Dada la problemática económica y la historia política de Cuba, el levantamiento y la declaración de independencia de Baire del 24 de febrero de 1895 difícilmente podían sorprender a los españoles. No en vano, el capitán general Emilio Calleja esperaba algo de esta naturaleza: durante meses, los funcionarios españoles dentro y fuera de Cuba le habían estado advirtiendo de la posibilidad de que se produjera un desembarco de cubanos emigrados, que volvieran armados para apoyar una gran rebelión[1].
Un suceso ocurrido en Estados Unidos fue la señal más clara de que iba a suceder algo dramático. El 8 de enero de 1895, en la pequeña isla Fernandina de Florida, un guardacostas estadounidense abordó tres barcos contratados para transportar expedicionarios y armas a Cuba. La expedición fracasó, aunque más tarde la justicia federal dio la razón a la tesis de la defensa de los cubanos —a cargo del abogado Horatio Rubens— de que la incautación de los barcos había sido ilegal. Calleja no conocía toda la amplitud y complejidad de la trama de Fernandina. Los rápidos barcos Amadis, Lagonda y Baracoa habían sido contratados para llevar a Máximo Gómez y otros importantes líderes del exilio a diferentes puntos situados en la costa cubana, donde grupos armados esperaban su llegada para iniciar el levantamiento. Calleja sabía lo bastante, en cualquier caso, como para darse cuenta de que algo importante estaba a punto de suceder.
Con todo, Calleja no intentó evitar o contener el levantamiento con medidas que, bajo la ventaja que nos da la perspectiva histórica, nos parecen obviamente necesarias. No realizó ningún esfuerzo para vigilar la costa, irrumpir en los clubes de revolucionarios o detener a los activistas cubanos conocidos. Juan Gualberto Gómez, el hombre a cargo de dirigir la revuelta en la región de La Habana, siguió blandiendo su elocuente pluma contra el régimen español justo hasta el momento en que cogió las armas para enfrentarse a él. El periódico La Protesta, vinculado a los líderes revolucionarios Enrique Collazo y José María Aguirre, publicaba soflamas revolucionarias en los días previos a los acontecimientos de Baire. Además, hombres cercanos a Calleja mantenían estrechos lazos con Manuel García, un famoso bandido y patriota conocido como el «rey de los campos de Cuba», que secuestraba a españoles y a cubanos pro españoles, cobraba el rescate y lo entregaba a la insurgencia[2]. Mientras tanto, Calleja pedía perdón a los rebeldes capturados e insistía en que no necesitaba la ayuda de Madrid, a pesar de que sus efectivos se encontraban en un estado lamentable. Disponía de menos de catorce mil soldados y, como en la Guerra de los Diez Años, muchos de ellos habían sido licenciados para servir en diferentes funciones a personajes privados, lo que les imposibilitaba para el servicio militar[3]. En definitiva, el gobierno español en La Habana, lejos de lo que se esperaba de un régimen con reputación de brutal, reaccionó con una parsimonia sorprendente, antes y después del Grito de Baire, y permitió así a la insurgencia tomar impulso, al menos en la mitad oriental de la isla[4].
Los críticos de Calleja atribuyen su inacción a su estupidez y su pereza o, peor aún, a una complicidad con los insurgentes cubanos, pero estas acusaciones son injustas[5]. España otorgaba a sus capitanes generales una autoridad imperiosa, pero Calleja había sido nombrado cuando el Gobierno de Madrid se había comprometido a conceder ciertas reformas y un gobierno relativamente liberal, aunque no del todo democrático, a Cuba. Calleja no tenía ni el mandato ni la inclinación personal para gobernar con mano de hierro. Por el contrario, creía que las reformas eran el mejor modo de evitar que los separatistas ganaran terreno, así que mantuvo la vana esperanza de que los cambios legislativos impulsados desde Madrid satisfarían a los cubanos y evitarían un baño de sangre.
Calleja no estaba solo en su compromiso con la reforma pacífica como solución para los males de Cuba. En diciembre de 1892, el amigo de Calleja, Antonio Maura, que llegaría a ser uno de los hombres de Estado más importantes de España en el siglo XX, había asumido las funciones de ministro de Ultramar en el gabinete liberal de Práxedes Sagasta. El 28 de diciembre, Maura reescribe la ley electoral de Cuba y duplica la población con derecho a voto al reducir el requisito de impuestos pagados de veinticinco a cinco pesos. Aún no era el sufragio universal de los varones que tenía —sobre el papel— España, pero significaba una mejora notable. Cinco meses después, el 5 de junio de 1893, Maura presenta al Congreso español un paquete de nuevas leyes destinadas a otorgar a los cubanos más control sobre sus propios asuntos, mediante la creación de una nueva asamblea administrativa para la isla y la concesión de más poder y autonomía a las autoridades municipales[6]. Estos cambios no iban a satisfacer las exigencias cubanas en asuntos tan fundamentales como la bajada de impuestos o unas relaciones comerciales más libres, y, ciertamente, estaban lejos de conceder a Cuba la independencia real, pero en cualquier caso el proyecto de Maura prometía crear en La Habana un gobierno más receptivo a las necesidades de la isla, y los liberales esperaban que fuese suficiente para desactivar el movimiento separatista[7].
Al principio, las reformas y los proyectos de reforma parecían funcionar exactamente como Maura, Calleja y los liberales esperaban. La ampliación del derecho al voto de diciembre de 1892 hizo que miles de cubanos que antes habían boicoteado las elecciones votaran en marzo de 1893, proporcionando así una pátina de legitimidad al sistema colonial español. El Partido Liberal Autonomista cubano obtuvo siete representantes en el Congreso español, en contraste con los habituales uno o dos del pasado, aunque seguía siendo insuficiente para influir en el curso del debate político y en las decisiones legislativas llegadas de Madrid. La entente cordiale entre liberales y conservadores en el Gobierno español no permitía a la delegación cubana inclinar la balanza en uno u otro sentido. Así pues, los cubanos no tenían posibilidad de regatear para lograr reformas importantes en la isla desde el terreno político, como hizo, por ejemplo, el irlandés Marnell en el Parlamento británico. Aun así, la presencia, en 1893, de siete miembros del Partido Liberal Autonomista animó a los cubanos que aún creían en la posibilidad de reformas con la monarquía española. Pocos meses después, el anuncio por parte de Maura de la concesión de una mayor autonomía para Cuba dio lugar a masivas manifestaciones de apoyo en la isla. Una señal inequívoca de que la legislación prometida había creado un genuino entusiasmo fue que José Martí condenara rotundamente el proyecto de Maura, al que acusó de pantalla de humo para distraer a los cubanos del camino de la revolución[8]. Flor Crombet, un general veterano de la Guerra de los Diez Años, pensaba que el plan de Maura hacía obligatorio un levantamiento inmediato para evitar que las reformas aplacaran el estado de descontento[9]. Máximo Gómez, consciente de lo que pasaba, describió el plan autonómico de Maura como «un poderoso ariete para aplastar la Revolución», y más adelante recordó 1893 como un momento de gran peligro, cuando la promulgación del plan podría haberla cercenado. Un importante historiador cubano, de hecho, llegaba a la conclusión de que «si hubiera sido implantada a tiempo la autonomía, el movimiento revolucionario no hubiera tenido feliz éxito; es más, no se habría intentado siquiera»[10].
Lo que ocurrió, en cualquier caso, fue que el plan autonómico de Maura nunca llegó a convertirse en ley, porque ciertos acontecimientos que nada tenían que ver con Cuba retrasaron la consideración del proyecto. En septiembre de 1893, el Gobierno de Madrid se vio envuelto en un conflicto colonial en Melilla, uno de los dos enclaves españoles en Marruecos. Las tribus del Rif habían realizado una serie de incursiones contra las guarniciones españolas y, el 27 de octubre, masacraron una columna española que, de forma estúpida, se había introducido en un estrecho desfiladero del Atlas. El Gobierno respondió enviando a Marruecos a su famoso general Arsenio Martínez Campos, con veinte mil soldados bajo su mando.
Martínez Campos tenía un historial impresionante. En 1874 había dado el golpe de gracia a la I República española, de corte radical, y había abierto el camino de vuelta a la monarquía borbónica. En 1878, tras liderar una campaña contra la insurgencia cubana, puso fin a la Guerra de los Diez Años con la Paz de Zanjón. Martínez Campos era uno de los hombres de más poder y prestigio en España. En Marruecos, sin embargo, actuó torpemente, para alborozo de los separatistas cubanos. Para 1894, la guerra de Marruecos había degenerado en un conflicto de poca intensidad, del que no se obtenían resultados tangibles, salvo cargar a España con el coste de equipar y alimentar a un ejército de veinte mil hombres con los que Martínez Campos no sabía qué hacer[11]. En esta situación, un desconcertado Práxedes Sagasta, que a fin de cuentas nunca se había interesado por Cuba, interrumpió el debate parlamentario sobre el proyecto de Maura. Éste dimitió disgustado y durante un año no se hizo nada. Finalmente, en las postrimerías de 1894, con la situación marroquí bajo control, el Congreso de los Diputados comenzó a considerar un proyecto de reformas legislativas para Cuba impulsado por el sustituto de Maura, Buenaventura de Abarzuza. Este proyecto se convirtió en ley el 12 de marzo de 1895.
A veces, sin embargo, el momento lo es todo. Si el plan autonómico de Maura se hubiera adoptado en 1893, podría haber cambiado la situación política en la isla, pero la ley casi idéntica de Abarzuza se hizo efectiva dieciséis días después del levantamiento de Baire, demasiado tarde para que sirviera de algo. Aun así, esta ley creó cierta confusión inicial entre los revolucionarios que debían dirigir el levantamiento hasta que los grandes líderes en la emigración —Crombet, Gómez, Maceo, Martí y los demás— llegaran. En la propia ciudad de Baire, los rebeldes enarbolaron al principio la bandera del Partido Autonomista con gritos de «¡Larga vida a la autonomía colonial!». Fue más tarde cuando Jesús Rabí, Bartolomé Masó y otros líderes cubanos de la región proclamaron abiertamente la independencia[12].
No hay duda de que las reformas impulsadas por los españoles entre 1892 y 1895 habían creado confusión e incertidumbre generalizadas. Resulta irónico que, a largo plazo, esto sirviera a la causa de los insurgentes cubanos, pues Calleja era el más desconcertado. Deseando dar a las reformas de Abarzuza —que su Partido había adoptado— una oportunidad, y poco deseoso de inaugurar con un baño de sangre lo que él esperaba que fuera una era de gobierno más liberal en Cuba, Calleja permaneció tercamente inmóvil tras el 24 de febrero. Intentaba actuar como si no pasara nada, ya que lo contrario sería admitir la dolorosa verdad: que el tiempo de las reformas había pasado. Fue un autoengaño que los partidarios de las reformas acabarían pagando.
Las revoluciones tienen más posibilidades de éxito si la elite gobernante es débil, está dividida o duda, pues todo esto puede menoscabar la capacidad de resolución y la moral de los cuerpos policiales y del ejército. Algo así pasó en Cuba. Las elites pro españolas de la isla, reflejando la división existente entre conservadores y liberales, se habían alineado en dos bandos hostiles: los integristas, dispuestos a cualquier cosa para que Cuba siguiera siendo española, y los autonomistas, con quienes simpatizaba el liberal Calleja, que contemplaban una relación más flexible entre la colonia y la metrópoli. Algo, quizá, parecido al acuerdo entre Canadá y el Reino Unido. Para cuando Calleja se dio cuenta de que esta commonwealth hispana era una quimera y que tenía que declarar la ley marcial y responder con las armas al Grito de Baire, ya era demasiado tarde. Las fuerzas cubanas habían consolidado su posición en diferentes partes de la Cuba oriental y, para primeros de abril, habían avanzado tanto que era necesario emplear al ejército para restablecer la paz en la isla en términos aceptables para España. Así, paradójicamente, en lugar de desbaratar la revolución como Martí y Gómez temían que sucediera, las reformas del Partido Liberal paralizaron al capitán general de Cuba, en un momento en el que actuar con mayor decisión hubiera podido cambiar las cosas.
Posiblemente, Calleja subestimara la gravedad real de la situación. Los exiliados cubanos, de Nueva York a Santo Domingo, planeaban expediciones con cierta regularidad, y las rebeliones dentro de Cuba eran frecuentes. Sin ir más atrás, el 12 de abril de 1893, los hermanos Sartorious intentaron un frustrado levantamiento cerca de Holguín; el 4 de noviembre de este mismo año, hubo una conspiración en Lajas que no llegó a buen puerto y, el 25 de enero de 1895, se abortó una revuelta en Ranchuelo. Rebelión y bandidaje se habían convertido en algo normal en Cuba y el grito de «Cuba libre» casi en rutinario. De este modo, las noticias acerca de las actividades de los emigrados y el evidente aumento de la tensión en las zonas rurales durante enero y febrero, que ahora, con el beneficio de la perspectiva histórica, vemos claramente como antecedentes de la revolución, no le parecían nada extraordinario a Calleja.
Otras circunstancias contribuyeron también a que Calleja calculara mal la fuerza del sentimiento separatista. El capitán general se había rodeado de autonomistas cubanos, cuyo mayor deseo era lograr de forma pacífica un cierto grado de independencia dentro de la monarquía española, evitando así un excesivo derramamiento de sangre y la destrucción de propiedades. Organizados en el Partido Liberal Autonomista, estos hombres aseguraron a Calleja que podían atraer a más gente que los separatistas, y Calleja les creyó. Cierto es que en 1895 podían haber tenido razón. Hay que recordar que las voces que clamaban por la independencia seguían siendo minoritarias en Cuba, mientras que los autonomistas eran numerosos y contaban en sus filas con algunos de los más adinerados y poderosos hombres de la isla. Mientras, Calleja ignoraba el brutal, pero en muchos aspectos más razonable, consejo de los integristas, que le pedían acciones preventivas contra conocidos patriotas cubanos. Así pues, el constante ruido provocado por los consejos de los autonomistas impidió a Calleja escuchar el estruendo del cataclismo que se avecinaba.
A pesar de la falta de previsión de Calleja, a principios de 1895 los revolucionarios sufrieron una serie de derrotas y decepciones que no auguraban nada bueno. Para empezar, el desbaratamiento de la conspiración de Fernandina había sido algo más que un contratiempo menor. Los patriotas cubanos volvieron a aportar fondos para restituir lo perdido, pero no fue suficiente. Pasaron meses antes de que los principales líderes cubanos, como Gómez y Maceo, pudieran llegar a Cuba. Mientras, los patriotas cubanos que habían respondido a la llamada de Baire se encontraban en una situación delicada. El 28 de febrero, las fuerzas españolas de la provincia de La Habana capturaron a Juan Gualberto Gómez, y en Matanzas la policía arrestó a todas las figuras clave, entre ellos a Pedro Betancourt, el rebelde nombrado líder para esta provincia. Manuel García, el «rey bandido» del campo cubano, murió en extrañas circunstancias casi al mismo tiempo. De hecho, la rebelión no fructificó en casi ningún lugar, principalmente porque la llamada revolucionaria no encontró el apoyo inmediato y espontáneo de las masas. La provincia de Puerto Príncipe, por ejemplo, permaneció tan tranquila que los españoles esperaron hasta junio para declarar allí la ley marcial.
Todo esto no debe sorprendernos ni hay que darle demasiada importancia. Los romances nacionalistas suelen retratar las guerras «del pueblo» como espontáneas y unánimes, y las historias de la Guerra de Independencia cubana no son ninguna excepción[13]. No existen, de hecho, evidencias de levantamientos populares generalizados en 1895; sería más exacto describir la insurrección como producto de la intensa actividad de una elite revolucionaria comprometida que tenía un apoyo limitado, casi todo en oriente. Los cubanos estaban divididos en clases e identidades regionales, por su relación (o ausencia de ella) con las ciudades y el mercado, por motivos estratégicos y tácticos, y por la raza, como los últimos estudios han demostrado de forma fehaciente[14]. Muchos de los combatientes sabían esto. Luis Adolfo Miranda recordaba las dificultades que tuvieron Maceo y Gómez en su lucha contra el «tan arraigado sentimiento nacionalista», que imposibilitaba la creación de un ejército nacional de cierto tamaño[15]. Según el general cubano Manuel Piedra Martel, las personas que querían la independencia total de España fueron siempre una minoría durante todo el siglo, incluso en los momentos más trascendentales de la Guerra de Independencia. Decía que «fue mayor el número de hijos de Cuba que defendió con las armas la soberanía de España que el de los que la combatieron»[16]. En consecuencia, en 1895 no era de esperar ninguna unidad de intención o acción entre los cubanos.
Ni la denuncia de los abusos más elocuente ni el programa reformista más convincente bastan para que la gente se mate entre sí o se arriesgue a morir de forma violenta. Hace falta algo mucho más persuasivo para lograr una entrega generalizada a la violencia. La naturaleza degradante de la guerra hace que la vida pierda valor, da a jóvenes inexpertos poderes que en condiciones normales deberían ejercer los hombres y mujeres maduros, y abre brechas infranqueables entre las personas. Los militares que lideraban la revolución cubana lo sabían; sabían que, con el tiempo, la propia guerra movilizaría al pueblo cubano. Su papel como jefes militares era el de permanecer firmes, perturbando la vida diaria de la mayoría con una guerra en la que combatía una minoría comprometida. Como herramienta de reclutamiento era mejor que apelar al nacionalismo y al patriotismo, que son ideas que se fraguan y extienden durante y a causa de las guerras, no antes[17].
En Santiago, las cosas iban razonablemente bien para los revolucionarios, a pesar de la enfermedad y posterior muerte del jefe militar destinado en la provincia, Guillermo Moncada. Bartolomé Masó sustituyó a Moncada y actuó en torno a Manzanillo. Esteban Tamayo comandaba una fuerza en Bayamo. Los hermanos Sartorius y el periodista catalán José Miró combatían cerca de Holguín. Pedro Pérez y Quintín Bandera reclutaron tropas en las zonas de Guantánamo y Santiago. Junto a otros veteranos de la Guerra de los Diez Años y unos pocos cientos de reclutas nuevos, estos líderes rebeldes comenzaron sus operaciones de guerrilla contra las aisladas guarniciones españolas, y contra guardias civiles y los pueblos leales a los españoles[18].
En marzo, una disputa en Madrid entre oficiales del Ejército y periodistas liberales desencadenó una crisis gubernamental que proporcionó un respiro importante a la insurrección cubana, junto con nuevas posibilidades de ayuda. Ocurrió de la siguiente manera: el 13 de marzo de 1895, el periódico madrileño El Resumen publicaba un artículo crítico con los oficiales españoles que intentaban no ser enviados a Cuba. Cientos de ellos, de hecho, se retiraron anticipadamente cuando vieron que las hostilidades se reanudaban en Cuba y que se solicitarían sus servicios[19]. Pero cuando los periodistas se atrevieron a apuntar este dato, se armó un escándalo. En la noche del 14 de marzo, unos treinta oficiales irrumpieron alborotando en la imprenta de El Resumen. Al día siguiente, el periódico El Globo relataba estos hechos en un mordaz artículo titulado «Los valientes». Los militares de cualquier país odian ser el objeto de la ironía y la crítica de los civiles, y en esto los militares españoles eran especialmente sensibles, en parte por lo poco que se había visto de gloria y prestigio en las fuerzas armadas españolas durante el siglo XIX[20]. El 15 de marzo, trescientos oficiales destrozaron El Globo y dos imprentas asociadas al periódico. Cuando los principales hombres del Ejército español, Martínez Campos incluido, se pusieron del lado de los malvados militares y contra la ley, el Gobierno liberal que presidía Práxedes Sagasta se vio obligado a dimitir para evitar un posible levantamiento militar.
El 23 de marzo, el estadista conservador Antonio Cánovas del Castillo forma un Gobierno cínicamente entregado a defender el honor de los militares contra «los ataques de la prensa». Cánovas también promete abandonar las reformas y la negociación en Cuba[21]. En su discurso protocolario al asumir el cargo, arrojó el guante a los revolucionarios cubanos y declaró que España lucharía «hasta la última gota de sangre y hasta la última peseta» antes de renunciar a la isla y, de acuerdo con esta apocalíptica determinación, ordenó la destitución de Calleja y envió a Martínez Campos a Cuba. Martínez Campos sale de España el 4 de abril y llega a La Habana el 16 de de ese mismo mes.
Martínez Campos era moderado si lo comparamos con su sucesor, Valeriano Weyler. Frente a Calleja, sin embargo, era defensor acérrimo del imperio y su nombramiento en la primavera de 1895 marcó un acusado endurecimiento de la actitud española hacia Cuba. Las reformas ya no eran una opción, puesto que tanto Cánovas como Martínez Campos rehusaban considerarlas hasta que la isla no quedara pacificada. De esta forma, las revueltas del 14 y 15 de marzo en Madrid y la posterior caída de Sagasta, Calleja y el Partido Liberal hicieron que España considerase exclusivamente la vía militar para solucionar la crisis cubana. Es más, el cambio ministerial y administrativo en Madrid tardó semanas en producirse y, para cuando Martínez Campos pudo sustituir a Pareja, ya había comenzado el caluroso, húmedo e insalubre verano tropical. No era el momento de lanzar una contraofensiva.
Mientras Martínez Campos cruzaba el Atlántico, los exiliados más prestigiosos —Gómez y Maceo— navegaban igualmente hacia la isla. Su llegada a la provincia de Santiago contribuyó más que cualquier otra cosa a impulsar la revolución.
Llegar a Cuba se había hecho difícil tras el desastre de Fernandina. Antonio Maceo, en colaboración con Flor Crombet y unos doscientos cubanos exiliados en Costa Rica, había estado preparando una importante expedición como parte del plan de Fernandina. En Costa Rica, Maceo había sido objeto de una vigilancia constante por parte de espías españoles que, con razón, le consideraban el cubano vivo más peligroso. El 10 de noviembre de 1894, un grupo de españoles intentó asesinarlo cuando salía de un teatro en San José. Los amigos de Maceo consiguieron repeler a los agresores, pero Maceo recibió una herida de bala en la espalda, peligrosamente cerca de la columna. La fuerte constitución de Maceo le permitió recuperarse y el incidente sólo sirvió para reforzar su determinación de ir lo antes posible a Cuba y ondear allí el estandarte de la rebelión[22]. De cualquier manera, tras lo ocurrido en Fernandina, Martí no tenía dinero para que Maceo y Crombet compraran armas, suministros y pagaran el transporte de la gran empresa que tenían proyectada. Al sentirse despreciado, Maceo amenazó con retirarse de la operación, pero finalmente Martí consiguió un donativo de dos mil dólares del dictador de la República Dominicana, Ulises Hereaux, y se los ofreció. Como Maceo seguía sin estar satisfecho, Martí decide entonces intentarlo con Flor Crombet. Al anunciar su decisión, no pudo evitar reprender a Maceo: «Ésta es la ocasión de la verdadera grandeza […] y Flor, que lo tiene todo a mano, lo arregle como pueda». Así se volvió a abrir entre Maceo y Martí una herida que ya nunca más cicatrizaría[23].
Dos mil dólares no bastaban para montar la gran expedición que pretendía Maceo, pero, liderados por Crombet, Maceo y otros veinte oficiales cubanos, con nueve rifles y machetes para todos, embarcaron en el barco estadounidense Adirondack el 25 de marzo, y zarparon rumbo a la costa de la provincia de Santiago. Al entrar en aguas cubanas, recibieron algunas salvas de advertencia procedentes de la lancha cañonera española Conde de Venadito que, sin embargo, no persiguió al Adirondack ni intentó destruirlo. Pero, aunque lo hubieran intentado, probablemente no hubieran alcanzado al veloz barco norteamericano, que normalmente se utilizaba para transportar plátanos y otras frutas perecederas.
Aunque pueda parecer extraño que el Conde de Venadito ni siquiera intentara perseguir al Adirondack, hay una explicación lógica: los españoles no eran proclives a disparar contra los barcos estadounidenses porque la más mínima hostilidad podía desencadenar el furor guerrero en Estados Unidos y convertirse en el pretexto que la administración Cleveland necesitaba para intervenir en Cuba. Algo parecido había pasado dos semanas antes. El 8 de marzo de 1895, el balandro estadounidense Alliance, con bandera británica para despistar, había entrado en aguas cubanas cargado de tropas y municiones para los insurgentes. También en aquella ocasión se vio implicado el Conde de Venadito, que interceptó al Alliance y disparó algunas salvas de advertencia a su proa cuando estaba a dos kilómetros y medio de la costa. A continuación, otro disparo impactó más cerca del Alliance y éste se retiró (aunque pudo desembarcar a los hombres y las armas en Cuba una semana después). Cuando las noticias de este encuentro llegaron a Estados Unidos, la prensa condenó la «agresión» española y creó cierta tensión bélica. La armada estadounidense se puso en alerta y el secretario de Estado envió un belicoso mensaje a España el 15 de marzo, negando cualquier relación del Alliance con los revolucionarios y exigiendo una reprimenda oficial para el capitán del Conde de Venadito. El presidente Grover Cleveland restauró la calma al día siguiente, pero la lección estaba clara: los oficiales navales españoles que dispararan sobre barcos estadounidenses, aunque estuvieran haciendo contrabando de armas para los insurgentes y camuflados bajo banderas de otros países, ponían en gran peligro sus carreras y las relaciones de España con Estados Unidos. De ahí que, diez días después, el capitán del Conde de Venadito no intentara destruir ni apresar el Adirondack cuando éste entró en aguas cubanas con Maceo, Crombet y los otros[24]. La presencia de la lancha española evitó, sin embargo, que la partida de Maceo desembarcara. El 29 de marzo, el capitán Simpson, al mando del Adirondack, desembarcaba a los expedicionarios en Fortune Island, en las Bahamas, y los presentaba a la autoridad estadounidense de la plaza, el vicecónsul Farrington.
Como a muchos otros estadounidenses, a Farrington le satisfacía trabajar en segundo plano para socavar al régimen colonial español en Cuba. La ley federal estadounidense, de conformidad con las leyes internacionales, prohibía ayudar a los insurgentes contra el Gobierno reconocido de Cuba. Ésta era la postura de la administración Cleveland en 1895 y 1896, y la que McKinley intentó mantener inicialmente cuando tomó posesión de su cargo, el 4 de marzo de 1897. Los funcionarios estadounidenses vigilaban las actividades de los emigrados, y barcos de la Marina norteamericana detuvieron alguna expedición ocasional. A ojos cubanos, esto constituía un comportamiento hostil por parte de Estados Unidos, pero, de cualquier manera, los barcos apresados y los hombres detenidos quedaban en libertad rápidamente y los agentes cubanos podían volver a presionar abiertamente en Washington y continuar con sus actividades en pro de la independencia. Para los españoles, Estados Unidos estaba vulnerando las leyes internacionales ayudando a la revolución.
Ambos bandos tenían algo de razón, pero hay que recordar que el Gobierno Federal de Estados Unidos en la década de 1890 no era tan monolítico como ahora: las autoridades federales eran débiles en muchos estados y jurisdicciones locales. Los policías guiñaban el ojo a las reuniones de insurgentes cubanos en los muelles de Nueva York y nada de lo que se dijera desde Washington iba a cambiar esta actitud. Los representantes de la ley tampoco vigilaban los lugares donde, en Florida y en otros sitios, se sabía que hacían escala los insurgentes. Durante años, los exiliados cubanos habían estado ejerciendo presión en el Congreso, organizando mítines y distribuyendo notas de prensa, y su causa se había hecho popular en Estados Unidos. Los estadounidenses, hasta los empleados del Gobierno Federal como Farrington, sentían auténtica simpatía por los rebeldes cubanos y profunda antipatía hacia España por todo lo que ésta simbolizaba. De esta forma, aunque el propio Cleveland pudiera sentir desprecio por los insurgentes cubanos, poco podía hacer para imponerse sobre sus ciudadanos fuera de Washington. Es más, tenía poco que ganar oponiéndose a la corriente de sentimientos pro cubanos, y sorprende que el Gobierno Federal fuera capaz de resistir tanto tiempo la presión a la que se vio sometido para que ayudara a los revolucionarios.
En la noche del 29 de marzo de 1895, Farrington, Crombet y Maceo diseñan un plan para llevar a los insurgentes a su destino. Farrington les prestaría su propia goleta, Honor, para que pudieran desembarcar en la costa cubana, actuando como si fueran trabajadores que regresaban a un cultivo de agave de la cercana Inagua para que no les detectaran en el puerto. El único problema era el de encontrar una tripulación bahameña tan inocente como para creer que los veintidós hombres armados que transportaba el Honor eran trabajadores de una plantación de agave. Finalmente, Farrington halló a un capitán, Solomon Key, y a dos marineros dispuestos a hacer el viaje. Si la tripulación tenía alguna duda de su destino, ésta no les duró mucho tiempo, ya que, una vez a bordo, los cubanos explicaron a los tres marinos que en realidad se dirigían a Cuba y dieron a cada uno de ellos un dinero extra por las molestias. El 1 de abril, el Honor desembarcó a los insurgentes en la playa oriental de Duaba, cerca de Baracoa. Sin embargo, ni el Honor ni Solomon Key sobrevivieron al desembarco: la partida cubana había sido incapaz de tomar tierra con los botes, de forma que obligaron a Key a encallar el Honor y a unirse a ellos en tierra, donde murió, según algunas versiones, de un disparo accidental cuando uno de los expedicionarios limpiaba el arma de Maceo. La recompensa del capitán muerto se repartió entre los dos marineros y los expedicionarios se dirigieron tierra adentro[25].
Al principio, las cosas no fueron bien. A las pocas horas los españoles atacaron y dispersaron al grupo de Maceo y, en los días siguientes, capturaron a algunos y mataron a la mayoría de los que quedaban, entre ellos a Flor Crombet, un veterano de la lucha por la independencia casi tan importante como el propio Maceo. Para evitar ser perseguidos, los hombres acabaron separándose. Maceo pasó cinco días solo, hambriento y oculto y, finalmente, dieciocho días después del desembarco, se encontró con una partida que había salido a buscarle. Para entonces, había contraído una disentería que sufriría durante todo el primer verano de la guerra. Aun así, su presencia les animó y reactivó la revolución[26].
Entretanto, el 25 de marzo de 1895, Martí escribe lo que sería el toque de rebato de la revolución. El Manifiesto de Montecristi, firmado tanto por Martí como por Máximo Gómez y redactado en la casa del general, en Montecristi, República Dominicana, esboza las metas de la revolución cubana. El manifiesto contenía muchos de los elementos de la filosofía política de Martí. Anunciaba que había llegado la hora de acabar en Cuba con el dominio de la corrupta monarquía española y sus siempre incumplidas promesas de reforma, y construir una Cuba independiente que prometía un futuro de democracia y justicia para todos, sin discriminaciones raciales. Martí proclamaba la «limpieza de todo odio» y la «indulgencia fraternal» de los revolucionarios cubanos hacia los cubanos neutrales. Declaraba su determinación de respetar a los españoles de honor, mostrar piedad con los colaboradores que se arrepintieran de su error y ser inflexible con el «vicio, el crimen y la inhumanidad»[27]. Por desgracia, la presión de una cruel guerra civil y colonial obligaría a los revolucionarios a incumplir algunas de estas promesas.
El 1 de abril, Martí y Gómez parten hacia las Bahamas con otros seis hombres, pero son abandonados allí por el capitán y la tripulación del barco. Se ocultan durante unos días hasta que, el 5 de abril, el barco alemán Norstrand les lleva a Haití, donde se esconden en casa de un exiliado cubano. Gómez aprovecha el desvío para escribir por última vez a su mujer una carta, que acompaña con un mechón de su cabello gris[28]. El momento de la verdad se acerca rápidamente. Unos días después, los revolucionarios vuelven a embarcar en el Norstrand y, en la noche del 11 de abril, desembarcan en la Cuba oriental, cerca de Baracoa. El último trecho del viaje lo realizan en un bote que Martí había comprado en Inagua por cien dólares y que casi vuelca al apartarse del Norstrand. Luego, mientras se acercan a la orilla, pierden la caña del timón por el mal estado de la mar. Sólo cuando hubo pasado la tormenta y salió la luna pudieron estos hombres baqueteados por las olas tomar tierra en la rocosa playa de Playitas, que Máximo Gómez besa con un gesto simbólico que conmemora su regreso tras tantos años de exilio.
A finales de abril, con la mayor parte de sus líderes importantes en sus puestos, las fuerzas del Ejército Libertador cubano inician una serie de ofensivas contra pequeñas ciudades. El 21 de abril, el coronel Victoriano Garzón consigue una importante victoria al mando de su grupo contra la localidad de Ramón de las Yaguas, cerca de Santiago. La guarnición española ocupaba un sólido fuerte que los cubanos nunca habrían podido tomar de no ser porque su comandante, el teniente español Valentín Gallego, preocupado por la lealtad de sus hombres, decidió rendirse sin lucha. Los cubanos se hicieron con sesenta y cuatro rifles, veinte mil cartuchos y una gran cantidad de alimentos. Para completar la victoria, Garzón y los cubanos incendiaron por completo la ciudad y vieron cómo se unían a ellos ocho de los soldados españoles, lo que viene a demostrar que las dudas de Gallego acerca de la lealtad de sus hombres estaban justificadas[29].
Martínez Campos llevaba exactamente una semana en Cuba cuando supo de la caída de Ramón de las Yaguas. Reaccionó con furia, condenando a muerte a Gallego con una orden el 1 de mayo de 1895 y, al mismo tiempo, urgiendo a las tropas españolas de la isla a mostrar su temple y a prepararse para «derramar hasta la última gota de sangre» por España[30]. Entretanto, la pequeña partida de Gómez y Martí deambuló durante siete peligrosos días por el campo, plagado ahora de tropas españolas que buscaban a Maceo. Finalmente, el 14 de abril se encuentran con un grupo de insurrectos locales. A finales de abril, llegan al campamento levantado por el hermano de Maceo, José, y unos días después, el 5 de mayo, Martí, Gómez y Antonio Maceo se reúnen en un ingenio en ruinas llamado La Mejorana para valorar su posición y discutir un plan de acción.
Al principio, la reunión no discurre bien. Maceo no había olvidado que Martí había dado a Flor Crombet el control de su expedición procedente de Costa Rica y lo interrumpía groseramente cada vez que intentaba hablar. Maceo también estaba en desacuerdo con la determinación de Gómez de invadir inmediatamente la Cuba occidental, ya que, según Maceo, antes era necesario actuar con cautela y controlar firmemente la Cuba oriental. Es posible que a Maceo le enfureciera que Gómez hubiera nombrado general a Martí, a pesar de la falta de experiencia militar del poeta. De hecho, Maceo insistía en que Martí debía volver a Nueva York y dejar la lucha a los generales «de verdad». Parece ser que, tras una breve reunión, Maceo pidió a Martí y a Gómez que abandonaran su campamento. Era un momento delicado. Maceo tenía muchos más seguidores y parecía dispuesto a continuar sin sus colegas. Por fortuna, al día siguiente los tres arreglaron casi todas sus diferencias y acordaron un plan de acción[31].
Entre las graves discrepancias que separaban a los tres líderes de la revolución cubana, había una en concreto que no admitía conciliación. Gómez y Maceo, convencidos de que la victoria se conseguiría con una férrea disciplina militar y no con el ardor espontáneo de las masas, querían retrasar la revolución social y democrática hasta el final de guerra e impedir que los civiles influyeran en la forma de conducirla. Por el contrario, Martí pensaba que la mayor esperanza para Cuba era un levantamiento masivo del pueblo, algo que se conseguiría instaurando un gobierno civil en las zonas que no controlaban los españoles y realizando de manera inmediata los cambios sociales y políticos necesarios.
El conflicto entre los ideales y las necesidades militares es un fenómeno recurrente en los movimientos de insurrección. Los jacobinos franceses se apartaron de sus ideales de libertad en 1793, mientras rechazaban las monarquías de Europa y acababan con la oposición interna; los bolcheviques rusos violaron a partir de 1917 el limitado ideario liberal de su programa, para combatir a enemigos externos e internos. Los historiadores discrepan acerca de cómo resolvieron los tres líderes cubanos este problema en Mejorana, en mayo de 1895. La reunión se realizó, de hecho, con gran secretismo. Mucho de lo que pasó allí se conoce a partir de versiones de terceros y por la correspondencia posterior. Sabemos que, cuatro meses después, el 13 de septiembre, los cubanos formaron un Gobierno presidido por Salvador Cisneros, que confirmó a Máximo Gómez como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y a Antonio Maceo como su segundo, con amplios poderes para hacer la guerra[32]. Sin duda, el acuerdo otorgaba a los generales más autonomía de la que hubiera gustado a Martí, pero para entonces Martí estaba muerto, y faltaban muchos meses para que alguien se atreviera a cuestionar el creciente pretorianismo de la revolución.
Cuando terminó la reunión de Mejorana del 5 de mayo, Maceo tomó el mando de la mayor parte de las fuerzas cubanas e inició su campaña en Santiago, mientras Gómez partía hacia la vecina provincia de Puerto Príncipe, para impulsar la resistencia en esa zona. Gómez se quedó sólo con cincuenta hombres, José Martí entre ellos. El 19 de mayo, esta pequeña fuerza se encuentra con una columna de infantería española en el camino a Dos Ríos. Aunque Gómez intenta convencer a Martí para que retroceda y deje la lucha en manos de los veteranos, éste rehúsa. El deseo de mostrar que podía luchar contra España con las armas, como antes lo había hecho con sus escritos y discursos, hizo que Martí asumiera riesgos innecesarios. Se aproximó a los españoles armado tan sólo con una pistola y montado en un caballo blanco: las ráfagas de rifle le hirieron de muerte tirándole al suelo, de donde fue recogido por los españoles. Gómez tenía razón: Martí había sido mejor poeta que soldado[33].
La muerte de Martí ha tenido siempre un aroma de suicidio: el caballo blanco, el agitar de la pistola, la imprudente aproximación a las filas enemigas; de hecho parece que Martí había tenido, como un Werther maduro, premoniciones de su propia muerte. Le preocupaba perecer de forma oscura y poco heroica, sin haber tenido la oportunidad de luchar como un soldado en suelo cubano. En uno de sus últimos poemas, que a menudo se cita como indicio de su estado de ánimo justo antes de morir, escribe así:
Yo quiero salir al mundo,
por la puerta natural:
en un carro de hojas verdes,
a morir me han de llevar.
No me pongan en lo oscuro,
a morir como un traidor.
Yo soy bueno, y como bueno,
moriré de cara al sol.
Martí había muerto en acción y de cara al sol, pero no hubo nada natural en su muerte ni en su funeral. Martínez Campos hizo lavar el cuerpo de Martí y lo expuso antes de su entierro en Santiago, anotándose un tanto ciertamente truculento en su forma de hacer relaciones públicas. En Dos Ríos, el mundo perdió a un gran poeta y a un decidido defensor de los ideales democráticos e igualitarios, y también es posible que Cuba perdiera su oportunidad de llevar a cabo una revolución liberal y democrática[34].
Los cubanos tardaron en creerse que la muerte de Martí era un hecho y no mera propaganda de los españoles. Todavía el 3 de junio, el periódico cubano El Porvenir anunciaba con grandes titulares «¡Martí vive!». Hubieron de transcurrir varias semanas y el mismo Gómez tuvo que confirmar la mala noticia para que la gente la aceptara[35].
A pesar de la muerte de Martí, la revolución avanzó durante el verano de 1895, al menos en oriente. Amadeo Guerra, al mando de trescientos hombres, se hizo con el control de Campechuela durante dos horas, mientras la guarnición estaba ausente. Casi al mismo tiempo, Esteban Tamayo ocupaba la indefensa localidad de Veguitas y se hacía con las armas y provisiones que necesitaba[36]. La acción de más entidad se produjo en Jobito, a unos diez kilómetros de Guantánamo. El 13 de mayo, Antonio Maceo —con dos mil cuatrocientos hombres ya, según algunas fuentes— ataca una columna española compuesta por cuatrocientos infantes y cien jinetes bajo el mando del coronel Juan del Bosch. Aunque las bajas de los cubanos fueron muchas, Maceo ganó la batalla y Bosch murió en el combate. La victoria cubana de Jobito, la primera batalla auténtica de la guerra, atrajo a miles de orientales al bando revolucionario. Ahora España sólo podría restablecer el orden en el este con grandes sacrificios. Los españoles, junto al resto de los habitantes de Cuba, estaban a punto de descubrir cuán inmenso iba a ser este sacrificio[37].