Afinales de enero de 1896, mientras el Ejército Libertador arrasaba ciudades, quemaba cultivos y requisaba o sacrificaba ganado en la Cuba occidental, millares de civiles, que percibían a los rebeldes como invasores extranjeros, huían ante el ataque. Acudían en tropel a las ciudades bajo dominio español ayudados por tropas a las que se había enviado en su ayuda. Los refugiados estaban aterrados y furiosos, pero al mismo tiempo albergaban esperanzas. Se sabía que pronto Weyler sustituiría a Martínez Campos como capitán general en Cuba y la reputación de Weyler como hombre decidido, e incluso brutal, tranquilizaba a los partidarios del régimen. Weyler acabaría pronto con Maceo, o al menos lo capturaría, y los soldados de oriente se verían obligados a volver a casa. Weyler restablecería la jerarquía social y racial de la Cuba colonial: sería su salvador.
Los detractores de Weyler usaban otros adjetivos: la quintaesencia del hombre hobbesiano, cruel, brutal y cortante, el enano siniestro, el carnicero. Ya se sabe que los vencedores son los que escriben la historia. Weyler no fue el vencedor y su nombre ha quedado para siempre asociado a todas las vilezas de la guerra. Hay que decir claramente que Weyler hizo méritos para la mayor parte de la mala prensa que se le adjudicó, pero, si queremos comprender su comportamiento, hay situarlo en su contexto. Su vida dedicada al servicio militar, las prácticas de los insurgentes cubanos, la situación política internacional y muchos otros aspectos, han hecho de Weyler uno de los archivillanos de la historia.
Valeriano Weyler nace en Palma, en la isla de Mallorca, el 17 de septiembre de 1838. Hay quien dice que su condición de isleño configuró su suerte de una forma profunda y misteriosa, encadenándolo a destinos insulares. Como Beatriz de Bobadilla o Colón, Weyler se vio atrapado en ese peculiar sueño español que compartía con el Sancho Panza de Cervantes: gobernar una isla; y gobernó Canarias, Filipinas y, finalmente, Cuba.
A aquéllos que tienden a buscar lo inevitable en la historia, la elección de la carrera militar por parte de Weyler les parecerá forzosa. Su padre, Fernando Weyler, era general de división en el cuerpo médico del Ejército, director de varios hospitales militares, autor de numerosas obras de botánica, geografía y medicina, y finalmente director general del cuerpo médico del Ejército español. La madre de Valeriano, María Francisca Nicolau, también procedía de una familia de militares. No es sorprendente, por tanto, que a la edad de quince años, en 1853, Valeriano ingresara en la academia militar de Toledo[1].
Weyler apenas medía metro y medio, por debajo de la ya poco exigente estatura que requería el reclutamiento militar. Durante sus años en la academia, alcanzó su estatura adulta de 1’52 metros, aún unos pocos centímetros por debajo del límite, si bien a nadie pareció importarle. De hecho, el Ejército español redujo los requisitos de altura poco después, cuando se hizo imperativo reclutar soldados entre las cada vez peor alimentadas y más débiles clases populares, que se depauperaban con cada nueva guerra civil o colonial del sangriento siglo XIX[2]. A pesar de su estatura, sus compañeros de clase en Toledo le apodaban «Escipión», haciendo honor a la cualidad que compartía con el general de la antigua Roma: una potencia física infatigable que conservó durante toda su larga vida. Weyler era aún demasiado joven para permitirse el que sería su vicio más famoso, las faldas, pero ya era evidente otro de sus rasgos característicos: la templanza con el alcohol. Más adelante, en Cuba, cuando otros oficiales de alto rango cultivaban la cómoda creencia de que un consumo masivo de champán frío era el mejor remedio contra las enfermedades tropicales, Weyler gustaba de mostrarse bebiendo agua, como sus soldados[3].
El sobrio Weyler prosperó en la academia de Toledo, mitad escuela, mitad barracones y emplazada en un viejo castillo. Allí absorbe y luego llega a personificar los valores castrenses españoles, con su énfasis en la disciplina, el sistema, el valor individual y la ferviente creencia en el Ejército como institución capaz de encarnar el «espíritu» y la voluntad colectiva de España. Weyler sobresale también en el no muy exigente aspecto académico de la formación militar: se gradúa el cuarto de su clase y sale de la academia como teniente segundo, en 1856. De 1857 a 1862, prosigue sus estudios en la Escuela de Estado Mayor, y esta vez se gradúa el primero de su clase con el rango de capitán. Al año siguiente, 1863, queda vacante un puesto en Cuba. Prácticamente nadie de cierto rango quería ir a Cuba, donde las enfermedades dejaban vacantes tantos puestos que apenas podían cubrirse de nuevo. La isla era un reto para los jóvenes y ambiciosos, y Weyler aprovechó la oportunidad para presentarse voluntario. El Ejército le recompensó con un ascenso a comandante y le envió a La Habana en mayo de 1863[4].
Cuba era un lugar relativamente plácido en 1863. No obstante, tres cosas hicieron de este año algo significativo para Weyler. En primer lugar, gana el premio de la lotería nacional y utiliza la enorme suma de dinero para adquirir una casa y varias propiedades en Mallorca. De la noche a la mañana se convierte en un hombre rico. En segundo lugar, contrae durante el verano la fiebre amarilla que casi lo mata, pero queda inmunizado para el resto de su vida. En tercer lugar, en el otoño de 1863, Weyler finalmente conoce la guerra, donde los oficiales podían demostrar su temple y ganar ascensos. Como ya hemos visto, la República Dominicana, una vez que España había impedido la invasión por parte de Haití, volvió a alzarse contra su amo neocolonial y, para esta nueva guerra, España necesitaba a los oficiales y la tropa estacionados en Cuba. Weyler, apenas repuesto de la fiebre amarilla, ingresa en el Estado Mayor al mando del general José Gándara, comandante en jefe de las fuerzas españolas en la República Dominicana. En los combates librados durante octubre y noviembre, Weyler demostró su capacidad para el mando en situaciones difíciles, obtuvo condecoraciones al valor militar —incluida la más alta del Ejército, la Cruz de San Fernando— y fue ascendido a teniente coronel de caballería.
La guerra de la República Dominicana fue bien para Weyler, pero mal para España. En 1865, con Estados Unidos nuevamente dispuesto a imponer su voluntad en el hemisferio, España tiene que renunciar a ese país. Entonces, el Ejército traslada a Weyler de nuevo a Cuba, pero le mantiene su rango de teniente coronel, lo que le abría muchas oportunidades y mejoraba considerablemente su paga. La guerra dominicana fue el primer escalón en el ascenso de Weyler hacia el poder y el prestigio. El contraste con el trato que recibió Máximo Gómez, que no recibió nada por parte de España, no podría ser más marcado. Era un ejemplo —que saldría caro más adelante— de cómo el chovinismo español recompensaba a los peninsulares y ninguneaba a hombres de talento por haber nacido en las colonias. Weyler permaneció en Cuba, con un breve intervalo en Puerto Rico, hasta principios de 1868, cuando volvió a España[5].
Weyler no permaneció mucho tiempo en la Península. El comienzo de la Guerra de los Diez Años, el 10 de octubre de 1868, hizo que volviera a ser enviado a Cuba, donde es nombrado jefe del Estado Mayor bajo el mando del general Blas Villate, conde de Valmaseda, cuya columna de tres mil hombres reorganiza y comanda Weyler. Con esta columna destaca en diciembre, durante la recuperación de Bayamo, localidad ocupada por los rebeldes cubanos en los primeros días de la guerra. Weyler es ascendido al rango de coronel en enero de 1896.
Más adelante, en ese mismo año, el Gobierno le encarga la tarea de organizar una columna de voluntarios, a los que recluta entre los fanáticos pro españoles de La Habana. Estos Cazadores de Valmaseda, como los bautiza Weyler en honor de su antiguo comandante, se convirtieron en una de las unidades más temidas del ejército español y llevaron a cabo una brutal campaña de contraguerrilla que no respondía a ninguna de las doctrinas militares españolas. Weyler creaba las reglas de combate a medida que avanzaba, y no eran muchas. «No dar cuartel al enemigo» es una expresión que él amplía considerablemente para incluir en ella a los civiles en zonas de combate. De hecho, aunque no nominalmente, fue un precursor de la política que los estadounidenses llamaron en Vietnam «zonas de fuego libre». Los civiles debían abandonar estas zonas, pues de lo contrario dejaban de serlo y se convertían en objetivo de los despiadados «cazadores» de Weyler. Así pues, Weyler comienza su carrera como el más decidido y brutal contrainsurgente. En una ocasión, alguien le preguntó acerca de los horribles actos que se les atribuían a él y a sus hombres en Cuba: «¿Es cierto, mi general, que sus hombres volvían trayendo agarradas por los pelos las cabezas que habían cortado a sus contrarios?». Weyler respondió con una evasiva reveladora: «¿Qué cree Vd. que es la guerra? En la guerra los hombres no tienen más que una consigna: matar». Evidentemente, la leyenda de Weyler como «carnicero» tiene visos de realidad[6].
En recompensa a sus servicios, Weyler es nombrado general de brigada en diciembre de 1872, un ascenso que le obliga a ceder el mando de los Cazadores. Se hace cargo entonces de una brigada que opera en torno a Puerto Príncipe y organiza una columna móvil que, el 11 de mayo de 1873, persigue, derrota y mata a Ignacio Agramonte, uno de los más famosos y exitosos generales cubanos. No obstante, para entonces la guerra de Cuba estaba pasando a un segundo plano debido a que la propia España estaba inmersa en una guerra civil. En enero de 1873, los españoles habían proclamado la república y esto había impelido a los ultramonárquicos carlistas a rebelarse por tercera vez en cincuenta años.
En julio, el Gobierno de Madrid llama a Weyler para que ayude a derrotar a los carlistas. Ese mismo otoño, Weyler lidera las tropas republicanas contra los carlistas en Valencia. Pero parecía haber olvidado todo lo aprendido en su lucha contra los insurgentes caribeños, o quizá, una vez en España, volvieron a imponerse las tácticas napoleónicas que había aprendido en la academia. Weyler ordenó a sus hombres cargar en oleadas contra los carlistas que combatían a cubierto y causaron grandes daños a las fuerzas republicanas. De hecho, lo único que evitó la derrota de Weyler fue la muerte del general carlista, cuyo carismático liderazgo era lo que cohesionaba a los rebeldes[7].
Entretanto, en Cuba los insurgentes se habían recuperado en cierta manera. La amenaza carlista había desviado los suministros y los refuerzos españoles hacia la Península y las fuerzas españolas que quedaban en Cuba habían adoptado una posición vigilante y defensiva que las hacía ineficaces y vulnerables. Con estas nuevas condiciones, en diciembre de 1873, mientras Weyler combatía en Valencia, llegó la revancha cubana contra la crueldad de los Cazadores: Gómez destruye a las antiguas tropas de Weyler en la batalla de Palo Seco, matando a quinientos siete de los seiscientos hombres del regimiento de los Cazadores, un número de bajas sólo explicable si Gómez no tomó prisioneros, que es lo que solían hacer los patriotas cubanos cuando luchaban contra otros cubanos.
Una vez salvada Valencia, la I República española envía a Weyler a pacificar Cataluña, donde se hace famoso por su disposición a destruir propiedades y a matar a no combatientes, a fin de erradicar a los rebeldes carlistas. Los españoles acabaron sufriendo los despiadados métodos contrainsurgentes que se empleaban en las guerras coloniales españolas de la República Dominicana y Cuba, pero esta visión fue demasiado horrible para ellos. A nadie le importaba demasiado lo que ocurriese a miles de kilómetros, pero la matanza de civiles en Cataluña era otra cosa. Finalmente, los republicanos, que pretendían reincorporar a los catalanes a la política central, vieron que la estrategia de tierra quemada de Weyler no iba a serles útil. El Gobierno reprendió a Weyler por su comportamiento en Cataluña.
Desde un punto de vista político, Weyler era liberal, quizá incluso republicano de corazón y su reputación sufrió un serio revés cuando una conspiración monárquica liderada por Martínez Campos y Cánovas del Castillo derribó el Gobierno de la I República en diciembre de 1874. Weyler, con el paso cambiado, duda a la hora de dar la espalda a la república y, en consecuencia, se gana la desconfianza de los monárquicos. Más adelante, empeora las cosas al intentar defender sus acciones en la prensa, una forma de intervención política que, lógicamente, desagradó a la nueva monarquía. El rey recién coronado, Alfonso de Borbón, le destituye el 6 de agosto de 1875. Aún bajo arresto domiciliario, Weyler vuelve a Mallorca para huir del alboroto político madrileño del primer año de la Restauración borbónica.
En cualquier caso, los errores políticos de Weyler quedaron olvidados pronto. Con el país aún agitado tras la rebelión carlista y con todas las vacantes que había por la purga de oficiales republicanos, Alfonso XII necesitaba a Weyler. El rey le recupera en 1876 como general de división de las fuerzas estacionadas en torno a Valencia. En 1878, a la edad de treinta y nueve años, es ascendido a teniente general, ya completamente rehabilitado a ojos de la monarquía restaurada. Entretanto, la insurrección en Cuba se había venido abajo a causa de las diferencias raciales, sociales, regionales y políticas. Los líderes cubanos solicitan el inicio de conversaciones de paz con el general Martínez Campos en enero de 1878. El 10 de febrero de ese mismo año firman la Paz de Zanjón y termina así la Guerra de los Diez Años.
Durante los años siguientes, Weyler sirvió en distintos puestos; el más importante fue el de capitán general de Filipinas, desde 1888 a 1891, donde puso a prueba algunas de las tácticas militares que más tarde desarrollaría en Cuba. En el archipiélago, especialmente en la isla de Mindanao, había tomado impulso una guerrilla de poca intensidad contra el dominio español, y Weyler estaba decidido a aplastarla. Weyler logró restablecer el gobierno español en Mindanao con una campaña de cuatro meses de duración, en el año 1891. Parte de su estrategia en esta victoria requería la construcción de una línea militar, o trocha, que aislara a los insurgentes de la población civil. El ingeniero jefe de la trocha filipina, José Gago, llevaría a cabo esta misma labor en Cuba. Weyler creó ciudades y pueblos fortificados en Mindanao y reasentó en ellos a los civiles para su propia protección contra los «piratas». Se trataba de un aperitivo de las reconcentraciones masivas que impondría en Cuba. Weyler fue muy criticado en España a causa de su brutal comportamiento en Filipinas. Su plan de sacar a la población nativa de determinadas zonas y repoblarlas con españoles peninsulares e inmigrantes parecía inhumana, pero el Gobierno español necesitaba un hombre como Weyler para el trabajo sucio de mantener a raya a sus colonias. Toda una carrera basada en el combate contra insurgentes en los trópicos había convertido a Weyler y a sus colaboradores más cercanos en algo que a los españoles no les gustaba contemplar, pero a lo que los Gobiernos recurrían siempre que lo necesitaban.
Al final, Weyler sacó muy poco provecho de su ambicioso plan en Filipinas. Descubrió que algunos de sus hombres habían sido destinados a las islas por motivos disciplinarios y que no eran de fiar. Los habitantes y los filipinos realojados necesitaban nuevos puentes, carreteras, pozos, canales de irrigación, casas y fortificaciones, pero Weyler no disponía de fondos para construirlos. Además, justo cuando estaba arrancando, terminó su mando. Por ley, el destino de capitán general duraba sólo tres años, una norma que prácticamente aseguraba un alto grado de incoherencia de la política colonial española[8].
En noviembre de 1891, Weyler vuelve a España y se instala en Madrid, ya que había sido elegido senador por las Islas Baleares. En 1893, los canarios le eligen senador también, pero Madrid necesitaba su talento militar otra vez, en esta ocasión como capitán general en la problemática Cataluña, donde una clase trabajadora revolucionaria amenazaba con acciones directas contra el Estado. Weyler arrestó a cientos de trabajadores y se convirtió en el niño mimado de la burguesía catalana, mientras una ciudad tras otra lo nombraba hijo adoptivo. La Corona le hizo senador vitalicio como recompensa por su papel en la «salvaguarda de la civilización» ante los «bárbaros» trabajadores[9]. La represión de las asociaciones laborales, a principios de la década de 1890, hizo de Weyler un símbolo de la violencia reaccionaria en todo el mundo. Entre 1896 y 1897, esta parte del pasado de Weyler contribuiría en gran manera a la creciente percepción internacional de que España no era apta para gobernar en Cuba. Sobre este tema volveremos más adelante.
Weyler tenía cincuenta y cinco años y se encontraba en la cima de su carrera cuando los revolucionarios cubanos proclamaron la independencia en Baire, en febrero de 1895. Cuando, a finales de año, queda claro que Martínez Campos no sería capaz de derrotar a los cubanos, todos señalaron a Weyler, el duro enemigo de la insurrección, como sustituto y, en diciembre de 1895, Cánovas empezó a negociar con él. Afecto al bando de los liberales de Sagasta, Weyler dudaba en volver a Cuba, a no ser que el Gobierno conservador le diera carta blanca. Al principio, Cánovas se opuso a esta exigencia, pero, a medida que la situación en Cuba iba deteriorándose, tuvo que ceder y el 18 de enero convocó a Weyler a Madrid.
El 19 de enero, Weyler se reúne con el gabinete para recibir instrucciones y ofrecer un análisis de la situación cubana al ministro de la Guerra. En su documento, Weyler indica que la clave estaba en el reasentamiento de la población. Los civiles habrían de ser obligados a trasladarse a ciudades y pueblos donde pudieran ser vigilados, ya que esto permitiría aislar a los insurgentes y al mismo tiempo podría reunificarse a las dispersas fuerzas españolas para crear varios cuerpos de ejército con más número de tropa, que se usarían de manera coordinada para atrapar y destruir a las principales fuerzas cubanas. Ésta era la receta de Weyler para la victoria en el momento de ser nombrado en su puesto, y no cambió ni un ápice tras su llegada a Cuba[10].
Una semana después de esta reunión en Madrid, Weyler se encontraba en Cádiz preparándose para embarcar rumbo a su nuevo destino. Allí, se encuentra con algunos de los hombres que llevaría consigo a Cuba, como el general Juan Arolas, que había combatido junto a Weyler en Filipinas. Weyler le promete a Arolas que demostrarían al mundo que «quienes estuvimos en Filipinas servimos para algo bueno» en Cuba, y que darían «una lección dura a aquellos bandidos»[11]. Este tipo de alardes son de esperar entre oficiales, aunque resulten ofensivos, pero Weyler fue demasiado lejos al hablar con la prensa. En declaraciones a un reportero, aseguraba que «terminaría la guerra en poco más de dos años», una promesa precipitada que nos sugiere lo poco informado que estaba acerca de las condiciones en Cuba, incluso después de los encuentros a alto nivel en Madrid[12].
Mientras Weyler realizaba los preparativos de última hora para su viaje a Cuba, Martínez Campos volvía a casa. Desembarcó en A Coruña, el 2 de febrero de 1896, de la manera más discreta posible, pero fue abucheado por la multitud en cada una de las estaciones camino a Madrid, donde se produjo una manifestación masiva en su contra, el 7 de febrero. Un oficial incluso lo desafía a un duelo, que se canceló en el último momento. A Martínez Campos, el pacificador de Zanjón, el hombre político y la figura militar con más responsabilidad en la Restauración borbónica en 1874, finalmente le había derrotado Cuba[13].
El 10 de febrero, Weyler llega a La Habana y es recibido con un entusiasmo nunca visto en la ciudad, pero no iba a conformarse, en ningún caso, con las opiniones de los fanáticos pro españoles que abundaban en la capital. Mientras viajaba desde España, en San Juan de Puerto Rico, había recibido información fiable y alarmante de oficiales de Cuba: excepto La Habana y otras ciudades, decían, la sociedad colonial española había quedado destruida por el Ejército Libertador. De un extremo a otro de la isla, el humo de los edificios y las cosechas en llamas llenaba el aire. Maceo incluso había puesto a prueba las defensas de La Habana misma. Aunque tenía pocas tropas, escasas municiones y ninguna artillería, y no podía ser una amenaza seria para la ciudad, Martínez Campos se asustó y declaró allí la ley marcial el 6 de enero. Se podía decir, sin faltar a la verdad, que Maceo había llevado la guerra hasta la misma capital, aunque fuera sólo psicológicamente. Al no poder tomar La Habana, había continuado hacia el oeste, hacia Pinar del Río, incendiando la mitad de los pueblos de la zona y obligando a huir a miles de personas hacia las ciudades bajo control español. Gómez, entretanto, permanecía en las provincias de Matanzas y La Habana saboteando trenes, saqueando localidades e incendiando cosechas. Otras fuerzas cubanas dominaban las provincias del centro y el oriente, y hubo expediciones procedentes de Estados Unidos que desembarcaron sin oposición en el este. A finales de marzo, Calixto García arribó a Baracoa: era el hombre destinado a reorganizar la insurrección en oriente y llegaría a ser, en los dos años finales de la guerra, el general más exitoso del bando cubano.
Weyler admitía estar sorprendido por el impacto que le producía la «situación extremadamente grave» que había heredado. Era, decía, peor de lo que nunca había imaginado, y sabía que tenía que actuar con rapidez. Nada más llegar a La Habana, impuso una férrea disciplina en la isla: el 16 de febrero, llevó ante jurisdicción militar a quienes «de palabra, por medio de la prensa o en cualquier otra forma, depriman el prestigio de España». Estas acciones serían juzgadas en adelante por tribunales militares y tratadas con la mayor severidad[14]. Este mismo día, anuncia una estrategia en tres partes para pacificar Cuba[15]. En primer lugar, promete eliminar las guarniciones de cientos de plantaciones y aldeas indefendibles para crear grandes ejércitos que puedan forzar batallas decisivas con los cubanos. En segundo lugar, dedicará sus energías y recursos a una sola parte de Cuba a la vez, comenzando con un asalto a Maceo en Pinar del Río, para luego desplazarse hacia el este, empujando a los rebeldes hasta que pudiera combatirlos a través de la trocha y hacia oriente. La trocha sería reconstruida, privaría a la revolución de recursos y la destruiría cuando llegara el momento. En tercer lugar, Weyler realojaría a los civiles de las zonas rurales en las ciudades, donde, por un lado, no podrían ayudar a los insurgentes y, por otro, le evitaría tener que proteger cientos de pequeñas ciudades y aldeas. A esta parte del plan la denominaba «reconcentración», y dedicaremos un capítulo más adelante a este controvertido tema. En el resto de este capítulo y en el siguiente veremos cómo Weyler puso —o intentó poner— en marcha las dos primeras partes de este plan, la reorganización de sus fuerzas y la destrucción del Ejército Libertador.
La primera parte de la estrategia de Weyler requería la retirada y reorganización de guarniciones y destacamentos. Estos no habían sido capaces de proteger los campos de caña de los incendios, ni las ciudades y aldeas sin fortificar, y tanto éstas como las caravanas que las abastecían no habían sido sino objetivos fáciles —además de una fuente de armas y municiones— para la insurgencia cubana. Weyler planeó reunir a las tropas que Martínez Campos había dividido y formar grandes columnas móviles que completaría con nuevos refuerzos procedentes de España. El objetivo ya no sería la protección de las propiedades, sino la persecución agresiva y la destrucción del Ejército Libertador[16].
Sobre el papel, ésta fue siempre la idea, pero lo cierto es que Weyler no pudo reorganizar sus fuerzas lo rápida y completamente que le hubiera gustado. Reunir las tropas dispersas obligaba a abandonar a los cubanos de las zonas rurales a su propia suerte, y esto produjo muchas protestas por parte de las personas leales a España, que presionaban a Weyler, como habían presionado a Martínez Campos, para que protegiera sus familias, comunidades y propiedades ante los insurgentes. Recibió una avalancha de cartas en las que se le pedía que se conservaran las guarniciones, que es lo que hizo finalmente Weyler, en contra de su más acertado juicio militar[17]. Esto ayuda a explicar por qué mantuvo la guarnición de Cascorro hasta octubre y por qué siguió ocupando lugares vulnerables y estratégicamente inútiles como Bayamo y Las Tunas en el este.
De hecho, la lógica de la guerra de guerrillas demostró ser superior al imperativo deseo de Weyler de desencadenar batallas decisivas con grandes ejércitos enfrentados. Todavía el 23 de marzo de 1897, más de un año después de la entrada en escena de Weyler, aún podía encontrarse al pequeño destacamento del teniente Santiago Sampil escoltando al supervisor de un gran hacendado que volvía al abandonado ingenio Esperanza para recuperar unos objetos personales que había dejado allí. Se suponía que la política de Weyler iba destinada a evitar situaciones como ésta, que únicamente servían a los propietarios y convertían a sus soldados en objetivos fáciles ante los ataques de, incluso, pequeñas fuerzas insurgentes. De hecho, los insurgentes emboscaron a los setenta hombres de Sampil, mataron a tres y se hicieron con catorce Mauser antes de evaporarse[18].
De cualquier manera, estas situaciones eran inevitables, dadas las tradiciones del cuerpo de oficiales español. Los mal pagados oficiales de la parte baja de la cadena de mando, como Sampil, tenían buenos motivos para ayudar a los propietarios: con estas misiones privadas, reunían dinero para sí mismos y para sus hombres hambrientos. La práctica era tan común en Cuba que sólo a los extranjeros o a los muy ingenuos podía sorprenderles. Los oficiales españoles siempre se habían beneficiado del trabajo de sus hombres como policías rurales, ¿por qué debería ser diferente en Cuba? De ahí que, cuando Weyler anunció su plan de retirar guarniciones de las zonas rurales, encontrara resistencia en dos frentes: por un lado, de los cubanos, que exigían protección y, por otro, de los oficiales de rango inferior, que obtenían beneficios protegiendo a los anteriores. Ambos eran importantes apoyos de los que Weyler no siempre podía prescindir. Es significativo que en octubre de 1897 el sustituto de Weyler, Ramón Blanco, encontrara que muchas de las fuerzas que había heredado estaban, de hecho, aún dispersas. Al igual que Weyler, su prioridad era reunir las fuerzas dispersas en guarniciones para disponer de un potencial ofensivo, pero, también al igual que Weyler, su éxito sólo fue parcial.
Al intentar privar de protección a las plantaciones de tabaco y azúcar, Weyler se encontró con algunos problemas especiales. Pinar del Río era el centro de la producción tabaquera de Cuba y los pinareños producían la hoja más apreciada del mundo. Los trabajadores de la industria eran dueños de una impresionante tradición de activismo que desafiaba directamente la autoridad de Weyler. Los puros se hacían a mano y no había maquinaria ni línea de montaje. El trabajo requería habilidad, pero no era tan absorbente como para que el trabajador no pudiera concentrarse en nada más; para pasar mejor el tiempo, los trabajadores elegían a un lector para que leyera las noticias del día e introdujera temas de discusión mientras ellos liaban los puros o realizaban otras tareas. Saturnino Martínez, un inmigrante procedente de Asturias, inventó la tradición en la década de 1860, casi al mismo tiempo que fundaba La Aurora, el primer periódico de trabajadores de Cuba[19]. Con los lectores que difundían las últimas noticias y los editoriales de periódicos como La Aurora, el centro de trabajo se convirtió en un lugar donde uno recibía educación política y moral, y las lecturas se convertían en una especie de púlpito subversivo. El paralelismo con la iglesia se completaba mediante la práctica de pasar una bandeja de colecta en apoyo de causas radicales ya que, como muchos otros trabajadores artesanos, los cigarreros se situaban políticamente en la extrema izquierda. Los sueldos bajos, los aranceles que subían el precio de los puros cubanos y daban ventaja a la competencia extranjera, el gusto moderno por los cigarrillos liados a máquina: todo amenazaba a los trabajadores de la industria del puro cubano. Muchos se habían hecho anarquistas, un movimiento de la clase trabajadora tan importante en el mundo hispánico y entre trabajadores artesanales como lo era el socialismo entre el proletariado industrial de otros países. Como anarquistas, los trabajadores del tabaco tenían otra razón para odiar a Cánovas y a Weyler, responsables ambos, como veremos, de la bárbara represión de los trabajadores españoles —muchos de ellos anarquistas— en Barcelona y en otros lugares de España. Consciente de todo esto, Weyler no tenía duda de que los trabajadores de la industria cubana del tabaco estaban apoyando a los insurgentes y, en consecuencia, prohibió la producción comercial de tabaco manufacturado para librarse de estos trabajadores radicales. Así se avivó el intenso odio que ya sentían los trabajadores por este militar.
El 16 de abril, Weyler fue aún más lejos, prohibiendo la exportación a Estados Unidos de tabaco sin procesar. Los inmigrantes cubanos en localidades como Tampa habían formado importantes comunidades que se basaban económicamente en la elaboración de puros confeccionados con hoja cubana. Estas personas, como sus hermanos cubanos, tenían tendencia al radicalismo político y también usaban el sistema de lectores y colectas. Como ya hemos visto, eran una fuente de recursos importante para Martí hasta 1895, y lo fueron posteriormente para la insurrección. Weyler había prohibido las exportaciones de tabaco en bruto para dañar a las comunidades cubano-estadounidenses en lugares como Cayo Hueso o Tampa. Esperaba que, aislando a la insurrección de sus fuentes de recursos y suministros en Estados Unidos, podría derrotar a los insurgentes y, razonaba, si los trabajadores cubano-estadounidenses perdían sus trabajos, no podrían contribuir con su ayuda económica a la revolución, como habían estado haciendo durante años[20].
El problema de esta prohibición de Weyler radicaba en que dañaba la economía cubana aún más que a los inmigrantes afectados en Estados Unidos, donde el ciclo comercial había entrado en una fase robusta tras unos años difíciles. En cuanto a los trabajadores de Cuba, probablemente hubieran sido menos problemáticos para España mientras liaban puros y escuchaban arengas políticas que estando desempleados, con todo el tiempo en sus manos para dedicarlo a provocar incendios y a actividades subversivas.
Además, ¿qué ocurría con los hacendados y empresarios de la industria del tabaco? Éste era un gran negocio si se consideraba en su conjunto, pero las operaciones individuales se realizaban a pequeña o mediana escala. Los hacendados no disponían de ingresos diversificados ni de ahorros que les permitieran pasar los años difíciles, así que el acto de Weyler significaba la ruina. Weyler se encogió de hombros como respuesta: los hacendados debían culpar a la insurrección de sus problemas y no a los difíciles pero necesarios pasos que estaba obligado a dar para combatir a los insurrectos. En retrospectiva, podemos ver que la destrucción por parte de Weyler de la ya enferma economía del tabaco no tenía sentido: jugaba a favor de los revolucionarios. Los hacendados y los trabajadores, muchos de ellos emigrantes canarios y de otras partes de España, supuestamente más inclinados a ser leales a la madre patria, aprendieron que las armas españolas podían colaborar en su destrucción en vez de ayudarlos. Llegados a este punto, se convirtieron en reclutas potenciales para el Ejército Libertador o, más probablemente, en refugiados en ciudades superpobladas. De cualquier manera, era una situación que agradaba a Gómez y Maceo y que Weyler podría haber evitado por completo si hubiera actuado de forma diferente. Pero eso era pedir un imposible: su experiencia como capitán general en Cataluña, donde su trabajo consistía en detener el terrorismo anarquista, había impreso en Weyler una profunda aversión por las clases trabajadoras, en especial por aquéllas influidas por el anarquismo. Sólo era capaz de aplicar medidas extremas, y no le importaban las consecuencias.
Con la industria del azúcar el problema era parecido. En la campaña de invierno de 1895-96, los insurgentes destruyeron totalmente la cuarta parte de las instalaciones de almacenamiento y refinado de las plantaciones de azúcar, pero el resto sólo había perdido la caña plantada, que se podía reemplazar fácilmente. La caña de azúcar es una planta perenne que se regenera cada año a partir de sus profundas raíces. Por ello, la quema de cosechas sólo afectaba a la producción del año. Mientras los ingenios siguieran en pie, no resultaría demasiado costoso reorganizar la economía azucarera. En el verano de 1896, los insurgentes, a falta de fondos, prometieron respetar las cosechas de los hacendados a cambio de un impuesto revolucionario. Era un momento delicado para Weyler: si continuaba con su promesa de retirar las guarniciones de las zonas rurales, los hacendados no tendrían más opción que aliarse con la revolución a cambio de una licencia para cosechar y moler su caña. La única solución era prohibir totalmente la producción de azúcar. Si no había caña que cosechar, los hacendados no tendrían la opción de molerla ni de pagar el impuesto a los insurgentes. No tendrían que preocuparse de que los insurgentes incendiaran sus campos de caña porque los españoles lo harían por ellos. Con todo esto en la cabeza, Weyler clausuró la industria del azúcar por decreto, en septiembre de 1896.
Los hacendados se quejaron amargamente. Algunos incluso acusaron a Weyler de enemigo de la propiedad privada. Los insurgentes estaban encantados de ver cómo los españoles, al hacer suya la política de tierra quemada de Gómez, ayudaban a éste a alcanzar una de sus metas más deseadas, que era la destrucción de la industria del azúcar. Y tenían más razones para estar satisfechos: las acciones de Weyler impedían a éste mostrase como defensor de la propiedad y cargaban de razones a los que pedían la intervención estadounidense. Incluso algunos hacendados, de los que se hubiera esperado que se alinearan unánimemente a favor de España, empezaban a abogar por la implicación de Estados Unidos.
De este modo, la estrategia de guerra total de Weyler se enfrentaba a la oposición de muchos sectores de la sociedad y era un fracaso en muchos aspectos. Tuvo éxito, no obstante, reorganizando las tropas para lograr un mejor potencial ofensivo. Todo lo que se necesitaba era la resolución de utilizar estas fuerzas agresivamente. Incluso antes de llegar a la isla, Weyler había sustituido a algunos de los hombres de Martínez Campos por oficiales dispuestos a «luchar sucio». Con Weyler, los españoles comenzaron a tratar a los cubanos como si las leyes de la guerra no fueran con ellos. Los capturados eran bandidos y asesinos, no soldados, y Weyler los quería muertos. Sus familias eran arrestadas, sus casas y cosechas quemadas y su ganado requisado o sacrificado. Cuando hasta los españoles lo acusaron de crueldad excesiva, Weyler resumió su punto de vista acerca del asunto diciendo que «la guerra no se hace con bombones». Las personas que observan una fotografía de Weyler a menudo reparan en sus ojos. Parecen muertos, como si lo que hubiera detrás de ellos no fuera del todo humano. Se podría pensar que es un efecto fotográfico o una impresión subjetiva nacida del conocimiento de su posterior comportamiento despiadado en Cuba, pero sus contemporáneos también lo notaban. Los ojos de Weyler asustaban incluso a sus amigos, que sabían que era un hombre duro y cruel. Desde el principio, cuando se dispuso a reagrupar sus fuerzas, puso al mando a oficiales tan duros como él, que no tuvieran ningún escrúpulo a la hora de pacificar Cuba.
Bajo la dirección de Weyler, las tropas españolas empezaron a combatir más coordinadamente. La moral de la tropa aumentó de la noche a la mañana con su llegada y tras la marcha de Martínez Campos. El asistente de Gómez, Bernabé Boza, anotaba en su diario la «actividad y acomentimiento» que desarrollaban los españoles desde el mismo momento en que Weyler se hizo cargo de Cuba[21]. El 19 de febrero, durante la breve reunión entre Maceo y Gómez, un ataque español terminó con un centenar de insurgentes heridos o muertos, y obligó a ambos generales a dispersar a sus fuerzas. El 23 de febrero, en el primer aniversario de la guerra, Maceo y Gómez se separaron para no volverse a encontrar más.
En marzo, Gómez fue hostigado y expulsado de La Habana y Matanzas hacia el este hasta Puerto Príncipe. Durante la retirada, con sus hombres «muertos de hambre y de cansancio», Gómez sufre una seria derrota el 9 de marzo y llega a estar tan cerca del combate que el «generalísimo» perdió a dieciséis hombres de una escolta personal de cuarenta. Los civiles de las zonas que atravesaba se habían unido a la causa española. El tono del diario de Boza durante estos días sombríos se hace especialmente estridente, mientras todo se derrumba alrededor. Amontona insultos contra España y contra Weyler, pero guarda sus dardos más envenenados para los «nauseabundos y cobardes» reptiles que colaboran con los españoles. La «unidad patriótica» conseguida durante la campaña de invierno de 1895-96 había estado condicionada, al menos en parte, por la presencia de las victoriosas fuerzas insurgentes y por la ausencia de las tropas españolas[22].
En abril, Gómez está de vuelta en Santa Clara. Allí intenta aguantar, pero sus hombres no estaban en condiciones de entablar lucha alguna. La correspondencia de Gómez en la primavera de 1896 ofrece una imagen deprimente del estado de sus fuerzas. «En vista de la situación actual de la revolución en las comarcas occidentales», anunciaba al ministro de la Guerra Carlos Roloff, y «en atención al estado presente del ejército invasor» que había visto cortadas sus líneas de suministro y era incapaz de «emprender con nuevos bríos, cual corresponde hacerlo» la acción, Gómez envía un emisario al este para suplicar más recursos al Gobierno Provisional. «Son preciosos los momentos, y no hay para qué decir que es preciso aprovecharlos. Sin cargos ni quejas, lamento el no envío de refuerzos, por ese gobierno, al ejército invasor, abandonado a su propia suerte y recursos»[23].
Gomez ordena al general José María («Mayía») Rodríguez que lleve la caballería de Puerto Príncipe hacia el oeste para ayudarlo a emprender una «segunda invasión», pero el Gobierno Provisional había asignado ya una misión diferente a Rodríguez[24]. En mayo, Gómez renuncia a conservar Santa Clara y vuelve a cruzar la trocha Júcaro-Morón, para regresar a la relativa seguridad del oriente, donde podría descansar del acoso constante de los españoles. No obstante, también allí la moral de las tropas había sufrido considerablemente. Nada menos que quinientos hombres habían desertado del Ejército Libertador y Gómez tuvo que asignar a su ayudante más cercano, el general Serafín Sánchez, la tarea de hacer frente a esta crisis[25]. Entretanto, la organización militar que Gómez había dado a La Habana y Matanzas durante su breve estancia se mantenía en teoría, pero las unidades que había dejado atrás se habían dispersado para evitar que las diezmaran y su cohesión y disciplina se habían roto.
Mientras Gómez viaja hacia el este, Maceo vuelve a Pinar del Río sólo para encontrar a las derrotadas y desorganizadas fuerzas que habían quedado allí al mando de Quintín Bandera. A medida que los españoles empujaban a Bandera hacia el interior de las montañas, se dedicaban también a reconstruir las ciudades costeras que Maceo había incendiado en enero y febrero. Bahía Honda, Bramales, Cabañas y Cayajabos habían sido parcialmente reconstruidas y fortificadas. Las tropas y los trabajadores de Pinar del Río preparaban el terreno y construían fuertes para los milicianos cubanos de la ciudad y del interior[26]. La energía que Weyler había inspirado en las fuerzas españolas estaba teniendo efecto incluso antes de que hubiera puesto en marcha gran parte de su plan[27]. En el resto del mundo no se sabía nada de esto: la prensa estadounidense actuaba como altavoz de una hábil y bien orquestada campaña de propaganda cubana e informaba de cualquier pequeño éxito como si se tratase de una victoria en una gran batalla. Por ejemplo, el 6 de junio de 1896, el New York Times informaba de que Maceo había atacado la trocha occidental con veinte mil hombres y cuatro compañías de «amazonas» que habían «luchado ferozmente con sus machetes contra los españoles». Nada de esto había ocurrido, por supuesto, salvo en las mentes calenturientas de los periodistas de Nueva York[28].
Uno de los problemas a los que se enfrentaba Weyler era la imposibilidad de trasladar hombres y material de guerra por ferrocarril. En parte, el problema era estructural, ya que las vías férreas en Cuba se habían diseñado para transportar materias primas, no para facilitar los viajes a larga distancia. Las líneas principales enlazaban minas e ingenios con las instalaciones portuarias, pero utilizarlas para ir de una ciudad a otra resultaba más complicado. La red estaba razonablemente completa en las provincias de La Habana y Matanzas, era muy básica en Santa Clara y Pinar del Río, y primitiva en Puerto Príncipe y Santiago. No había ninguna línea desde Puerto Príncipe a Santa Clara, ni enlace hacia el este, a Santiago. De hecho, en todo Santiago, la mayor provincia de Cuba, sólo había dos cortas líneas que iban de Guantánamo a la costa y desde Santiago hasta casi las cercanías de San Luis. Las únicas vías en Puerto Príncipe, aparte de la línea militar que dividía la isla desde Júcaro a Morón, cubrían una distancia corta desde la capital a Nuevitas, en la costa septentrional[29].
Valeriano Weyler, conocido por sus enemigos como El Carnicero, combatió a la insurgencia de forma brutal e hizo retroceder al Ejército Libertador durante el verano de 1897.
Fotografía usada con permiso del Archivo Nacional de Cuba, La Habana.
Para complicar aún más las cosas, la administración de la red estaba descentralizada. La compañía de una provincia no podía asegurar que hubiera carbón en las estaciones de la siguiente, pues no era ésa su responsabilidad. De ahí que incluso los trenes que transportaban al personal militar y los suministros tuvieran que esperar en las estaciones durante horas, mientras se negociaba una entrega de carbón con los proveedores locales. A veces, los pasajeros y el cargamento tenían que ser descargados y trasladados por tierra a otras líneas que nunca se habían unido al trazado ferroviario. La frase «desde aquí no se puede», jocosa cuando se dice con un deje de Nueva Inglaterra, era la descripción perfecta de un viaje en tren por la Cuba colonial.
Sólo en La Habana, Matanzas y Santa Clara occidental podía decirse que el viaje por vía férrea resultaba razonablemente eficaz. En cualquier caso, a principios de la primavera de 1896, los insurgentes habían volado tantas vías en el oeste que los trenes iban, por orden de los militares, a diecisiete kilómetros por hora, de forma que pudieran pararse a tiempo de evitar obstáculos como los puentes o las secciones de vías destruidos. En ocasiones, las locomotoras marchaban incluso más despacio para que hombres a caballo pudieran explorar en avanzadilla por si hubiera problemas, un absurdo que recuerda los primeros días del ferrocarril en Gran Bretaña. En otras ocasiones se enviaba por delante a una «locomotora de exploración» con equipos que reparaban las vías y tropas para proteger a estos trabajadores. Los trenes de atrás viajaban en grupos y sin perderse de vista, como un convoy de barcos mercantes, contra el que los insurgentes hicieron de submarinos. Weyler había ordenado a los oficiales que llevaran un registro exacto de los horarios de los trenes, de forma que él pudiera conocer los problemas y acelerar las cosas, pero lo cierto es que las medidas provisionales no eran respuesta. La única solución real era derrotar a los insurgentes y tender más vías, en ese orden[30].
Una vez que Weyler hubo reorganizado sus fuerzas, comenzó la segunda parte de su estrategia. Empezando por la parte más occidental, planeaba «limpiar» las provincias cubanas una a una, empujando a los insurgentes hacia el este para arrinconarlos allí. El primer paso era aislar y perseguir a Antonio Maceo. Para ayudarse en esta tarea, ordenó crear una nueva trocha militar que se extendería unos cuarenta kilómetros desde Mariel a Majana, a lo largo del eje norte-sur, al oeste de La Habana. La construcción de esta barrera occidental, más moderna que la antigua trocha Júcaro-Morón, requirió muchos meses de trabajo, pero, incluso mientras estaba aún en construcción, proporcionaba una presencia formidable de los españoles en Pinar del Río que logró obstaculizar a Maceo. Weyler puso al mando de la línea occidental a su amigo el general Arolas, con más de once batallones de infantería, seis escuadrones de caballería y voluntarios y guerrilleros cubanos, quince mil hombres en total. La idea era acordonar Pinar del Río con estas fuerzas estacionarias y, al mismo tiempo, lanzar refuerzos masivos en pos de Maceo. Weyler encomendó esta última tarea al general Arsenio Linares, otro veterano de la campaña de Filipinas. Linares organizó tres columnas de persecución que comenzaron a infligir serios daños a Maceo. Éste disponía de unos cuatro mil hombres en Pinar del Río, la mitad de ellos bajo mando directo del general Quintín Bandera[31]. El 15 de marzo, una columna al mando del general de brigada Julián Suárez Inclán derrota a Bandera, empuja a éste al interior de las montañas y limpia la costa septentrional de rebeldes. Maceo estaba tan disgustado que relevó a Bandera del mando, pero ni él mismo podía hacer gran cosa contra un número tan elevado de tropas españolas.
Las localidades que Maceo había ocupado antes sin oposición se estaban pasando a los españoles. Que lo hicieran por convicción o por miedo a las tropas españolas es algo que carece de importancia: lo esencial era que Maceo había empezado a perder el control de Pinar del Río. Su única respuesta, ya que en realidad no podía enfrentarse al cuerpo principal de las fuerzas españolas, fue castigar a los pueblos que habían traicionado la causa republicana. El 19 de marzo de 1896, ordenó al general de brigada Esteban Tamayo que «procure evitar ser atacado por el enemigo» para esquivar las «desastrosas consecuencias» de enfrentarse a los españoles. Por el contrario, debía saquear Hoyo Colorado, localidad que se había unido a Maceo sólo para volver a los brazos de los españoles más tarde. Maceo escribía a Tamayo que esperaba que fuera capaz de «meterse en el pueblo de Hoyo Colorado, el cual espero que destruya por completo por medio de la tea […] Concluida la operación indicada, que debe ser rápida, manténgase a la defensiva, y procure incorporárseme». En efecto, el 26 de marzo, la caballería cubana invade Hoyo Colorado a medianoche «saqueando y quemando ciento cincuenta casas» según el diario de uno de los comandantes del escuadrón. A continuación, los cubanos huyeron antes de que los españoles pudieran intervenir. Los hombres de Maceo también incendiaron otras localidades de Pinar del Río y La Habana. Entre la oleada de destrucción inicial de enero y la segunda, en marzo y abril, sólo cinco ciudades de Pinar del Río, entre ellas la capital, se salvaron de la antorcha, y no debido a que Maceo las pasara por alto, sino porque las tropas cubanas y los voluntarios cubanos lograron defenderlas. La campaña de destrucción de Maceo provocó que miles de civiles huyeran al puñado de ciudades que quedaban intactas, inaugurando de esta forma en Pinar del Río la fase de reconcentración que ya estaba produciéndose en el resto de la isla[32].
Maceo acantonó su fuerza principal en Sierra de Rubí, en el centro de Pinar del Río. Allí, en un paso de la montaña junto a una localidad llamada Cacarajícara, tuvo lugar una de las batallas más enconadas de la guerra. En la mañana del 30 de abril, Suárez Inclán y su columna de infantería de mil quinientos hombres dejaron la ciudad de Bahía Honda en busca de Maceo, guiados por un civil que afirmaba conocer el paradero del Titán de Bronce. Poco después del mediodía, la columna comienza a recibir una «lluvia de plomo que partía de todas las maniguas», pero sin embargo continúa adelante en formación, subiendo por la carretera de la montaña. Habían encontrado al hombre que buscaban. Maceo mantenía a sus efectivos «medio enterrados entre la vegetación» u ocultos tras las rocas, de tal manera que los disparos de los españoles resultaban inútiles, mientras que la compacta y expuesta formación española seguía sufriendo bajas a medida que avanzaba. Al atardecer, la columna se aproxima a la cumbre en Cacarajícara y comienzan a disparar salvas hacia la que pensaban que era la principal posición cubana. Un veterano español recuerda haber visto a los insurgentes caer «en montones, como cereales segados con guadaña». En realidad, los cubanos estaban llevando a cabo una retirada táctica de la cumbre. Al caer la noche, Suárez Inclán toma la posición, pero descubre entonces que se encontraba en el borde de una zona preparada por los hombres de Maceo con una elaborada red de trincheras, pozos y puntos fuertes, y que estaban apostados allí. La auténtica batalla aún no había comenzado[33].
Maceo estaba inusualmente bien preparado para el combate gracias a que el 20 de abril una expedición de filibusteros había desembarcado en Pinar del Río. El Competitor, aunque más tarde fue capturado junto a su tripulación, descargó miles de cartuchos de munición, suministros y cuarenta y cinco reclutas que Maceo había llevado a Cacarajícara. A bordo del Competitor había llegado un hombre procedente de Florida, que traía la intención de combatir y lograr una vida mejor en Cuba. Se incorporó a las filas al principio de la batalla de Cacarajícara, pero murió luchando algunos días después. En su diario, no obstante, nos ofrece algunos otros detalles del combate[34].
En la mañana del 1 de mayo, Suárez Inclán ordena un asalto a bayoneta sobre las trincheras cubanas. Sus hombres sufrieron muchas bajas. Los cubanos apuntaban a los oficiales, de manera tal que pronto sólo quedaron sargentos para dirigir el ataque. Finalmente, los españoles lograron expulsar a los cubanos. Pero, una vez que los españoles tomaron las trincheras, no supieron qué hacer con ellas. La posición en sí misma era inútil si no se reabastecía continuamente, y los cubanos se retiraron a una zona más segura, sin intención de recuperar las trincheras ocupadas por los españoles. A las dos de la mañana del día 2 de mayo, Suárez Inclán levanta el campamento y hace volver a su columna hacia Bahía Honda bajo el fuego de los francotiradores; había perdido a quince hombres y otros veintidós habían quedado heridos. Según sus números, sus hombres hirieron o mataron a cuatrocientos cubanos, pero, como todos los cálculos de pérdidas del enemigo que hacían los españoles, este número resulta muy exagerado. El premio, si puede llamarse así, fue que los soldados de a pie españoles, al hacer de dianas de los disparos cubanos, habían conseguido que Maceo agotara la munición del Competitor. Por fortuna, la inminencia del verano prometía un descanso en las hostilidades[35].
La posición de Maceo tras Cacarajícara se había hecho precaria. Aún lograba alguna victoria que otra contra los milicias de las ciudades, pero este tipo de actividades se iban haciendo más costosas a medida que la moral crecía entre los aliados de los españoles. El 3 de mayo, por ejemplo, los hombres de Maceo intentaron tomar Esperanza por la fuerza, pero sólo lograron incendiar parte de la ciudad. Los voluntarios cubanos que luchaban junto a los españoles les habían causado once bajas y se vieron obligados a dispersarse ante la llegada de fuerzas españolas más numerosas.
El problema, en parte, era que Maceo disponía de poca munición. Las épocas de saqueo fácil, cuando con los machetes y unos pocos disparos se podían tomar ciudades indefensas —y las reservas de armas y munición que proporcionaban— habían pasado a la historia; ya no podía esperar nada en este sentido. Al mismo tiempo, la mayor parte de las expediciones procedentes del extranjero desembarcaban en la Cuba oriental y central, donde la costa estaba peor defendida. Lo que Maceo necesitaba era una forma de conseguir estos suministros del este, pero el camino que conducía a La Habana y al resto de Cuba estaba cortado. Aunque la línea Mariel-Majana no quedaría finalizada hasta octubre, aun a medio construir era ya una barrera formidable. Un corresponsal del Times de Londres obtuvo un permiso especial para visitar y examinar la línea en junio de 1896. La sección del sur parecía realmente inexpugnable y la del centro casi lo mismo. La única parte débil estaba cerca del extremo septentrional, donde discurría a través de terreno abrupto y difícil y no de forma continua[36]. Gracias a la nueva trocha, los refuerzos y suministros del este que solicitaba constantemente Maceo no llegaban, e incluso las comunicaciones eran precarias. Maceo estaba prácticamente aislado.
Gómez estuvo escribiendo a Maceo todo el verano, suplicando al Titán de Bronce que volviera al este, pero estos comunicados no llegaron a su destino, como prueba el que consten en los archivos militares españoles. El 28 de julio, Gómez escribe a Maceo con dolorosas noticias: su hermano José había caído en combate el 5 de julio en Loma del Gato. Al mismo tiempo, le recuerda «que son repetidas las órdenes que le tengo dadas de trasladarse del lado acá de la línea Mariel» y acudir a La Habana y Matanzas. Ni este mensaje ni ninguna de las «repetidas órdenes» a la que aludía Gómez llegaron hasta Maceo, como tampoco los posteriores mensajes de corte similar, todos ellos interceptados por el firme control que los españoles estaban imponiendo día a día en el oeste. Maceo no supo de la muerte de su hermano hasta septiembre[37].
El aislamiento de Maceo en Pinar del Río también era fruto de la decadencia de la insurrección en las zonas próximas de La Habana y Matanzas. Como ya hemos visto, Gómez había evacuado las dos provincias en marzo y se había retirado a Santa Clara y luego a Puerto Príncipe. Había dado tres motivos para esta retirada: los españoles estaban demasiado fuertes, el Gobierno Provisional no había enviado los refuerzos y suministros solicitados, y la insurgencia había empezado a sufrir reveses incluso en Puerto Príncipe y Santiago, donde se requería su presencia[38]. La «tierra de la caña» había sido poco acogedora, después de todo. Se trataba del corazón de la Cuba española, con demasiadas ciudades y pueblos grandes, demasiados amigos de España y, sobre todo, demasiadas tropas españolas. El Gobierno revolucionario no había hecho nada para reforzar a Gómez en el oeste, en parte por falta de recursos, pero también porque el este no estaba libre de problemas.
El diario de Eduardo Rosell y Malpica sugiere que las fuerzas que habían quedado atrás en el este, cuando Gómez y Maceo habían invadido el oeste, habían hecho poco por su parte, a excepción de evitar a los españoles[39]. En Puerto Príncipe el entusiasmo se había evaporado. Un oficial cubano, Fermín Valdés Domínguez, sostenía que la mezquindad y la falta de patriotismo de las gentes de Puerto Príncipe en este periodo le habían hecho pensar que «en el mapa de mi Cuba yo encerraría en un paréntesis esta parte de la patria»[40]. La situación por todo oriente requería la presencia de Gómez e, insistía, la de Maceo, siempre que éste pudiera salir de Pinar del Río.
La llegada de Calixto García junto a las tan necesarias provisiones mejoró de forma significativa la situación en el este durante el otoño de 1896. Al mando de los tres primeros cuerpos del ejército estacionados en Santiago y Puerto Príncipe, García proporcionó un nuevo ímpetu a las tropas. Sus tres «cuerpos» en realidad constaban como mucho de unos pocos miles de efectivos y estaban dispersos por toda la zona oriental. La mayor parte del tiempo sólo podía ejercer el mando directo sobre unos seiscientos hombres, pero aun así García hizo maravillas con su magro ejército y lo llevó a la ofensiva contra las guarniciones y caravanas de los españoles.
En diciembre de 1896, tras la ofensiva contra Cascorro, García hace retroceder hacia Veguitas, su punto de origen, a una caravana española procedente del río Cauto. La caravana volvería a intentarlo, esta vez reforzada con un total de cuatro mil soldados españoles. García no podía enfrentarse directamente a una fuerza de estas características, así que se dedicó a acosarla por los flancos de tal manera que ésta tuvo que abandonar su misión y refugiarse en la pequeña aldea de Bueicito, a diez kilómetros de su destino, Bayamo. Mientras tanto, García había destacado a unidades preparadas para la emboscada, armadas con los Mauser capturados a los españoles y «que tirotean de día y de noche» sobre las guarniciones de Jiguaní, Santa Rita, Guisa, Cauto Embarcadero y Bayamo, «haciendo fuego sobre todo lo que vive» hasta que las guarniciones creyeron estar «sitiadas por grandes fuerzas» y no se atrevían a abandonar sus fuertes «ni para enterrar [a] los que se les mata». Con objeto de hacer creer a los españoles de Jiguaní que disponían de una fuerza mayor de lo que realmente era, García hizo que unos civiles desarmados vestidos de soldados desfilaran a una distancia prudente, pero a la vista de la guarnición. En diciembre, murieron catorce hombres de García y otros ochenta y seis resultaron heridos, pero las bajas españolas son al menos equivalentes, y además el hambre empieza a hacer mella en las ciudades españolas. Hasta el ganado moría, ante la imposibilidad de sacarlo a pastar[41].
En cualquier caso, mientras García y Gómez actuaban en la parte occidental y Maceo aún más al este, la insurgencia se había visto detenida en La Habana, Matanzas y Santa Clara. Los españoles habían pacificado la zona en torno a Cienfuegos y ahora estaba patrullada por contrainsurgentes pro españoles[42]. El corazón de la insurrección en Santa Clara era Siguanea, una localidad situada en la montañas entre Cienfuegos y Sancti Spíritus. El coronel Enrique Segura estaba allí al mando de una columna con una misión: la «destrucción de lo que a su paso hallaran». El diario de Segura describe los ataques a los campamentos enemigos, los incendios de cosechas y la incautación de víveres. La república en armas había llegado a establecer en Siguanea una organización política que coordinaba las producción de alimentos y ropa para la insurgencia. Segura lo destruyó y expulsó a los civiles de la zona. Luis de Pando escribió al general Weyler, recomendando el ascenso de Segura y resumiendo sus logros: la región había sido «el retiro seguro y sagrado de las hordas enemigas», su «lugar de razonamiento y de etapa en las marchas» hacia el oeste. A causa de los «montes escarpados de su interior, y los abismos abiertos por el correr de sus ríos», Siguanea había sido siempre un «misterio impenetrable» para las fuerzas españolas. Segura, según Pando, había resuelto el misterio y la región ya no serviría como ruta para las fuerzas insurgentes y los suministros que iban de este a oeste[43].
Entretanto, la insurgencia no se había hundido por completo, pero su naturaleza era ahora diferente. Las fuerzas cubanas se habían dispersado y carecían de municiones, dos motivos que les impedían atacar a nada que no fuesen unidades españolas muy pequeñas. Sin embargo, continuaban usando el machete, la antorcha y la dinamita con buenos resultados: el machete para los colaboradores de los españoles y el ganado, la antorcha para las cosechas y las casas, y la dinamita para objetivos de más importancia.
El comandante de una compañía del regimiento de Calixto García llevó un registro diario de las acciones de su unidad desde abril a finales de julio de 1896, momento en el que él y su diario fueron capturados[44]. Este extracto del diario del mes de mayo es paradigmático de lo que sucedió:
14 de mayo. «Se destruyó un tramo de la vía férrea entre [G]uana y Duran. P. [Pernoctó] en potrero “San Francisco”».
15 de mayo. «I. [Ingenio] “Merecedita” encuentro con las guerrillas combinadas de éste y del Ingenio San José causando 4-6 bajas enemigas. P. [Pernoctó] “El Caimán”».
16 de mayo. «S.N. [Sin novedad]. P. [Pernoctó] Pimienta».
17 de mayo. S. [Salió] 5 a.m. «Se destruyó la vía férrea entre Pozo Redondo y Batabanó. C. [Campó] 9 a.m. finca “Dolores” en Seiba del Agua destruyendo la vía férrea entre Guira y Alquizar y quemando una casa de mampostería próxima a la línea. 2 p.m. S. [Salió] a Guanajay destruyendo la finca y alcantarilla entre Gabriel y Rincón, p. [pernoctó] en Guira».
18 de mayo. Se quemó el caserío «Capellanía» compuesto de unas sesenta casas, algunas de ellas de mampostería de donde salimos a las 5 t. [tarde] c. [campó] Puerta de Guira.
La «brigada», cuyo tamaño era algo menor que el de una compañía regular, evitaba de manera estudiada a las tropas españolas, pero se vio inmersa en varios encuentros con fuerzas privadas a sueldo de los hacendados del azúcar. A principios de junio, atacan Ceiba del Agua, pero encuentran que está defendida por unos ciento cincuenta milicianos, de forma que prenden fuego a quince o veinte casas de los alrededores antes de retirarse. El 12 de junio tienen mejor suerte contra la indefensa localidad de Batabanó, donde incendian ciento cincuenta casas.
La experiencia de Raúl Martí en La Habana es parecida. El 16 de febrero, Martí se encuentra al mando de un escuadrón de cuarenta y cinco hombres cerca de esta región, pero durante la siguiente semana pierde a veintiuno en dos combates inesperados con los españoles. El 29 de febrero se le ordena que ocupe diferentes localidades cercanas a La Habana, y Martí descubre que no puede hacerlo a causa de la «mucha aglomeración del enemigo» y el escaso número de sus hombres. Asimismo, se encuentra «muy escaso de parque» y así la mayor parte de los hombres que habían sobrevivido a los encuentros con los españoles «dispersos», eufemismo que podía significar cualquier cosa, desde la muerte o la deserción, a una separación accidental y temporal. Martí continúa con operaciones de otro tipo: incendia tres puentes y algunas casas y campos de caña. Pero hasta esto resultaba difícil y, finalmente, «la caballería cansada y […] la dispersión» lo obligan a ocultarse. Contrae la fiebre amarilla y pasa varios días en cama, escondido por los campesinos y «sin saber nada» del paradero de lo que queda de sus fuerzas. «Sigo muy mal», escribe en su diario, «no me puedo mover, estoy paralizado sin recursos ni auxilio». Una patrulla española casi llega a atraparle, pero los campesinos que le han ocultado logran subirle a un caballo y conducirle a la seguridad de los bosques.
Martí se recuperó, pero no sus hombres. Había perdido tantos a causa de las muertes y las deserciones que lo que quedaba bajo el mando de Martí ya no podía considerarse una fuerza de combate seria. La brigada de Martí pertenecía al regimiento de Calixto García que comandaba José María Aguirre, pero estaba tan mermada que incluso Aguirre estaba empezando a usar términos como «brigada» o «regimiento» entre comillas. Con todo, Aguirre conducía una campaña agresiva que incluía la destrucción de puentes, vías férreas, líneas del telégrafo y edificios.
En la mañana del 26 de abril, los insurgentes hicieron explotar una bomba en el sótano del palacio del capitán general, muy cerca del dormitorio del propio Weyler, pero éste se encontraba ya trabajando en su oficina y escapó ileso del atentado. La dependencia de los cubanos respecto a la dinamita en éste y otros ataques —en especial los realizados contra los pasajeros de los trenes— dieron mala prensa a la insurgencia. La táctica era prácticamente terrorista: era el tipo de cosas que hacían los anarquistas para conseguir sus fines. De hecho, el intento de asesinato de Weyler se realizó en colaboración por un nacionalista cubano y dos anarquistas. La perspectiva de que pudieran ser comparados con terroristas preocupaba a los líderes cubanos, pero el mundo pronto perdonó estos métodos; la comunidad internacional parecía aceptar la idea de que en una guerra de liberación popular se podían permitir ciertas prácticas poco ortodoxas, incluso dinamitar trenes con confiados pasajeros en su interior o atentar contra los líderes enemigos mientras dormían. Después de todo, ¿acaso no cometían los españoles los mismos crímenes? En España, desde luego, no hubo olvido. Los insurgentes pasaron a ser llamados «dinamiteros anarquistas» en la prensa y su uso del terror sólo pareció reforzar la determinación de Weyler y de los partidarios de la línea dura.
En cualquier caso, los muy presionados insurgentes de La Habana no tenían muchas opciones al respecto. Aguirre tenía poca munición en la primavera de 1896 y la mayoría de sus hombres había desertado, así que siguió contribuyendo a la liberación de Cuba con una campaña de incendios y destrucción tremendamente efectiva. Maceo felicitó a Aguirre por su uso creativo de la dinamita y el fuego y lo animaba con nuevas órdenes de «que se destruya todo edificio que pueda ofrecer refugio y defensa al enemigo, así como se inutilice todo el tabaco y maíz que se encuentren depositados en ese territorio».
Parecía que iba producirse un punto de inflexión cuando, el 7 de julio de 1896, en Boca Ciega, cerca de La Habana, el yate Three Friends desembarca unos trescientos cincuenta mil cartuchos de munición y a sesenta y cinco hombres armados. Con todo, Aguirre seguía teniendo problemas para usar este alijo, porque no era capaz de reunir a sus fuerzas. Aguirre había autorizado a sus oficiales, como el capitán Jesús Planas, para que reclutaran a su discreción y operaran de forma independiente. Planas había recibido de Aguirre lo que equivalía a una «patente de corso», que le daba derecho a «reclutar e incorporar a sus filas a todo disperso y grupo de individuos» que no tuviera otras órdenes en la jurisdicción de San Antonio de los Baños. Estas dificultades en la provincia de La Habana impidieron a Aguirre ayudar a Maceo o atacar a los españoles, fracasos que pronto provocarían su sustitución por Bruno Zayas[45].
La dispersión de las fuerzas insurgentes en La Habana contribuyó en gran medida al aislamiento de Maceo en Pinar del Río. Se suponía que las armas y la munición que llegaban a La Habana y Matanzas se enviarían a Maceo a través de Aguirre, pero el transporte vía La Habana se había vuelto complicado. Las provisiones solían ir menguando según iban hacia el oeste, y la gran abundancia de fuerzas españolas hacía inviable el envío de caravanas grandes. Asimismo, se había hecho imposible cruzar por la fuerza la trocha Mariel-Majana.
Raúl Martí, recuperado de su enfermedad y harto de huir y esconderse en La Habana, trata de cruzar la trocha occidental en abril de 1896, para unirse a Maceo, y se da cuenta de lo difícil que resulta. Junto a varias docenas de hombres, el resto de su brigada, lo intenta por primera vez el 16 de abril. Es rechazado y durante la huida agota su munición. Al día siguiente vuelve a intentarlo, pero fracasa de nuevo. «Siempre encontramos balas y soldados», escribía Martí en su diario. «Retrocedo para intentar pasar por la costa sur, a donde se me dice que es más fácil». Pero no lo era tanto. En el extremo sur, la línea discurría por pantanos que podían ser tan letales para los cubanos como para los españoles. Martí se quedó empantanado y, como la mayoría de sus hombres, contrajo la malaria. Por seis veces, de abril a mayo, intentó Martí cruzar la trocha Mariel-Majana y en todas ellas tuvo que dar la vuelta y sufrió muchas bajas. Finalmente, el 25 de mayo, es atacado por fuerzas españolas que matan a cuatro de sus hombres y hieren a treinta y uno, incluyendo al propio Martí, que es alcanzado en la rodilla. No hay más entradas en su diario[46].
Por mal que fueran las cosas en La Habana para los insurgentes, más al este, en Matanzas, las cosas iban aún peor. El diario de la brigada que operaba en Matanzas describe a unos pocos cientos de hombres incendiando caña, disparando al azar a los trenes de pasajeros y destruyendo estructuras en ingenios abandonados. El punto culminante del verano llega cuando usan cinco cartuchos de dinamita para descarrilar un tren cerca de una plantación llamada Crimea[47]. El general José Lacret, jefe provincial, informa que sus oficiales están desertando con su tropa y sus armas. En junio, el teniente coronel Pedro Miquelina utiliza un salvoconducto emitido por Lacret para volver a Santiago con cincuenta y tres hombres. El momento no era el adecuado, ya que España se encontraba en plena ofensiva en la zona de Matanzas, donde se suponía que debía estacionarse Miquelina. El resto de sus hombres se había quedado sin provisiones ni mandos y veinte de ellos se habían pasado al bando español con sus caballos y armas.
Cuando el orden se vino abajo en Matanzas, los oficiales empezaron a robar a la república en armas, capturando y ocultando, incluso, los suministros que con tanta dificultad traían los expedicionarios procedentes de Estados Unidos. El barco Commodore, por ejemplo, había desembarcado en marzo un cañón de fuego rápido, doscientos rifles y quinientos mil cartuchos de Remington, pero casi todos estos pertrechos desaparecieron misteriosamente después de ser recogidos por insurgentes bajo la autoridad nominal de Lacret. En cartas a Gómez y Maceo, Lacret admitía su propia culpabilidad por haber confiado de forma ingenua en el acicate del patriotismo sin darse cuenta de que tenía que vigilar a sus propios oficiales para evitar robos. Otros oficiales de Lacret simplemente se negaban a hacer nada, aunque éste intentaba empujar a sus hombres a la acción. En una carta del 29 de julio de 1896, reprende al teniente coronel Aurelio Sanabria: «Me causa suma extrañeza la inercia que viene notándose en Vd. El parque que le he entregado no es para que lo guarde, sino para que lo emplee contra el enemigo».
El problema no era únicamente la baja moral y la escasa fiabilidad de los oficiales. Los hombres de Lacret estaban muriendo. El general de brigada Eduardo García informaba de que la mayoría de sus hombres estaban enfermos de malaria y muchos habían fallecido: «El poco personal que queda se ha hecho cargo de los enfermos también. No ignora Vd. que no tenemos tan sólo una píldora de quinina para contener tan terrible enfermedad que se ha hecho crónica entre nosotros». En agosto, ni el propio Lacret tenía munición. Cinco de los ochos escuadrones de caballería de su «división» habían desaparecido y los tres restantes estaban diezmados. El 10 de septiembre, en una carta a la Secretaría de Hacienda del Gobierno Provisional, Lacret escribe: «Mi distinguido amigo: en situación apurada me dirijo a Vd. Tengo heridos y enfermos y no tengo medicinas para ellos. Tengo 250 fusiles Mauser sin parque». Tampoco tenía dinero para comprarla, ya que los funcionarios civiles de la provincia que se suponían iban a ayudarlo se habían ocultado o habían sido detenidos. «Necesito que Vd. me preste hasta 10.000 pesos». El 21 de septiembre, Lacret hace saber a Maceo que no está en condiciones de unirse a él para la campaña de invierno. Matanzas se había perdido; las fuerzas insurgentes se habían deshecho. La tropa que quedaba estaba «descalza en su mayor parte y casi desnuda y enferma de paludismo que reina con carácter epidémico; los hospitales de sangre abandonados por los facultativos y desprovistos en absoluto de medicamentos», debido a que los funcionarios cubanos de Matanzas no habían podido recaudar los impuestos. Un hospital de campaña levantado en enero de 1896 tenía ciento veintisiete pacientes enfermos o heridos ese verano, pero ningún médico o personal sanitario, ya que todos habían abandonado sus puestos. Pocos meses después, Lacret escribe a Tomás Estrada Palma, entonces a la cabeza de la delegación cubana en Nueva York, admitiendo: «No puedo ocupar militarmente ni un solo lugar sin atraer la atención del enemigo»[48].
Este estado de cosas en La Habana y Matanzas, técnicamente bajo el mando de Maceo, nos sirve para entender dos cosas: la insistencia por parte de Gómez en que Maceo volviera a cruzar la trocha Mariel-Majana para salvar la situación en estas dos regiones, y el caso omiso que Maceo hizo de estas órdenes, así como la desastrosa situación al este de la trocha. Los mensajes que pudieron pasar en otoño de 1896 llegaron demasiado tarde. La trocha Mariel-Majana se había hecho demasiado fuerte y Maceo ya no podía cruzarla[49].
Aunque la correspondencia interna nos revela el deprimente estado de la insurrección en La Habana y Matanzas, Aguirre y Lacret sólo mostraban públicamente las noticias más optimistas. La administración Cleveland requería informes de campo para aclararse respecto a la situación cubana, así que Lacret y Aguirre ordenaron a sus subordinados que suministraran listas de hombres e informes de las batallas. Si no había hombres o batallas de las que informar, pedían a sus oficiales que las suministraran igualmente. Había que evitar decepcionar a los estadounidenses, así que se hizo creer a éstos que la insurrección se mantenía fuerte en el oeste de Cuba.
De hecho, Lacret se había convencido, a medida que Weyler vertía recursos en las provincias occidentales, de que una victoria cubana sin algún tipo de intervención de Estados Unidos ya no era posible. En una carta del 3 de agosto, escrita a un simpatizante estadounidense, Lacret describe la lamentable situación en Matanzas y concluye: «… aún mayor responsabilidad cabe a la nación mentora, a la poderosa y grande nación americana, que acaso tan sólo con fruncir el ceño arrojaría de este país [a] la raza infernal». Si no ocurriera esto y la guerra continuara, «el último general español victorioso en la lid mandará sobre un montón de escombros y todo cubano habrá muerto»[50]. El pensamiento apocalíptico había reemplazado a la confianza de 1895[51]. Era un momento peligroso para la revolución. La invasión de 1895 a 1896 había consumido casi todos los recursos y gran parte del entusiasmo inicial. Se iba imponiendo la idea de que se trataba de una guerra de desgaste, como la de 1868 a 1878, y lo peor aún estaba por llegar.