primavera de 1895 y ansiaba volver al poder. Normalmente, las diferencias entre liberales y conservadores eran mínimas, pero la guerra de Cuba y la amenaza de Estados Unidos habían creado una situación anómala que influyó decisivamente en la evolución del sistema bipartidista español. La política exterior, cuya importancia podía ser decisiva en las siguientes elecciones, se colocó en el centro de un debate sin concesiones entre los partidos. De hecho, el auge en Barcelona y otras ciudades de un movimiento republicano liderado por el popular demagogo Alejandro Lerroux, junto con una campaña de prensa realizada por republicanos, socialistas y otros críticos a la guerra de Cuba, había empujado en 1896 y 1897 al Partido Liberal hacia la izquierda, al menos en lo que se refiere a la política exterior. Los liberales nunca fueron tan lejos como otros radicales en sus críticas hacia el Gobierno; por ejemplo, nunca defendieron la retirada unilateral de Cuba ni la independencia de la isla, sino que tomaron prestados el lenguaje y el tono de la crítica más populista para distinguirse de los conservadores. Demonizaban a Weyler como a un carnicero al que había que apartar en nombre de la humanidad y hacían suyas las críticas a Weyler que se vertían en Cuba y Estados Unidos[16].

En la primavera de 1897, el hombre venerable del Partido Liberal, Práxedes Sagasta, había arrojado la toalla en su lucha con Cánovas. Pero trasla muerte de éste, rectificó su intención, compartida con los conservadores, de luchar hasta la última peseta y la última gota de sangre española, y comenzó a atacar a los halcones conservadores del Congreso de los Diputados. El 19 de mayo de 1897, Sagasta propone otras medidas. «Después de haber enviado doscientos mil hombres y de haber derramado tanta sangre, no somos dueños en la isla de más terreno que el que pisan nuestros soldados». Quizá, sugería, era el momento de usar la zanahoria en vez del palo. Quizá era el momento de negociar. El 19 de julio, Segismundo Moret, un conocido economista, liberal moderado y enconado enemigo de Weyler y de la reconcentración, comunicó al Congreso español que en caso de que el Partido Liberal llegara a gobernar, redactaría de inmediato un estatuto de autonomía para Cuba. Con la muerte de Cánovas, todo el mundo esperaba que los liberales asumieran el poder e hicieran buenas estas promesas. En resumidas cuentas, Angiolillo había preparado el escenario para una iniciativa unilateral de paz por parte de España[17].

Los cubanos seguían los acontecimientos de España con interés. El discurso de Moret y la muerte de Cánovas crearon un renovado entusiasmo entre los insurgentes, que organizaron una impresionante ofensiva en agosto de 1897[18]. Calixto García atacó la ciudad de Las Tunas con mil ochocientos hombres. La pequeña guarnición española de setenta y nueve hombres y algunos voluntarios locales disponían de unas pocas piezas de artillería anticuadas que se estropearon tras realizar cincuenta disparos. García, por el contrario, tenía un cañón nuevo y unas ametralladoras procedentes de Estados Unidos que manejaban artilleros de este país. El 30 de agosto, superada por la mayor potencia de fuego y por el número de asaltantes, Las Tunas se rindió[19]. La pérdida de Las Tunas, una localidad de cuatro mil habitantes sin importancia estratégica, no fue en sí misma un gran golpe desde el punto de vista cuantitativo, pero Weyler, en el crepúsculo de su mandato, comprendió las implicaciones que iba a tener sobre la moral de los españoles y sus aliados. García fusiló de forma sumaria a los voluntarios pro españoles de Las Tunas y el apoyo a los españoles en la zona, que ya era escaso, se evaporó. La pérdida de Las Tunas acabó con el prestigio que le pudiera quedar a Weyler.

Los liberales de Sagasta formaron Gobierno el 4 de octubre de 1897, con Moret a cargo del Ministerio de Ultramar. Lo primero que hizo el nuevo Gobierno fue relevar a Weyler, decisión que Moret anunció el 9 de octubre. Sagasta había dado un giro de ciento ochenta grados con respecto a Cánovas y, de hecho, el nuevo lema de los liberales, «ni un hombre ni una peseta más», fue justamente el contrario del que había adoptado Cánovas[20]. Los patriotas cubanos tenían motivos para regocijarse: Weyler casi había llegado a eliminar el movimiento de independencia cubano, junto a gran parte de la población de la isla. El sustituto de Weyler, Ramón Blanco, prometía una política más conciliadora y, casi de inmediato, dio por finalizada la reconcentración, si bien el sufrimiento de los reconcentrados duraría aún meses e incluso iría a peor durante un tiempo, como ya hemos visto. Blanco dejó de enviar columnas y de buscar al enemigo, y sacó a las tropas de las posiciones de vanguardia, con la esperanza de evitar escaramuzas que pudieran estropear las negociaciones con los cubanos.

Washington había hecho su parte para asegurarse de que los liberales no se echaran atrás en sus promesas respecto a Cuba. La administración McKinley aumentó la presión sobre el Gobierno español de una forma que no había hecho con Cánovas. McKinley, a través del embajador estadounidense Stewart L. Woodford, ofrece los «buenos oficios» de Estados Unidos para convencer a los cubanos de que dejen las armas si España accede a una serie de demandas. Si España anulaba la reconcentración, perdonaba a los rebeldes y concedía un grado significativo de autogobierno a los cubanos, la situación podría resolverse pacíficamente y se evitaría la guerra hispano-estadounidense. Los españoles aceptaron. A fin de cuentas, con Cánovas fuera de escena, era lo que querían los liberales[21].

En noviembre, el Gobierno liberal promulga una nueva Constitución que garantiza la autonomía para Cuba y, el 1 de enero de 1898, un nuevo gabinete asume oficialmente el poder en la isla. Junto al presidente José María Gálvez, había secretarios de Justicia, del Tesoro, de Educación, de Obras Públicas y de Agricultura y Comercio. España conservaba su capitán general, con control sobre el Ejército, la Marina y las relaciones exteriores, así como el derecho de veto sobre las decisiones del Gobierno cubano. Y, lo que quizá sea más significativo: la aprobación final del presupuesto y de los impuestos quedaban en manos del Congreso español. Era una autonomía con límites estrictos. Con todo, el nuevo Gobierno Autónomo representaba un peligro para los separatistas. Las elecciones, programadas para mayo de 1898, darían legitimidad al Gobierno Autónomo de Cuba. ¿Qué pasaría si Estados Unidos daba su visto bueno al resultado de las elecciones? ¿Se encontrarían los insurgentes interpretando un papel diferente, como terroristas y bandidos enfrentados a un gobierno elegido democráticamente?

Los separatistas cubanos tomaron inmediata conciencia del peligro y se aprestaron a responder con sus propias reformas a las iniciativas españolas. La república en armas bosquejó una nueva Constitución que anulaba el poder independiente de Gómez y ponía en manos de los civiles los asuntos de la guerra. Hicieron esto para convencer a los críticos de que una Cuba independiente no derivaría en una dictadura de Gómez. El delegado de los insurgentes en Estados Unidos, Tomás Estrada Palma, también actuó con rapidez para contrarrestar el impacto propagandístico de la concesión de autonomía. Era consciente de que no se podía permitir que la opinión pública y el Gobierno estadounidenses pensaran que la autonomía satisfaría a los cubanos; eso resultaría nefasto, puesto que la insurgencia cubana dependía más que nunca de la ayuda moral y material de los estadounidenses[22]. Estrada Palma, menos cauteloso que Martí con Estados Unidos, decía «no temer» que McKinley diera marcha atrás y apoyara la autonomía como solución para Cuba. Para el delegado cubano, McKinley sólo estaba fingiendo, para ganar tiempo, que coincidía con los liberales españoles. Escribía: «En cuanto al Presidente McKinley, mis noticias confidenciales me hacen creer que no está dispuesto a dejarse engañar por la política falaz del Gobierno de España. Por otra parte, el Congreso prestará su apoyo decidido al Presidente o lo obligará» a seguir adelante si su determinación flaqueara[23].

De hecho, la frenética actividad de Estrada Palma contra la autonomía en el otoño de 1897 sugiere que ya estaba, cuando menos, preocupado por la postura que pudiera adoptar el Gobierno estadounidense. Estrada organizó manifestaciones de cubanos en Nueva York en contra de la autonomía y animó a los inmigrantes cubanos a firmar una petición prometiendo su «incondicional apoyo al Ejército Libertador para luchar sin tregua hasta coronar la obra de redención», mediante una victoria absoluta. Solicitó reuniones de emergencia y, el lunes 1 de noviembre de 1897, unos doscientos hombres se reunieron en la casa de John Jacob Astor. Hubo discursos de Manuel Sanguily, Enrique José Varona y el doctor Diego Tamayo entre otros. Estrada Palma aseguró a todos los presentes que demostraría a la opinión pública estadounidense que la autonomía era una trampa destinada a mantener las cadenas de Cuba. La junta de Nueva York publicó un panfleto de gran tirada y lo distribuyó entre la prensa y entre todos los miembros del Congreso[24].

Mientras Estrada Palma mantenía su pulso con la política estadounidense, el embajador de España en Washington, Enrique Dupuy de Lôme, mantenía una actitud pasiva. Los funcionarios estadounidenses, como el secretario de Estado William R. Day, hacían creer a Dupuy que la autonomía satisfacía plenamente a McKinley. El 17 de septiembre de 1897, Dupuy escribe al viceministro español y le comunica que McKinley no intervendrá, «dejando a España desarrollar una política que aprueba y que merece sus simpatías». Day le había dicho que «en vista del cambio de gobierno, había cambiado la política del Presidente republicano». Con letra destacada, Dupuy añadía una nota al despacho enviado a Madrid: «Los Estados Unidos no intervendrán en la política de Cuba»[25].

Existen ciertas dudas acerca de la postura de McKinley a finales de 1897 y a principios de 1898. Sabemos que su administración nunca intentó impedir seriamente el tráfico de armas con destino al Ejército Libertador cubano, que nunca medió con los cubanos y que nunca emprendió ninguna negociación para acabar con la guerra. ¿Significa esto que McKinley sabía con antelación que la autonomía fracasaría? ¿La apoyaba para ganar tiempo mientras preparaba política y militarmente a su país para la guerra[26]? Lo más seguro es que todavía no hubiera llegado a una conclusión respecto a Cuba: sabía que los rebeldes no aceptarían la autonomía, pero no era tan tonto como para confundir la insurgencia con la totalidad del pueblo cubano, y quería ver cómo iba a responder éste. Dupuy podía no conocer las dudas de McKinley, pero el grupo de presión cubano en Estados Unidos sí. Prueba de ello es lo mucho que trabajaron para desacreditar la autonomía ante los ojos de la clase política y la opinión pública estadounidenses[27].

Pero lo cierto es que la autonomía ganaba popularidad incluso entre los cubanos antes comprometidos con la guerra. El número de desertores cubanos que se entregaban a los funcionarios españoles crecía a un ritmo alarmante a principios de 1898. El 17 de enero de ese año, el capitán Néstor Álvarez había convencido a todo su escuadrón para rendirse en Zarza: su plan era mantener unidos a sus hombres para crear una guerrilla que combatiera en defensa del Gobierno Autónomo, al que consideraba legítimo. Ramón Solano, el superior inmediato de Álvarez, supo de la traición y detuvo a Álvarez y a su cómplice, el sargento Tomás Orellane, a los que hizo fusilar sumariamente. Luego, al informar a su superior sobre estos hechos, le avisaba de que se había llegado a «el colmo de la traición» en el regimiento, y le prevenía para que «se resguarde como tenemos que hacerlo hoy todos los que tenemos un puesto»[28].

Incluso algunos oficiales importantes, como Bartolomé Masó y Cayito Álvarez, optaron por irse con los españoles[29]. Uno de estos oficiales era el coronel López Marín. Largo tiempo frustrado por la política racial de las fuerzas insurgentes y el comportamiento de Gómez, López Marín había acabado por convencerse de que la guerra estaba perdida en la Cuba occidental, de modo que aceptar el régimen autonómico era «una transacción honrosa». El 28 de enero de 1898 explicaba esto en una carta a un amigo. El odio a Weyler le había hecho luchar por Cuba a pesar de los crímenes de «los hunos cubanos —los invasores orientales—». Ni siquiera «el ensañado racismo» de la insurgencia le había hecho abandonar la lucha. Escribe acerca de la invasión de Pinar del Río cuando «el elemento negro brutal» habían dominado a los blancos, que entonces estaban «vigilados por los negros». Esta emergente «república negra» ni siquiera confiaba en sus oficiales blancos, y hacía que algunos suboficiales negros espiaran e informaran acerca de sus superiores blancos. Ni siquiera esto hizo que se entregara al enemigo, aseguraba López Marín. Ahora, sin embargo, con el oeste pacificado y con Weyler fuera de juego, lo único que veía en Cuba era un país arruinado donde la inmensa mayoría de la población quería la paz, pero se veía obligada a permanecer en guerra contra un Gobierno Autónomo, que no era tan malo, por culpa de una minoría armada «ignorante» y «poco humanitaria». Esto constituía una «amenaza horrorosa del porvenir de Cuba». Sólo la autonomía podía salvar la situación. Mayía Rodríguez pensaba que a López Marín le había dado una «distracción cerebral». Pero la deserción de un oficial de la importancia de Marín nos recuerda algunos hechos relevantes: que los asuntos relacionados con las diferencias raciales seguían dividiendo y debilitando a la insurgencia, y que la derrota militar en el oeste, de hecho, había pacificado gran parte de Cuba[30].

Sin Weyler y sin reconcentración, con la concesión de la autonomía y luego con la creciente disensión en las filas del Ejército Libertador, el futuro de la república cubana resultaba incierto. Ante esta situación, no es sorprendente que McKinley dudara.

Con todo, hay que dejar claro que, a pesar de algunas deserciones y discrepancias, la mayor parte de los oficiales y soldados del Ejército Libertador permaneció fiel al ideal de la independencia. Gómez, García y otros líderes cubanos eran categóricos en esto: se negaban a hablar con el otro bando a no ser para aceptar la rendición inmediata de las fuerzas españolas. Y sus perspectivas de éxito eran razonablemente buenas: la actitud pasiva que habían adoptado los españoles en Cuba tras la destitución de Weyler les proporcionaba tiempo para reconstruir el Ejército Libertador, que, aunque nunca volvió a tener la fuerza de la que había disfrutado en el invierno de 1895-96, al menos sí había conservado el control de la mayor parte del este[31]. No en vano, en la primavera de 1898 García y Gómez disponían de, aproximadamente, cuatro mil hombres activos en esa parte de Cuba[32].

Los líderes de la revolución cubana estaban empeñados en una independencia sin condiciones, y gran parte de los oficiales y soldados compartían esta determinación. Un soldado llamado Orencio escribía a su amada Carmela Viñagera, en Matanzas: «Yo me encuentro relativamente bien, ansioso de dar término (con la independencia, se entiende) a esta guerra inacabable, pues amiga ya es tiempo de que cese esta vida salvaje, llena de miserias y sinsabores». No obstante, garantizaba a la señorita Viñagera, «estamos dispuestos a morir o vencer. Nos reímos de todas las indignas ofertas de España y no dudamos de obtener en breve el éxito completo»[33].

La mayor parte de los líderes y soldados del Ejército Libertador compartía la firmeza de Orencio, de modo que el único efecto práctico que había tenido la iniciativa del Gobierno Autónomo, amnistía a cambio de paz, fue el de dar a los insurgentes el respiro que tanto necesitaban y debilitar la cohesión de los seguidores españoles más radicales. En aquel momento, con las fuerzas españolas retiradas a posiciones defensivas, los cubanos empezaron a actuar más libremente: el fracaso de la «zanahoria» del Partido Liberal resultaba obvio para cualquiera. Esto, a su vez, convenció a McKinley de que la guerra en Cuba no iba a terminar pronto. Sabiendo que los líderes insurgentes cubanos nunca aceptarían la autonomía, estaba claro que sólo una intervención estadounidense podría deshacer el empate.

Así fue cómo el programa liberal de autonomía y negociación sirvió como estación de paso para la independencia cubana. Dado que la autonomía se hizo posible tras la muerte de Cánovas, eruditos como Donald Dyal han llegado a la conclusión de que la guerra hispano-estadounidense no se habría producido de vivir Cánovas[34]. Sólo por esta razón, se podría decir, como sostiene el historiador Frank Fernández, que la independencia de Cuba de 1898 fue, en cierta medida, obra de las tres balas de Angiolillo[35].