Cuando el Ejército Libertador cubano acometió la invasión de la Cuba occidental, en el otoño de 1895, España contaba con cerca de noventa y seis mil soldados prestos a luchar contra los insurgentes. Además, entre veinte mil y treinta mil cubanos, muchos de ellos —si bien no todos— nacidos en España, trabajaban para el régimen en milicias urbanas, como bomberos y como guerrillas contrainsurgencia. Con tantos enemigos, podría pensarse que los insurgentes cubanos deberían haber sido penosamente superados. Pero los números son engañosos: el ejército español era completamente inadecuado y prácticamente inútil para el tipo de guerra que era necesario librar en Cuba.
La moral de los soldados españoles en Cuba era baja, su entrenamiento inadecuado, y carecían de un liderazgo eficaz. Y, sobre todo, estaban enfermos. Entre febrero de 1895 y agosto de 1898, algo más de cuarenta y un mil soldados españoles, el veintidós por ciento del ejército en Cuba, murió a causa de las enfermedades. A modo de comparación, sólo algo más del tres por ciento de las fuerzas estadounidenses enviadas a Cuba en 1898 murió por este motivo, mientras que el porcentaje de los estadounidenses fallecidos por enfermedad en la Primera Guerra Mundial es sólo algo inferior. Otro punto de comparación es el Ejército Libertador, que, según las cifras oficiales recopiladas por el ministro de la Guerra, Carlos Roloff, perdió solamente 1.321 hombres debido a enfermedades. Es importante recordar, no obstante, que por cada baja española muchos otros hombres sufrieron secuelas de por vida. El administrador jefe de uno de los hospitales militares españoles, Ángel Larra y Cerezo, calculaba que la mitad de los hombres enviados a Cuba contrajeron alguna enfermedad durante sus primeros dos meses de estancia en la isla. En 1896, ingresaron en los hospitales militares españoles 232.714 casos con diferentes enfermedades. Tal y como se puede deducir de esta cifra, muchos hombres a los que se hizo guardar cama «se curaron» y más adelante enfermaron de la misma dolencia o de otra diferente. En noviembre de 1895, cuando Maceo y Gómez comenzaron su marcha hacia el este, cerca de veinte mil hombres, algo más del veinte por ciento de las fuerzas españolas en aquel momento, se encontraban postrados en camas de hospitales y clínicas por la malaria, la fiebre amarilla, la tuberculosis, la neumonía, la disentería y otras enfermedades. De esta forma, un ejército de noventa y seis mil hombres en otoño de 1895, se había visto reducido a no más de setenta y seis mil, muchos de los cuales tampoco estaban en condiciones de combatir. Este escandaloso porcentaje de hombres fuera de combate por diversas patologías permaneció constante durante toda la guerra. En 1898, prácticamente todos los soldados del ejército español habían pasado algún tiempo hospitalizados[1].
Probablemente pueda asegurarse que, por cada soldado español que yacía en un hospital, otro debería haberse encontrado allí, ya que miles de soldados en activo estaban siempre en realidad demasiado enfermos como para que se les contara entre los efectivos. Muchos duraron apenas unas semanas antes de tener que ser trasladados a la retaguardia para recibir tratamiento médico. Es típico el caso de una columna de 1.377 hombres en campaña en Pinar del Río, durante la primavera de 1896: a pesar de haber sufrido sólo unas pocas bajas en combate durante este tiempo, la columna se vio reducida a trescientos setenta y tres soldados en activo a causa de la enfermedad. Ningún ejército puede soportar esta cantidad de bajas ajenas al combate durante mucho tiempo[2].
En enero de 1898, los españoles tenían aún ciento catorce mil soldados en Cuba, pero sólo cincuenta mil podían contabilizarse como activos y, de éstos, la mayor parte estaba en unas condiciones tan malas que los oficiales españoles no los consideraban aptos para el combate. Los hombres destacados en Santiago y sus alrededores, en 1898, para hacer frente a la amenaza de una invasión estadounidense, son un ejemplo excelente. Aunque no se consignaron oficialmente como bajas, en su mayoría eran ruinas humanas anuladas por la fiebre. Tradicionalmente, los soldados ensalzan su propia gloria alabando la capacidad de lucha de sus enemigos, y los estadounidenses en Santiago expresaron la mayor de las consideraciones por las tropas españolas que estaban estacionadas allí. En los escritos autobiográficos o testimoniales de los estadounidenses, los españoles a veces quedan descritos como enemigos formidables, pero lo cierto es que los españoles que defendían Santiago no lucharon bien y no se podía confiar en ellos para una campaña larga, como veremos más adelante. Los estadounidenses se enfrentaron al grueso del ejército español en julio de 1898, y su fácil victoria en Santiago tiene su origen en las bajas que les infligieron los cubanos durante tres años e, incluso en mayor medida, en los estragos causados por las enfermedades tropicales. Cuando todo acabó, muchos de los soldados españoles que volvieron a España apenas podían desembarcar o llegar a las estaciones de tren en el viaje de vuelta a casa, donde sus seres queridos intentarían disimular su pena ante la visión de estos cadáveres vivientes y apenas reconocibles[3].
El médico español Santiago Ramón y Cajal, que recibió el premio Nobel en 1906 por sus trabajos de histología y neurología, recordaba su juventud como médico en Cuba durante la Guerra de los Diez Años, pero sus memorias sirven también como descripción general de las condiciones en las que se desenvolvió la guerra de 1895 a 1898. Ramón y Cajal hablaba de campamentos montados en medio de ciénagas, de charcos de agua estancada que se dejaban tal cual junto a los catres y las hamacas, y de los omnipresentes mosquitos. «Nubes de mosquitos nos rodeaban», escribía, «además del anopheles claviger, ordinario portador del protozoario de la malaria, nos mortificaba el casi invisible jején, amén de un ejército de pulgas, cucarachas y hormigas. La ola de la vida parasitaria nos envolvía amenazadora». Ramón y Cajal viajó a Cuba esperando encontrar un paraíso terrenal, pero, como muchos otros soldados españoles, salió de ella considerándola «inhabitable»[4].
Los ingenieros del Ejército construyeron docenas de hospitales y clínicas de campo, en un intento de aliviar el sufrimiento de los suyos, pero los médicos estaban abrumados de trabajo y carecían de las medicinas y suministros adecuados para tratar a tal número de enfermos. Ni tan siquiera disponían de los protocolos médicos adecuados para tratar algunas enfermedades, lo que hacía que el propio tratamiento pudiera resultar mortal. Los médicos, por ejemplo, pensaban que la fiebre amarilla —el peor enemigo de las tropas españolas— se contraía por la exposición a fomites, término latino que los expertos en medicina de todo el mundo usan para describir la sangre y los fluidos que los enfermos de fiebre amarilla expulsan en su agonía final. En los casos terminales, las víctimas de la fiebre amarilla sangraban por las encías, ojos, nariz y genitales, y vomitaban un revoltijo sanguinoliento cuyo aspecto describían los médicos como posos de café, salvo que estos «posos» eran sangre y tejidos sobre los que habían actuado los jugos gastrointestinales. Los españoles llamaban a la fiebre amarilla «el vómito negro», según la alarmante, y por lo general fatal, manifestación de la enfermedad. En la fase final, los pacientes moribundos aullaban, echaban pestes y había que atarlos a las camas del hospital mientras la sangre fluía de cada uno de sus orificios empapando las sábanas, las paredes y el suelo. Los médicos y los camilleros tenían el mayor cuidado en evitar que los pacientes entraran en contacto con estos fomites presumiblemente infecciosos. La ropa de cama se quemaba o se enterraba, y las clínicas se fregaban escrupulosamente. Todo para nada, por supuesto, ya que los verdaderos culpables, los mosquitos, volaban sin que nadie les molestase esperando su hora de comer. De esta forma, los hombres tratados por una disentería o un brazo roto abandonaban el hospital sintiéndose bien, pero no imaginaban que las molestas picaduras de mosquitos que habían sufrido mientras se encontraban en tratamiento provocarían en unos pocos días una nueva y mucho más horrible crisis. De hecho, como pensaban que el contagio podría evitarse simplemente eludiendo el contacto con los fomites, los responsables del hospital agrupaban a los heridos y enfermos en salas abiertas a los mosquitos, de forma que los hospitales españoles se convertían en focos de fiebre amarilla, para horror y asombro del personal médico.
En el momento en el que los médicos daban el alta a los pacientes, el Ejército volvía a llevarlos al frente, una práctica que tuvo, asimismo, consecuencias mortales. La recuperación de determinadas enfermedades era y es un asunto complicado. Una vez que una persona contrae la malaria, por ejemplo, su recuperación es irregular, y en ocasiones incompleta, debido a que el parásito transmitido por los mosquitos puede vivir varios años en el torrente sanguíneo humano. La desecación de ciénagas, el uso de ropa resistente a las picaduras, las técnicas de purificación de agua, el perfeccionamiento de las terapias y la difusión del ddt y otros pesticidas desde la Primera Guerra Mundial, han hecho posible que la guerra en las zonas tropicales sea, en este sentido, mucho menos peligrosa que entonces. En la década de 1890, cuando no se conocía el papel del mosquito como vector de la enfermedad y cuando los pesticidas, repelentes y agentes defoliantes no existían, hombres que apenas habían recobrado sus fuerzas se encontraban destinados de nuevo en los mismos puestos infestados de mosquitos donde habían enfermado antes, sin sospechar que quedaban así condenados a una recaída casi inevitable[5].
Uno de los peores azotes de cualquier ejército es el tifus que transmiten los piojos, y el ejército español en Cuba no era ninguna excepción. Los hombres se afeitaban para desembarazarse de los piojos y hervían sus uniformes de algodón a rayas. Esta combinación de cráneos rapados y ropa a rayas proporcionaba a los soldados españoles un inquietante aspecto de convictos, pero al menos esta medida preventiva tuvo algún efecto a la hora de reducir la incidencia del tifus. Sin embargo, en el caso de otras enfermedades, la carencia de conocimientos médicos o de una acción preventiva inteligente tuvo consecuencias trágicas. Por ejemplo, a finales del siglo XIX era habitual entre los europeos que vivían en el trópico colocar recipientes de agua en las patas de las camas para evitar que cucarachas y hormigas treparan hasta las sábanas. Nadie sabía que el agua estancada es el hábitat idóneo para los mosquitos o que la amenaza de éstos era muy superior a la que pudieran suponer las cucarachas o las hormigas[6].
Entretanto, los hombres seguían usando las mosquiteras, en caso de disponer de ellas, de forma descuidada. Si los españoles hubieran tenido en cuenta el trabajo que el cubano Carlos Finlay, en colaboración con su amigo y colega español Claudio Delgado, presentó en 1881, donde se defendía la hipótesis de que un mosquito en concreto, el Aëdes aegypti, servía como vector para el virus que provocaba la fiebre amarilla y recomendaba la erradicación del mosquito y el aislamiento de los enfermos de fiebre para erradicar la enfermedad, podrían haber salvado a miles de soldados de la agonía y la muerte. En 1900, un equipo estadounidense al mando de Walter Reed diseñó un ingenioso experimento para probar la teoría de Finlay. Los estadounidenses, a diferencia de los españoles, supieron aprovechar las investigaciones de este médico cubano y esta actitud se tradujo en la baja mortalidad de sus propias tropas de ocupación a partir de 1900.
Esto, unido al descubrimiento del británico Ronald Ross sobre el vector de la malaria, hizo posible un eficiente protocolo de prácticas preventivas[7]. Se empezaron a desecar las aguas estancadas, a sellar las grietas de las paredes, a proteger las ventanas, a usar las mosquiteras de forma minuciosa, y se pusieron en marcha otras medidas más modestas que, combinadas, lograron frenar la incidencia de la malaria y la fiebre amarilla. Desde entonces, la actividad colonizadora en los trópicos fue menos mortífera y se incrementó el impulsó de los europeos y estadounidenses para explotar África, Centroamérica, Sudamérica y el sur de Asia. En cualquier caso, estos avances médicos llegaron demasiado tarde para las colonias españolas en el Caribe y Filipinas. Si los españoles hubieran conocido el papel de los mosquitos en la transmisión de la fiebre amarilla y la malaria sólo unos años antes, sus bajas en Cuba y Filipinas hubieran sido mínimas, ya que en ambos casos la lucha contra la insurgencia no resultaba tan mortal como las enfermedades. De hecho, si los descubrimientos de Finlay y Ross se hubieran realizado en 1890, no es descabellado pensar que España podría haber vencido a los insurgentes en Cuba antes de que Estados Unidos hubiera tenido la oportunidad de intervenir, alterando de forma impredecible todo el proceso de formación nacional cubano y la historia de Estados Unidos como imperio.
No puede decirse que la tristemente famosa mala salud de los soldados españoles se debiera exclusivamente al clima o la fauna cubana, o al estado de la ciencia médica. El Gobierno y los militares españoles tienen su parte de responsabilidad. El soldado raso del Ejército español no recibía siquiera las raciones mínimas de alimento o la paga que le correspondía. Las raciones, que en principio debían incluir carne fresca y curada y otros alimentos, se limitaban muchas veces a arroz hervido. Además, los reclutas, procedentes de los estratos más bajos de la sociedad española, no solían ser muy robustos, y en Cuba perdían rápidamente la poca grasa corporal y las reservas energéticas que pudieran tener. La proteína era especialmente escasa, pero había verdura fresca y frutas de todo tipo. Con el desgaste muscular, la capacidad de los soldados para resistir las enfermedades quedaba muy mermada.
La campaña cubana de destrucción económica y el embargo de las ciudades controladas por España eran las razones que se aducían para justificar los altos precios de los alimentos, pero las políticas arancelarias españolas también contribuían a agravar la situación. Las autoridades de Madrid se negaban a levantar los impuestos sobre importación de comida y otros artículos de necesidad que hacía Cuba, incluso hacía oídos sordos a las súplicas de los oficiales del Ejército en este sentido[8]. Por ejemplo, en correspondencia mantenida entre mayo y diciembre de 1895, Martínez Campos rogaba al ministro de Ultramar en Madrid que anulara el impuesto de importación de un artículo tan esencial como las vías de acero, para poder así reparar las vías dinamitadas por los insurgentes y abastecer las guarniciones por tren. La respuesta de Madrid hablaba de «la imposibilidad legal» para el Gobierno «de conceder privilegios arancelarios»[9]. La consabida respuesta de Madrid.
Los políticos españoles estaban empeñados en los altos aranceles por tres motivos[10]. En primer lugar, se intentaban neutralizar las prácticas obsoletas de la agricultura y la ganadería en Castilla y los intereses comerciales poco competitivos de Cataluña y el País Vasco con impuestos altos para las importaciones cubanas de cereales y otros productos manufacturados extranjeros, de forma que fuera posible conservar la cuota española de mercado en Cuba. En segundo lugar, el Gobierno español necesitaba los ingresos que se obtenían de las importaciones y exportaciones cubanas, aunque ambas se hubieran reducido a causa de la guerra. Y, finalmente, los funcionarios españoles también temían que los alimentos importados para ayudar a los civiles cubanos pudieran terminar en manos insurgentes. Por estas tres razones, el Gobierno siguió poniendo obstáculos al libre movimiento de bienes en Cuba: condenando al hambre a la población cubana, el Gobierno español esperaba hacer lo mismo con la insurgencia[11].
Esta política inmisericorde dificultó la vida a los insurgentes, pero los soldados españoles morían igualmente de hambre, como los demás. La carestía elevaba los precios y volvía casi inútil el papel moneda. Los billetes emitidos en 1896 habían perdido el noventa y seis por ciento de su valor nominal en el año 1898, y los comerciantes locales casi nunca los aceptaban. Las tropas recibían tarde esta paga devaluada, hasta con diez meses de retraso según las quejas presentadas ante el Congreso español[12]. Además, el Ejército retenía por sistema un tercio de los salarios para constituir un «fondo de reserva» que nunca volvía a aparecer. Con la subida de los precios, los oficiales también sufrían estrecheces, y no encontraron mejor forma de cubrir sus necesidades y gastos personales que robar a sus propios hombres. Estafado por su propio Gobierno y por sus superiores, el soldado español no podía permitirse complementar su magra ración diaria de arroz o, cuando había suerte, de estofado, menos aún de medicinas y otros productos. Cuando estaba de servicio, permanecía lo más quieto posible para ahorrar energías y, durante los permisos, vagaba por las calles muerto de hambre en busca de un trabajo extra o hurgaba en la basura tratando de encontrar un puro o colillas con los que levantar su ánimo decaído, ya que no podía permitirse comprar tabaco[13]. El hambre lo acompañaba dondequiera que fuese y afectaba a su moral, a su energía y a su resistencia ante las enfermedades. Ni siquiera unos hombres bien alimentados hubieran sido inmunes a las enfermedades infecciosas de Cuba, pero se habrían recuperado en lugar de perecer.
Desafortunadamente, los españoles fueron incapaces de poner en marcha las medidas preventivas disponibles. La quinina, un extracto natural de una corteza descubierto por los jesuitas en Perú, se usaba desde hacía tiempo para prevenir la malaria. Los franceses habían aprendido a refinarla y habían perfeccionado su uso en sus colonias africanas, descubriendo que funcionaba mejor como profiláctico que como tratamiento para hombres ya enfermos. Los españoles conocían todo esto, pero andaban escasos del medicamento, y era imposible administrarlo profilácticamente a casi doscientos mil hombres. En lugar de esto, los suministros existentes se reservaban para los enfermos, que recibían dosis enormes, pero a menudo demasiado tarde para que fueran efectivas. Aún peor, los médicos diagnosticaban a veces la fiebre amarilla en su fase inicial como malaria, y recetaban enormes dosis de quinina a individuos cuyos tractos digestivos, ya afectados por la enfermedad, apenas podían soportarla. De este modo, la ignorancia médica, combinada con las restricciones financieras del Gobierno español, ayudó a crear las condiciones para que se produjera la terrible mortandad de su ejército colonial.
Todo esto ya era suficientemente grave, pero los problemas militares de España en 1895 iban mucho más allá del abandono de las tropas que llegaban a Cuba. Lo cierto es que el ejército español había dejado de ser la eficiente milicia que, décadas atrás, había combatido eficazmente el levantamiento de Baire. Los acontecimientos del siglo XIX habían convertido a los soldados españoles en policías que aplacaban disturbios civiles, pero apenas eran útiles en una campaña militar convencional. Para comprender esta transformación, es necesario detenerse en la historia política de España en el siglo XIX.
La era contemporánea se inicia en 1808, cuando Napoleón invade España y aniquila sus ejércitos. La mayoría de los oficiales monárquicos, y los propios borbones, se inclinaron ante al emperador, pero los ejércitos revolucionarios que se improvisan con rapidez y algunas guerrillas lucharon hasta conseguir la retirada de los franceses, en 1814. Estos nuevos ejércitos se convirtieron de facto en el centro de la vida nacional española, y los oficiales de nuevo cuño decían representar la voluntad de la nación. Era el inicio de una tradición perniciosa. En los años siguientes, y con una frecuencia alarmante, el Ejército interpretó la «voluntad nacional» a su manera y España sufrió cinco guerras civiles, el mismo número de conflictos coloniales e innumerables disturbios menores entre 1814 y 1895; en todos ellos, el Ejército aparecía siempre como el árbitro del destino de España. A mediados del siglo XIX, las fuerzas armadas eran no tanto un instrumento de guerra como una fuerza de seguridad preparada para combatir a los enemigos internos del régimen[14].
Los sucesos acontecidos desde 1868 a 1875 completaron esta transformación. En estos años, España experimentó diferentes cambios de régimen, entre ellos la creación de la I República en 1873. Como ya hemos visto, los republicanos gobernaron durante veintidós meses de caos, en el transcurso de los cuales las regiones proclamaron su independencia y las ciudades y los pueblos se declararon comunas autogestionarias. Los carlistas combatían por su visión de una España ultracatólica; los anarquistas fundaron su movimiento en Barcelona y los trabajadores y los campesinos tomaron propiedades y lucharon por mejorar sus condiciones de vida. Cuba se rebeló. En este entorno, los republicanos que querían conservar España tuvieron que atenerse a la ayuda del Ejército. En julio de 1874, suspendieron la Constitución y declararon el estado de sitio, dando carta blanca a los militares. Esto vino a ser una especie de suicidio asistido. Los oficiales militares de rango superior abogaban por la restauración de la dinastía borbónica en la persona del hijo de Isabel, Alfonso, como solución para los problemas de España. El 29 de diciembre de 1874, el general de brigada Arsenio Martínez Campos, con sus hombres, dio un golpe de Estado contra la república. Una vez que quedó claro que nadie en el Ejército iba a oponerse a Martínez Campos, el Gobierno se vino abajo y se restauró la monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII.
En medio de esta confusión, los militares consolidaron su poder. La restauración de los borbones fue posible gracias a un golpe armado y éstos siempre estarían en deuda con los militares. Esta verdad no siempre ha parecido obvia y, a veces, los estudiosos describen el periodo posterior a 1874 como de pacífico gobierno civil, con los militares desvaneciéndose en un segundo plano[15]. Aparentemente, esto es lo que ocurría. El aliado de Martínez Campos, Antonio Cánovas del Castillo, lideraba una amplia coalición de civiles que apoyaban al rey Alfonso. Cánovas, uno de los hombres de Estado más brillantes de Europa, creó una nueva Constitución que dio a España un régimen en el cual el papel del Ejército pareció reducirse y en el que la política quedaba dominada por dos partidos políticos principales: los conservadores del propio Cánovas y los liberales de Práxedes Sagasta. Los dos partidos parecían atenerse a los resultados de las elecciones para alternarse pacíficamente en el poder, formando gobierno o actuando como la leal oposición y siempre —aparentemente— según los deseos del electorado. Este sistema, conocido como «de alternancia pacífica», difería mucho de lo que España había tenido antes, cuando los cambios siempre eran consecuencia de la intervención militar. De este modo, en comparación con los sesenta años de golpes militares constantes que precedieron a 1875, durante la Restauración España parecía tener un régimen político en el que el Ejército había dejado de ser el árbitro de la política nacional.
Pero de hecho, «la alternancia» era simplemente un artificio político que siempre precisó de los militares para funcionar. Los españoles habían introducido el sufragio universal masculino en 1890 y se habían garantizado constitucionalmente la libertad de prensa y otras libertades personales, pero, no obstante, ni Cánovas ni Sagasta creían realmente en la democracia ni en el liberalismo, y los resultados de las elecciones nunca reflejaron fielmente la opinión pública. Los sistemas democráticos funcionan de manera que el partido o coalición que en unas elecciones obtiene la mayoría de los escaños parlamentarios forme Gobierno. Durante la Restauración, sin embargo, el sistema funcionaba justo al revés. Cuando la monarquía entendía que el partido en el poder se había debilitado por cualquier motivo, disolvía el Gobierno, ponía a la oposición en el poder y convocaba elecciones, amañadas de forma que el nuevo partido gobernante por designación obtuviese la mayoría. A partir de su «victoria» electoral, el nuevo partido gobernaba durante unos años hasta que el proceso se repetía a la inversa. De esta forma, «la alternancia» creaba la ilusión de un sistema electoral y de cambio político, al tiempo que evitaba cualquier desafío serio al régimen monárquico[16].
El truco funcionaba porque no había diferencias políticas de relevancia entre ambos partidos. El turno se hacía valer a escala local mediante jefes políticos o caciques, hacendados influyentes, empresarios y otros poderes locales que eran capaces de conseguir el voto de vivos y muertos. Muchos eran estafadores que trabajaban a dos bandas, tanto para los liberales como para los conservadores, según exigiera la situación. Con ellos se aseguraba que los resultados de las elecciones no dieran sorpresas ni a los partidos ni a las personas cuyos intereses representaban, como la aristocracia terrateniente, los industriales, la clase media, la Iglesia y el Ejército. Este tipo de fraude electoral no era exclusivo de España: los partidos políticos de los países más formalmente democráticos del siglo XIX (y algunos dirían que incluso hoy en día), servían a los intereses de una elite amañando las elecciones para crear la impresión de la participación popular. Con «la alternancia» y el caciquismo, los españoles simplemente se limitaron a llevar ese ilusionismo político más lejos que otros.
«La alternancia» cerraba el mundo de la política a las masas de forma eficaz. Tenía que ser así: las familias trabajadoras españolas habían sufrido abusos que iban más allá de lo soportable. Millones de personas trabajaban como temporeros en la agricultura simplemente para subsistir. Otras muchas trabajaban en industrias poco competitivas que proporcionaban unos ingresos inferiores a los equivalentes en otros países europeos. Entre 1840 y 1880, el nivel de vida cayó abruptamente en casi toda España: los salarios se quedaron atrás respecto a los precios, las posibilidades educativas se redujeron y la alimentación de la población se deterioró[17]. La conexión entre desigualdad social y radicalismo político no siempre es obvia, pero, para hombres como Cánovas y Sagasta, dejar que el pueblo español ejerciera su derecho al voto de una manera justa era algo que ni se planteaba.
En la década de 1890 «la alternancia» comenzó a dar signos de inestabilidad: algunos españoles se habían dado cuenta de la situación y no les gustaba ser embaucados de ese modo. ¿Qué ocurriría si el pueblo boicoteaba las elecciones? ¿Y si lucharan para conseguir mejores salarios y condiciones de trabajo y simplemente dieran de lado a los principales partidos políticos? ¿Qué pasaría si empezaban a organizar partidos propios? De hecho, todo esto había comenzado a ocurrir en las décadas de 1880 y 1890. La solución era siempre la misma para el Gobierno: el Ejército. Como los partidos de «la alternancia» carecían de legitimidad y los trabajadores, los separatistas vascos y catalanes, los republicanos y otros «enemigos internos» de España se negaban a desaparecer, el Ejército continuó siendo la clave para la supervivencia del sistema canovista. No en vano, se ha argumentado que los oficiales conservaron a partir de 1875 tanto poder como nunca en España, así como el convencimiento de su superioridad moral sobre los políticos civiles y los funcionarios, a pesar de la evidente preponderancia civil del gobierno en el último cuarto del siglo XIX[18].
Tanto Cánovas como su «rival» Sagasta eran conscientes del papel del Ejército como baluarte de la Restauración. La propia Constitución sugería que el Ejército era un representante más «orgánico» y legítimo del interés nacional que cualquier Gobierno, algo con lo que los militares estuvieron enseguida de acuerdo. El Artículo 2 del código jurídico castrense declaraba que «la primera y más importante misión del Ejército» era defender a la nación «de los enemigos interiores». El artículo 22 convertía a la guardia civil en una rama del ejército regular, reforzando aún más la misión interna de los militares[19]. La legislación aprobada en la década de 1880, que anticipaba otra similar de 1906, otorgaba al Ejército el poder de llevar a los civiles críticos ante tribunales militares, una competencia que las autoridades civiles de otros países de la Europa occidental no aceptaban[20].
Martínez Campos defendía este papel ampliado del Ejército, declarando que los militares tenían el derecho y el deber de intervenir en la vida política «cuando el Estado pierde la noción exacta de lo que quiere la nación»[21]. Estas amplias atribuciones de los militares eran una imposición del responsable del golpe que había acabado con la I República en diciembre de 1874. Lo que quizá si resulta sorprendente es ver que Cánovas, la principal autoridad civil de España, creía lo mismo, sobre todo cuando se trataba de combatir a los autonomistas catalanes y vascos o a los trabajadores; especialmente a los trabajadores. En un discurso en el famoso club político Ateneo de Madrid el 10 de noviembre de 1890, Cánovas argumentó que el Ejército «será, por largo plazo, quizá por siempre, robusto sostén del presente orden social, e invencible dique de las tentativas ilegales del proletariado». De hecho, el Gobierno usaba las tropas de forma sistemática para romper huelgas, ya fuera reprimiendo directamente a los trabajadores o como esquiroles. En 1883, por ejemplo, el Ejército envió a mil setecientos soldados a los hacendados andaluces para que cosecharan los campos abandonados a causa de una huelga de jornaleros, que estaban entre los peor pagados de Europa en aquel tiempo. En febrero de 1888, las tropas acabaron con una huelga de los trabajadores de las minas de Riotinto, y en su feroz represión mataron a veinte mineros e hirieron a varios más. El Ejército también intervenía habitualmente para impedir manifestaciones de grupos que reivindicaban autonomía regional para Cataluña y el País Vasco. Por ejemplo, en 1893 los soldados mataron a varias personas en San Sebastián y Vitoria como respuesta a las manifestaciones a favor de la reinstauración de los privilegios y libertades tradicionales de los vascos[22].
Por haberse empleado contra los trabajadores, los campesinos y los autonomistas, el Ejército se hizo impopular. La gente contemplaba a los oficiales del Ejército con una mezcla de miedo y odio, raramente con cariño y admiración. Los desfiles militares no eran ovacionados y nadie saludaba a la bandera, al menos mientras la portasen soldados. Era, recuerda un oficial, como si la enseña nacional de los civiles fuera distinta a la de los militares[23]. Por mucho que lo intentara, el Ejército no era capaz de inspirar respeto y, por el contrario, muchos españoles acabaron burlándose de la institución.
España sufría, en consecuencia, de una extraña suerte de militarismo. En Alemania, los valores castrenses se habían extendido a las masas, haciendo de este país un peligro para sus vecinos. En España, seguía siendo un fenómeno de la elite, no algo popular. Muchos tenían la convicción de que el Ejército español sólo era peligroso para otros españoles. El Ejército se hizo muy sensible a la crítica. Los oficiales no eran capaces de distinguir entre la preocupación ante sus excesivas atribuciones y el antimilitarismo, tras el cual sólo veían intentos de destruir España. Ante tal actitud por parte de los oficiales militares, pocos se atrevían a criticar abiertamente al Ejército, pues podía pagarse caro. Los disturbios de oficiales del Ejército contra las oficinas e imprentas de periódicos críticos con su institución se convirtieron en habituales en la época de la Restauración. La más mínima alusión a unas posibles reformas en el Ejército se tachaba de antipatriótica. El ejército español acabó siendo útil para reprimir a enemigos internos desarmados, pero prácticamente inútil para cualquier otra cosa.
Si quería ser una herramienta del imperio, el Ejército necesitaba desesperadamente reformas. España tenía el Ejército con mayor número de mandos del mundo; por cada diez hombres alistados había un oficial, en comparación con los porcentajes de veinticuatro a uno de Alemana, veinte a uno en Francia y dieciocho a uno en Italia. El alto número de oficiales encarecía el Ejército incluso aunque se destinara poco dinero para nuevo armamento, raciones, equipamiento y salario de la tropa. Los salarios de los oficiales constituían casi un sesenta por ciento de los gastos militares en tiempo de paz, dedicándose sólo un nueve por ciento a material de guerra[24]. Estaba claro que, si se iba a modernizar el Ejército, el cuerpo de oficiales tendría que reducirse de una manera sensata para que el dinero ahorrado de estos salarios pudiera utilizarse para otros propósitos, incluyendo la modernización de la Armada, a la que se destinaba un presupuesto ridículo en comparación con el Ejercito de Tierra, a pesar de su evidente importancia para mantener las posesiones de ultramar. De cualquier manera, este tipo de reforma era precisamente lo que los militares no iban a tolerar. Varios Gobiernos intentaron dar pasos en esa dirección, muy en particular durante el ejercicio como ministro de la Guerra de Manuel Cassola, a finales de la década de 1880. Pero el cuerpo de oficiales, incluyendo aquí a generales con voz en la política nacional, optó por interpretar los recortes de personal como un ataque a la nación. Cassola tuvo que ceder ante la presión cada vez mayor del Ejército y su plan, que habría liberado fondos para adquirir nuevas armas y cubrir otras necesidades acuciantes, nunca vio la luz. España había perdido su mejor oportunidad para corregir los defectos del Ejército y de la Armada. En 1895, la Armada tenía un retraso de veinte años, mientras que el Ejército era demasiado grande para la misión que tenía que cumplir, mientras que estaba escasamente equipado y carecía de fondos suficientes en todos los aspectos, salvo en la nómina de los oficiales. E incluso con esto había problemas: precisamente porque había demasiados oficiales, muchos de los de menor graduación recibían pagas inferiores a lo establecido y tenían que buscar un segundo trabajo para llegar a fin de mes.
Si la escasez de fondos complicaba la vida a los oficiales de menor rango, en el caso de los soldados hacía de sus vidas una miseria. España apenas disponía de barracones adecuados ni de dinero para construir otros nuevos. En cambio, los soldados ocupaban monasterios abandonados y otras ruinas, dormían juntos en enormes salas comunes, muchas veces sin ventanas, defecaban en zanjas, cocinaban en hogueras al aire libre y comían sentados en el suelo ante la ausencia de mesas y sillas[25]. Mientras se encontraban acuartelados en España, su dieta consistía principalmente en judías y patatas acompañadas, si había suerte, de un trozo de chorizo. La carne fresca era casi siempre un lujo imposible. El Ejército francés destinaba 329 gramos de carne cada día para sus soldados y los portugueses 175 gramos, pero el español recibía sólo 125 gramos. Y esto era simplemente lo regulado; en realidad, a menudo los soldados recibían menos y peor comida de lo que se estipulaba. El resultado de todos estos problemas era que los hombres morían durante el servicio militar en porcentajes alarmantes, incluso en tiempos de paz. En la década de 1860, el trece por ciento de los reclutas murió durante su primer año de servicio y otro veinticinco por ciento en los cuatro años siguientes; y eso que se trataba de hombres que realizaban el servicio militar en España y no se vieron implicados en la guerra en la jungla. A efectos comparativos: de los hombres de ambos bandos que combatieron en la guerra franco-prusiana, murió el dieciocho por ciento, lo que nos lleva a la deprimente conclusión de que estar acuartelado en España en tiempo de paz era más peligroso que ir a la guerra en el ejército francés o prusiano de 1870. Cuando los padres españoles se despedían de sus hijos conscriptos, se despedían de veras[26].
Este abandono del soldado de a pie tiene su origen, al menos en parte, en la forma en la que España reclutaba a su ejército. El reclutamiento, o quinta, data en sus aspectos más fundamentales de 1837. Originalmente, la quinta permitía a los ayuntamientos designar quiénes serían sus reclutas; en la práctica, este sistema permitía comprar la exclusión total de las obligaciones militares a los que tenían posibilidades económicas para ello. Esto produjo muchos abusos e injusticias y, a medida que transcurría el siglo, el reclutamiento se hizo más sistemático. El examen médico era obligatorio, pero había que estar casi cadáver para quedar exento. Las comisiones de reclutamiento estatal se hicieron cargo de las decisiones que antes tomaban los ayuntamientos y los caciques locales, de forma que la exención por puro favoritismo se hizo menos habitual.
No obstante España, siempre ansiosa de nuevos ingresos, continuó permitiendo que los reclutas compraran su salida de la quinta. Algunos críticos opinaban que ésta era la raíz de los muchos problemas del Ejército español. La exención costaba entre mil quinientas y dos mil pesetas, una cantidad que las familias de clase media o alta podían conseguir fácilmente y, en consecuencia, sus hijos no iban a la guerra. Con el salario de un empleado medio, reunir unas dos mil quinientas pesetas en un año vendiendo bienes y con algún crédito podía ser posible, pero los hijos de los menos pudientes, los trabajadores y los campesinos, no tenían otra forma de escapar del reclutamiento que no fuera la huida, solución que sorprendentemente pocos adoptaron[27]. En consecuencia, los soldados españoles eran siempre las personas más pobres de la sociedad. También había adolescentes muy jóvenes y mal alimentados, en un tiempo en el que, debido a la dieta y otros factores ambientales, los hombres maduraban físicamente más tarde. Se llamó al ejército «a muchachos sin formar» y, confiándose en el denominado «espíritu de raza, se les obliga a suplir con él las fuerzas físicas de las que aún carecen». Supuestamente, incluso los españoles más pobres, descendientes de Cortés, Pizarro y los hombres que conquistaron el Nuevo Mundo, podrían demostrar la misma ferocidad natural y la dureza espiritual de sus antepasados[28]. Quizá fuera inevitable que un ejército sin recursos materiales enfatizase su supuesta fuerza espiritual. Por desgracia, los oficiales parecían creer en su propio mito de que el soldado español era el más duro del mundo, obviando con esto la preparación física y mental que requería una guerra como la de Cuba[29].
Los oficiales, normalmente reclutados en un segmento relativamente elitista de la sociedad, trataban a estos hombres pobres y jóvenes con el mismo brusco desprecio que les dispensaban como civiles, haciendo oídos sordos a sus necesidades y tratándolos con mezquindad. No es exagerado decir que consideraban a sus hombres como criados que cuando convenía eran enviados a trabajar para un gran terrateniente, que disponía así de una mano de obra gratis para la recolección de sus cosechas o para lo que necesitara. Durante la década de 1890, nada menos que un tercio de los soldados estaban destinados como asistentes, es decir, trabajaban de forma privada para oficiales de alta graduación o gente rica que pagaba a los oficiales por el servicio de sus tropas[30].
La vida en los barracones siguió siendo terrible durante todo el siglo XIX y buena parte del XX. En 1909, un sargento de una guarnición de Lérida señalaba que los barracones carecían de lavabos, mesas, lámparas e incluso de camas: sólo disponían de catres de hierro sin colchones que los hombres tenían que alquilar, ya que eran demasiado pobres para comprarlas. El número de hombres en los barracones era excesivo, como excesiva la cantidad de sargentos y cabos sin nada que hacer: «están de brazos cruzados el sargento, cabo y soldado sin saber qué papel desempeñar». Sólo los hombres situados en el último eslabón de la cadena tenía tareas que realizar; los demás holgazaneaban, salvo aquellos a quienes enviaban a trabajar para civiles o los que emprendían aventuras comerciales por sí mismos y colocaban a sus ociosos camaradas en negocios privados[31].
Los abusos, los barracones ruinosos y la falta de higiene creaban un círculo vicioso. Los pudientes empleaban todos los medios a su alcance para evitar el servicio; de ahí que el ejército estuviera cada vez más compuesto exclusivamente de clases bajas, lo que permitía a los oficiales cometer mayores abusos sin ser sancionados por ello, y esto a su vez hacía más difícil reclutar y conservar a hombres capaces. En esta situación, el ejército español comenzó a aceptar a prácticamente cualquiera entre sus filas. Había hombres, inválidos por completo para el servicio militar, que cobraban por sustituir a los reclutas. Un crítico de la vida militar recordaba haber visto en Cuba, en 1895, a reclutas «herniados, cojos, mancos, asmáticos, tísicos y hasta ciegos», aparte de alguno de sesenta años[32]. Éstos eran los hombres que se enviaban a Cuba, alimentados con arroz, acampados en ciénagas y equipados con sandalias y pijamas de algodón. No sorprende que un gran número de ellos sucumbiera a la enfermedad.
La prensa española conocía estos problemas, a pesar de que los oficiales intentaran ocultar la evidencia. El mayor periódico español, El Imparcial, organizó una campaña criticando al Ejército y al Gobierno por el mal uso de los fondos destinados a las tropas[33]. Hubo republicanos como Blasco Ibáñez que atacaban el sistema de reclutamiento y lamentaban el estado en que se encontraban los hombres. Como respuesta, el ministro de la Guerra telegrafió al general Weyler, el 1 de mayo de 1897, pidiéndole, no que cuidara de las tropas, sino que escribiera una refutación a esta «calumnia» de la prensa[34]. Este tipo de reacción fue típico tanto de los conservadores como de los liberales durante la guerra: siempre estuvieron más preocupados por la percepción pública de estos asuntos que de solucionar los sufrimientos de los soldados.
Hubo unos pocos valientes que sí mostraron voluntad de criticar el Ejército y sus defectos. Efeele, seudónimo de Francisco Larrea, cuestionaba prácticamente todo el estamento militar: la moral de los reclutas forzados a combatir por una colonia que no hacía nada por ellos, la ineptitud de los oficiales entrenados para luchar contra los huelguistas en lugar de contra los insurgentes de ultramar, e incluso el famoso valor del soldado español. «Seguramente que el Ejército no está acostumbrado a oír este lenguaje», escribía Larrea, y sería «mucho más cómodo» imitar a otros que han hecho carrera ocultando «los defectos de la colectividad y los errores de sus individuos». Larrea, sin embargo, optó por hablar. Lástima que sólo encontrara ese coraje anónimo en 1901, demasiado tarde como para que sirviera de algo en Cuba[35].
Vicente Blasco Ibáñez, el gran novelista y significado republicano de la época de la Restauración, llevó a cabo una campaña de prensa, en la década de 1890, en la que pedía reformas en el Ejército, incluyendo la abolición de la quinta. Argumentaba que la exención del servicio para los ricos era injusta y conllevaba el abuso de los hombres alistados. Los oficiales miraban por encima del hombro a sus subordinados y desatendían su bienestar, y podían hacerlo porque los pobres familiares de los reclutas en España no tenían influencia para expresar abiertamente sus protestas. La consigna de Blasco Ibáñez era «que vayan todos: pobres y ricos», y la incluso más sonora y elíptica «todos o ninguno». Estos lemas formaron parte de una campaña nacional que no tuvo más efecto que el de revelarnos los méritos de Blasco Ibáñez, uno de los más destacados y elocuentes críticos de la monarquía y los militares[36].
Los defensores de la quinta sostenían sin inmutarse que un sistema que hacía posible que los pobres dieran su sangre y los ricos su dinero era bastante satisfactorio y acorde con las leyes de la naturaleza y del mercado, ámbitos que, significativamente, equiparaban. A pesar de todo, la injusticia del sistema de quinta con los menos favorecidos era incontestablemente cierta. Pero no fue esto lo que arrojó a Blasco Ibáñez a los leones, sino su opinión de que un ejército de campesinos y trabajadores indigentes bajo el mando de aristócratas odiosos nunca podría ganar una guerra. Esto dolió especialmente a los militares de carrera, que lograron que se encarcelara al escritor.
Sin embargo, este aspecto de su crítica no era precisamente el más acertado. No hay pruebas de que el rendimiento de un ejército que reproduce las divisiones sociales de su sociedad sea siempre malo. Las tropas de Wellington, a las que él llamaba «la escoria de la sociedad», lucharon como leones contra Napoleón, y podrían indicarse otros ejemplos parecidos. De hecho, la práctica de permitir que los más pudientes compraran su exención del servicio ha sido una característica común de toda una serie de países con ejércitos eficaces.
Sea cual sea la justicia subyacente en la crítica, más amplia, de Blasco Ibáñez al complejo aristocrático-militar español, el sistema de reclutamiento español no era el verdadero problema. Incluso el arrogante, si está bien provisto, puede ser generoso para con los menos afortunados. El problema de España era que el Ejército carecía de recursos para sus hombres. La alimentación pobre y escasa, las pagas bajas, la higiene deficiente y la ausencia de una formación y un equipamiento adecuados eran parte del sistema, y esto bastaba para quebrar la moral de los oficiales y la tropa. A estas quejas, hay que añadir la descorazonadora naturaleza de la guerra de Cuba, en la que había que luchar contra el enemigo invisible de las enfermedades y contra los casi también invisibles insurgentes. Ambos enemigos aniquilaban a los hombres y no proporcionaban gloria en absoluto. Al mirar a este ejército retrospectivamente, lo más sorprendente es que combatiera.
Los oficiales españoles también sufrían carencias, al igual que la tropa. A principios de la década de 1870, se discutió mucho dentro del Ejército español sobre la puesta al día de la formación de los oficiales. Como el resto de países, España quería copiar a los alemanes e instruir a los oficiales a partir de las muchas lecciones aprendidas en la última gran guerra europea entre Prusia y Francia. No obstante, como Jaume Vicens Vives ya señalaba hace tiempo, los oficiales recibían una preparación escasa en asuntos técnicos y prácticos. Por ejemplo, los cursos de geografía se centraban en los clásicos y no incluían material relativo a las colonias. Los oficiales que llegaban a Cuba conocían bien a Estrabón y a Ptolomeo, pero no tenían ni idea de la topografía, el clima, la economía o la cultura de la isla. Para ellos, la maleza cubana era lo mismo que el mar: misterioso y desconocido; de ahí que dejaran el timón a los nativos cubanos, que actuaban como guías o prácticos portuarios. En sus academias la oficialidad había sido «educada severamente, casi espartanamente, en ideales de alta tensión espiritual, en las glorias de un pasado actualizado a fuerzas, de convicción nacionalista», pero no acerca de temas útiles[37].
El honor y el valor son virtudes marciales indispensables, y su cultivo es esencial para la formación de los oficiales, pero no sustituyen a la formación táctica y estratégica y, en dosis excesivas, pueden incluso resultar contraproducentes. Los oficiales españoles, con su quisquilloso y defensivo sentido del orgullo, tendían a correr riesgos osados y estúpidos en el campo de batalla, quizá esperando revivir las glorias de César, el Cid o Cortés, con las que habían soñado como cadetes. Para algunos de ellos, el combate se convirtió en una manera de demostrar su masculinidad y no en un medio para infligir el mayor daño posible al enemigo con las mínimas bajas posibles entre sus propias tropas. Un joven José Sanjurjo, que en 1930 acabaría siendo un significado general de derechas, señalaba a un camarada en los preliminares de la batalla de Bacunagua: «ahora verás si soy un hombre o no». Sus dudas al respecto lo obligaban a ponerse en posiciones —con independencia del contexto de la batalla— arriesgadas[38].
En la batalla de Aguacate, otro oficial español cabalgó de forma absurda hasta ponerse a cincuenta metros de las líneas cubanas, simplemente para demostrar esa actitud de «aquí estoy yo». Allí se detuvo y sacó su catalejo para observar mejor a los cubanos, que abatieron su caballo. El oficial quedó atrapado debajo del animal, pero los insurgentes se aseguraron de no dispararle, ya que sabían que sus hombres intentarían su rescate y esto les proporcionaría más y mejores objetivos. Dos soldados españoles murieron en este acto sin sentido, al rescatar a su comandante, pero el honor estaba servido[39].
Tampoco ayudaba que el ejército español en Cuba estuviera considerado como un destino «correccional» para algunos oficiales culpables de afrentas o incumplimiento del deber en España. Estos hombres llegaban a Cuba con la intención de lavar su honra y dar un impulso a sus carreras, y no eran reacios, pues, a perder hombres por el camino[40]. Sufrían de lo que Weyler denominaba «la estúpida confianza y el orgullo quijotesco» acerca de sus propias capacidades, e intentaban luchar en una guerra con la mentalidad de caballeros que se enfrentan en una justa medieval[41]. A los cubanos les gustaba decir que los españoles estaban «haciendo la guerra como en tiempos de Viriato» [el antiguo héroe ibero que combatió a los romanos].[42] De hecho, la situación era incluso peor que lo que esta ocurrencia pueda indicar, y habría que expresarla de otra manera: los españoles intentaron hacer una campaña de contraguerrilla usando armas avanzadas y un moderno ejército de reclutas, mientras sus oficiales imitaban a Viriato cada vez que les surgía la ocasión.
A partir de 1898, los oficiales españoles culparon del desastre a todos menos a sí mismos: a los políticos españoles que concedían demasiado —o demasiado poco— a los rebeldes cubanos; a los estadounidenses que apoyaban cínicamente a los «dinamiteros anarquistas», a los que llamaban luchadores por la libertad; a los «salvajes» cubanos que no supieron apreciar las ventajas de la civilización española. De hecho, el fracaso de España en Cuba fue político, cultural y moral, pero sobre todo fue un fracaso de la organización militar, de las condiciones de salubridad y de liderazgo, aunque a los oficiales no les gustara admitirlo.