El comandante del atribulado ejército español en Cuba, Arsenio Martínez Campos, era mejor político que soldado. Su mayor logro militar había consistido negociar el final de la Guerra de los Diez Años en 1878, pero su auténtica fama procedía de haber sido el artífice de la caída de la I República, en 1874. Como general de campo, no obstante, dejaba mucho que desear, y su nefasta gestión de la guerra de Marruecos, en 1893, había sido una advertencia que Cánovas no quiso tener en cuenta. El presidente del Gobierno le debía a su amigo una oportunidad para probarse como estratega en Cuba, y esperaba también que su talento negociador sirviera para conseguir un éxito como el de 1878. Lo que no tuvieron en cuenta ni Cánovas ni Martínez Campos era que aquéllo había sido posible porque otros —hombres como Valeriano Weyler, por ejemplo— ya habían hecho el trabajo sucio de combatir a los insurgentes cubanos durante los diez años anteriores. En la Guerra de los Diez Años, las tropas españolas habían derrotado primero a los revolucionarios y después habían negociado con ellos. En 1895, la negociación no podría resultar en una victoria, que sólo se conseguiría con una lucha a muerte, pero Martínez Campos no tenía las cualidades morales —o inmorales— necesarias para librar este tipo de guerra.
Martínez Campos intentó usar su ejército como policía rural, en la vana esperanza de proteger las propiedades y al mismo tiempo combatir la insurgencia, y ordenó a sus fuerzas que ocuparan tanto territorio como fuera posible. Esto parecía razonable. El Ejército Libertador cubano había declarado su propósito de destruir propiedades, así que Martínez Campos respondió intentando proteger cada aldea, ingenio, rancho, mina, estación ferroviaria o aserradero. Incluso cedió algunos hombres a los propietarios de las plantaciones para que los subcontratasen como guardas y trabajadores al mismo tiempo, una práctica consagrada que tenía la ventaja de darles un ingreso extra a los oficiales subcontratados. El resultado fue que, cuando Gómez y Maceo emprendieron la invasión del oeste, a Martínez Campos le quedaron sólo veinticinco mil hombres para las operaciones en el campo de batalla. Mientras la mayor parte de las tropas españolas esperaban tranquilamente a que la guerra llamara a su puerta, los cubanos reclutaban hombres en el oriente con total libertad y preparaban sin impedimentos la invasión del oeste. En octubre y noviembre de 1895, unas columnas españolas más pequeñas de lo normal persiguieron infructuosamente, aquí y allá, a los cubanos que iban a caballo. Los frustrados comandantes españoles pronto se dieron cuenta de que nunca alcanzarían al enemigo y de que les faltaban los hombres y la organización para trabajar combinadamente y forzar una batalla[1]. Todos los recursos que deberían haberse dedicado a esta tarea se habían dilapidado en guarniciones y destacamentos que observaban impotentes cómo los cubanos les pasaban por delante sin que pudieran detenerles.
Martínez Campos fue dura y justificadamente criticado por este despliegue de sus fuerzas en la defensa de una zona rural indefendible. Por entonces, no obstante, el capitán general era objeto de muchas presiones para que protegiera, sobre todo, las propiedades. Los dueños de las plantaciones, las autoridades municipales y otras partes afectadas perdían los nervios ante los sabotajes de los insurgentes e imploraban la ayuda de las tropas regulares. La presencia de una guarnición podía evitar los ataques de los insurgentes y ofrecer confianza a la población local. Esto, a su vez, animaba a los cubanos de estas zonas a unirse a las milicias urbanas pro españolas y a resistir las lisonjas y amenazas de la república en armas, que pedía el abandono de los puestos de trabajo y la evacuación de las ciudades en poder de la metrópoli. La fortificación de las zonas rurales parecía razonable desde esta perspectiva.
En realidad, las guarniciones era generalmente demasiado pequeñas para evitar que los cubanos incendiaran la caña de azúcar, principal objetivo del Ejército Libertador. Un hombre con una simple antorcha podía provocar un incendio entre las cañas, como tantos comandantes de guarnición frustrados sabían, y las patrullas no podían evitar este tipo de ataques ni disponían de los hombres necesarios para perseguir a los insurgentes hasta sus bastiones. Ni siquiera tenían capacidad para mantener controlado un territorio que les permitiera asegurarse el propio sustento, así como el de las ciudades y los trabajadores que, teóricamente, debían defender. Esto implicaba la continua organización de columnas de suministro para mantener las guarniciones, pero en este proceso las columnas también se convertían en objetivos para los insurgentes, quienes, tras emboscarlas, les arrebataban las armas y municiones. Entretanto, las reducidas guarniciones podían asegurar propiedades urbanas y edificios valiosos en las plantaciones, pero cuando se trataba de hacer frente al cuerpo principal del Ejército Libertador, incluso estas tareas iban más allá de sus posibilidades. Aunque los cubanos partidarios del régimen consideraban imprescindible la presencia de tropas regulares, en realidad estas guarniciones sirvieron de poco. Podrían haber estado en La Habana o, más al caso, agrupadas en un ejército capaz de presentar batalla a Maceo y Gómez.
El caso de la guarnición de Cifuentes, una pequeña ciudad de la provincia de Santa Clara, es paradigmático. En otoño de 1895, Cifuentes tenía una guarnición de treinta y nueve hombres, unos pocos guardias civiles y dos docenas de voluntarios locales. Pero incluso con más de sesenta hombres dedicados a la defensa, el alcalde de la ciudad, Bernardo Carvajal, se quejaba de que la guarnición sólo servía para defender sus propios barracones y fortificaciones, y de que los voluntarios civiles encargados de las cinco trincheras que circundaban la ciudad no sabían usar las armas, tenían que ganarse la vida trabajando en vez de estar prestos para la defensa y no tenían capacidad ofensiva. Por su parte, los guardias civiles hacían poco más que patrullar la estación ferroviaria. El resultado era que este variopinto contingente no podía ejercer ningún control sobre los alrededores de la ciudad. En Cifuentes estaban «sujetos al capricho de estos pillos», que es como Carvajal llamaba a los insurgentes: impedían la entrada de alimentos y otros artículos y los habitantes del municipio pasaban hambre. Al mismo tiempo, los insurgentes pedían «cosas imposibles a los infelices campesinos» en las zonas rurales que rodeaban la ciudad. Les obligaban a no comerciar con Cifuentes y a abandonar los campos cultivados cercanos. La guarnición no podía proteger a esta gente de campo, así que algunos de ellos decidieron unirse a la insurrección para no morir de hambre[2]. La estrategia de Gómez funcionó en Cifuentes, como lo hizo en gran parte de Cuba, obligando a los campesinos a colaborar si querían sobrevivir[3].
Martínez Campos sabía del limitado valor militar de las pequeñas guarniciones como la de Cifuentes, pero continuaba aferrado a la estrategia de intentar controlar muchos puntos a la vez. ¿Se trataba de simple tozudez? ¿O es que, realmente, estaba más cómodo en el papel de policía que en el de mariscal de campo? Probablemente ambas cosas, pero era también consecuencia del cabildeo de las elites cubanas a favor de una estrategia de dispersión. A Martínez Campos se le hacía difícil ignorar sus peticiones de ayuda, después de todo eran el rostro de la Cuba española e indispensables para que continuara el dominio español en la isla. El 10 de julio de 1895, Vicente Yriondo escribe desde Colonias al coronel destinado a la cercana Ciego de Ávila solicitando hombres para la guarnición de la ciudad. Lo que en realidad quería eran tropas regulares para salvaguardar su aserradero y a los doscientos hombres que trabajaban en él. Una partida local de insurgentes ya había interrumpido las operaciones de este aserradero, deteniendo el suministro de madera mediante el bloqueo de carreteras y robando los animales de tiro. Asimismo, habían amenazado a los trabajadores para que no volvieran a sus puestos. Tal era la propuesta: si el Ejército asignaba tropas a Colonias, Yriondo suministraría el material necesario para construir los fuertes y barracones necesarios. Los soldados sólo tenían que proporcionarles la mano de obra para la construcción y, por supuesto, defender la ciudad, el aserradero y a los leñadores una vez completadas las fortificaciones. Finalmente, Martínez Campos se convenció y accedió a guarnecer Colonias, cuyo ciudadano principal, Yriondo, era demasiado poderoso, y su producto, la madera, demasiado valioso como para hacer caso omiso de ellos[4].
La historia de Colonias se repetía en cientos de localidades diferentes. Los dueños de las principales plantaciones de azúcar contrataban a guardas entre sus propios trabajadores y pagaban a los jóvenes de la ciudad para que actuaran como milicia. No obstante, lo que querían en realidad eran guarniciones con tropas regulares, y usaron su influencia para que se les asignasen. Los oficiales españoles recibían sustanciosos beneficios por el «alquiler» de sus hombres, una forma institucionalizada de corrupción que Martínez Campos fomentaba como forma de rentabilizar la ocupación para sus amigos.
Para los soldados, ser destinado a una propiedad rural era una tarea poco agradable, que a menudo podía resultar fatal. En primer lugar, no les gustaba estar en Cuba. Desde que Colón desembarcó en las Antillas, la literatura propagandística pintaba Cuba y las islas del caribe como el perfecto edén. Sin embargo, a los españoles, acostumbrados a las estaciones y a un clima seco, les resultaba difícil acostumbrarse a la isla. La exuberante vegetación era monótona y la vida en una guarnición, deprimente. La manigua era «una barbaridad de hierba, de hojarasca, de árboles, de enredaderas, de raíces, de troncos y ramas secas, todo en montón, todo con la caprichosa falta de orden de la naturaleza», en palabras de un veterano español. «No hay más que el fastidio. Vista una palmera, todas están vistas»[5].
Los soldados de las guarniciones remotas ofrecían un aspecto lamentable en sus fuertes de madera y tierra: cubiertos con sus deshechos sombreros de paja, calzados con sus podridas sandalias de esparto y vestidos con aquellos pijamas de algodón a rayas que hacían las veces de raídos uniformes, desaliñadamente holgados sobre la extrema delgadez de sus cuerpos. Los hombres asignados a la trocha oriental probablemente fueran los que más sufrían, no sólo porque muchos de sus puestos estaban situados en terrenos pantanosos, sino porque la exigencia de una vigilancia constante les causaba un cansancio extremo. Era «rara la noche en que el soldado podía descansar más de tres horas y media consecutivas, y esto había que hacerlo con el correaje puesto y con el fusil al alcance de la mano». Bastaba esta tensión para debilitar a un hombre[6].
Tras la batalla de Jobito, el corresponsal de guerra Ricardo Burguete se unió a una unidad estacionada en Campechela que defendía «la miserable choza que, rodeada de tablas y alambres, les servía de fuerte». Recordaba con horror su encuentro con el comandante de la guarnición, que lo saludó aletargado, con una «expresión terrosa y verde» en el semblante que Burguete pensaba debía de ser un reflejo de los propios pantanos. Burguete tenía razón en parte; el color del comandante posiblemente procediera del pantano, más exactamente, del tracto digestivo de su residente más ocupado y feliz: el mosquito. Las guarniciones como la de Campechuela, situada cerca de aguas estancadas, sufrían un alto grado de mortalidad[7].
Los propietarios abandonaban sus propias haciendas cuando éstas se encontraban en zonas especialmente peligrosas. Preferían vivir en La Habana, delegando el control de sus dominios a administradores empleados. Esto condujo al olvido de las guarniciones situadas en lugares de estas características. El teniente Juan Miranda dirigía una pequeña fuerza a la que se había asignado la tarea de defender Convenio de Vergara, una propiedad perteneciente a José Vergara. Miranda protestó amargamente, argumentando que ni Vergara ni su administrador, Martín Estanga, estaban proporcionando ayuda a sus hombres. Los barracones, decía, eran dependencias para esclavos, viejas y casi en ruinas, que por no disponer, no disponían ni de agua potable. Miranda tenía que enviar lejos a sus hombres a por el preciado líquido, bajo el acoso de los francotiradores cubanos, a los que comparaba con depredadores merodeando alrededor de las fuentes de agua en espera de una presa sedienta. Las raciones que se enviaban a la guarnición desaparecían por el camino, supuestamente robadas por los insurgentes, pero ¿era esto cierto? Los hombres no recibían correo ni información del mundo exterior, y ni siquiera les llegaba la paga del dueño de la plantación. Y además de todo esto, los principales edificios que debían defender no se habían fortificado adecuadamente y los hombres se sentían bajo amenaza constante.
Vergara dio garantías de cumplir su «promesa de realizar el pago en el futuro, en cuanto pudiera», y corregir las deficiencias observadas. Pero, por el momento, arguyó, carecía de fondos. Además, escribió, era muy probable que Miranda estuviese exagerando. La verdad, en cualquier caso, era que Vergara no tenía ni idea de las condiciones en las que vivía la guarnición porque había delegado la administración de su hacienda a Martín Estanga, cuyo trabajo era cuidar de la guarnición, como apuntaba Vergara. En su respuesta, Estanga objetó que él no tenía ni la autoridad ni los fondos para mantener a las tropas. También acusó a Miranda de dramatizar en exceso. Miranda, entretanto, se había ausentado durante semanas de aquel peligroso y miserable destino, así que tampoco tenía mejores datos acerca de las condiciones en las que estaban trabajando sus hombres. La realidad era que el Ejército, el dueño de la plantación, el administrador de la hacienda e incluso el comandante local habían dado la espalda a los soldados. Lo único aceptable que hizo Miranda fue suplicar a La Habana la evacuación de Convenio de Vergara, pero sólo consiguió que la guarnición quedara abandonada a su paulatino desgaste hasta que, en el otoño de 1896, cuando sólo quedaban nueve hombres exánimes, evacuaron el lugar[8].
Prácticamente el mismo escenario se reprodujo en Ceiba Hueca, una pequeña ciudad costera cerca de Manzanillo. Ceiba Hueca debía de ser entonces uno de los lugares menos saludables de toda Cuba. Entre principios de junio y finales de agosto de 1896, veintitrés hombres de una guarnición de treinta y uno tuvieron que ser evacuados al hospital de Manzanillo. Y, según su comandante, Marcelino Soler, los ocho hombres que permanecieron allí sufrían fiebre y úlceras crónicas en las piernas. Ni siquiera estaban en condiciones de cumplir con sus tareas más rutinarias, y, a veces, no podían ni levantarse para salir al exterior a vomitar. «Las calenturas», escribe Soler, «por más que se corten por medio de las píldoras y purgas que se toman, siempre se reproducen, estando expuestos también a un enfriamiento de sangre o a un ataque de dolores reumáticos que nos dejen imposibilitados». Soler sospechaba, «según mi corto entendimiento», que tenía algo que ver con las aguas estancadas que rodeaban Ceiba Hueca por ambos lados. Al oeste, a sólo cien metros, había un embalse de agua al que fluía todo tipo de porquería tras las lluvias y que emitía un olor pestilente. «Desearía, en estos momentos», concluía Soler «tener algunas nociones de ciencia médica para exponer mejor a su respetable Autoridad lo perjudicial en la salud que es este punto». Por desgracia, nadie comprendía bien las causas de las enfermedades tropicales. De la descripción de los síntomas que hace el propio Soler, puede deducirse que sus hombres estaban afectados de malaria, pero, como ya hemos visto, el descubrimiento del vector que provocaba esta enfermedad se produjo un año después. Soler no podía hacer más que pedir el relevo y suplicar que no se enviara a nadie más a Ceiba Hueca[9].
De hecho, el comandante de división a cargo de la zona de Manzanillo ya había pedido permiso, en una carta fechada el 6 de junio de 1896, para abandonar Ceiba Hueca entre otros lugares. Uno de ellos, conocido como Vicana, había sido en su momento una localidad importante, pero, con la llegada de la guerra, la presión de los insurgentes hizo huir a casi todos sus habitantes a Media Luna, más fácil de defender y que tenía su propia fuerza de voluntarios de cincuenta hombres, además de una guarnición española. En consecuencia, el destacamento de Vicana protegía un lugar habitado sólo por dos personas.
El intento de conservar lugares como Vicana y Ceiba Hueca no hacía otra cosa que crear problemas de abastecimiento y malgastar hombres en tareas escasamente rentables desde el punto de vista militar. Incluso contando con todos los recursos necesarios, sus guarniciones no podían llevar a cabo su misión, ya que proteger la caña plantada de los incendios provocados y defender al mismo tiempo a la población rural era imposible para fuerzas tan menguadas. De este modo, la decisión de Martínez Campos de dispersar a sus hombres por la campiña no servía a sus propósitos; por el contrario —además de condenar a sus soldados a un servicio insalubre e inútil—, sólo consiguió quedarse sin tropas suficientes para detener el avance de Gómez y Maceo en noviembre de 1895.
Los críticos de Martínez Campos también lo acusaban de no usar eficazmente la trocha Júcaro-Morón, que no sólo no detuvo a los cubanos en su movimiento hacia el oeste en 1895, sino que causó más bajas por enfermedad que ningún otro sector durante toda la guerra. En los extremos norte y sur, la trocha atravesaba pantanos que resultaban letales para los soldados españoles. La pobre calidad de las fortificaciones en toda la línea, antes de su reconstrucción en 1897, dejaba todas las guarniciones expuestas a las insalubres «miasmas» y «aires nocturnos», eufemismos que se usaban para referirse al origen de una serie de enfermedades que no se entendían. En cualquier caso, es fácil comprender por qué Martínez Campos intentaba defender la línea Júcaro-Morón. En su experiencia como veterano de la Guerra de los Diez Años, la trocha había servido para aislar a los cubanos en el este y, en teoría, esta estrategia podía funcionar de nuevo. Pero Martínez Campos no se daba cuenta de lo comprometido y ruinoso que era en ese momento el estado de las fortificaciones.
A principios del verano de 1895, las tropas cubanas atacaron la trocha cortando los cables del telégrafo e incendiando los aislados y decrépitos fuertes de madera y barro, levantando los raíles y las traviesas que en tiempos habían servido como transporte rápido en la línea y disparando al azar a los españoles. Aquella absurda línea trazada en la jungla por los españoles hacía reír a los cubanos; todavía en 1895, ni siquiera habían establecido un sistema de defensa adecuado. Los civiles cruzaban la trocha regularmente para realizar sus negocios; de hecho, algunos vivían dentro del perímetro defensivo de la propia trocha porque, entre 1878 y 1895, la gente —buscando seguridad— había construido casas, y a veces incluso pueblos enteros, dentro de sus límites. Durante los primeros meses de la guerra, cientos de nuevos civiles se habían refugiado entre las tropas que defendían la línea. En esas condiciones, era imposible organizar una defensa adecuada.
El 7 de noviembre de 1895, el general José Aldave, responsable de la defensa, pidió a sus hombres que demolieran las casas colindantes o del interior y evitaran que los civiles cruzaran la línea. Sólo los civiles empleados directamente por el Ejército estaban autorizados a entrar. Aldave también estableció medidas de seguridad tan fundamentales como unos controles para detener y registrar a los cubanos que se aproximaran, puso fin a la práctica de dejar que los civiles cruzaran la línea en grandes grupos y prohibió estrictamente los cruces nocturnos de cualquier tipo[10]. Era demasiado tarde, no obstante, para establecer estos protocolos básicos. En el curso de unas pocas semanas, los insurgentes cubanos cruzaron con facilidad la trocha, que seguía careciendo de un sistema defensivo eficaz. Mirando hacia atrás, podemos pensar que Martínez Campos habría hecho mejor dejando desierta la trocha y concentrando sus tropas en grupos más numerosos, capaces de perseguir y destruir, o al menos dispersar, la columna invasora cubana. Al menos, esto es lo que sus críticos dijeron más tarde que debía haber hecho. En aquel momento, sin embargo, la estrategia de reforzar la trocha parecía razonable y lo que se le puede reprochar a Martínez Campos es que le faltaron la perspicacia, la iniciativa y los recursos para reconstruir y modernizar la trocha con celeridad suficiente para detener la invasión.
En una decisión aún peor, Martínez Campos empezó a trasladar a algunos de sus hombres en la dirección equivocada: había optado por desplazar fuerzas al oeste a principios de octubre de 1895, para proteger la mitad occidental de la provincia de Santa Clara. En consecuencia, Maceo y Gómez encontraron desprotegidos los accesos a la trocha. La única oposición española en Puerto Príncipe procedía de las pequeñas guarniciones que habían quedado atrás, en la ruta de avance del Ejército Libertador, y que sólo servían para ofrecer a los cubanos objetivos que atacar con esperanza de éxito. Una vez que los cubanos alcanzaron la trocha propiamente dicha, descubrieron que no era un obstáculo de importancia y que al otro lado se extendían kilómetros de territorio indefenso entre ellos y las fuerzas españolas de la Santa Clara occidental y Matanzas. A medida que avanzaban hacia el oeste, la visión que tenían los cubanos de las tropas españolas era la de un ejército confuso, vulnerable, e incluso en retirada.
Martínez Campos reconocía los problemas creados por el despliegue de sus tropas, tanto a lo largo de la trocha como en cientos de guarniciones y milicias, meses antes de que la invasión cubana hacia el oeste se hiciese realidad. El 8 de julio de 1895, en una carta a Tomás Castellano, ministro de Ultramar, Martínez Campos admitía que el principal problema estratégico para España era el requisito de proteger las propiedades rurales, «que, por su especialidad, por su diseminación, no se guarda nunca bien y es uno débil en todas partes»[11]. Otros oficiales destacados en Cuba también admitían que la dispersión de las tropas en pequeñas guarniciones las debilitaba extraordinariamente[12] En cualquier caso, creían que la calidad del soldado español compensaría otras deficiencias. Los oficiales españoles intentaban convencerse a sí mismos de que sus hombres habían heredado la veteranía y el oficio de los antiguos tercios que habían dominado Europa en el siglo XVI, conquistando la mitad del orbe. A los oficiales les gustaba alardear de que los soldados españoles podían soportar campañas más exigentes que los de cualquier otro país[13]. El famoso y lacónico grito del soldado español ante el peligro —«no importa»— simbolizaba el coraje físico que se decía típico de ellos y de los hombres de España en general. El prurito de la superioridad individual de los españoles era más bien un cínico intento de disimular la ineptitud colectiva y la falta de preparación de las unidades. Pero se trataba sólo de uno de los mitos del nacionalismo español. Arraigado en un glorioso pasado de conquista y de resistencia a los invasores romanos, moros y franceses, el mito del varón español como «guerrero por naturaleza» era un asunto recurrente en la historia, la poesía, el teatro y la formación militar.
Sin embargo, la opinión de los oficiales era probablemente muy distinta de la que los propios soldados tenían de sí mismos. Estos últimos eran analfabetos casi todos y, con seguridad, sabían muy poco acerca de las tradiciones militares españolas. Además, ningún soldado quiere sufrir innecesariamente si puede vencer sin luchar. Si los soldados españoles eran duros y resignados, no era como resultado de siglos de tradición militar ni herencia genética, y, ciertamente, tampoco por elección. Por el contrario, el deficiente liderazgo, la falta de preparación y el abandono de sus oficiales los obligaba a ser la tropa más sufrida del mundo, una reputación que preferirían no haber tenido.
Martínez Campos no era el hombre adecuado para Cuba. No se trataba solamente de su escaso sentido estratégico o de que los cubanos no confiaran en el hombre que había urdido el incumplido pacto de Zanjón de 1878. Este general no tenía cualidades para la dura lucha que imponía la guerra en la jungla; nunca las había tenido. El 19 de marzo de 1878, hacia el final de la Guerra de los Diez Años y en cumplimiento de su primer mandato como capitán general en la isla, había escrito a Cánovas para clamar contra una «guerra [que] no puede llamarse tal», donde el enemigo son gentes que«van desnudas o casi desnudas», que tienen «el sentido de las fieras» y que están «acostumbradas a la vida salvaje». La guerra en Cuba no se parecía a nada que Martínez Campos hubiera conocido antes. No se trataba en absoluto de guerra, escribía, sino de «una caza en un clima mortífero para nosotros, en un terreno que nos es igual al desierto; nosotros sólo por excepción encontramos comida, perjudicial; ellos, hijos del país, comen lo suficiente donde nosotros no sabemos ni encontrar un boniato»[14]. En 1895, a Martínez Campos seguía sin gustarle Cuba, y aún le gustaba menos el tipo de guerra que se le pedía que librara. En su correspondencia con Tomás Castellano, comentaba que la insurgencia cubana era imparable, una nota de resignación que debería haber sido motivo de su relevo inmediato. Es más, como ya hemos visto, solicitó su relevo infructuosamente tras Peralejo[15].
Martínez Campos percibía claramente que, para derrotar al Ejército Libertador, era necesario actuar con el mayor rigor contra los civiles que apoyaran la insurrección, pero esto era algo que no estaba dispuesto a hacer. El 25 de julio de 1895, en una desesperada carta a Cánovas escribe: «No puedo yo, representante de una nación culta, ser el primero que dé el ejemplo de crueldad e intransigencia, debo esperar que ellos empiecen». El Ejército Libertador cubano usaba todos los medios a su disposición para atraer a los civiles a la causa revolucionaria y castigaba a aquéllos que optaban por el bando malo. Aun así, no era suficiente para que Martínez Campos actuara con la firmeza necesaria. Intelectualmente, sabía lo que había que hacer: «Podría reconcentrar las familias de los campos en las poblaciones», escribía, pero entonces «la miseria y el hambre serían horribles», una hambruna que, pensaba, España no podría aliviar. «Creo que no tengo condiciones para el caso», admitía: para realojar a los civiles, disparar a los cautivos, tomar como rehenes a los familiares de insurgentes conocidos y el resto de tareas desagradables que se esperaba de un comandante en lucha contra los insurgentes en una guerra colonial. Se daba cuenta de que el destino de España estaba en el aire, pero afirmaba que sus valores morales se anteponían a todo, incluso a los intereses de la nación. Él mismo no se consideraba el hombre adecuado para llevar a buen puerto la defensa de la colonia cubana. En esto, al menos, tenía toda la razón[16].