La guerra llegó a Sabanilla, una pequeña localidad en la provincia de Matanzas, el 22 de enero de 1896. Luisa, una joven recién casada residente en esta localidad, escribe a su madre y le narra los acontecimientos: a las ocho y media de la mañana, una banda de insurgentes llega cabalgando a la ciudad entre gritos de «Viva Cuba libre» y sorprende a Luisa en su quehacer matutino. Su marido, Vijil, junto a otros cuarenta voluntarios pro españoles, corre a la iglesia que hace las veces de arsenal de la ciudad. Los insurgentes, al comprobar que tomar la iglesia no es tan sencillo, se dedican a saquear la ciudad, «quemándose once o doce casas»; luego «robaron todo cuanto pudieron», en especial comida, medicinas, ropa de cama y prendas de vestir, artículos siempre escasos en el Ejército Libertador. Los soldados entran a la fuerza en casa de Luisa y, aunque a ella no le ocurre nada, le roban todas sus posesiones. Cuando todo hubo acabado, a Luisa sólo le queda la ropa que llevaba puesta y tres monedas que ha conseguido poner a buen recaudo. Los hombres se habían llevado incluso su máquina de coser, un trofeo codiciado por los integrantes del Ejército Libertador, que a menudo iban vestidos con harapos y sacos agujereados a falta de medios con los que hacer ropa o arreglar la que tenían. Sin embargo, lo que más horrorizó a Luisa fue la presencia de aproximadamente un centenar de negros armados con machetes que seguían a los invasores para aprovecharse del caos y robar todo lo posible. Algunos negros de la ciudad y de las zonas rurales cercanas se unieron también a la turbamulta[1].
Como muchos otros cubanos, Luisa temía a los negros, especialmente si llevaban machetes. Algunos republicanos propagaban la idea de Cuba como un paraíso de armonía racial, pero esto no era más que un sueño. La brecha que separaba a negros y blancos en Cuba en el siglo XIX ha sido investigada por diferentes historiadores, que han constatado que era mayor de lo que las versiones convencionales del movimiento de liberación cubano han reconocido nunca. Se suponía que la «guerra de redención» acabaría en una comunidad nacional armoniosa para todos, pero no tenía la fuerza suficiente para lograrlo. Los republicanos denunciaban el racismo y las diferencias sociales con las que se emparejaba, pero no estaba en sus manos erradicar esto de la noche a la mañana.
El racismo también ayuda a entender por qué quienes acabaron sufriendo más en el combate de Sabanilla fueron los propios «alborotadores» negros locales. El Ejército Libertador mató a dos voluntarios pro españoles y a un civil desarmado e hirió a dos guardias civiles. Luisa pensó que los defensores de la ciudad matarían y herirían a su vez a varios rebeldes, pero lo que más recordaba, sin embargo, era ver cómo mataban a ocho «negros locales» justo enfrente de su casa, una vez finalizado el combate. De esta forma, una vez que los rebeldes se hubieron retirado, los blancos volvieron a imponer el orden racial propio de la Cuba colonial. Como ocurría frecuentemente, el Ejército Libertador había pasado demasiado deprisa, dejando indefensos a sus aliados locales, en especial a los negros.
En los días que siguieron a la retirada de los cubanos, las tropas y los ingenieros españoles llegaron a Sabanilla para construir fortificaciones que evitaran nuevos acontecimientos como los del 22 de enero. Pero los habitantes blancos de la localidad de Sabanilla habían perdido la confianza. «Se han ido muchas familias para Matanzas», escribía Luisa, «Hoy las calles están desiertas [y] por dondequiera se ve la miseria». Las personas con medios para huir a ciudades más grandes ya lo habían hecho; sólo los pobres permanecían viviendo en condiciones terribles, refugiados tras las nuevas fortificaciones y aislados del mundo. La escasez de comida fue un problema inmediato: los que, huyendo de la pobreza, se dirigieron a Matanzas, que fueron muchos, no tuvieron mejor suerte, ya que esta ciudad era uno de los centros de refugiados más peligrosos de Cuba, como veremos más adelante.
A Luisa, la experiencia la hizo temer por su madre y el resto de su familia, y pidió a su madre que ocultara a su hermano pequeño para evitar que alguno de los dos bandos lo alistara, y que, en todo caso, lo vistiera con harapos y lo montara un jamelgo con silla vieja para que, si era detenido, pasara por pobre. Como en todas las guerras «del pueblo», muchas personas, quizá la mayoría, trataba de mantenerse al margen, como hizo esta mujer.
A Luisa le avergonzaba aconsejar de esta manera a su madre y a su familia. Opinaba que era su deber y el de su hermano servir a la monarquía española contra los rebeldes, a los que consideraba bandidos. Estaba orgullosa del papel de su marido Vijil con los voluntarios en la lucha contra los insurgentes que llegaron a Sabanilla. No obstante, advertía de que «a los que estén en el campo no les conviene ser voluntarios, porque los insurrectos les tienen mucho odio a los voluntarios». De hecho, aconsejaba esconder las armas y los viejos uniformes para evitar ser relacionados con el régimen español. Es posible que el Ejército Libertador cubano no pudiera conservar Sabanilla mucho tiempo, pero había creado una impresión indeleble en Luisa y otras personas como ella, extendiendo el miedo y la división entre los elementos pro españoles y obligándolos a disimular su propia condición para capear la tormenta de la guerra. Sembrar el terror en los corazones de los civiles es una de las metas fundamentales de toda guerra de guerrillas, y el éxito de la insurgencia cubana en lugares como Sabanilla era una condición previa importante para la victoria.
Resulta difícil saber lo habitual que era el caso de Luisa, pero los acontecimientos de Sabanilla forman parte de un patrón que quedó definido a principios de 1896. El 4 de enero, dieciocho días después del asalto a Sabanilla, la caballería de Maceo atacó la ciudad de Guira de Melena, en la provincia de La Habana, galopando de un lado a otro por las calles desiertas, blandiendo sus machetes y gritando «Viva Cuba libre» en medio del silencio[2]. En algunos ingenios cercanos como Mi Rosa y San Martirio, las demostraciones de este tipo habían bastado para desencadenar celebraciones entusiastas. Los cortadores de caña y los trabajadores de los ingenios, en su mayoría afrocubanos, ondearon banderas improvisadas, cantaron el himno cubano y brindaron por el Ejército Libertador. Algunos se unieron a la insurrección. Guira de Melena, en cualquier caso, era una ciudad importante, con una guarnición de voluntarios pro españoles decididos a defender el lugar. Sus habitantes, en consecuencia, tenían que ser cautos y comparar, en silencio y detrás de sus ventanas, el número de tropas cubanas y el de los hombres que conformaban la guarnición para calcular las posibilidades de ambos bandos antes de elegir el suyo.
De hecho, el 4 de enero Gómez y Maceo disponían de casi cuatro mil hombres cerca de Guira de Melena, pero sólo unos pocos escuadrones de caballería se vieron involucrados en el asalto inicial. En primer lugar, se dirigieron a toda prisa hacia la estructura más importante, la iglesia de la ciudad, construida con piedra y mampostería. La defensa de la ciudad tendría que realizarse obligatoriamente allí. Los voluntarios locales ya la habían ocupado y dispararon a los jinetes cubanos según pasaban, hiriendo a un teniente del tercer escuadrón. Pero los cubanos seguían avanzando, pues no querían gastar su escasa munición con un asedio. Detenerse sólo habría servido para quedar expuestos en un lugar vulnerable a un contraataque de las fuerzas regulares españolas, ya que Guira de Melena se encontraba tan sólo a treinta y dos kilómetros de La Habana y en una región fuertemente defendida por los españoles. Lo que los cubanos querían era comida, ropa, armas, munición y más reclutas, y lo querían rápido. Así pues, pasaron por alto a los hombres parapetados en la iglesia y comenzaron a entrar casa por casa, sacando a la gente a medida que más hombres de Maceo se adentraban en la ciudad.
En este punto, mientras sus hogares eran saqueados y los hombres de la milicia permanecían escondidos en la iglesia sin hacer nada para ayudarlos, los habitantes de Guira de Melena hicieron su elección. Algunos comenzaron a cantar el himno nacional republicano y otros corearon «Viva Cuba libre». La milicia de la iglesia se dio cuenta de que todo había terminado y se rindió. Por desgracia para la gente de Guira de Melena, su manifestación patriótica había llegado demasiado tarde para contentar a Maceo. Sus hombres saquearon la ciudad con ayuda de algunos de sus habitantes y le prendieron fuego, tal y como Maceo había ordenado hacer con las localidades que opusieran resistencia. Las leyes revolucionarias exigían la pena de muerte para los cubanos que colaboraran con España, de modo que se llevaron a los milicianos capturados fuera de la ciudad y los «liberaron» al día siguiente, aunque no está claro en qué consistió tal liberación.
La historia de Luisa acerca de Sabanilla y la versión cubana del ataque a Guira de Melena ilustran una serie de aspectos importantes relativos a la guerra de Cuba. Por encima de todo, nos recuerdan que debemos ser escépticos al contemplar la Guerra de Independencia cubana como la guerra «mayoritaria» que han imaginado algunos historiadores como Roig de Leuchsenring. De hecho, aunque resulte imposible de determinar, es muy probable que muchos cubanos adoptasen la posición de Luisa. Merece la pena recordar que cuarenta mil cubanos —menos del tres por ciento de la población de la isla— se enrolaron realmente en el Ejército Libertador y que muchos lo hicieron cuando el conflicto veía su fin, cuando los españoles redujeron su actividad bélica. Entretanto, como ya hemos visto, al menos este número de cubanos (otras fuentes afirman que fueron sesenta mil) servían bajo la bandera de España, aunque esta cifra incluye a los hombres de las milicias urbanas y a otros que nunca llegaron a entrar en combate. En cualquier caso, la llegada de los orientales de Maceo al occidente no se produjo en un único acto de «liberación», sino como un encuentro complejo caracterizado por el colaboracionismo, la resistencia y los intentos de parecer neutrales.
La gente de la Cuba occidental respondió de forma diversa a la invasión de los orientales. En general, los residentes de zonas rurales (cortadores de caña, pequeños granjeros y trabajadores ocasionales) eran los más propensos a recibir a las tropas cubanas como libertadores, o incluso a unirse a ellas. Por el contrario, los habitantes de las ciudades tendían a verlos como extranjeros del este que hablaban un dialecto diferente y se comportaban de forma extraña. También había una división racial: los blancos eran más proclives a oponerse a la fuerza invasora y los negros a unirse a ella. En cualquier caso, la incidencia de la resistencia y de la adaptación a la invasión no obedecía estrictamente a estas categorías sociológicas. Algunos blancos lucharon por España, algunos campesinos huyeron de los insurgentes y hubo jóvenes blancos de las ciudades que acudieron a la manigua para unirse al Ejército Libertador en busca de aventuras. Los cubanos reaccionaron ante la revolución de una forma incierta y según las condiciones locales, la proximidad de las fuerzas españolas, la fuerza de los insurgentes y otros factores.
Por supuesto, resulta imposible saber si el caso de Luisa era o no representativo, pero su historia nos recuerda que es necesario cuestionar el papel asignado a las mujeres cubanas en determinada literatura de corte patriótico. Según José Miró, cuando Gómez reunió a sus fuerzas en octubre y noviembre en oriente, las mujeres de allí les dieron una bienvenida entusiasta. Fue el «periodo más hermoso de la Revolución, el de la fe ciega y victoriosa», en el que todos los civiles parecían apoyar la causa con un patriotismo desenfrenado. «Todo es grande y poético en esa fecha», continúa Miró, «por la intervención de la mujer que, transfigurada por el amor a la patria aparece como un emblema de gloria, infunde su alma pasional al militante y […] muéstranse orgullosas de que a los suyos les haya tocado en suerte ir con el caudillo oriental a realizar la conquista de los dominios españoles en el remoto occidente»[3]. Una vez que la invasión logró su objetivo y Maceo había conquistado gran parte de Pinar del Río, las mujeres aquí también apoyaron la revolución, y algunas incluso «empuñaron las armas, y tomaron parte en reñidísimos combates», hombro con hombro con las tropas de Maceo, según un veterano[4]. Los periódicos estadounidenses —nunca demasiado atentos a la realidad— incluso narraban cómo hubo compañías de amazonas que asaltaban las filas de la infantería española machete en mano[5]. En esta versión de los acontecimientos está clara la relación entre las mujeres que se unían al combate y la llegada a la edad adulta de la nación cubana. El poder de la revolución era la emanación de un sentimiento de «cubanidad» totalmente desarrollado, «cubanidad» que era en sí misma el producto de muchos años de lucha colectiva y que había llegado a afectar a la conciencia de la mayoría de los civiles de ambos sexos[6].
Como todos los mitos, éste refleja parte de lo que realmente sucedió. La imagen de la mujer en armas es uno de los símbolos patrióticos más reverenciados. Según la lógica del patriotismo, si las mujeres combaten significa que se trata de una guerra popular, una guerra nacional. En consecuencia, los patriotas hacen uso de la imagen de la mujer armada y de la mujer dura que orgullosamente envía a sus familiares varones al frente como una forma de reafirmar su derecho a hablar por el pueblo. El único problema de este tipo de retórica, en el caso de la guerra de Cuba (como en la mayor parte de ellas), es que apenas existen evidencias que la apoyen. Las mujeres no aparecen en las listas de reclutamiento del Ejército, en las listas de heridos o muertos, ni en ningún otro tipo de documento que refleje la realidad del campo de batalla. Los casos de mujeres como Adela Azcuiz, que ayudó a curar a los hombres de la Primera Compañía del batallón Oriente, o de Luz Noriega, que trabajó con su marido, el doctor José Hernández, son notables y famosos, pero no representativos[7]. Tampoco vemos a mujeres acudiendo con sus familias al territorio controlado por los cubanos, sino más bien todo lo contrario. La mayor parte de ellas huía de la columna invasora hacia las ciudades españolas, y de ahí que hubiera tantas mujeres y niños entre los refugiados. Las mujeres huían de la guerra. No es una conclusión sorprendente, pero es necesario destacarla a la vista del énfasis que Miró, Souza y otros hacen del «ardor unánime» del pueblo cubano por la liberación[8].
Las excepciones, por su notoriedad, sólo sirven para que resalte la verdad general. Paulina González era una de estas excepciones. Se alistó en el Ejército cubano y llegó a ser teniente, convirtiéndose en una celebridad y luchando junto a su marido, el capitán Rafael González, cerca de Santa Clara. Cuando llegó a oídos de Máximo Gómez la noticia de su existencia, el hombre se mostró escandalizado y ordenó que se mantuviera a ésta y a otras mujeres lejos de las zonas de combate. Esto no habría ocurrido si casos como los de Paulina González hubieran sido realmente muy comunes. Es más, no está del todo claro si Paulina luchaba por un sentimiento nacionalista o por otros más personales, como el de permanecer cerca de su marido[9].
Según el historiador cubano Antonio Núñez Jiménez, el uso de la palabra «cubano/a» data del segundo tercio del siglo XIX[10]. El neologismo describía un nuevo fenómeno que Louis Pérez Jr. analiza en el libro On Becoming Cuban. Pero la emergencia de una nueva identidad entre las elites cubanas de este periodo es una cosa, y el nacionalismo de las masas es algo completamente diferente. Para la mayor parte de los cubanos fue la propia guerra —e incluso los acontecimientos posteriores a la guerra, como el conflicto con Estados Unidos— la que agudizó su identidad cubana. En consecuencia, no debe sorprendernos que las masas cubanas no se movilizaran bajo la bandera de la libertad nacional entre 1895 y 1896[11].
El sentimiento nacional es una cuestión resbaladiza que no se puede comprender sólo con explicaciones que hagan un énfasis excesivo en causas económicas y sociales. Como la clase social, la pertenencia étnica o cualquier otra construcción ideológica, el nacionalismo es evanescente y relacional, y va y viene como respuesta a circunstacias y acontecimientos inmediatos. No es una visita que aparece de vez en cuando en la vida de una persona, y que se queda fija cuando ésta se vuelve «moderna» y se integra «objetivamente» en un Estado nacional o económico. Además, el nacionalismo es una competición permanente con otras identidades. Por ejemplo, los cubanos pueden sentirse trabajadores, mujeres, hispanos, negros, mulatos, caribeños, orientales y cubanos al mismo tiempo, o sólo una de estas cosas, según el contexto en el que se encuentren. Una forma mejor de entender el nacionalismo cubano en el siglo XIX es contemplarlo en relación a los acontecimientos inmediatos, y no simplemente como un producto a largo plazo e inamovible de la evolución económica, social y política a través de décadas o de siglos. Manuel Piedra Martel, uno de los generales insurgentes, tenía razón cuando escribía, en un momento de descarnada honestidad, que «el espíritu nacional de independencia nunca estuvo bien desarrollado en Cuba. No lo estaba en 1868, tampoco en 1895 […], pese a que algunos historiadores quieran ver […] la tendencia separatista ya definida» en los años anteriores al alzamiento de Baire. «La guerra del 68 la sostuvo una heroica minoría, que se batió por espacio de diez años ante la indiferencia —quizá ante la reprobación— de una inmensa mayoría, e igual ocurrió en el 95»[12].
Los civiles no acudieron en tropel al Ejército Libertador. Ni en Sabanilla, ni en Guira de Melena, ni en ninguna otra parte de la Cuba occidental. El rastro de humo y cenizas que dejaba tras de sí la columna de invasión al incendiar las ciudades que se resistían lo prueba. Los líderes cubanos se dieron cuenta de que no llegarían lejos si confiaban exclusivamente en el entusiasmo espontáneo de los civiles. Según una venerable creencia que data al menos de la alabanza de Maquiavelo hacia las milicias republicanas, se supone que los ciudadanos armados son los mejores combatientes. Pero Gómez y Maceo no cometieron ese error. Como escribía José Miró: «Error gravísimo ha sido en todo tiempo, y causa de no pocos desastres, la suposición de que el insurgente, aún antes de conocer lo más elemental de la milicia, supera al soldado regular en capacidad ofensiva, como si la aptitud batalladora fuese innata en el hombre […] Por fortuna, los caudillos [del Ejército Libertador] no participaban de semejante teoría […] sino que […] reconocían la utilidad de la instrucción militar y lo saludable de la disciplina»[13]. Gómez, Maceo y otros oficiales del Ejército Libertador cubano hicieron todos los esfuerzos posibles para imponer la disciplina y para convertir a sus hombres, en la medida de lo posible, en soldados regulares. Desde este punto de vista, los logros de los líderes revolucionarios se nos hacen mucho más impresionantes. Unos pocos miles de hombres con Gómez a la cabeza forjaron Cuba, mientras la mayoría de los cubanos observaban pasivamente y un número significativo se resistía de forma activa[14]. La Guerra de Independencia cubana fue tanto una guerra de liberación nacional como una guerra civil en torno al concepto de «cubanidad».
Durante el saqueo de Sabanilla, Luisa fue testigo de un fenómeno que se produjo frecuentemente durante la Guerra de Independencia. Allá donde iba el Ejército Libertador, un gran número de hombres, en su mayoría afrocubanos, lo seguía o se unía temporalmente a él para, aprovechándose de la guerra, reimplantar una versión tosca de la justicia social y racial, o simplemente para beneficiarse con el saqueo. Éstos, denominados «plateados», eran «asesinos y degolladores de la peor especie», según un observador estadounidense que simpatizaba con los insurgentes. Incluso Maceo odiaba a los plateados, quizá más que nadie. Los plateados se mofaban de sus ideales y de su liderazgo e incluso, a ojos de algunos blancos, desacreditaban a su raza. Normalmente, no disponían de más armas que los machetes, lo que no los hacía especialmente peligrosos para los soldados, pero sí para los civiles desarmados. En este sentido, el machete funcionó en Cuba como ha funcionado en muchas guerras civiles y étnicas del siglo XX: como el arma favorita para atacar a civiles desvalidos, que es una tarea brutal pero siempre necesaria para los ejércitos insurgentes. Los plateados se unían al Ejército Libertador sólo para desertar cuando llegaban las batallas serias. Esto, y su hábito de atacar a los civiles, parecía un daño potencial para la causa de la independencia cubana y les hacía objeto del desprecio de los oficiales, para quienes los plateados «no respetan ningún bando y no hacen sino matar y robar cuando se presenta la oportunidad»[15]. De vez en cuando, los oficiales cubanos arrestaban y ahorcaban a los más notorios, pero tenían que caminar sobre la delgada línea que separaba el mantenimiento de un cierto orden dentro de la revolución y el que sus actos se identificaran como igual de represivos que los de los españoles. Después de todo, los plateados respondían con sus actos a crímenes raciales y sociales que se remontaban a generaciones anteriores y el miedo que inspiraban podía ser beneficioso para que los civiles fueran más reacios a defender el orden colonial por miedo a represalias.
También debe hacerse notar que la diferencia entre los plateados y las unidades del Ejército Libertador no siempre estaba clara. La frágil cohesión caracterizó a las unidades del ejército cubano durante toda la guerra. Cuando los españoles combatían con ímpetu, los batallones cubanos se deshacían, en parte por la presión de la lucha constante, pero también como consecuencia de su propio diseño. Es parte de la naturaleza de la guerra de guerrillas contra un enemigo superior el que las compañías, los escuadrones e incluso los individuos puedan actuar de manera autónoma durante semanas e incluso meses en momentos de escasa supervisión. Dispersas, las guerrillas no son blanco de la atención del enemigo, y cuando éste baja la guardia, entonces los grupos aislados vuelven a concentrarse para la siguiente misión.
Los problemas surgían entre una misión y la siguiente. Los hombres abandonaban sus unidades y no volvían, o la moral se venía abajo y las guerrillas se convertían en grupos de filibusteros. En Cuba, los pelotones de pequeño tamaño, de una o dos docenas de hombres, debían ocuparse de sí mismos durante meses, vivir de la población civil, buscar misiones que realizar —o no— y evitar el contacto con las fuerzas regulares españolas. Inevitablemente, los plateados se unían y se mezclaban con ellos. Cuando los oficiales de nuevo cuño se daban cuenta de que no serían relevados y de que no recibirían suministros del Gobierno Provisional, se dedicaban a robar para sobrevivir. Sin municiones, su única arma era el machete, lo que implicaba que no podían enfrentarse a los españoles, sino sólo abusar de los civiles o acabar con algún enemigo rezagado.
Isabel Rubio, una patriota cubana de Pinar del Río, dejó un escrito en el que contaba cómo esta forma de actuar destruyó a una amiga suya, la señora Rabasa. En la carta, fechada el 2 de julio de 1896, dice que los insurgentes le requisaron a la señora Rabasa todo su ganado menos una vaca, pero luego llegó el insurrecto Enrique Pérez y se la quitó también a pesar de que el marido de ella estaba en el ejército cubano. «Después», narra Rubio, «vino el negro Flores y le quitó la máquina de coser. A ella no le queda más remedio que implorar la caridad, o ir a las trincheras enemigas a comer galleta de los soldados españoles». Muchas personas habían huido junto a los españoles por necesidad y muchas otras las seguirían, predecía Isabel Rubio, a no ser que las cosas cambiaran. «Mucho ojo con tanto insurrecto regado que no hace más que hacer daño y desacreditar la causa»[16].
Lamentablemente, este tipo de comportamiento fue común durante la guerra. El diario y la correspondencia del general José Lacret abundan en quejas hacia las unidades dispersas en La Habana y Matanzas que «avergüenzan y desdoran nuestra causa». En estas dos provincias, después de febrero de 1896, las guerrillas insurgentes perdieron todo sentido de su misión y comenzaron a deshacerse. Según Lacret, en Matanzas, algunos oficiales, tan «faltos de conciencia como avezados al mal», habían abandonado por completo la idea de luchar contra los españoles y se habían entregado en cuerpo y alma al «robo y al pillaje». Otros habían establecido tinglados de extorsión y exigían dinero a hacendados y comerciantes a cambio de protección, sin intención alguna de usar lo recaudado en la lucha contra España. Estos y otros «desórdenes inexplicables», incluyendo el brutal tratamiento que se dio a civiles pobres y hambrientos, harían que, temía Lacret, la gente diera la espalda a la idea de una república independiente[17].
El diario de campaña de Antonio González Abreu, del regimiento Cienfuegos, anotaba el rudo trato de sus propias unidades hacia los civiles: «Continúo en el Manguito [Matanzas], en donde por la noche [16 de agosto de 1896] he presenciado uno de los más repugnantes actos vandálicos que con frecuencia se cometen por hombres de corazón malvado. El comandante Antonio Machado dio orden de quemar todas las casas de la sitiera ‘Ojo de Agua’, pero en donde no hubiera peligro para los incendiarios, a los cuales autorizó para que recogiesen zapatos y ropas de hombre; pero el saqueo se extendió hasta dejar desnudos a hombres y mujeres». En el centro de Ojo de Agua había un fuerte, pero la guarnición no pudo hacer nada para proteger a las personas que vivían en los alrededores, así que fue allí donde los insurgentes centraron su actividad. Se trataba también de los lugares donde más apoyo local existía hacia la república, pero ni eso detuvo el pillaje, «las casas del poblado no fueron quemadas», recuerda González, «sino las que estaban lejos del fuerte; eran sitieros patriotas y con sus siembras y personas servían a la república». Ahora, ciertos hombres que se llamaban a sí mismos soldados de la república las habían destruido[18].
El veterano cubano Esteban Montejo recordaba a uno de sus oficiales al mando, un hombre llamado Tajó, como un «cuatrero con traje de libertador». Tajó se dedicó al robo y a la destrucción durante una temporada y luego se rindió a los españoles a cambio de la amnistía y un botín, sólo para volver más tarde al bando insurrecto cuando le convino y siempre para seguir dedicándose al crimen. «El infierno es poco para él, pero ahí debe [de] estar. Un hombre que se cogió a las hijas tantas veces, que no las dejó ni tener marido». Y alguien que se comportaba como un asesino «tendría que estar en el infierno», según Montejo[19].
Si la violencia contra los no combatientes era mala, la crueldad destinada a los cubanos que servían la causa española no conocía límites. No había piedad para los mensajeros de correo y demás funcionarios del régimen español. Con ellos, el machete sí era de utilidad. Los oficiales cubanos obligaban a los cubanos pro españoles a cavar sus propias tumbas y luego los acuchillaban al borde para ahorrar munición[20]. Gómez, al menos oficialmente, animaba a sus subordinados a tratar con respeto a los soldados españoles, quizá con la esperanza de recibir el mismo trato por parte del enemigo[21]. Sin embargo, sus hombres no siempre cumplían sus deseos en este asunto. A Quintín Bandera, que tenía reputación de ser brutal, le gustaba jugar, literalmente, con las cabezas cortadas de los soldados españoles capturados. Bandera les preguntaba sus nombres y, cuando decían «me llamo…», los interrumpía diciendo «Te llamabas», y sin más les cortaba la cabeza[22]. Por otra parte, los renegados cubanos recibían un trato incluso peor que los españoles. Un chileno que combatía en las filas de la república recordaba cómo su regimiento, a pesar de haberse quedado reducido a principios de 1898 al tamaño de una compañía, incapacitado por tanto para la acción, siguió imponiendo asiduamente la justicia revolucionaria a los propios cubanos. Su unidad capturó a diecisiete pro españoles en febrero de 1898 y, como disponían de munición abundante en aquel momento, disparó sobre ellos al borde de una tumba colectiva que les habían forzado a cavar[23]. Los bomberos y milicianos cubanos sabían bien lo que les esperaba si caían en manos de los insurgentes. Gómez y Maceo habían estado ejecutando regularmente a «traidores» cubanos desde la Guerra de los Diez Años. Esto puede parecer chocante, pero los combatientes de las guerras civiles no siempre pueden permitirse el lujo de la clemencia y lo que desde una perspectiva tiene el aspecto de bandidaje, crimen e incluso terrorismo, desde otra se trata de un grado de violencia adecuado y necesario para lograr la victoria[24].
Los diarios de otros oficiales cubanos también dejan constancia de estas prácticas. En la primavera de 1896, Baldomero Acosta, a cargo en La Habana de un pelotón de caballería de treinta hombres, anotaba las actividades de su unidad en un registro diario. Casi nunca se enfrentó a los españoles, pero era incansable ahorcando espías, que parecían estar por todos lados. Los juicios eran cuestión de minutos y un simple preámbulo para la ejecución inmediata, según las anodinas notas de Acosta en su diario: «hubo necesidad de privarle de la vida» o «dos espías ajusticiados en la calzada real». Siempre que era posible, los cadáveres se dejaban en cruces de caminos o junto a vías públicas, para que sirvieran de lección a otros[25]. Podían pasar meses sin que se produjera el más mínimo contacto con tropas regulares españolas, especialmente en La Habana y Matanzas, donde la insurgencia perdió pronto su cohesión. No obstante, aunque desorganizadas y debilitadas, las fuerzas cubanas seguían activas contra los colaboradores, y ejecutaron en la horca, fusilaron y mataron a machete a un número difícil de cuantificar[26]. Tras la batalla de Las Tunas, los hombres de Calixto García acuchillaron con sus machetes a cuarenta colaboradores cubanos hasta matarlos. La tortura tampoco se descartaba: los españoles encontraron el cadáver de un voluntario capturado al que se le habían arrancado las uñas de pies y manos[27].
Naturalmente, los cubanos pro españoles devolvían el trato siempre que apresaban a insurgentes. Estaban entre las fuerzas del bando español más despiadadas y temidas, cayendo por sorpresa en los campamentos cubanos y los hospitales de campaña, donde ni siquiera los enfermos y los heridos estaban a salvo. También allí el machete demostraba su utilidad como herramienta para liquidar a patriotas desarmados y convalecientes con la máxima violencia. Regiones enteras de Cuba se encontraban bajo el control, no tanto del ejército español como de los voluntarios cubanos pro españoles. La parte suroccidental de Santa Clara, por ejemplo, se encontraba dominada por un movimiento de guerrilla contrainsurgente organizado por cubanos de Cienfuegos[28]. El diario de campaña de Manuel Arbelo refleja la realidad de muchos patriotas cubanos que combatieron tanto contra sus hermanos en armas como contra las tropas españolas[29]. Estos voluntarios cubanos arriesgaban más que los reclutas españoles y cometían las atrocidades más infames contra los insurgentes y sus simpatizantes[30].
Cuando finalizó la guerra, Máximo Gómez y los otros líderes de la nueva república, en un intento de curar las profundas heridas que había dejado la contienda, insistían en que la guerra había unido a los cubanos, pero haríamos bien en no considerar este piadoso aserto como algo real. Los primeros cronistas de la guerra pretendían forjar una nación, y para ello consideraban adecuado ocultar la terrible violencia que había dividido a los cubanos[31]. Sin embargo, los veteranos que vivieron los combates conocían la realidad. Según la opinión de Esteban Montejo, se equivocaban aquellos políticos que después de la guerra insistían en que todos habían tenido corazón republicano y habían sido víctimas de la tiranía española. Montejo creía que los simpatizantes de los españoles tendrían que haber sido más castigados y los que apoyaron la revolución mejor recompensados, también que habría que haber «exterminado» tras la guerra a los cubanos que lucharon a favor de España[32].
Más adelante, trataremos las políticas de exterminio de Weyler y los españoles, pero debemos recordar que la guerra de Cuba tuvo aspectos criminales, no sólo debido a las prácticas de los españoles y de los voluntarios cubanos pro españoles, sino también al uso que hizo la insurgencia de la violencia contra cubanos que no se mostraban lo suficientemente patrióticos.
Esa violencia ejemplarizante era una parte necesaria y planificada de la estrategia de los insurgentes, y el incendio de Guira de Melena y la invasión de localidades como Sabanilla, en enero de 1896, lograron el efecto deseado. Muchas ciudades llegaron a la conclusión de que la resistencia no merecía la pena, lo que contribuyó a que la caballería de Maceo apenas encontrara oposición en la toma de docenas de localidades en las provincias de La Habana y Pinar del Río. En la mañana del día 5 de enero, cien voluntarios de la milicia de Alquizar —situada sólo a unos pocos kilómetros al oeste de Guira de Melena— se rindieron a las fuerzas cubanas sin luchar, pues los prohombres de la ciudad, con la esperanza de evitar un saqueo como el sufrido por sus vecinos de Guira, dieron la bienvenida a los cubanos en las afueras del municipio. Esa misma tarde, la caballería cubana tomaba Ceiba del Agua, que la milicia ya había abandonado. El 6 de enero cayeron Guayabal, Vereda Nueva, Hoyo Colorado y Punta Brava, si bien, como en el caso de Sabanilla, los cubanos sólo las ocuparon brevemente. El 9 de enero fue el turno de Cabañas, que Maceo, como «premio» para sus hombres, permitió saquear. El 10 de enero, una guarnición de voluntarios cubanos que luchaba por la causa pro española se rindió en San Diego de Miñas sin presentar resistencia y, el 11 de enero, la guarnición española de Las Pozas huyó precipitadamente dejando atrás cien rifles y a un alcalde que rindió la plaza pacíficamente para evitar represalias.
Durante los siguientes días de enero y febrero, los acontecimientos se desarrollaron más o menos de esta manera. Maceo avanza en el oeste sin encontrar apenas oposición. Aunque no siempre: el 16 de enero, Maceo asaltó la capital de la provincia de Pinar del Río, una tarea excesiva incluso para la fuerza de mil quinientos hombres de que disponía. Los residentes habían construido barricadas en las calles y, junto a las tropas españolas y multitud de refugiados de la zona rural, se habían preparado para defender la ciudad[33]. Los hombres de Maceo habían sorprendido a una caravana de mulas cuando abandonaba la ciudad, lo que les permitió hacerse con dieciocho bestias, dos carros y un lujoso coche de caballos tras anular su pequeña escolta de tropas regulares. En cualquier caso, Maceo había perdido a veintidós hombres en esta pequeña escaramuza con la infantería regular y se retiró a un alto cercano a la carretera. Al día siguiente, fue consciente de que no podría tomar la ciudad y la dejó en manos de los españoles y sus simpatizantes.
El 22 de enero, los cubanos marcharon sobre la pequeña ciudad de Mantua, el municipio más occidental de Cuba. El largo viaje hacia el oeste había finalizado. En Mantua, como en muchas otras ciudades pequeñas, Maceo no encontró resistencia y pudo ocuparla en un par de días. A principios de febrero, a medida que se incorporan reclutas de Mantua y otras partes de Pinar del Río, el ejército de Maceo creció hasta los veinticinco mil hombres, aunque desarmados en su mayor parte. Volvió a girar hacia el este y marchó sobre San Cristóbal, donde fue recibido con vivas por la población. El 14 de febrero, San Antonio de las Vegas se rindió pacíficamente. En otras ciudades, sin embargo, se reanudaron los combates y algunas volvieron a alinearse con los españoles, animadas por la llegada de numerosas tropas españolas a la provincia. Martínez Campos ya no estaba, y su sucesor temporal, el general Sabas Marín, demostró ser mucho más enérgico. El 4 de febrero, la ciudad de Candelaria había resistido junto a las tropas españolas y Maceo se había visto obligado a retirarse, no sin incendiarla antes en parte. El enfrentamiento con las tropas regulares españolas seguía siendo raro y, cuando se daba, los resultados no solían ser buenos para Maceo. En Paso Real y en el intento de defensa de San Cristóbal que ya hemos visto, llegó a perder trescientos hombres. A medida que aumentaba el número de tropas españolas, crecían las dificultades de Maceo, de modo que volvió a cruzar a la provincia de La Habana, donde, el 18 de febrero, se encontraba estacionada momentáneamente la milicia de la ciudad de Jaruco. Maceo saqueó el lugar e incendió 131 casas[34].
Gómez, por su parte, había estado actuando en La Habana en enero y febrero, atrayendo a las tropas españolas que lo perseguían, y entonces, el 19 de febrero, se encontró con Maceo para evaluar la situación y planificar el siguiente paso. La invasión del oeste había sido un triunfo clamoroso. Entre finales de noviembre y principios de enero, los cubanos habían avanzado a lo largo de toda la isla procurando evitar el enfrentamiento con el grueso del ejército español, aunque combatieron e incluso derrotaron a pequeños contingentes y, sobre todo, hicieron sentir su presencia en todo el territorio cubano. El humo de los campos de caña en llamas y las ruinas de docenas de ingenios, puentes y ciudades testimoniaban el éxito del Ejército Libertador. El logro de Maceo, en particular, era espectacular. La prensa estadounidense equiparaba la incursión de Maceo en la Cuba occidental a la marcha de Sherman por el sur profundo y, en cierta manera, era una comparación válida. Tanto Sherman como Maceo tenían como objetivo de guerra los cimientos económicos de sus oponentes. Era una guerra contra la sociedad civil y el precio de esta estrategia se pagaría más tarde en forma de escasez de alimentos, viviendas, medios de transporte y otras necesidades básicas.
Maceo había destruido la sociedad colonial en la mayor parte de Pinar del Río, al menos de momento. Años más tarde, Weyler escribiría en sus memorias que «Maceo destruyó en Pinar del Río cuanto había de dominación española, con excepción de la capital, cambiando por completo el régimen» de la provincia[35]. Los españoles estaban atónitos. La mayor parte de Matanzas, La Habana y Pinar del Río no tenía «maniguas ni terrenos accidentados, ni nada que dificultase la acción del soldado», pero los ejércitos rebeldes permanecieron activos en estas provincias durante todo el invierno de 1895-96, con una oposición escasa por parte de los españoles[36]. La Cuba occidental, a la que los orientales se habían referido como «la tierra de la caña» o simplemente «España» había quedado totalmente devastada.
Un residente francés en La Habana resumía la situación en el occidente de Cuba en una carta a un amigo estadounidense fechada el 22 de febrero de 1896: «Si alguien nos hubiera dicho, hace cuatro meses, que [Gómez] iba a ser capaz de detener la molienda de la caña en la provincia de La Habana, o siquiera en Matanzas, nos hubiéramos reído en su cara. Hoy, ni un granjero se atreve a desobedecer sus órdenes; saben muy bien cómo lo pagarían: Gómez destruiría no sólo la caña, sino también los molinos y la maquinaria»[37].
Pero todo esto estaba a punto de cambiar. Martínez Campos había probado su falta de aptitud para llevar a cabo una guerra como la que se libraba en Cuba y, como ya hemos visto en su carta a Cánovas en julio de 1895, insistía en que sus creencias morales le impedían hacer una guerra «sucia». No obstante, su crisis de conciencia no fue tan lejos como para impedirle recomendar a un sucesor más cualificado. Valeriano Weyler tenía lo que había que tener para el trabajo, según Martínez Campos. El sentido de la ética del viejo general era muy particular: rehusaba cometer atrocidades en la guerra, pero aprobaba las de Weyler. Dado el evidente disgusto con el que Martínez Campos desempeñaba su cargo de capitán general en tiempo de guerra, resulta sorprendente que Cánovas esperara seis meses para relevarle. Siendo compasivos, podríamos suponer que, como Martínez Campos, quizá Cánovas se resistía a dar el paso final que conduciría a Cuba a un infierno. No obstante, una vez tomada la decisión, supo qué hacer y, como había recomendado Martínez Campos, llamó a Weyler[38].