VII

El ejército libertador cubano

Mientras Maceo consolidaba el control de Santiago, Gómez llevaba a cabo su campaña justo al oeste, en Puerto Príncipe. Tras Dos Ríos, Gómez contaba con tan sólo veinticinco hombres, e incluso a estos pocos había tenido que embaucarlos para que permanecieran fieles a la causa. Por fortuna, una guerrilla independiente de doscientos hombres procedente de Las Tunas se unió a Gómez y cruzó con él hacia Puerto Príncipe, el 5 de junio.

Benigno Souza escribía optimista que «toda la juventud» de Puerto Príncipe «se alzó en unánime ardor» cuando el viejo caudillo les llamó a las armas. De hecho, la realidad era más compleja. Los líderes locales hicieron saber a Gómez que no deseaban ninguna insurrección en Puerto Príncipe y se mostraron irritados ante la idea de que un «extranjero» de la República Dominicana se atreviera a hacerles esa proposición. Gómez respondió declarando que, a pesar de todo, les llevaría a la guerra y, en el curso de unas pocas semanas, reclutó a unos doscientos jóvenes en Puerto Príncipe. No se puede decir que fuera un levantamiento unánime de la provincia, pero proporcionó a Gómez los hombres necesarios para realizar una campaña de ataques sorpresa contra guarniciones y ciudades españolas. Los cubanos llamaban a esto «campaña circular», porque Gómez, en perpetuo movimiento, iba dando vueltas por la provincia, siempre un paso por delante de los defensores españoles[1].

El 17 de junio, Gómez logró su mayor éxito al incendiar la indefensa ciudad de Altagracia, justo al noreste de la capital de la provincia. Unos días después, obligó a las pequeñas guarniciones de El Mulato y San Gerónimo a rendirse. Dondequiera que fuera, Gómez requisaba caballos, que en Puerto Príncipe se criaban en abundancia, consolidando aún más la ventaja de la caballería del Ejército Libertador sobre la española. Desconcertado y humillado por Gómez, Martínez Campos solicitó su relevo del mando, petición que le fue denegada por el Gobierno español.

Los éxitos de Gómez en Puerto Príncipe y las victorias aún más sonadas de Maceo en Santiago permitieron a los insurgentes reclutar miles de hombres durante el verano de 1895. El problema era proporcionarles armas, ropa y municiones. El brazo civil de la revolución en distritos bajo control insurgente incluía un sistema de prefectos que eran, supuestamente, los encargados de que los suministros siguieran fluyendo hacia el ejército. Realizaban un servicio heroico, pero su tarea iba realmente más allá de sus posibilidades. Gómez y los demás se quejaban constantemente de que las prefecturas no funcionaban ni siquiera en la Cuba oriental, donde su implantación era más completa. Como escribía Gómez al secretario del Exterior, Rafael Portuondo, «Me es imposible obtener los recursos que se necesitan para el ejército, y sobre todo aquí mismo en Camagüey, en donde se necesita un número considerable de equipos de caballería». Los talleres que administraban los prefectos ni siquiera eran capaces de proporcionar zapatos, añadía. El resultado fue que pronto los hombres se vieron obligados a ir descalzos y con el resto de la equipación muy deteriorada[2].

El problema fundamental para los patriotas era su incapacidad de conservar las ciudades ante los ataques de los españoles. Las Tunas fue la única población, grande o pequeña, que tomó el Ejército Libertador durante la guerra. Calixto García se hizo con ella en el verano de 1897, incendiándola y abandonándola pocos días después, ya que no se sentía capaz de defenderla. Incapaces de controlar los centros de población y carentes de los materiales necesarios para fabricar rifles, cartuchos, medicinas y otros suministros, las fuerzas armadas cubanas tenían que depender de lo que pudieran capturar a los españoles y, esencialmente, de lo que los expedicionarios pudieran importar del extranjero[3].

Entre 1895 y 1898, los inmigrantes cubanos, en especial los residentes en Estados Unidos, enviaron a Cuba docenas de las denominadas expediciones de filibusteros. Un contemporáneo identificó sesenta y tres expediciones que partieron desde aguas estadounidenses, a las que hay que añadir las que zarpaban desde otros países[4]. Los filibusteros se desplazaban en barcos de vapor, goletas, yates y otras naves de pequeño tamaño. Tal y como lo expresaba un combatiente, «Los cubanos no perdían ni la concha de una ostra, si en ella podía mandarse algun fúsil a Cuba»[5].

Los funcionarios del consulado español y otros agentes que residían en los puntos de partida habituales de los filibusteros intentaban mantener a La Habana informada de estas expediciones, pero su esfuerzo no daba demasiados frutos. Al leer la correspondencia de estos agentes desde Santiago, Veracruz, Kingston, Santo Domingo, Cayo Hueso, Tampa, Savannah, Nueva York y otros puertos que frecuentaban los cubanos, se tiene la impresión de un espionaje de aficionados[6]. El problema, a menudo, era el mismo: conocían las actividades de los inmigrantes cubanos, pero no tenían la capacidad de utilizar con efectividad los datos que recababan. Hacían llegar la información a las autoridades locales, pero confiar a la policía local la aplicación de las leyes contra el tráfico de armas era inútil, pues muchos oficiales eran favorables a los cubanos y otros, simplemente, no querían complicaciones. Obstruían a los españoles con trámites burocráticos, avisaban a los inmigrantes cubanos y retrasaban cuanto podían la persecución de los revolucionarios conocidos. En las ocasiones en que los agentes de la ley realizaban arrestos, había jueces proclives o indiferentes que solucionaban el asunto con una multa y devolvían su alijo de armas a los cubanos.

El presidente estadounidense, Grover Cleveland, no simpatizaba precisamente con los revolucionarios cubanos, a los que en una ocasión definió como «los más bárbaros e inhumanos asesinos del mundo»[7]. Su administración se opuso oficialmente a la rebelión y ordenó a los funcionarios del Tesoro y a los guardacostas que estuviesen alerta ante los filibusteros. Esto provocó amargos reproches de los patriotas cubanos, que acusaban a Estados Unidos de haberse convertido en «guardianes de Cuba para España»[8]. La orden de Cleveland, en realidad, había sido un acto simbólico, y algunos funcionarios cubanos lo entendieron así. El representante del Gobierno Provisional en Estados Unidos, Tomás Estrada Palma, en una carta fechada en agosto de 1895 y dirigida a Antonio Maceo, destacaba que, a pesar de alguna obstrucción proveniente de Washington, «Los Estados Unidos están a nuestro favor». Era sólo cuestión de tiempo, predecía, que la administración estadounidense reconociera a la insurgencia cubana y comenzara oficialmente a prestarle apoyo. De hecho, Cleveland proclamó finalmente la neutralidad del Gobierno de los Estados Unidos en el conflicto, lo que concedía a los rebeldes un grado de legitimidad sólo algo inferior al de beligerantes. Como veremos más adelante, el sucesor de Cleveland, William McKinley, aunque igualmente incómodo con la naturaleza populista de la revolución cubana, realizó todos los esfuerzos posibles para presionar a España y que ésta renunciara a su control sobre Cuba, e hizo poco para interrumpir los suministros que salían de Estados Unidos[9].

Probablemente, las cosas no hubieran cambiado mucho si Cleveland y McKinley hubieran sido más decididos en su oposición a los rebeldes cubanos, ya que, en cierta manera, no importaba la actitud que tomara el Gobierno Federal de Estados Unidos. El poder de Washington para hacerla valer no era demasiado impresionante a finales del siglo XIX, especialmente en el sur posterior a la reconstrucción, que era el principal centro de actividades de los cubanos emigrados. El embajador español en Estados Unidos, Enrique Dupuy de Lôme, era consciente de esto. «El Gobierno me promete impedir salida» [de filibusteros], escribía Dupuy a sus superiores en Madrid en un breve comentario, «pero creo necesaria nuestra vigilancia, pues las autoridades subalternas americanas no ayudan ni obedecen órdenes superiores» de Washington[10]. Esa misma carencia de autoridad central era también característica de México, Costa Rica y otros países que acogían a inmigrantes cubanos. En Venezuela y Colombia, los cubanos incluso llegaron a lograr una simbiosis amistosa con los rebeldes locales que se oponían a los dirigentes de Caracas y Bogotá, y les permitieron organizarse con total libertad[11].

Una vez que una expedición entraba en aguas cubanas, la armada española no constituía una gran preocupación. Vigilar los casi cuatro mil kilómetros de costa habría sido todo un desafío incluso para la Armada Real británica, la mejor del mundo, así que los españoles, que tenían tan sólo unas pocas lanchas decentes, encontraban imposible esta labor. Un estudioso ha llegado a afirmar que la armada española ejercía un «control completo» de las aguas cubanas y que la llegada de barcos de suministro era siempre «peligrosa e incierta»[12]. Peligro e incertidumbre había, pero no a causa de la armada española: los cañoneros y torpederos de los que disponía España para vigilar la costa eran pequeños, lentos y generalmente en mal estado[13]. Los cubanos no tenían problemas para eludirlos, como hizo el coronel Fernando Méndez, que se topó con un guardacostas español, pero su barco, el John Smith, era más veloz, dejó atrás al guardacostas con facilidad y pudo desembarcar cerca de La Habana[14].

Los militares españoles eran parcialmente culpables del lamentable estado de las defensas costeras de Cuba. Los oficiales del Ejército conservaban mucho poder en la política española, por motivos que analizaremos en breve, y los reformistas que se atrevían a sugerir que se debía destinar más presupuesto del Ministerio de la Guerra a la Armada o a las colonias se arriesgaban a que se les considerara traidores y a ver sus carreras políticas truncadas. En consecuencia, nunca se hizo nada para crear o conservar unas fuerzas navales que protegieran Cuba. Los nuevos barcos permanecían inacabados en los astilleros en España y los ya destacados en Cuba se deterioraban hasta el punto de que algunos fueron apartados al dique seco, para unas reparaciones que nunca llegaron a realizarse: ni en sueños podía un capitán contar con una embarcación así para salir en busca de los navíos cubanos.

Nada de esto debe sugerirnos que fuera sencillo para los exiliados cubanos arribar a la isla. Por el contrario, afrontaban los viajes con grandes sacrificios personales e incluso con heroísmo. José Rutea experimentó una vuelta a casa especialmente ardua. Su historia nos obliga a desviarnos cronológicamente varios meses hasta 1896, pero el lector encontrará que esta digresión merece la pena, ya que proporciona datos interesantes acerca del compromiso y del trágico destino de algunos de los patriotas cubanos que vivían en el extranjero[15].

Rutea se encontraba en España cuando se desencadenó la guerra, en 1895. Viajó a París en diciembre y allí encontró refugio en la organización creada por el expatriado puertorriqueño Ramón Betances. Tras unas semanas que pasó como un turista, visitando la torre Eiffel y otros lugares famosos, tomó un vapor con destino a la ciudad de Nueva York. Rutea pasó las siguientes tres semanas en casa de Roberto Todd, otro patriota puertorriqueño residente en Manhattan. Durante el día, paseaba por Nueva York: recordaba especialmente la Estatua de la Libertad, el sorprendente tráfico comercial, los trenes elevados, el puente de Brooklyn y otros productos de lo que él denomina «excentricidad yanqui». A mediados de enero, recibió una carta de Calixto García, en la que éste le pide que permanezca en la casa de Todd de cuatro a nueve de la tarde, con las maletas hechas y preparado para viajar. Había llegado el momento de volver a Cuba.

En la tarde del 25 de enero, uno de los agentes de García fue a buscar a Rutea y le acompañó a una misteriosa cita en la Calle 124, en el Upper East Side de Manhattan; al mismo punto se encaminaban otros hombres, desde todas partes de la ciudad. Ramiro Cabrera, al que habían advertido con tiempo, decidió hacer una parada para darse un festín en el famoso Delmonico’s, punto de encuentro favorito de los cubanos, donde devora un filete y bebe champán como si se tratase de su última comida. Los preparativos de Rutea no fueron tan satisfactorios: para él, no hubo más aviso que un golpe en la puerta de su anfitrión y un tren hacia el norte, donde se reunió con unos ciento treinta hombres que pululaban en torno a un solar vallado que se usaba para almacenar enormes bloques de mármol. Se trataba de una compañía de lo más distinguida: entre los hombres se encontraban Calixto García, Juan Ruz, Avelino Rozas, Miguel Betancourt, José Cebreco y «varios médicos, abogados, ingenieros, farmacéuticos, licenciados en filosofía y letras, siendo la mayor parte del resto estudiantes». La solemnidad de la ocasión, la presencia de los bloques de mármol funerario y el viento helado del East River imponían quietud y silencio a todos mientras se calentaban las manos con el aliento y zapateaban a la espera de su transporte.

El grupo se embarca en una lancha poco antes de las diez de la noche. Rutea indica que un oficial de policía neoyorquino vigilaba en todo momento pero que, sabiendo quiénes eran, no se alarmó al verlos zarpar y les deseó buena suerte. Este tipo de respuesta, o más exactamente de falta de respuesta por parte de los agentes de policía estadounidenses, era algo que los cubanos daban por seguro. Los hombres llegaron al puerto de Nueva York y fueron trasladados al J. W. Hawkins alrededor de la medianoche. Hacía un frío glacial y les resultó difícil conciliar el sueño aquella noche y la siguiente. El capitán Bernardo Bueno tomó su flauta y entretuvo a todos con interpretaciones de La Marsellesa, Rigoletto, La Traviata y canciones patrióticas cubanas, que tocaba una y otra vez para irritar a los dos españoles que también se habían embarcado. En la noche del 27 de enero, todos tuvieron la fortuna de tener el sueño ligero, ya que poco antes de la una de la madrugada del día 20 se abrió una vía de agua en el J. W. Hawkins, y aún peor, los cubanos descubrieron que la bomba de achique estaba rota. El barco se hundía. Por desgracia, ninguno de los tripulantes había llevado bengalas con las que pedir ayuda ya que, a fin de cuentas, se trataba de una misión encubierta. La mar estaba demasiado picada como para arriar los botes. En una oscuridad absoluta, los pasajeros aguardaron con resignación que se los tragara el agua helada. Calixto García intentaba elevar los ánimos gritando «Todo es morir por Cuba, señores ¡Viva Cuba!». Todo el mundo grita al unísono: «¡Viva Cuba!».

Buscando una solución, accedieron a la parte inferior del barco y comenzaron a acarrear el carbón, luego las armas, las municiones y la dinamita arrojándolo todo por la borda con la esperanza de ganar algunas horas de flotabilidad. Al despuntar el alba seguían a flote, pero en una situación desesperada. Uno de los españoles, un marino gallego llamado Félix de los Ríos, subió al mástil y colgó allí una bandera norteamericana invertida como señal de auxilio. Pronto apareció otro barco, vió la bandera y se acercó. Ya la mar estaba más calmada y los cubanos pudieron arriar los botes con más luz. Rutea y la mayoría de los otros subieron al barco Helena, que partió poco antes de que el Hawkins se fuera definitivamente a pique. La expedición había sido arruinada por el mal tiempo, un barco agujereado y unos preparativos poco adecuados.

El 24 de febrero, Rutea intentó de nuevo tomar un barco hacia Cuba. Esta vez, tomó el tren elevado en la Calle 12 con destino al ferry del sur, donde docenas de exiliados cubanos comenzaban a congregarse poco antes de las ocho de la tarde. Benjamín Guerra, el tesorero de la junta de Nueva Cork, se encontró allí con ellos y los condujo al muelle 4. Allí se embarcaron en una lancha que les llevó a un vapor anclado cerca de la Estatua de la Libertad. La mayor parte de los hombres ya se encontraba a bordo, sólo García Ruz y Cebreco seguían en la lancha. De improviso, tanto el vapor como la lancha abandonaron la escena a toda velocidad, pero no lo suficientemente rápido como para impedir que el guardacostas que había aparecido los arrestase a todos. Al día siguiente, sin embargo, el juez del caso los liberó a cambio de una multa colectiva de mil dólares. La justicia, en estos casos, era siempre rápida e indulgente. Nuevamente quedaba claro que una cosa era la política del Gobierno —en este caso, el guardacostas hizo su trabajo— y otra muy diferente los funcionarios locales, como ejemplifica el comportamiento de este juez.

El 9 de mayo, Rutea realizó un tercer intento. Esta vez tomó el tren elevado en la Primera Avenida hacia el ferry de la Calle 92. Allí, embarcó en un buque junto a otros ochenta y seis hombres, incluido un periodista del New York Herald. Rutea había sido asignado como asesor del general Juan Ruz, que comandaba la expedición (García y algunos otros que habían participado en los dos intentos anteriores viajaban en un barco diferente). Tras una semana de viaje, llegaron a aguas cubanas y, al amanecer del día 18 de mayo, arriaron los botes cerca de Nuevitas, en la costa norte de la provincia de Puerto Príncipe. Los arrecifes y bancos de arena los obligan a descargar los botes y acarrear el cargamento a hombros durante más de un kilómetro y medio, con el agua por la cintura, arrastrando los botes vacíos tras de sí, para poder volver a cargarlos y dirigirse a la playa.

Normalmente, el desembarco era el momento más peligroso de una expedición. Los cubanos intentaban explorar y preparar los lugares de llegada de antemano, empleando para esta tarea a los hombres de Inspección de Costas, un servicio creado por Máximo Gómez en agosto de 1895. No obstante, cuando la vigilancia española era numerosa y efectiva, poco podían hacer estos «inspectores de costa» para asegurar un desembarco[16]. En este caso, Rutea y sus camaradas pudieron contactar rápidamente con los insurgentes y, para cuando llegó la noche, todo el equipamiento estaba cargado en las mulas y se dirigía tierra adentro. Por fin, pensó Rutea, había llegado el momento de unirse a la lucha.

Sin embargo, Rutea y el resto de la expedición de Ruz pronto descubrieron que en esa parte de la isla no había combates. Desde julio a septiembre de 1896, Rutea participó en dos escaramuzas cuando los hombres de Ruz no lograron ocultarse a tiempo de sus perseguidores españoles, pero, en general, los acontecimientos se sucedieron con lentitud. La ofensiva de España en el oeste de Cuba había comenzado en serio y se había ordenado a las tropas españolas de Puerto Príncipe que permanecieran a la defensiva, dejando a los cubanos pocos objetivos que atacar. Además, durante los meses de verano, el calor y el agotamiento afectaban por igual a cubanos y a españoles. En esencia, ambos bandos esperaban al otoño para iniciar sus respectivas campañas.

Cuando los españoles lanzan una pequeña ofensiva en octubre de 1896, ésta coge a Ruz —y a Rutea— desprevenidos. Los cubanos se encuentran rodeados por tropas españolas bajo el mando del teniente coronel Francisco Aguilera, que derrota y dispersa a las fuerzas de Ruz en Zayas, el 7 de octubre. Rutea muere en la batalla y Aguilera le requisa su diario y se lo envía a Weyler, que puede entonces leer esta extraña y triste historia, desde la visita a la torre Eiffel hasta el último y desesperado combate.

De un total de sesenta y cuatro expediciones de filibusteros procedentes de Estados Unidos, los españoles lograron detener dos de ellas, el mar se llevó a otras dos y los estadounidenses interceptaron veintitrés[17]. Un porcentaje de éxito del sesenta por ciento suena bien, pero hay que convenir que, incluso en el caso de que todas las expediciones hubieran llegado a buen puerto, utilizar balandros y goletas para transportar efectivos militares resulta intrínsecamente ineficaz. De todas formas, cuando determinadas expediciones de hombres y material desembarcaban, el Ejército Libertador obtenía abundantes recursos, que le daban un margen de mayor actividad y capacidad de reclutamiento. Algo así ocurrió en el verano de 1895. El 25 de julio, Carlos Roloff, Serafín Sánchez y José María Rodríguez llegaron a la isla en una de las mayores expediciones de la guerra: ciento treinta y dos hombres con armas, trescientos mil cartuchos y medicinas. No obstante, ni siquiera esa cantidad cartuchos iba a durar mucho si no se utilizaba con contención. A fin de evitar esto, Gómez ordenó a sus hombres que evitaran la lucha en espacios abiertos y exponerse al fuego español. Por el contrario, dio instrucciones a sus tropas para que «abrieran más las filas durante el combate», ahorraran munición y esperaran a tener un disparo claro y cercano[18]. Ejerciendo una gran disciplina, los hombres de Gómez podían infligir el mayor daño posible con un gasto mínimo de balas. Pero incluso así, el Ejército Libertador pronto se quedó sin cartuchos y se creó un grave problema de moral y conservación de las tropas. El exceso de munición atraía a los hombres a la insurrección, pero desertaban cuando se acababan los cartuchos. Incluso las mayores entregas, como los 500 proyectiles, 2.600 rifles, 858.000 balas y dos cañones que entregó el Dauntless en agosto de 1896 no llegaron lejos, sólo crearon el típico trajín de actividad y reclutamientos seguido de la deserción[19]. Esta interrelación de suministros y disciplina dentro del Ejército Libertador fue un continuo problema para Gómez, Maceo y todos los comandantes cubanos durante la guerra.

Existía, además, otro problema relacionado con la moral de los insurgentes. Algunos cubanos se alistaban, en primer lugar, debido a la errónea creencia de que no se les pediría combatir lejos de sus hogares y de que se les permitiría volver con sus seres queridos para realizar tareas en casa cuando fuera necesario. Tras comprometerse, e incluso cuando quedaban provisiones de munición, a menudo las unidades del Ejército Libertador se disolvían a pesar de los esfuerzos de sus comandantes por evitarlo. Las tropas abandonaban el campamento sin autorización o no volvían de sus permisos, o llevaban a civiles, incluyendo a esposas y novias, al campamento sin la aprobación de sus superiores. Huían ante el enemigo, y se arrepentían luego de haberlo hecho, días o semanas después, según unos ritmos que nada tenían que ver con las exigencias militares. En ocasiones eran los propios oficiales quienes constituían el problema: comandantes que permitían que sus hombres se quedaran rezagados y rompieran filas en plena marcha, o que abandonaran el campo para solucionar asuntos personales o familiares. La indisciplina caracteriza a las formaciones irregulares en cualquier lugar, así que no es extraño que fuera un factor de debilidad para el Ejército Libertador durante toda la guerra, especialmente en los periodos en los que faltaba munición y, en consecuencia, acciones militares significativas. Gómez y otros oficiales cubanos intentaban combatir estas tendencias, pero eran parte de la naturaleza de la insurgencia y no podían erradicarse por decreto.

De hecho, había un aspecto positivo en estos problemas disciplinarios. Las tropas cubanas —a diferencia de las españolas— podían mezclarse entre batalla y batalla, y de hecho lo hacían, con la población civil. Esto resulta esencial para la supervivencia de cualquier fuerza de guerrilla: al carecer de bases y suministros convencionales, los ejércitos irregulares deben confiarse a los civiles para muchas cosas. Conservar el contacto con la población civil —el «mar de simpatía» de Mao, al que cualquier movimiento insurgente debe recurrir para alimentarse— resultaba vital. Paradójicamente, esto que los comandantes del Ejército insurgente pretendieron combatir como una debilidad, pudo ser en realidad un factor que contribuyera a evitar su destrucción a manos de la superioridad militar de los españoles[20].

Tras Peralejo, la única acción a gran escala del verano se produjo el 31 de agosto, en un lugar llamado Sao del Indio. Maceo congregó a sus hombres dispersos, más de un millar, y sorprendió a una columna española que salía de Guantánamo. Como en Peralejo, los cubanos rodearon a los españoles, que adoptaron la formación en cuadro a campo abierto, mientras que los cubanos disparaban a cubierto. Finalmente los cubanos agotaron su munición y, el 2 de septiembre, los españoles se retiraron de vuelta a Guantánamo. Tras Sao del Indio, Gómez ordenó a sus comandantes que evitaran totalmente el combate para ahorrar balas, incluso si algún hombre abandonaba las filas por eso. Se hallaban aún en el este, cerca de sus hogares, y los hombres siempre podrían volver a ser movilizados (como así fue) más adelante. Mientras, Gómez instó a sus oficiales a que dejaran que el calor de finales del verano hiciera su parte del trabajo contra los españoles. «Dice nuestro viejo general que él no quiere ponerle más emboscadas», recordaba Bernabé Boza, «ni hacerle más bajas al general español que las que le causa el general Septiembre con sus aguaceros y lodazales». El dispersarse y no hacer nada costaba a los cubanos mucho menos que el realizar una campaña activa, y causaba casi el mismo quebranto a los españoles[21].

En octubre, Gómez y Maceo se reunieron con otros miembros del Gobierno Provisional republicano en Mangos de Baraguá, cerca de Santiago, para los preparativos finales de la invasión del oeste cubano. Maceo comandaría la columna de invasión. La movilización de hombres durante una larga marcha resultaría ser, no obstante, bastante más difícil de lo esperado, tal y como indican los reiterados ruegos y amenazas de Gómez a sus subcomandantes para que se reunieran con él. Algunos de los hombres que habían combatido en Peralejo y Sao del Indio pensaban que ya habían cumplido con su deber y no tenían ganas de marchar hacia el oeste, lejos de sus hogares. Asimismo, Maceo tuvo que luchar contra las órdenes contrarias del general Masó, que aconsejaba a los hombres que permanecieran en el oriente, donde podrían proteger a sus familias[22]. A consecuencia de todos estos problemas, para finales de octubre el ejército invasor contaba sólo con algo más de mil hombres.

La tarea de hallar y detener a Maceo mientras aún se encontrara movilizando tropas en el este recayó sobre una columna de infantería al mando del coronel Santiago de Cevallos. Durante la primera semana de noviembre, Cevallos hizo marchar a sus hombres fuera de Holguín, bajo unas lluvias torrenciales, por carreteras tan impracticables que era necesario abrir nuevos senderos con el machete a través de la jungla. Pero no encontraba a Maceo, cuyos hombres viajaban a caballo y se mantenían siempre varias horas por delante de sus perseguidores. El 7 de noviembre, fue Maceo quien encontró a Cevallos. El general cubano organizó emboscadas cada doscientos metros a lo largo de la carretera que conducía a Maraguanao, cerca de Las Tunas. Aunque sólo consiguió ralentizar un poco a los españoles, herir a dos soldados y matar varios caballos y mulas, no necesitaba más. Sus emboscadas imposibilitaron a los españoles para acampar, comer, descansar o escapar del diluvio. Algunos efectivos de Cevallos ya habían perecido por el camino a causa de las fiebres, y otros habían caído enfermos. Los hombres, cubiertos de llagas por la suciedad, el esfuerzo y la enfermedad, habían destrozado los zapatos y los uniformes baratos en cuestión de días. El calzado era un problema particular: España equipaba a sus hombres con zapatos de suela de esparto, quizá apropiado para la meseta española, pero absurdos en el trópico, pues el agua los calaba y los soldados sufrían de «pie de trinchera», una forma de putrefacción que podía hacer que el simple hecho de permanecer de pie fuera doloroso. El cáñamo húmedo también era el hogar ideal de diferentes parásitos a los que nada gustaba más que taladrar la carne entre los dedos de los pies. A todos los efectos, Cevallos mandaba una tropa de infantería enferma y lisiada para perseguir a la caballería de Maceo, algo de todo punto absurdo.

Por un milagro de resistencia, al anochecer del 7 de noviembre, los renqueantes españoles tomaron un pequeño campamento insurgente, matando a siete enemigos antes de que el resto lograra huir. Con las prisas, los cubanos abandonaron dos vacas sacrificadas que los hambrientos españoles devoraron a medio cocinar. Al día siguiente, Maceo utilizó de nuevo su táctica de emboscadas para retrasar a Cevallos, al tiempo que, con el grueso de sus fuerzas, presionaba hacia el oeste desde Las Tunas, dejando atrás la columna de españoles de pies cansados. Cevallos había fracasado por completo, pero al menos pudo olvidarse de la lluvia y dejar la persecución de Maceo a otros[23].

Maceo cruzó entonces hacia Puerto Príncipe, donde Gómez había estado activo antes, y José María Rodríguez y cuatrocientos jinetes engrosaron su columna. En 1895, Puerto Príncipe era aún una zona casi salvaje, de densa jungla, aunque más llana que Santiago, así que la columna a caballo de Maceo pudo moverse con celeridad a través de la provincia. En unas pocas semanas, Maceo estuvo listo para cruzar la trocha Júcaro-Morón, en la provincia de Santa Clara. En una carta a su hermano José, el 30 de noviembre de 1895, Maceo recuerda que «hemos atravesado todo el Camag¸ey sin un tiro». Más sorprendente aún, había cruzado la trocha y entrado en Santa Clara el 29 de noviembre, cerca de la ciudad de Ciego de Ávila «sin la menor resistencia»: éste era exactamente el tipo de guerra que quería Maceo[24].

Casi al mismo tiempo, Gómez cruza la trocha cerca de su extremo sur, sorprendiendo y capturando a cuarenta y dos españoles encargados del puesto de avanzada Pelayo, uno de los setenta y tres fuertes situados a lo largo de la trocha que se suponía debía encerrar a los cubanos en el oriente[25]. Al entrar en la provincia de Santa Clara por vez primera, Gómez incorpora a su columna el Cuarto Cuerpo, reclutado en la localidad y que prácticamente sólo existía sobre el papel. Maceo y Gómez se reúnen en La Reforma, en el lado occidental de la trocha. Serafín Sánchez, el jefe militar de Santa Clara, y Carlos Roloff, el secretario de la Guerra, se reúnen allí con ellos. La columna cubana tiene ahora casi dos mil hombres, incluso después de dejar atrás a parte de la caballería de Puerto Príncipe. Casi todos iban montados y poseían un rifle, aunque andaban escasos de munición según los estándares de cualquier ejército regular[26]. Como escribía Gómez a un amigo de Santo Domingo, el ejército gozaba de buena salud, estaba animado y «nadando en recursos»[27].

Gómez se dirigió a las tropas reunidas con duras palabras y les anunció que la victoria no sería fácil. «En estas filas que veo tan nutridas, la muerte abrirá grandes claros», advertía, pero la muerte, e incluso la devastación de la propia Cuba, no era un precio demasiado alto por la independencia. «¡Soldados!», arengaba Gómez, «no os espante la destrucción del país; no os extrañe la muerte en el campo de batalla; espantaos, sí, ante la idea horrible del porvenir de Cuba si por casualidad España llega a vencer en esta contienda»[28]. Las instrucciones de Maceo a los hombres eran incluso más explícitas: les pedía «destruid, destruid siempre, destruid a toda hora del día y de la noche; volar puentes, descarrilar trenes, quemar poblados, incendiar ingenios, arrasar siembras, aniquilar a Cuba, es vencer al enemigo». Maceo aseguraba a sus hombres que «no tenemos que dar cuenta a ningún poderoso de nuestra conducta. La diplomacia, la opinión y la Historia no tienen valor para nosotros. Seía insensato buscar glorias en el campo de batalla […] como si fuéramos un Ejército europeo». Por el contrario, evitando la batalla y concentrándose en la destrucción de Cuba, el Ejército Libertador alcanzaría su meta. Convertirían la isla en un «montón de ruinas» para que a España no le fuera de provecho continuar con la campaña. «Hay que quemar y destruir a toda costa», concluía Maceo. Lo que no podían lograr con artillería y rifles, podrían hacerlo indirectamente con fuego y dinamita[29].

Las apocalípticas palabras de Maceo y Gómez prefiguraban la destrucción extraordinaria que estaban a punto de desencadenar en Cuba en nombre de la independencia nacional. Ambos hombres compartían una perspectiva soreliana del potencial creativo de la violencia. Pensaban que Cuba tendría que ser destruida para que pudieran volver a crearla y que los cubanos saldrían fortalecidos moralmente en el proceso. De todos los términos que usaban los cubanos para describir su guerra contra España, «guerra de redención» era el que sonaba más acorde con el pensamiento de sus líderes: evocaba el profundo anhelo de una comunidad nacional y la aspiración de crear una sociedad económica y socialmente igualitaria sobre las cenizas de la vieja Cuba. Asimismo, expresaba el deseo de justicia racial, asunto fundamental en una isla que había abandonado la esclavitud hacía menos de una década. En la retórica de la revolución, la camaradería entre compañeros de armas uniría a los cubanos —cualquiera que fuese su clase social, raza u origen nacional— en un nuevo pueblo. Ésta era la «virtud redentora de las guerras justas» acerca de las que había escrito Martí[30]. Los hombres de ciudad, como Serafín Espinosa y Ramos, en su ignorancia de los asuntos rurales, descubrirían la Cuba real en la «la manigua desconocida y soñada»[31]. Los orientales se encontrarían con los occidentales y el localismo, que había sido tan pernicioso para los levantamientos cubanos en el pasado, finalmente quedaría purificado en el fuego de la unidad nacional. Los soldados cubanos, «reducidos a la impotencia» por la tutela española, harían valer su hombría[32]. Las personas de color, muchas de las cuales habían nacido en la esclavitud, obtendrían la total igualdad con los blancos, ya que ambas razas luchaban hombro con hombro por una libertad más completa que la que ninguno de ellos obtendría con España. Ésta era la visión que se ofrecía a la columna de invasión mientras se preparaba para marchar hacia el oeste.

La guerra, se suponía, podía incluso redimir a los delincuentes comunes. Maceo se preocupó por alistarlos, ya que creía que, combatiendo en el ejército de invasión, los hombres de estas características se reformarían moralmente con el rudo ejercicio de las armas. En una orden del 3 de octubre de 1895, Maceo aconsejó al teniente coronel Dimas Zamora alistar a «todos aquellos individuos que sean perniciosos en sus respectivas fuerzas por su desarreglada conducta», así como a cualquiera que se opusiese al alistamiento. Participando en la invasión de la Cuba occidental, estos hombres se convertirían en ciudadanos íntegros, quisieran o no[33]. Naturalmente, en medio de toda esta creativa construcción nacional, muchos civiles se opondrían, y el Ejército Libertador podría poner a prueba su resolución[34].

El 3 de diciembre, en La Reforma, Gómez divide el Ejército Libertador en cuerpos, divisiones, brigadas, regimientos, batallones y compañías. Estas designaciones formales les parecieron ridículas a los funcionarios españoles y a muchos otros en aquel momento, ya que el conjunto de las fuerzas cubanas sumaba aproximadamente lo que un regimiento de un ejército regular. Antes de que todo acabara, unos cuarenta mil hombres habían servido de una forma u otra en el Ejército Libertador, si bien en ningún momento llegó éste a reunir más que una fracción de esta cifra, y las mayores concentraciones nunca sobrepasaron unos pocos miles de hombres. Los oficiales españoles ridiculizaban al Ejército Libertador: los generales cubanos eran «cabecillas», «Un puñado de gentes sin Dios ni ley» que había adoptado «la vida del pillaje, del incendio y del crimen». Sus tropas eran «dinamiteros anarquistas», bandidos y cosas peores[35]. Lo cierto es que el pequeño Ejército Libertador tenía en su núcleo un grupo de curtidos soldados liderados por oficiales de talento, algunos de ellos profesionales y hombres de prestigio en la vida civil. Y en lo que se refiere a la reorganización del ejército de Gómez, aunque básicamente fuera sólo en un plano teórico, jugó un papel importante para crear un sistema de mando y una responsabilidad, que demostró ser vital en los días venideros, con independencia del escaso número de hombres[36].

Al Segundo Cuerpo del Ejército Libertador se unieron otras fuerzas y pasó a ser la columna expedicionaria, o «de invasión», bajo el mando de Antonio Maceo, con el cometido de llevar la guerra a la Cuba occidental. Maceo avanzó hacia Santa Clara a la cabeza de casi mil cien hombres armados y quinientos sin armar[37]. A continuación iba Gómez, con otra fuerza destinada a distraer a las tropas españolas evitando que se concentraran exclusivamente en combatir a Maceo. Al acercarse a la ciudad de Iguará, Maceo eludió una gran columna española, de unos setecientos hombres, al mando del general Álvaro Suárez Valdés, y se dirigió hacia el pequeño destacamento del coronel Enrique Segura, que había quedado atrás para defender el fuerte de Iguará. Maceo deseaba por encima de todo marchar hacia el oeste sin impedimentos y, durante la mayor parte del mes siguiente, los españoles le concedieron este deseo. Pero en Iguará, donde los cubanos gozaban de una superioridad aplastante y disponían de municiones suficientes, Maceo forzó la situación atacando a los españoles con gran determinación. Como era de esperar, Segura dispuso a su pequeño contingente en cuadro. Esto impedía la carga a machete de los cubanos, pero Maceo hizo que sus hombres desmontaran y dispararan a cubierto contra las líneas españolas. Tras dos horas, los españoles tuvieron que retirarse. Los hombres de Segura sufrieron siete bajas y veintiséis heridos, por trece muertos en las filas cubanas, la mayor parte en el ataque inicial con machetes. Maceo capturó el fuerte de Iguará y se adueñó de cincuenta y cuatro rifles y ochocientos cartuchos; un premio que hizo importante Iguará, a pesar de su poca entidad como batalla[38].

La columna expedicionaria cruzó al oeste a través del hermoso valle de Manicaragua, en las montañas de Santa Clara. El 11 de diciembre, fue atacada por una columna española en Manacal. Los cubanos habían tomado el terreno en alto y, como hacían habitualmente, habían desmontado para combatir como infantería, a cubierto de las rocas. Al oscurecer, la batalla había finalizado. Los cubanos habían gastado casi toda su munición y, durante los dos días siguientes, se retiraron hacia el oeste, como querían hacer de cualquier manera[39]. Dado que todos iban a caballo, podían moverse más rápidamente que los españoles y lograron escabullirse el 14 de diciembre, bajando a las llanuras de Cienfuegos, en la provincia de Matanzas. Todos se desplazaban rápidamente y en silencio, conscientes de su vulnerabilidad en un campo abierto lleno de tropas españolas y de sus simpatizantes. Boza recordaba este momento crítico: «Salimos en marcha a las cinco de la madrugada rumbo a occidente. Todos vamos serios y graves, como las circunstancias imponen. Debíamos entrar en territorio de Cienfuegos en la región de las cañas como decíamos o, como ha dicho muy bien un ayudante del General en jefe, vamos a atravesar los Pirineos y a meternos en España»[40].

De hecho, al pasar a la Cuba occidental, los hombres de oriente entraban en una tierra tan hostil y desconocida para ellos que bien podría haberse tratado de la propia España. Entre 1868 y 1894, 417.264 españoles habían emigrado a Cuba y otros 219.110 soldados habían llegado a la isla, algunos de ellos para quedarse. La mayor parte de estas personas recién llegadas se habían asentado en el oeste, donde se unían a oleadas anteriores de inmigrantes españoles[41]. En lugares como Matanzas, los españoles de la Península posiblemente superaran en número a los cubanos nativos, e incluso los líderes cubanos se daban cuenta de que la mayoría de las personas en el oeste «no era adicta a los principios revolucionarios»[42]. Unos sesenta mil cubanos sirvieron en las filas españolas durante la guerra, más de los que lo hicieron a favor de la revolución y, en su mayoría, tenían su hogar en las provincias occidentales de Matanzas, La Habana y Pinar del Río[43]. Defendían las propiedades rurales, como el ingenio llamado España, un lugar donde doscientos españoles armados habían convertido los edificios industriales en fortalezas. Se acuartelaban y vigilaban las ciudades y pueblos y trabajaban en brigadas contra incendios. Ellos hicieron de la «tierra de la caña» un lugar poco acogedor para Maceo y Gómez.

No sólo los inmigrantes españoles luchaban por la idea de una Cuba española; miles de hombres nacidos en la isla eran también bomberos, agentes de policía o miembros de grupos activistas pro españoles. En Candelaria, la guarnición incluía no sólo vascos, sino también hombres de color nacidos en Cuba que, para perplejidad de las tropas de Maceo, llevaban sus boinas —la boina vasca que era parte del uniforme de los voluntarios— con el mismo orgullo que sus camaradas del País Vasco, y defendían la bandera española con idéntico fervor[44]. La familia Carreño y Fernández, que poseía varias plantaciones y una refinería de azúcar cerca de Matanzas, había construido once nuevos fuertes de piedra y reclutado sin problema a ciento cincuenta milicianos, muchos de ellos negros, entre los trabajadores de la plantación, para defender sus propiedades[45]. En una confesión infrecuente para un oficial cubano, el general Manuel Piedra Martel reconocía que, durante toda la guerra, siempre fue superior el número de personas que apoyaba la continuidad del dominio español que el de las que abogaban por una independencia total[46].

Pero, en número mayor que el de estos dos grupos, estaban aquéllos que simplemente querían que les dejaran en paz. Habría que ser prudente al aceptar los juicios del general Weyler acerca de los cubanos, pero probablemente tenía razón cuando insistía en que muchos de ellos «no deseaban otra cosa que vivir en paz y trabajar» sin ser molestados por ninguno de los bandos[47]. Esto podría ser cierto en cualquier guerra, pero en Cuba lo era especialmente en la zona occidental.

Los orientales movilizados en el Ejército Libertador no lograban comprender la falta de patriotismo de los cubanos occidentales. De hecho, los consideraban ajenos también en cuanto a su forma de vida: sus casas eran diferentes, comían cosas distintas y la Iglesia tenía una influencia mucho mayor en sus vidas. Las relaciones raciales estaban más polarizadas, algo de la mayor importancia para definir la forma en la que los orientales del ejército de Maceo se relacionaban con los habitantes de las provincias occidentales. El Ejército Libertador perseguía, si bien nunca consiguió, la plena integración racial en sus filas. Aquí se reflejaba la influencia de los ideales de Martí, pero más aún, constituía una expresión del hecho de que los hombres de color habían alcanzado posiciones de relieve en el liderazgo de sus comunidades[48]. La columna invasora estaba integrada por una mayoría de afrocubanos[49] y, a medida que estas fuerzas avanzaban hacia el oeste, se encontraban con una sociedad de plantaciones dominada por blancos y basada en el trabajo de los negros. España no había abolido la esclavitud hasta la década de 1880, y las condiciones de los trabajadores negros no había mejorado tanto tras la emancipación. Además, el oeste se había vuelto últimamente «más blanco» debido a la masiva inmigración de españoles en la década de 1880[50]. Según un coetáneo, en el oeste se mantenía una segregación total entre negros y blancos «por cuestión de punto más o punto menos de negrez en el cutis»[51]. Todo esto debía de resultar de lo más extraño para los hombres de Maceo.

A la columna de Maceo no le gustaban los blancos occidentales, y el sentimiento era mutuo. De hecho, la columna expedicionaria pasó a ser conocida como «columna invasora», tanto para los hombres que la componían como para los civiles que sufrían su paso. Este matiz terminológico no carece de sentido: en gran parte debido a que la columna expedicionaria estaba constituida prioritariamente por negros, los blancos de occidente sentían el avance de Maceo como una invasión de extranjeros que trataban de derribar la civilización y la jerarquía racial «natural» que conocían. Por convención, este avance ha acabado denominándose «la invasión del oeste», y en este caso la convención parece bastante oportuna.

Un examen de las listas de los regimientos ofrece más información acerca de los hombres que se habían alistado en el Ejército Libertador[52]. En primer lugar, y como cabía esperar, casi todos procedían de áreas rurales. En el regimiento de Palos, por ejemplo, el ochenta y dos por ciento de los hombres habían especificado tareas agrícolas como su ocupación. En el regimiento de Goicuría, esta cifra era del ochenta y seis por ciento, pero resulta interesante ver cómo sólo el dieciséis por ciento de estos hombres eran jornaleros sin tierras. El resto eran pequeños granjeros, lo que sugiere que los cuadros de la insurgencia no eran pobres y desposeídos, sino pequeños propietarios y arrendatarios. Esto ayuda a explicar ciertos aspectos de su comportamiento, como su susceptibilidad ante los impuestos de España y su predisposición a destruir la industria del azúcar, que no era su fuente de empleo sino, como muchos de ellos pensaban, una desventaja para la economía campesina.

En ambos regimientos, la práctica totalidad de la tropa tenía menos de treinta años y los había de tan sólo doce. Y casi todos eran solteros: el noventa y cuatro por ciento en Palos y el noventa y seis por ciento en Goicuría. El grueso de los ejércitos siempre está formado por jóvenes solteros, así que estos números tampoco son sorprendentes: más interesante resulta el hecho de que sólo el cuatro por ciento de los soldados hubieran nacido fuera de Cuba. En este sentido, el alzamiento era «nacional», con una casi total ausencia en las filas de los insurgentes de hombres nacidos en España o en otros países. Artesanos, estudiantes, comerciantes y otros trabajos eran una minoría diferenciada en el Ejército Libertador, si bien los oficiales solían proceder de la clase de los comerciantes o de los profesionales. Los médicos y los farmacéuticos, por ejemplo, se alistaron en forma desproporcionada a su número en la sociedad. En Cuba —como en otros muchos países en desarrollo—, los profesionales de la medicina se convertían en críticos de la situación cuando se convencían de que ésta era un impedimento para el eficaz desempeño de su trabajo, así que muchos simpatizaban con los separatistas y colaboraban con ellos. Fue una suerte para el Ejército Libertador, que pudo aprovechar el valioso conocimiento y el material de estos profesionales médicos. En general, los datos que aquí se presentan acerca del origen social de los insurgentes refuerzan lo que ya nos hacían presumir fuentes más intuitivas: las tropas eran jóvenes y sencillos campesinos de origen africano y nacidos en Cuba, mientras que los oficiales eran blancos de la ciudad.

El Ejército Libertador se hizo más blanco en los últimos compases del conflicto. A finales de 1897, como veremos más adelante, el Gobierno español trató de aplacar a Estados Unidos y a sus propios críticos liberales adoptando una postura militar pasiva que permitió la recuperación y el crecimiento de la insurgencia. Fue entonces, como han señalado los estudiosos, cuando los blancos pasaron a engrosar las filas del Ejército Libertador, esperando ser felicitados y ascendidos por hacerlo. Pero lo cierto es que Máximo Gómez y otros oficiales blancos cubanos empezaron a ascender a los blancos antes que a los negros e, incluso, a relegar a negros, como el veterano Quintín Bandera, que habían estado luchando por Cuba desde la Guerra de los Diez Años. En cualquier caso, el acceso de los blancos al Ejército Libertador en 1898 no debe enmascarar su composición racial en 1895[53].

A medida que el Ejército Libertador avanzaba hacia el oeste, perdía cientos de hombres; no por bajas, sino a causa de las deserciones. Quince hombres desertaron en las propias narices de Maceo a finales de noviembre[54]. El Segundo Cuerpo de Bartolomé Masó perdió ciento ochenta hombres en una deserción en masa, en Mala Noche, hecho que provocó el «ascenso» de Masó a vicepresidente del Gobierno Provisional y que se le liberara de cometidos militares[55]. Cuando Maceo entró en la zona de Matanzas, las deserciones empezaron a ser alarmantes y, finalmente, quince oficiales y ochenta y dos soldados fueron sentenciados a muerte por este motivo, si bien parece ser que la sentencia no se ejecutó[56]. Los soldados siempre esgrimían razones de tipo personal para desertar, pero los orientales también tenían intereses regionales que los hacían dudar acerca de si debían continuar o no con Maceo. Algunos de los hombres que se habían decidido a luchar por la libertad de su país entendían que éste era oriente o, incluso más concretamente, Bayamo o Las Tunas, así que, a medida que el ejército avanzaba hacia el oeste, Maceo se veía obligado a poner en juego toda su voluntad para que los hombres se mantuvieran en sus filas y listos para el combate. Que consiguiera convertir en un cuerpo militar a paisanos entre los que primaban los intereses locales y particulares, es una prueba de la fortaleza de su carácter y de sus cualidades como líder[57].