El verano de 1896 fue duro para Antonio Maceo. Tras Cacarajícara, apenas le quedó munición y se vio forzado a adoptar una actitud más pasiva. La ayuda le llegó en forma de una expedición comandada por el coronel Leyte Vidal, que había desembarcado en junio con unos trescientos mil cartuchos en Cabo Corrientes, en la punta suroccidental de Cuba. En cualquier caso, estos suministros se agotaron rápidamente en una serie de combates en julio, pues Weyler no concedía tregua a Maceo. En una de estas batallas, Maceo sufrió una grave herida en la pierna que le incapacitó durante semanas. Escaso de municiones, con la estación de lluvias en pleno apogeo y su propia salud en peligro, Maceo ordenó a sus fuerzas, por su propia seguridad, que se dispersaran.
Es en este momento cuando Maceo conoce la muerte de su hermano. A finales de 1895 y principios de 1896, José Maceo había estado al mando de la provincia de Santiago. A finales de marzo, Calixto García entra en escena y el Gobierno Provisional decide asignarle el mando general de las fuerzas cubanas del este, una posición que, según los hermanos Maceo, tendría que ocupar José, ya que había estado combatiendo a los españoles durante un año para cuando Calixto García logró desembarcar en Cuba. En efecto, el menor de los Maceo había sido «degradado» y había visto reducidas sus responsabilidades en los alrededores de la ciudad de Santiago. En cualquier caso, siguió recogiendo dinero a su peculiar modo, aunque era muy poco el que les llegaba a García o a Gómez. Finalmente, la paciencia de Gómez llegó a su fin. En abril, ordenó a José Maceo que se dirigiera con cuatrocientos hombres hacia el oeste para luchar a las órdenes de su hermano, pero finalmente esta orden fue cancelada[1]. Para empeorar las cosas, Gómez acusó a José Maceo de esconder munición y provisiones. La expedición a cargo de Rafael Portuondo Tamayo que desembarcó cerca de Baracoa, a finales de primavera, se había encontrado con José Maceo y éste había usado cien mulas y tres mil soldados y civiles para descargar y ocultar las provisiones, que consideraba como propias. Gómez criticó duramente esta conducta en diferentes cartas enviadas al hermano mayor durante ese verano[2].
La pérdida del prestigio y de la posición de José deprimió al Titán de Bronce. Sin embargo, para comprender el impacto que le causó la situación de su hermano es importante conocer una vieja disputa que existía entre García y el Maceo mayor. Antonio Maceo había sido una de las figuras militares de más éxito y popularidad en la Guerra de los Diez Años. A diferencia de muchos otros insurgentes, había rechazado la Paz de Zanjón en su «protesta de Baraguá», donde rehusaba aceptar las tibias medidas que ofrecía Martínez Campos. Esta postura ética le convirtió en una figura reverenciada en su oriente natal, en especial por los negros. Entretanto, Calixto García, que también combatiera con valentía en la Guerra de los Diez Años, había sido arrestado y encarcelado antes de que ésta terminara. García intentó suicidarse infructuosamente disparándose bajo la barbilla, pero la bala salió por la frente y le dejó una cicatriz característica que pasó a ser, con un simbolismo irónico, un distintivo de lo que él precisamente no había demostrado: la determinación de combatir hasta el final. Tras la paz, García emigró a Nueva York y allí pasó a encabezar la red de exiliados cubanos que recogían fondos y planeaban una nueva guerra de liberación.
En 1879, García incluyó a Maceo en estos planes, haciéndole creer que le daría el mando del nuevo levantamiento en oriente. No obstante, en el último minuto cambió de idea y excluyó a Maceo del proyecto. Parece ser que fue por motivaciones racistas: los seguidores más incondicionales de Maceo eran negros y mulatos. Éste había sido identificado en todo el mundo no sólo como un líder de la revolución, sino también como el líder de la «revolución negra» en Cuba. Tristemente, esta caracterización, fomentada por los españoles, la asimilaron al menos una parte de los rebeldes cubanos blancos. García era blanco, pero lo verdaderamente importante es que también lo eran los adinerados patriotas de Nueva York y Jamaica que financiaban el futuro levantamiento. Fueron ellos los que pidieron a García que sustituyera a Maceo por Gregorio Benítez, cuya virtud más evidente parecía la de ser también blanco. Fue un ejemplo de cómo los asuntos raciales seguían dividiendo a los cubanos, y también un gran error. El levantamiento de mayo de 1879 no inspiró a nadie y, para agosto, ya había terminado. La fallida empresa pasó a conocerse como «la guerra chiquita»[3].
La historia pareció repetirse entonces, en 1896, cuando José, el hermano menor de Maceo, quedó relegado en beneficio de García. Sin embargo, la decisión resultó acertada, puesto que García era un comandante muy capaz. A pesar de todo, Antonio Maceo recibió la subordinación de su hermano como un agravio para sí mismo. No estaba nada satisfecho con la deriva que había tomado la revolución y sentía que, como en el pasado, los prejuicios raciales estaban dividiendo fatalmente la república en armas.
Mientras acontecía todo esto, los ingenieros de Weyler habían terminado la línea militar Mariel-Majana. Ésta no era impenetrable: pasaba a través de pantanos y terrenos accidentados en diferentes puntos, y no resultaba difícil cruzarla en pequeños grupos. No obstante, hacer cruzar a fuerzas de cierta entidad ni se planteaba. El ejército de Maceo estaba atrapado, aunque éste aún no se hubiera dado cuenta.
Los dos intentos de relevar a Maceo en 1896 mediante nuevas «invasiones» del oeste habían resultado inútiles. En mayo, Gómez había asignado al general Mayía Rodríguez el mando de la nueva columna expedicionaria, pero el Gobierno Provisional desvió esta fuerza para su propios fines[4]. En otoño, Gómez proporciona a Mayía un nuevo «cuerpo» de trescientos hombres para que lo intente una segunda vez, pero en ese momento los españoles estaban equipados para detener cualquier nuevo intento de avance hacia el oeste cubano por parte de los orientales. Mayía fue sorprendido en un ingenio en ruinas llamado Colorado, al oeste de Santa Clara y en una zona controlada por las fuerzas españolas. Él, entre otros, quedó herido y Gómez tuvo que abortar de nuevo la «segunda invasión»[5]. Maceo tendría que buscar la manera de salir de Pinar del Río sin ayuda.
A medida que se aproximaba la campaña de otoño, Maceo seguía sin munición y con la mayoría de sus hombres desperdigados. Por el este, llegaba un flujo constante de provisiones para los cubanos. Por ejemplo, en una semana de agosto de 1896, el Dauntless descargó dos cañones, 500 proyectiles de artillería, 2.600 rifles y 858.000 cartuchos de munición[6]. Pero, como siempre, nada de este material llegó a manos de Maceo, que era quien más lo necesitaba. En esto, el 18 de septiembre, una importante expedición al mando del general Juan Rius Rivera en Cabo Corrientes con las provisiones tanto tiempo prometidas. Rius Rivera llegó acompañado de Pancho, hijo de Máximo Gómez, que llegaría a ser el compañero inseparable de Maceo en el futuro. El encuentro, no obstante, no fue del todo afortunado, ya que Rius Rivera traía malas noticias: José Maceo había caído en combate, el 5 de julio, en Loma del Gato. Tres meses había tardado en llegar esta noticia a oídos del Titán de Bronce, lo que da una idea de su aislamiento en Pinar del Río.
Por lo menos, Maceo volvía a disponer de munición, incluyendo cientos de miles de cartuchos y un cañón neumático que estaba deseando probar. Los suministros habían llegado justo a tiempo, pues Weyler se hallaba a punto de comenzar su ofensiva de otoño en Pinar. Maceo reunió a parte de sus fuerzas y marchó hacia el oeste con la intención de reavivar la insurrección y avanzar en dirección a la ya terminada trocha occidental. El 4 de octubre, en un lugar llamado Ceja del Negro, situado en las montañas cercanas a Viñales, se encontró con una fuerza española de ochocientos hombres al mando del general Francisco Bernal, complementada con doscientos voluntarios cubanos de Viñales que pretendían detener a Maceo.
La batalla de Ceja del Negro acabó por ser una de las más sangrientas de la guerra. El encuentro tuvo lugar de la forma acostumbrada. Los cubanos combatían semienterrados desde posiciones defensivas, disparando a la compacta formación española, que avanzaba en columna hacia ellos. Los hombres de Bernal llegaron a tomar las trincheras cubanas, pero sólo una vez que los cubanos se hubieron retirado. No hubo lucha cuerpo a cuerpo y la caballería no participó, así que los españoles ese día no recibieron heridas de sable, machete ni bayoneta, si bien los proyectiles explosivos de los tiradores cubanos causaron un daño considerable.
Asimismo, como era habitual, el avance español hacia las posiciones cubanas fue estéril. Bernal había tomado unas trincheras que no podía conservar, de forma que se retiró de inmediato, y Maceo pudo continuar avanzando hacia el oeste. Una vez más, la lógica de la guerra de guerrillas había derrotado a los españoles, que sufrían y morían por pequeños pedazos de terreno inútil que debían abandonar a continuación. El único logro de Bernal fue hacer que Maceo gastase cincuenta mil cartuchos de preciosa munición.
Ceja del Negro salió caro para ambas partes. Los cubanos habían perdido a cuarenta y tres hombres y ciento ochenta y cinco habían resultado heridos, según sus propias cifras. Como siempre, exageraban las cifras de las bajas españolas y afirmaban haber matado o herido a cientos, quinientos según el imaginativo testimonio de José Miró[7]. Las cifras reales eran bastante menos abultadas. Según el médico jefe que registró y trató las bajas, los españoles perdieron a treinta hombres y ochenta y tres quedaron heridos, números sólo un poco más altos que las estimaciones de Bernal y Weyler. Con todo, seguía siendo un precio alto, sobre todo teniendo en cuenta que no se había ganado nada. Es más, sesenta y tres de los heridos lo estaban de gravedad, en parte porque los cubanos habían usado balas explosivas de la expedición de Ríus Rivera procedente de Estados Unidos. Parece ser que Maceo usó el cañón neumático también de forma eficaz en Ceja del Negro. Los cubanos consideran la batalla una victoria, en parte porque permitió a Maceo proseguir su avance hacia la línea Mariel-Majana[8].
A lo largo de todo el camino, Maceo se vio inmerso en un serie de pequeñas batallas. Su objetivo ahora parecía obvio —salir de Pinar del Río—, y los españoles pudieron prepararse. Weyler reforzó a los hombres estacionados a lo largo de la trocha occidental y destacó la recién formada División del Norte en la ciudad de Bahía Honda, en la costa septentrional de la provincia. Los siete batallones de la división tenían órdenes de controlar el litoral del norte y tomar los pasos de las montañas, hasta entonces en manos de Maceo.
El 21 de octubre, una columna al mando del coronel Julio Fuentes tomó sin oposición la plaza fuerte cubana de Cacarajícara y pasó las siguientes semanas cavando, preparando trincheras, fuertes, un heliógrafo, almacenes y todo lo que los españoles iban a necesitar para conservar el emplazamiento. Esta operación proporcionó a los españoles una base en el corazón de lo que había sido territorio insurgente; desplegándose desde Cacarajícara, comenzaron a destruir o incautar cosechas y ganado de forma sistemática con objeto de matar de hambre a las tropas de Maceo y alimentarse a ellos mismos y a los muchos refugiados que habían huido a la Cuba española. También habían descubierto e incautado un alijo de armas y dieciocho mil cartuchos abandonados en una cueva no lejos de Cacarajícara. En total, en 1896 los españoles arrebataron casi veinte mil rifles a los cubanos[9].
A finales de noviembre, Maceo empezó a extender rumores sobre una posible intervención de los Estados Unidos, para elevar la frágil moral de sus tropas. El resultado de las elecciones presidenciales creaba grandes expectativas, pensaba, porque McKinley, que sería presidente en marzo de 1897, había sido siempre más proclive a la causa cubana que Cleveland. Maceo dijo a sus oficiales que «oficialmente es un hecho la intervención» y que con ello se acabaría la guerra en el «plazo improrrogable de tres meses». Maceo pedía que las «buenas noticias» se difundieran a la mayor brevedad para animar a las decaídas fuerzas insurgentes. Debían alegrarse, decía, del próximo «triunfo definitivo» y lucharían aún con mayor entusiasmo «en los pocos días que aún nos quedan de ruda prueba»[10].
Hay que recalcar que esta postura acerca de la implicación estadounidense era nueva en Maceo. Ese mismo año, él mismo había quitado importancia a la ayuda norteamericana, en parte, no hay duda, porque con Cleveland apenas había posibilidades de que ocurriera, pero también porque a principios de 1896 aún era posible imaginar la victoria sin ayuda exterior[11]. La nueva actitud de Maceo hacia la intervención estadounidense era, en consecuencia, un signo más de lo desesperada que se había hecho la posición de los insurgentes en Pinar del Río.
Los españoles, mientras tanto, no encontraban apenas oposición mientras destruían campamentos y hospitales de campaña de los insurgentes, incendiaban casas aisladas, reunían ganado, tomaban el control de los pasos de la montaña y trasladaban civiles en Pinar del Río. La despoblación de las zonas rurales ya era casi total cuando empezó la campaña de otoño. Cuando las tropas españolas entraron en Las Pozas, en noviembre, por ejemplo, sólo quedaban tres familias: la ciudad había sido incendiada meses antes por Maceo y estaba en ruinas. Sus últimos habitantes, que aparentemente asumieron la llegada de los españoles como un hecho positivo, mostraron a éstos los lugares de los bosques donde habían escondido objetos de culto y de valor para ponerlos a salvo de los insurgentes y les entregaron a un soldado español herido al que habían protegido. Luego, se fueron con los españoles hacia lo que pensaban que era un lugar seguro y que resultó una desgracia nueva, aún mayor: pasaron a ser los últimos «reconcentrados», los últimos de Las Pozas.
Los españoles sufrieron grandes penalidades durante su ofensiva de otoño, pero no a causa del combate. Las marchas constantes por caminos embarrados, bajo aguaceros tropicales y rodeados de mosquitos eran un severo castigo. Cada caravana que llevaba provisiones a puestos como Cacarajícara volvía con hombres enfermos a Bahía Honda, Artemisa y las demás bases, y un batallón completo llegó a estar tan enfermo que tuvo que ser relevado. La fiebre amarilla hacía estragos en Bahía Honda, afectando a las tropas y a los refugiados civiles en tal grado que la División del Norte tuvo que dejar de visitar lo que había sido su cuartel general. Es posible que Maceo perdiera Pinar del Río en el otoño de 1896, pero no está claro si los españoles la recuperaron. La enfermedad y la muerte hacían mella en los organismos de toda la provincia, con independencia de sus ideas políticas.
Noviembre trajo malas noticias. El general de división Serafín Sánchez, uno de los generales cubanos más respetados, había muerto en combate a causa de un disparo de Mauser que le entró por el hombro derecho y le atravesó el pecho para salir justo sobre el hombro izquierdo. «Eso no es nada. Sigan la marcha», fueron sus palabras al morir[12]. Al fin, Maceo se había convencido de la necesidad de abandonar Pinar del Río y volver al este, tal y como Gómez le había estado pidiendo durante meses. Maceo envió a varios de sus oficiales de confianza, entre ellos Quintín Bandera, por delante de él a La Habana, para reactivar allí la insurrección. Resultó un movimiento poco afortunado, porque alertó a Weyler del plan de Maceo e hizo que el general español destacara tropas en la zona[13].
Maceo comenzó a sondear la línea Mariel-Majana en busca de puntos débiles, pero lo que descubrió fue una barrera con focos, artillería, nuevas fortificaciones y tropas destacadas de forma que creaban zonas de fuego cruzado. La nueva trocha parecía impenetrable. Pero tenía que cruzarla, tanto para escapar del callejón sin salida de Pinar del Río como para ayudar a Gómez en el este, donde la insurrección también pasaba momentos difíciles y las disputas entre autoridades militares y civiles amenazaban la unidad de la revolución. Gómez, incluso, había llegado a presentar la dimisión en dos ocasiones, ambas sabiamente rechazadas por el Gobierno Provisional. Finalmente, Maceo llegó a la conclusión de que tendría que rodear la trocha sigilosamente y con unos pocos hombres de confianza.
Pero, en el último momento, Maceo encontró la forma de atravesar la trocha y no tuvo que rodearla. Tras ceder el mando de Pinar del Río al general Rius Rivera, seleccionó a veintitrés hombres para que le acompañaran en bote a través de la bahía de Mariel, en la noche del 4 al 5 de diciembre. La pequeña embarcación tuvo que hacer cuatro viajes para transportar a todos. Aquella noche había tormenta, así que la lancha cañonera española que normalmente patrullaba aquellas aguas estaba fondeada y se pudo realizar el cruce sin problemas. A pesar de todo, Maceo se encontró entonces en una posición extremadamente vulnerable. No había podido llevar caballos ni reservas de munición; numerosas tropas españolas ocupaban la zona y el lamentable estado de la revolución en La Habana había hecho imposible reunir fuerzas de relevancia para que lo recibieran a su llegada. Finalmente, unos doscientos cincuenta soldados cubanos, con algunas monturas, se unieron a Maceo, pero no fue suficiente para que éste superara su pesimismo, que era quizá una depresión si hay que creer lo que escribe José Miró acerca del humor de Maceo en esos momentos.
En la tarde del 7 de diciembre, el batallón San Quintín, integrado por cuatro compañías de infantería y algunos grupos guerrilleros locales, localizó a Maceo cerca de San Pedro. Maceo y sus hombres montaron rápidamente en sus caballos bajo el fuego de los españoles. Cogido por sorpresa y con poca munición, Maceo ordenó una carga a machete contra las filas españolas, en la esperanza de que un contraataque atrevido creara los espacios suficientes para recuperarse, o al menos poder huir. Las cosas no salieron bien para los cubanos. Los hombres del San Quintín eran veteranos: tomaron posiciones tras una valla y dispararon a discreción, no en descargas cerradas. Un impacto logró derribar a Maceo. Uno de sus ayudantes, Alberto Nodarse, consiguió volver a subirlo al caballo, pero otra bala le atravesó el corazón. Pancho Gómez entró entonces en escena y, junto a Nodarse, intentó arrastrar el cuerpo de Maceo, aunque sólo consiguió que le atinaran también a él, y caer muerto sobre el cadáver del general. Nodarse y el resto lograron huir, mientras los españoles se hicieron con el terreno. Curiosamente, las tropas españolas que confiscaron las pertenencias del líder cubano no lo reconocieron, ni tampoco al hijo de Máximo Gómez. Abandonaron sus cadáveres, que serían recogidos más adelante por los cubanos[14].
La noticia de la muerte de Maceo no tardó en extenderse. En La Habana, el tañer de las campanas de las iglesias anunció el acontecimiento y los feligreses dieron gracias a Dios porque pensaban que la muerte del Titán de Bronce podría significar un pronto final de la guerra. En Madrid, las manifestaciones populares fueron de tal índole que la policía hubo de intervenir para controlar el entusiasmo de las masas[15]. Los españoles siempre habían sabido que Maceo era su enemigo más peligroso. A principios de la guerra, habían enviado asesinos para que se infiltraran en las filas de Maceo y acabaran con él[16]: ahora, esperaban que su muerte tumbaría la insurrección en la Cuba occidental.
Para la insurgencia, el golpe fue tremendo. Maceo era su líder militar más dotado y carismático y, con su pérdida, lo que quedaba de la revolución en el oeste se vino abajo. En el transcurso de unos pocos meses, el general Rius Rivera y otros líderes insurgentes de Pinar del Río cayeron en manos españolas. En una carta a su padre, un aventurero inglés llamado James revelaba bastante acerca del estado de las fuerzas insurgentes en Pinar del Río, en los meses posteriores a la muerte de Maceo. El 23 de marzo de 1897, James había desembarcado, con otros expedicionarios, diecisiete kilómetros al oeste de la trocha Mariel-Majana. Era vital que la insurgencia de Pinar del Río recibiera provisiones directamente de Estados Unidos, porque el contacto con el este se había vuelto ya virtualmente imposible. James ayudó a llevar a tierra cuatrocientas cajas de munición, además de rifles y machetes. Todo debía realizarse a mano, con los hombres caminando sobre un lecho de roca volcánica y por una colina cubierta de arbustos espinosos. Al final, James tenía «la cara, la espalda y los brazos completamente arañados y llenos de sangre, lo que ofrecía un gran banquete para los mosquitos, que acudían en enjambres». Finalmente, lograron entregar el alijo al coronel Baldomero Acosta, a cuyas órdenes tendrían que servir. La vida en el campamento no era sencilla: tenían poco que comer, aparte de fruta y batata. Los insurgentes acudían al campamento solos o en pequeños grupos de «rezagados y enfermos, sin chaquetas ni camisas, algunos de ellos con lo que habían sido en algún tiempo pantalones, con aspecto de animales más que de humanos». James y otros recién llegados estaban impresionados por el estado de las tropas cubanas y tenían el presentimiento de que en breve tendrían el mismo aspecto. De hecho, los españoles destruyeron las fuerzas de Acosta poco después de que James enviara la carta[17]. En La Habana y Matanzas la insurrección también se había hecho furtiva. Matanzas era un hervidero de tropas españolas y la población parecía haberse vuelto en contra de la revolución[18]. La mayor parte de los insurgentes ya había muerto o se había ido a casa cuando llegó la noticia de la muerte de Maceo, y los que permanecían en la ciudad «carecían en absoluto de recursos»[19], iban «descalzos y desnudos» y se ocultaban en los impenetrables bosques y pantanos. Incapaces de defender las cosechas que cultivaban para su propio sustento, morían de hambre y enfermedades. «Ya no éramos ni soldados, ni nada, sino la misma muerte en botella», recordaba un insurgente. Estos hombres deseaban el combate, pero no por buenas razones: lo que esperaban, sobre todo, era que les mataran algún caballo, porque «sin pelea, no había caballo asado. Antes de todo se necesitaba una docena de caballos asados, con o sin sal»[20]. El teniente coronel Benito Socorro informaba de que los setenta y siete hombres de su «brigada» en Matanzas habían pasado dos meses «descalzos y desnudos» y buscando equipamiento y armas. A medidados del verano de 1897, el Quinto Cuerpo, Primera División, brigada Colón, consistía en treinta y dos «hombres valientes», menos de la mitad que una compañía normal[21].
El coronel Porfirio Díaz comunicaba a su superior, el general de división Francisco Carrillo, que sus tropas se encontraban en un estado de «gran desmoralización», y que «a diario se desertan dos o tres hombres», para irse con los españoles. Las fuerzas que continuaban sufrían «las mayores privaciones» y a menudo pasaban «días sin comer»[22]. Los rebeldes aún controlaban partes de Ciénaga de Zapata, un enorme pantano en la parte sur de la provincia, donde sesenta y cinco años después los cubanos rechazarían la invasión de Bahía Cochinos respaldada por los estadounidenses. Pero los campesinos a los que la insurgencia había trasladado allí vivían en la más terrible de las miserias. Su aspecto era el de «esqueletos cubiertos por piel amarillenta, seca y rugosa […], hinchados por la fiebre o cubiertos de úlceras, en las cuales se agitaban los gusanos royendo la podredumbre de una carne descompuesta». Los insurgentes de toda la Cuba occidental comenzaron a rendirse en gran número, y no estaban en mejores condiciones que los campesinos de los pantanos. Como vestimenta, muchos no tenían otra cosa que sacos agujereados: cortaban aberturas en los extremos de los sacos para la cabeza y los brazos, para confeccionarse una suerte de blusón, pero sólo los más afortunados tenían zapatos y pantalones que completaran el atuendo[23].
Más al este, en Santa Clara, la insurgencia también había perdido su capacidad de defender sus zonas de cultivo e impedir la producción de azúcar[24]. El teniente coronel José Pérez comunicó al general de división Carrillo que no se sentía capaz de cumplir sus órdenes de destruir los ingenios y los campos de caña en Cienfuegos. No disponía de munición, así que no podía arriesgarse a un encuentro con las milicias locales contratadas para proteger el azúcar. Calculaba que en la zona había catorce ingenios en funcionamiento[25].
De esta forma, la revolución empezó a retroceder a sus cuarteles generales de Puerto Príncipe y Santiago, aunque incluso allí tenía dificultades la insurrección. Fermín Valdés-Domínguez, que había combatido junto a Gómez en el este, recordaba el sombrío mes de febrero de 1897 en su diario. Pasaba muchos días sin comer y a veces sin beber, puesto que las fuerzas españolas patrullaban los cursos de agua. Al menos, escribía, siempre tenía algo de tabaco y podía retirarse a su chinchorro por la noche «a esperar, a sufrir y a pensar» acerca de lo que podría haber ocurrido si Maceo no hubiera muerto. En este punto de la guerra, recordaba, no había quien no pusiera su «esperanza en la solución pronta de todos nuestros anhelos, gracias a la intervención americana»[26].
En 1897, Frederick Funston, un estadounidense partidario de la causa cubana que también había combatido en el este, era consciente de que los cubanos se encontraban al borde del colapso. Si el espectáculo de los hombres hambrientos y desmoralizados enterrando sus armas y deambulando en harapos en busca de comida no le había convencido, su participación en una serie de derrotas sí que lo hizo. En octubre de 1896, Funston había presenciado cómo ochocientos cubanos atacaban una pequeña fuerza de infantería española en El Desmayo, sólo para perder a cientos de hombres por el fuego enemigo y no causar daño alguno en la formación española. El 13 de marzo siguiente, vio cómo el ejército de Calixto García, por entonces la única fuerza considerable de la que disponían los insurgentes, asaltaba una guarnición en Jiguaní y perdía a cuatrocientos hombres sin llegar a tocar en absoluto a los españoles. Funston llegó a la conclusión de que España era una «valiente dama» y de que sólo la intervención estadounidense podría sacar a esta «macabra y vieja madre de naciones» de Cuba[27]. A finales del verano de 1897, Weyler atravesó oriente con una escolta de sólo ciento veinte jinetes, algo que los cubanos nunca hubieran permitido un año antes[28].
En estas condiciones, los cubanos ya no podían imponer su voluntad sobre la economía, y el comercio de las ciudades comenzó a recuperarse. Los hombres del Ejército Libertador encargados de custodiar el ganado y los caballos comenzaron a venderlos a los españoles, cuando no se los comían. Se llegó a un punto en el que los insurgentes no podían proteger sus propias plantaciones en ninguna de las provincias occidentales, y de ahí que no dispusieran de alimentos. Incluso Santa Clara desertó de la causa. Sólo Puerto Príncipe y Santiago seguían conservando algunas zonas de cultivo para la república en armas[29]. Se puede apreciar el grado de frustración que sentían los oficiales cubanos por este estado de cosas en su insistencia para que se crearan y defendieran nuevas zonas de cultivo y para que se bloquearan las ciudades en manos españolas. En enero de 1897, los funcionarios de Matanzas admitían que «no obstante las continuas disposiciones dictadas» acerca del asunto, «aún continúan los llamados pacíficos entrando y saliendo de los poblados ocupados por el enemigo, comerciando con los mismos y, lo que es más grave […] la mayoría llevan sobre sus personas las cédulas de vecindad expedidas por las autoridades españolas» y no obedecían al Gobierno Provisional cubano. Esta «situación escandalosa» requería una justicia draconiana. Los civiles a los que se encontrara este tipo de documentación serían arrestados y procesados. La pena era la muerte y su mercancía sería distribuida entre las tropas hambrientas del Ejército Libertador, estipulación final que hacía más atractiva la denuncia de los infractores. Afortunadamente para éstos, las fuerzas de la insurgencia no estaban en condiciones de imponer tales edictos. Los oficiales cubanos de Puerto Príncipe expresaban su horror ante el hecho de que los campesinos acudieran a las ciudades para llevar alimentos a familiares suyos que habían permanecido con los españoles. El hambre y la solidaridad familiar parecían estar venciendo al patriotismo también en la Cuba oriental[30].
Como recordaba un combatiente, «la suerte de los cubanos era cuestión de un hilo, y de un hilo ya al alcance del sable weyleriano»[31]. Gómez comprendió inmediatamente que, tras la muerte de Maceo, se encontraba en una posición peligrosa[32]. Los acontecimientos del 7 de diciembre de 1896 habían sido especialmente devastadores para él: había perdido no sólo a su mejor general, sino también a su amado primogénito Pancho. La dolorosa situación de la insurgencia y la pena personal de Gómez ayudan a explicar las cartas que envió al presidente estadounidense en la primavera de 1897, solicitando la intervención norteamericana. No está claro si Gómez deseaba o no la intervención estadounidense en ese momento, pero las cartas sin duda reflejan cierto grado de desesperación por parte del general. El «cruel y sanguinario» Weyler había destruido la Cuba occidental, escribía Gómez, y ahora se dirigía al este para «esparcir el crimen y la desolación por todas partes, asesinando a los civiles en sus hogares, matando niños, persiguiendo y violando a las mujeres después de destruir cada casa que se encuentran en su camino». Esto era lo que Weyler llamaba «pacificación», y era lo cabía de esperar de un pueblo «que expulsó a los judíos y a los moros; que instituyó la terrible Inquisición; que estableció el tribunal de sangre en los Países Bajos; que aniquiló y exterminó a los indios pobladores» de América. Los españoles en Cuba eran, si acaso, peores, porque habían experimentado «una especie de degeneración psicológica» que les había hecho «retroceder siglos enteros en la escala de la civilización» humana. Gómez admitía que para los insurgentes se había hecho «de todo punto imposible evitar esos actos de vandalismo». Estados Unidos, «que tan alto sostiene el estandarte de la civilización», tenía que hacer algo. Los estadounidenses eran los líderes de Occidente y no debían«tolerar por más tiempo los fríos y sistemáticos asesinatos» de los indefensos cubanos. Si permitían que la guerra continuase, predecía Gómez, era posible que «la historia les impute participación en estas atrocidades»[33].
Hipérboles aparte, Gómez tenía razón. Weyler acababa de terminar con el oeste y ahora se preparaba para ir tras Gómez en el este, y poca cosa podían hacer los cubanos para impedirlo. A medida que proseguía la reconstrucción de la trocha Júcaro-Morón, los insurgentes de Puerto Príncipe y Santiago estaban cada vez más aislados. José Gago supervisaba el enorme esfuerzo de actualizar la vieja trocha añadiendo potentes focos y otras mejoras modernas para que no pasaran «ni ratones», según la pintoresca expresión de Máximo Gómez[34]. En público, los funcionarios cubanos despreciaban la trocha, pero tanto la línea Júcar-Morón como otras trochas defensivas eran, según el juicio más moderno de un historiador cubano, «complejas obras ingenieras defensivas, difíciles de superar a pesar de que muchos investigadores menosprecian su justo valor»[35]. La rediseñada trocha oriental sí encajaba ya en la descripción de un oficial cubano, Manuel de la Cruz: «un coloso de hierro, poderoso obstáculo, indefinible, extraño, trampa de pradera, abismo, castillo, sierra artificial artillada y aspillerada […] Finisterre de Cuba libre, escrito por la espada legendaria de los leones de la Conquista […] y a sus espaldas […] rebullía ‘media España’, armada hasta los dientes»[36]. La modernización de la antigua trocha era la penúltima tarea en la lista de Weyler para derrotar a los insurgentes. Se suponía que la última era la ofensiva hacia el este.
El 14 de enero de 1897, un Weyler lleno de confianza por la derrota y muerte de Maceo concedió una entrevista a un periodista de La Lucha. En respuesta a la pregunta de si había terminado de pacificar Pinar del Río, replicó: «Casi, casi; sólo falta realizar ciertas operaciones a cuyo efecto saldré muy en breve, contando con que en veinte días quedará aquella provincia totalmente pacificada». Weyler nunca había sido muy hábil en las relaciones con la prensa, como ya se había visto por su precipitada promesa de terminar la guerra en dos años que realizó ante los periodistas antes de partir hacia Cuba, en febrero de 1896. La expresión «casi pacificada» fue una de las más insensatas que pronunció, y nunca llegó a verla hecha realidad. Prometer un plazo de veinte días para la pacificación de Pinar del Río era innecesario y absurdo: incluso en sus momentos más bajos, aún quedaban en Pinar unos pocos insurgentes capaces de resistir. Debido a esta precipitada promesa, Weyler fue conocido más adelante por sus oponentes como el «general Casi Pacificada», probablemente el menos ofensivo de sus apodos[37].
Ha habido siempre una cierta confusión en torno al término «pacificación» y acerca del grado de pacificación que logró Weyler en la Cuba occidental. Si entendemos la palabra como la eliminación de toda resistencia, Weyler no pacificó nada. Hubo pequeños grupos de insurgentes en la Cuba occidental durante toda la guerra, si bien es cierto que fueron pocos. El Tercer Escuadrón de la antigua brigada de Raúl Martí de La Habana enviaba el siguiente informe acerca de su estado, el 1 de noviembre de 1897: el comandante Trujillo y el capitán Estenoz habían sido heridos y se encontraban ausentes mientras se recuperaban. El teniente José Salina se había unido al enemigo. El jefe principal Domingo Molina se encontraba enfermo. El jefe Rafael Mursuli había desertado y se había unido al enemigo. El sargento Antonio Díaz había sido trasladado. El sargento segundo Domingo Jiménez se hallaba enfermo. Tres soldados estaban enfermos y otros cuatro habían desertado y se habían unido al enemigo. Esto dejaba al sargento segundo Rosendo García (el autor del informe) junto al cabo Joaquín de la Rosa y a once soldados, como los únicos preparados para la acción, aunque dos de ellos ya no vivían en el campamento, sólo cuatro tenían caballos y ninguno disponía de munición[38].
Incluso una unidad como ésta podía, no obstante, realizar pequeños actos de sabotaje, y no era difícil encontrar noticias de este tipo de acciones en 1897: alguien detonaba un cartucho de dinamita en las vías del tren de Regla a Guanabacoa, o grupos de insurrectos invadían brevemente las ciudades de G¸ines y Bejucal, cerca de La Habana[39]. Con todo, se trataba de problemas de orden público no demasiado diferentes a los que España había padecido durante décadas en Cuba. Lo cierto es que, tras la muerte de Maceo, ya no se libraban auténticas batallas en el oeste. «Casi pacificado» era exactamente el estado que se había alcanzado en el occidente de la isla.
El comandante José Plasencia, al mando en abril de 1897 de una compañía que había huido de Pinar del Río tras la muerte de Maceo, afrontaba también una tarea complicada. Los hombres estaban desnudos, descalzos y no habían comido nada durante días. «En vista del afligido y pobre aspecto que presentaban las fuerzas a mi cargo, diezmadas y fatigadas por las largas marchas y habiéndose pasado escasez de alimentos, determiné salir en marcha a Pozo Salado» en busca de reses. Los hombres encontraron un yugo de bueyes de unos granjeros que habían encontrado refugio en Cabezas. Aunque se le había ordenado que evitara el contacto con los españoles para ahorrar munición, durante el mes siguiente Plasencia consiguió mantener unidos a sus hombres gracias al cuatrerismo realizado en Cabezas. Al menos, comieron mejor que los civiles a quienes les robaban el ganado. A finales de mayo, sin embargo, el botín se había acabado. Los hombres se comieron entonces a sus caballos; esto complicó la tarea de obtener nuevas reses con las que alimentarse y empezaron a desertar, y no se podía perseguir a los desertores debido a la falta de caballos. En esta situación, Plasencia envió una comisión a otras unidades solicitando ropa, comida y provisiones. Su gestión fue fructífera, y, a mediados de junio, recibieron provisiones y ciento sesenta y nueve fusiles Remington con munición. Esto le permitió retomar la lucha, pero todo salió mal en el encuentro que tuvo con los españoles una semana después: sus fuerzas fueron superadas y el resto de su compañía se retiró desordenadamente a los pantanos que hay a lo largo de la costa. En julio, de vuelta en Cabezas, robaron de nuevo el ganado de la ciudad y obtuvieron dos mulas como alimento, pero la zona de cultivo de Cabezas estaba ya mejor defendida y una fuerza local de voluntarios les expulsó, destruyendo su unidad y recuperando las mulas. Así terminó el mando de Plasencia sobre su compañía[40].
El 4 de septiembre de 1897, Arturo Mora, del diario de La Habana La Lucha, escribió a Rafael Gasset, director del periódico madrileño El Imparcial, para comunicarle el «quebranto de la revolución». En la provincia de La Habana, al menos, parecía «como si el país estuviese en plena paz»[41]. La tranquilidad que rodeaba La Habana era lógica: las fuerzas cubanas habían estado aisladas durante varios meses, incapaces de comunicarse con Gómez debido a que la ahora modernizada trocha Júcaro-Morón se había vuelto infranqueable. No tenían munición y la mitad de los hombres estaban afectados por la malaria[42]. De hecho, habían perdido tanta importancia que Weyler ya no les prestaba atención y en el verano de 1897 dedicaba sus esfuerzos a la campaña de otoño, que estaba planificada para la Cuba oriental.
En la primavera de 1897, Gómez intentó organizar la última ofensiva, una tercera «segunda invasión» de la Cuba occidental para intentar rescatar a los insurgentes. Nuevamente, puso a Mayía Rodríguez al mando de la empresa, en la confianza de que lo haría mejor que en los dos intentos anteriores. Pero Mayía no pudo reunir a hombres suficientes esta vez; a finales de marzo, el grueso de la fuerza de la invasión consistía en doscientos hombres, sólo cincuenta de ellos con monturas[43]. Mayía avanzó con su pequeño ejército y llegó a la zona de Trinidad, en la provincia de Santa Clara, a mediados de mayo, pero los españoles y sus colaboradores cubanos habían establecido un firme control de la zona, así que Mayía se ocultó en las montañas, donde, a falta de otro alimento, sus hombres se vieron obligados a comerse sus propias mulas. El posterior avance como columna organizada quedaba así descartado. La desmoralización de este pequeño contingente del destrozado Ejército Libertador era completa[44].
Normalmente se considera la enfermedad como el azote del ejército español, pero también causó muchas bajas en el Ejército Libertador. De los soldados cubanos que murieron durante la guerra, casi el treinta por ciento cayó por enfermedad. La peor era la malaria. Obligados a vivir entre la vegetación y a la carrera, los cubanos apenas hubieran podido evitar al mortal mosquito anopheles que porta el parásito de la malaria, en caso de que esta idea se les hubiera pasado por la cabeza. Además, carecían de un suministro adecuado de quinina para controlar la enfermedad. Si bien la sufrían menos que los españoles, su número era inferior, así que no podían permitirse perder ningún hombre. El Tercer Cuerpo, estacionado a lo largo de la trocha, se llevó la peor parte: mes tras mes, los comandantes del cuerpo suplicaban nuevos reclutas con los que rellenar los huecos, pero no llegaba ninguno y, a finales de 1897, el Tercer Cuerpo se había visto reducido a un puñado de hombres[45]. Cuando no mata, la malaria deja a su víctima en estado de postración; esta enfermedad se convirtió en epidemia durante el otoño de 1897[46]. En octubre, por ejemplo, trescientos hombres de García habían contraído la enfermedad. García no quería perderlos de ningún modo, así que, en lugar de enviarlos a hospitales, se los llevó consigo en su ejército, lo cual lo hacía muy vulnerable. Como observaba Gómez, «si el enemigo saliera a su encuentro acaso pudiera defenderse con dificultades»[47].
Gómez prometió hacer lo que pudiera para ayudar a García, pero él también tenía a su cargo a una muchedumbre hambrienta y enferma a la que atender. Sus generales tampoco eran inmunes, y Gómez sufría tantos problemas en este sentido que, con frecuencia, él mismo tenía que emitir las órdenes a sus regimientos y gestionar las operaciones de cada día[48]. En la primavera de 1898, muchas unidades existían sólo en teoría. Por fortuna, los españoles habían decidido evitar, por razones políticas que se examinarán en breve, los combates durante el otoño de 1897. Los cubanos estaban eufóricos. El general José María Rodríguez comentaba que incluso en Pinar del Río, donde «el enemigo […] tanto ha operado […] en otra época», los españoles estaban «quitando los fuertes y destacamentos» y concentrándose en las ciudades. Algunas columnas españolas salían de estos puestos para actuar «de tarde en tarde», pero lo hacían con «con notorio desaliento». Rodríguez dejó descansar a sus hombres, que aún no estaban en condiciones de entablar combate. Se daba cuenta de que los argumentos políticos que respaldaban la decisión de los españoles podían cambiar en cualquier momento y ordenó a sus oficiales que aprovecharan el reposo para convalecer de sus enfermedades. Los hombres tenían que estar sanos y preparados «en caso de que el enemigo empiece campaña» de nuevo[49].
Como siempre, los civiles eran los que más sufrían. Las epidemias entre las tropas se extendían a los no combatientes de ambas zonas. La reconcentración no encontró apenas oposición en la Cuba occidental en 1897 y, a finales del verano, se amplió finalmente a las partes central y oriental de Cuba. Los hambrientos «reconcentrados» no tenían defensas ante la malaria, el tifus y la disentería. Algunos que habían vivido toda su vida en ciudades del interior, donde no se daba la fiebre amarilla, sucumbieron a ella una vez trasladados a ciudades que durante mucho tiempo habían sido focos endémicos de la enfermedad. Y como los civiles realojados también desfallecían a causa del hambre, incluso los virus e infecciones más leves acababan con ellos. La reconcentración había entrado en su fase final, la más mortífera. Esta trágica historia es el tema del siguiente capítulo.