Si adoptamos una perspectiva histórica amplia, podría decirse que la independencia de Cuba de 1898 tiene su origen en unos acontecimientos que se habían producido en Gran Bretaña y Francia más de cien años antes. En 1762, y con objeto de castigar a España por su apoyo a Francia en la Guerra de los Siete Años, el británico lord Albermarle había tomado La Habana, si bien la presencia británica fue breve y concluyó en enero de 1763 con la retirada de sus fuerzas, muy diezmadas ya a causa de la fiebre amarilla y la malaria. Este paréntesis tuvo, no obstante, consecuencias de gran alcance para Cuba: los británicos animaron a los cubanos a redirigir su comercio y sus relaciones exteriores hacia Gran Bretaña, en especial hacia sus colonias norteamericanas, circunstancia que inició una reorientación de la economía, la política y la vida cultural cubana desde España hacia los futuros Estados Unidos. Asimismo, durante un breve periodo de tiempo, los cubanos pudieron librarse de las pesadas cargas impositivas de España, lo que les permitió imaginar cómo sería desembarazarse de ellas para siempre.
Cuando Estados Unidos obtuvo su independencia de Gran Bretaña en 1783, los consumidores norteamericanos ya no tuvieron que dar preferencia a las importaciones de productos tropicales procedentes de Jamaica y de otras islas de las Indias Occidentales británicas, de forma que pudieron ampliar los contactos comerciales con Cuba iniciados veinte años antes. En muy poco tiempo, Estados Unidos se había convertido en el principal socio comercial de la isla y la visión de una patria más próspera y más independiente de España se hizo tangible para los cubanos. Se barajaban tres posibilidades: una mayor autonomía dentro de la monarquía española, la anexión a Estados Unidos o la independencia. Una vez planteadas estas opciones, nunca se olvidaron por completo. De esta manera, el contacto con el mundo anglo-americano sirvió para proporcionar a los cubanos una nueva serie de aspiraciones y sueños[1].
Otro giro fundamental de la vida en Cuba se produjo después de la Revolución Francesa de 1789. En 1790, los esclavos de la colonia francesa de Saint Domingue (Haití) tomaron la palabra a los radicales parisienses y actuaron según los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, alzándose contra sus amos. La esclavitud fue abolida, y esto puso punto final a su boyante industria del azúcar, que se sustentaba en la explotación de doscientos mil negros por unos miles de blancos. El derrumbamiento de la economía hatiana provocó que se triplicara el precio del azúcar en 1790, circunstancia que aprovecharon los hacendados cubanos para aumentar su producción, especialmente la destinada al mercado estadounidense. En 1820, Cuba se había convertido en el líder mundial de la producción de azúcar y Estados Unidos en su principal socio comercial, a pesar de los aranceles españoles destinados a derivar el comercio hacia la metrópoli. En 1870, la isla producía más del cuarenta y dos por ciento del azúcar del mundo. Así pues, la lucha entre ingleses y franceses por el dominio mundial y el triunfo de la revolución, casi al unísono, en la Norteamérica británica y en Francia dieron como resultado la incorporación de Cuba a la economía global y su vinculación con Estados Unidos. La consiguiente transformación económica de Cuba fue profunda: cambió la relación de la isla con España y preparó el escenario para su independencia en el siglo XIX más que ningún otro factor[2].
La nueva condición de Cuba como «azucarero del mundo» era una magnífica noticia para los hacendados blancos de Cuba, que hacían gala de un agudo e inmisericorde espíritu empresarial. Entre 1791 y 1867, hombres de negocios cubanos y españoles participaron en el transporte más de 780.000 africanos, que serían utilizados como esclavos en los campos de caña y los ingenios. Cuba se configuraba así como una sociedad esclavista justo cuando la esclavitud estaba siendo atacada en casi todos los frentes[3]. Asimismo, los hacendados comprendieron muy pronto la importancia de las nuevas tecnologías, como demuestra la introducción del motor de vapor en los ingenios ya en 1796, cuando aún era una novedad en muchos procesos industriales, incluso en Gran Bretaña. La primera línea ferroviaria se usó para el tráfico comercial en 1837, tan sólo una década después de que se inaugurara la primera en Inglaterra y dos décadas antes de que el tren tuviera en España una presencia significativa. El telégrafo comenzó a funcionar en 1851, solamente cinco años después de que estuviera disponible en Estados Unidos. En resumen, los magnates del azúcar propiciaron un rápido desarrollo económico en Cuba, convirtiendo la isla en un puesto de avanzada del sistema capitalista, con carreteras, organizaciones civiles, imprenta y todos los elementos sociales, económicos y culturales que acompañan el desarrollo de tal sistema[4].
Cuando la servidumbre política se solapa con el cambio y el crecimiento económico es siempre una fuente de problemas. Los criollos blancos no dejaban de obtener beneficios del azúcar y la esclavitud, pero eran políticamente impotentes, un hecho que fue haciéndose más evidente a medida que pasaban los años. España gobernaba Cuba a través de capitanes generales, funcionarios con un poder casi absoluto en la isla. En el siglo XIX, en la propia España se alternaban periodos de gobierno conservador y liberal, pero la forma de gobierno que imperara en Madrid no parecía afectar a la colonia: los capitanes generales apenas permitían a los cubanos algún protagonismo en el debate de sus propios asuntos, algo que se hizo especialmente significativo a partir de 1890, cuando España adoptó el sufragio universal y se convirtió, formalmente, en uno de los países más democráticos del mundo. No obstante, al igual que muchos regímenes constitucionalmente democráticos del siglo XIX, el Gobierno de Madrid disponía de múltiples recursos para privar del derecho al voto a las personas que consideraba incapaces de gobernarse a sí mismas, que en España eran los pobres y en Cuba prácticamente todos. La reforma del derecho al voto de 1890 no se hizo extensible a Cuba. Una serie de injustas leyes electorales aseguraba que el Partido Unión Constitucional, favorable a España, triunfara en las elecciones cubanas y que los candidatos del Partido Liberal Autonomista perdieran siempre, al tiempo que las personas que en realidad abogaban por la independencia de la isla quedaban excluidas de los resortes del poder. Lo que no podía lograr el fraude electoral, lo hacían los capitanes generales de Cuba. Éstos disponían de poderes casi absolutos, incluyendo el derecho a nombrar y deponer gobiernos locales, arrestar a adversarios políticos y censurar a los críticos, poderes que usaron para mantener a raya a los cubanos que manifestaban su malestar[5]. En España, el sistema político podía ser una caricatura de la democracia parlamentaria, pero se situaba aún a años luz de lo que se les permitía a los cubanos. De este modo, a medida que España introducía elementos de gobierno democrático liberal, la subordinación de Cuba se hacía más evidente y actuaba como un acusado factor de irritación en la relación colonial.
Por si todo esto no fuera suficiente, el concepto que se tenía en España del servicio al imperio empeoraba aún más las cosas: el Estado español pagaba a los funcionarios coloniales salarios tan bajos que muchos de ellos tenían que recurrir a la corruptela para llegar a fin de mes. Pero si se tenía la suerte de trabajar en los niveles superiores de la administración de la colonia cubana, uno podía incluso hacerse rico. Como si fuera una especie de seguro para aristócratas empobrecidos, el servicio en Cuba de los vástagos de ilustres pero decadentes familias españolas se convirtió en un sistema para reponer herencias despilfarradas en su país[6]. Antonio María Fabié, ministro español de Ultramar en 1890, recordaba indignado a aquellos hombres que, tras tan sólo unos pocos meses de servicio en Cuba, volvían a la Península alardeando sin pudor de su mal ganada riqueza. Estos servidores del imperio fueron, a la larga, sus peores enemigos, ya que pusieron en evidencia la mezquindad y codicia de la relación colonial[7].
Pero, para los cubanos, quizá lo peor del dominio español fueran los altos impuestos que se exigían desde Madrid. Cargas que otras potencias imperiales afrontaban por sí mismas, recaían en el caso español sobre las espaldas de su colonia cubana, de tal forma que durante la mayor parte del siglo XIX los cubanos pagaban per cápita aproximadamente el doble de impuestos que los españoles peninsulares[8]. A causa de sus propias dificultades económicas, España dependía de los impuestos de Cuba. Algunos historiadores han demostrado recientemente que el rendimiento económico de España en el siglo XIX no era tan pésimo como se creía[9], pero desde luego no era excelente: la guerra marítima con Gran Bretaña hasta 1808 y la devastadora ocupación posterior del país por Napoleón habían destruido la flota y el comercio español, y muchas vidas y bienes. El país se desangraba, y los posteriores Gobiernos hubieron de cuadrar cuentas contratando préstamos a intereses de usura, lo que tuvo como resultado una crisis fiscal que se fue agravando con los años, a medida que los ingresos del Estado se dedicaban a pagar los intereses de la deuda, dejando poco para otros menesteres[10].
Además, España se encontraba paralizada por la división de su elite gobernante en dos campos hostiles: los partidarios del absolutismo y los liberales, que deseaban un gobierno constitucional. Esta división política, probablemente más profunda en España que en cualquier otro país europeo, provocó cinco guerras civiles en el siglo XIX, en especial la primera Guerra Carlista de 1833 a 1839. España estaba inmersa también en una serie de conflictos coloniales en África, América y Asia y, para financiar todas estas guerras, vendía propiedades del estado, derechos de explotación minera, concesiones de monopolios y cualquier otra cosa que le ayudara a mantener la solvencia, pero nada era bastante. Así pues, el Gobierno de Madrid aumentó los impuestos y emitió bonos a intereses más altos, adjudicando al Estado fondos que de otra forma hubieran sido destinados a la industria, la agricultura y el consumo. Tal era la receta de España contra el estancamiento, en una era marcada por un crecimiento sostenido en el resto de Europa occidental[11].
En esta situación, los políticos españoles no pudieron resistirse a la tentación de adoptar prácticas económicas y fiscales predatorias en su colonia cubana, a pesar del malestar y el rechazo que con toda certeza habían de provocar. Los impuestos que recibía de Cuba, principalmente en forma de obligaciones sobre importaciones y exportaciones, eran como una droga a la que el erario español se hizo adicto, de forma muy parecida a como los envíos de lingotes de plata de México y Perú habían creado hábito en los Gobiernos españoles de épocas anteriores[12].
Los altos aranceles y cuotas sobre productos norteamericanos y de otros países produjeron ganancias para Madrid, pero deformaron el comercio de Cuba al obligar a los cubanos a comprar bienes fabricados en la Península, incluso siendo éstos de inferior calidad a los producidos en otros países de América o del resto del mundo. Además, los españoles adquirían a cambio pocos productos cubanos. El resultado fue un déficit comercial crónico de Cuba con España: en 1893, los cubanos compraron a los españoles bienes valorados en 24,3 millones de pesos, pero sus ventas a España sólo alcanzaron un valor de 5,2 millones de pesos[13]. Una diferencia de este calibre era deseable desde el punto de vista de la potencia colonizadora; era, de hecho, un rasgo esencial de un imperialismo económico exitoso. España había convertido a Cuba en un mercado cautivo de los bienes españoles y esto ayudaba a los productores y trabajadores españoles y fomentaba el apoyo al imperio en España, pero la relación colonial irritaba a los cubanos, incluso a aquéllos que albergaban un amor incondicional hacia la madre patria[14].
El Gobierno español sabía que las quejas cubanas estaban bien fundadas. El 24 de marzo de 1865, Antonio María Fabié, en su juventud funcionario del ministerio colonial, pronunció en el Congreso español un discurso en el que demostraba un sólido conocimiento de la situación en la isla. Según Fabié, en Cuba existía un número considerable de nuevos ricos, profesionales e intelectuales, grupos que, tarde o temprano, exigirían su parte en el poder político. El Gobierno tenía que encontrar una forma de ofrecer «la debida satisfacción a aquellas aspiraciones políticas que si son legítimas, si son justas, triunfarán al cabo». Por desgracia, ningún Gobierno español se mostró dispuesto a conceder a Cuba alguna medida de justicia significativa[15].
Existía una circunstancia que limitaba en parte el descontento de los criollos: cuando la economía del azúcar despegó en Cuba, la población creció rápidamente, y fueron los negros quienes lo hicieron en mayor medida. Los cubanos blancos pensaban que la isla se estaba «africanizando» con el éxito de la economía de las plantaciones. El miedo racial, incrementado por los recuerdos de lo ocurrido en Haití y atizado por las frecuentes revueltas de esclavos, especialmente la rebelión de 1843-44, indujo a una cierta docilidad a los blancos, quienes veían a España como la garante del sistema esclavista y de la supremacía blanca en Cuba. Así era especialmente en el oeste, donde una gran población de esclavos trabajaba en las grandes plantaciones de azúcar, de modo que, cuando España perdió la mayor parte de sus colonias, a principios del siglo XIX, las elites blancas cubanas permanecieron leales a la Corona española, lealtad por la que Cuba mereció el apelativo de «Isla siempre fiel[16]».
Algunas frases, no obstante, resultan irónicas casi en el mismo momento de pronunciarse. A medida que la economía cubana maduraba, los lazos de los criollos con Estados Unidos se estrechaban, tal y como ha documentado Louis Pérez. Las plantaciones importaban del norte sus motores de vapor y los equipos de procesado, y acudían ingenieros y técnicos norteamericanos para poner en funcionamiento estos equipos y hacerse cargo de su mantenimiento, trabajar en minas y fundiciones y diseñar vías férreas y telégrafos. Algunas ciudades de Cuba, en especial La Habana, Cárdenas y Matanzas, llegaron a tener comunidades de inmigrantes norteamericanos de considerable tamaño. Estos contactos y el comercio cada vez más intenso con el norte hicieron de los productos de consumo, modas, gustos, costumbres y modos de comportamiento norteamericanos alternativas visibles a la cultura de la colonia española en Cuba. El béisbol americano sustituyó a las corridas de toros como espectáculo más en consonancia con los gustos de las elites cubanas. Los norteamericanos viajaban hacia el sur en la misma medida que los cubanos lo hacían hacia el norte por toda una serie de razones: estudios, vacaciones de verano o por negocios. Gracias al contacto con los estadounidenses que vivían en la isla, los cubanos encontraron en América del Norte una nueva imagen de sí mismos. El proceso era, no obstante, desorientador y llegaron a sentirse extranjeros en su propia tierra. Cuando observaban la embrutecedora, provinciana y autoritaria cultura de la isla, no podían evitar ser críticos con el dominio español y adoptar una actitud de rechazo ante éste. De hecho, la separación de España acabó siendo una necesidad perentoria para muchas de estas «siempre fieles» elites blancas[17].
Los criollos desafectos que se agrupaban en torno a una identidad puramente cubana proporcionaron liderazgo crítico al movimiento separatista, si bien no conviene otorgarles a ellos todo el mérito, puesto que solos nunca podrían haber librado con éxito una guerra de liberación. Por un lado, estaban divididos: muchos de ellos (en especial los propietarios de esclavos del oeste) aún albergaban esperanzas de resolver sus litigios con España. Por otro lado, un nacionalismo cultural de elite en ningún caso se traduce en un nacionalismo de masas, y mucho menos en una lucha armada por la independencia nacional. Para llegar a este punto era necesaria una crisis económica, social y política más profunda, más compleja y sobre todo más generalizada.
Esta crisis comenzó en la Cuba oriental. La transformación de Cuba en una sociedad de plantaciones cimentada en la esclavitud afectó a la Cuba occidental antes y más profundamente que a la oriental. Las grandes plantaciones de azúcar con mano de obra esclava se localizaban principalmente en el oeste, así que el grueso de la valiosa producción de tabaco y la mayoría de las ciudades, carreteras y comercio de la isla se encontraban allí. En cambio, la parte oriental estaba comparativamente más atrasada, y este desfase se hacía más acusado año tras año; con sus escarpadas montañas y colinas cubiertas de espesa jungla, estaba, además, poco poblada. La construcción de vías férreas y telégrafos, por ejemplo, tuvo lugar casi exclusivamente en la parte occidental, mientras que la oriental permanecía aislada de las zonas más pujantes de la isla.
Este desigual desarrollo económico se reveló crucial para el movimiento independentista cubano, que siempre fue más intenso en las provincias orientales de Santiago y Puerto Príncipe que en el oeste. En el oeste, las viejas formas de propiedad comunal y las tradicionales obligaciones mutuas entre propietarios y arrendatarios habían desaparecido ya a finales del siglo XIX, a medida que la tierra se iba convirtiendo en un simple artículo de comercio bajo la presión del capitalismo global. La situación en el este no podía ser más distinta: aparte de la cercanía con Santiago y con otras pocas bolsas de desarrollo, el capitalismo adquiría allí tintes exóticos. La propiedad estaba ampliamente distribuida entre dueños ocupantes de las tierras y arrendatarios, la población se alimentaba de lo que cultivaba y la producción artesanal seguía siendo importante. La mayor parte de estas personas nunca había estado esclavizada ni reducida al estatus de asalariados. Estos factores demostraron ser cruciales en la capacidad de la parte oriental para movilizarse en una guerra de liberación y proporcionar suministros a un ejército insurgente. A modo de regla general en el desarrollo histórico, las comunidades donde predominan los pequeños propietarios y los arrendatarios son más proclives a movilizarse con fines colectivos que los lugares donde la mayoría de la población forma parte del proletariado, esto es, donde haya sido despojada de otros recursos que no sean su capacidad de trabajo. Las grandes revoluciones campesinas del siglo XX en Rusia, Europa del este, China, México y otros lugares corroboran esta idea. Y fue también así en el caso cubano, donde la parte oriental fue el alma de la rebelión contra España[18].
La rebelión tenía raíces profundas en las condiciones sociales y económicas imperantes en la Cuba oriental. Mientras los hacendados del oeste disfrutaban de una vida desahogada, sus hermanos orientales, que gestionaban propiedades más pequeñas y no tan rentables, pertenecían además a un sector infracapitalizado de la economía, de modo que su carencia de una voz política llegó a ser un obstáculo insalvable para su prosperidad. Lo cierto es que los problemas económicos de la Cuba oriental estaban determinados en gran medida por realidades geográficas, climáticas y de otro tipo, que no tenían una solución política clara, pero los hacendados agraviados por esta situación culpaban igualmente al sistema político colonial español. Una parte de la aristocracia de hacendados «cortó amarras» con la población blanca leal —o al menos complaciente— e intentó derribar el dominio español en la segunda mitad del siglo XIX. Estas personas no necesitaban viajar a Cayo Hueso para abrazar la causa de la independencia: «se hicieron cubanos» sin salir de oriente[19].
En cualquier caso, había más motivos que justificaban la actitud rebelde de oriente. Aunque nunca se pueda predecir el comportamiento político de los individuos o grupos exclusivamente a partir de su posición social, la estructura socioeconómica de esta parte de Cuba proporcionó a muchas personas motivos y medios para resistirse al dominio español. Las provincias de Santiago y Puerto Príncipe eran consideradas por algunos contemporáneos como arcadias rurales donde los campesinos intercambiaban bienes entre sí en un sistema de trueque, no se relacionaban con la gente de la ciudad y practicaban una agricultura de subsistencia «feliz y perfecta». Esta imagen de la Cuba oriental pasa por alto las desigualdades y miserias de las sociedades precapitalistas, si bien el retrato no es completamente ficticio o irreal. Los campesinos orientales habitaban sencillas casas de madera y hojas de palma llamadas bohíos, desperdigadas por la campiña, de forma tal que el concepto «vecino» se aplicaba en ciertas zonas a personas separadas por varios kilómetros. Era, según comentaba un observador, como si los orientales huyeran unos de otros. En estas condiciones, las personas tenían que ser independientes y capaces de satisfacer sus necesidades por sí mismas, en lugar de proveerse de otros a cambio de dinero. Esta autosuficiencia con respecto al mercado proporcionó a los orientales un arma de valor incalculable en su lucha contra España: podían destruir la agricultura comercial y otras empresas sin verse ellos mismos perjudicados gravemente[20].
Oriente era el «salvaje Oeste» de Cuba. Los crímenes violentos eran cotidianos, como demuestran los documentos de los juzgados[21]. Había comunidades enteras de bandidos que vivían en las montañas y atacaban a los correos, a los recaudadores de impuestos y al comercio. En el interior de Cuba ya existían grupos de esclavos fugados, conocidos como cimarrones, casi desde el momento en el que los españoles introdujeron esclavos en el siglo XVI[22]. En un principio, y durante algún tiempo, los cimarrones habían llegado incluso a superar en número al resto de los habitantes de la isla. En el siglo XIX, estos fugados crearon una Cuba diferente, una «Cuba libre», que no era española y que se oponía frontalmente a la economía de las plantaciones. En todos los movimientos revolucionarios en contra de España, los hombres y mujeres que constituían esta Cuba libre en el interior de la zona oriental se mezclaron de forma natural con los insurgentes, aportando sus habilidades y sus vidas a la causa de la independencia.
Las elites urbanas y las autoridades españolas sabían muy poco de este mundo y tampoco tenían capacidad para vigilarlo. La forma de vida de la población rural de la Cuba oriental «en su manera de vivir, no tenía comparación con la de la Península, porque ésta hállase concentrada en aldeas o caseríos, y la de Cuba desparramada, en relación a su número, en considerables extensiones de territorio». Dominar a gente de este tipo era complicado «incluso en tiempos de paz[23]». Un terreno difícil y una costa abrupta se sumaban a este problema y, en momentos de descontento, rebeldes y contrabandistas aprovechaban las circunstancias para introducir armas y suministros en playas remotas y transportarlos al interior. El mar del Caribe y el Golfo de México aíslan a Cuba, pero al mismo tiempo la conectan con el resto del mundo. En efecto, todos los vecinos de Cuba comparten largas fronteras con la isla y, en el siglo XIX, todas fueron usadas como punto de partida por los expedicionarios —llamados filibusteros— que proporcionaban a los orientales las armas necesarias para derribar al régimen español.
La debilidad de la agricultura comercial en el este sirvió, de otra forma, como inductora de la rebelión. La mayoría de los orientales tenía poca conexión directa con el sistema de plantaciones: ni hacendados ni esclavos; pertenecían a una población rural libre y multirracial dedicada a la ganadería, la artesanía, la agricultura de subsistencia y a toda una variedad de actividades económicas, de las cuales la producción de azúcar era sólo una parte. Estas personas —en especial negros y mulatos— eran menos proclives, lógicamente, a ofrecer su lealtad a un Gobierno cuyo único fin parecía ser la defensa de la esclavitud y del sistema de plantaciones. La crítica a la esclavitud y al racismo y el proyecto de una Cuba multirracial fue el trabajo de muchos cubanos de toda la isla, pero el esfuerzo armado necesario para conseguir el ansiado cambio de régimen se inició en oriente, cuyos habitantes soñaban con cambiar toda la isla a su imagen y semejanza.
En la década de 1860, la fracasada aventura neocolonial en la República Dominicana se añadió a los males de Cuba y contribuyó a desencadenar la primera guerra de independencia en la isla. Sucedió de la siguiente manera: en 1861, Haití preparaba una invasión de la República Dominicana y los dominicanos decidieron acogerse a la protección española, renunciando a su independencia a cambio de ayuda militar. España conjuró rápidamente la amenaza haitiana, pero en ese momento los dominicanos decidieron que en realidad no querían volver a ser súbditos de la monarquía española. Esta segunda guerra dominicana no les fue demasiado bien a los españoles, puesto que ahora no combatían a un ejército invasor, sino a tropas dominicanas irregulares que defendían su propio territorio en una guerra que se libraba en la jungla. Las tropas españolas combatieron aceptablemente bien, pero perecieron casi ocho mil soldados a causa de la malaria, la fiebre amarilla y otras enfermedades, mientras que otros dieciséis mil, enfermos o heridos, tuvieron que ser evacuados. El 11 de junio de 1865, España renunciaba a la República Dominicana.
La guerra dominicana afectó profundamente a Cuba en dos aspectos diferentes. En primer lugar, mostró a los cubanos que la táctica de guerrillas podía ser eficaz contra España, ya que la malaria, la fiebre amarilla y otras enfermedades harían la mayor parte del trabajo. En segundo lugar, la guerra dominicana profundizó los problemas económicos y fiscales en Cuba, puesto que, en 1867, España obligó a los cubanos a pagar las deudas contraídas en el costoso conflicto mediante el gravamen de un impuesto sobre ingresos y propiedades. Fue una medida errónea y difícil de soportar para personas que ya pagaban precios artificialmente altos por productos de importación a causa de los aranceles españoles. En oriente, donde la economía de mercado no era fuerte y donde, en consecuencia, no era fácil obtener dinero en metálico, el nuevo impuesto resultó ruinoso.
Los expertos españoles en política fiscal predijeron que causaría problemas en la región, pero nadie les prestó atención. Según un funcionario de la época, intentar imponer contribuciones directas a campesinos que estaban dispersos por la campiña en «casas de paja» y cuyo dinero apenas bastaba para «obtener aperos de labranza y algunos animales que ayuden a la producción de la que depende su subsistencia» era prácticamente una locura. Muchos campesinos practicaban una agricultura de tala y quema: cultivaban pequeñas parcelas durante unos pocos años hasta que el terreno se agotaba y luego se desplazaban y aclaraban otros terrenos en la espesa y baja selva, la manigua, que cubría gran parte de la isla. Esto hacía difícil saber qué tierra pertenecía a quién y cuál era su valor. De forma parecida, los campesinos no solían cercar a los animales, sino que les permitían deambular semisalvajes, pastando en la abundante vegetación, práctica que dificultaba al Gobierno deducir propiedades y evaluar los deberes fiscales relacionados con el ganado. Incluso el recuento de personas y la localización de sus residencias con fines fiscales era una tarea complicada. Para empeorar aún más las cosas, a veces los funcionarios de Hacienda trataban de cobrar los impuestos de varios años de una sola vez y, cuando no había dinero disponible, embargaban aperos y animales. Se trataba de una práctica que sumía a la población rural en un estado de terror permanente, «maldiciendo al gobierno que en tal situación los coloca, que los conduce a la desesperación, la vagancia o el crimen[24]».
La situación era, de hecho, desesperada. En febrero de 1868, un comité liderado por Carlos Manuel de Céspedes, abogado, intelectual y no demasiado próspero hacendado de Bayamo, en la Cuba oriental, inició negociaciones con el régimen español en torno al tema de la excesiva carga fiscal impuesta a los cubanos. Como era de esperar, las reuniones no alcanzaron ninguna solución, ya que el Gobierno español no podía permitirse ser magnánimo. Tras este fracaso, Céspedes comenzó a hablar no de negociación, sino de resistencia directa ante el expolio español.
Esto podría haberse detenido aquí, pero un suceso inesperado en España permitió a Céspedes pasar de las palabras a los hechos: el 17 de septiembre de 1868, la ciudad de Cádiz, centro del radicalismo liberal en España, se sublevó contra el régimen borbónico en una revolución que los españoles dieron en llamar La Gloriosa. El 28 de septiembre, los rebeldes, reunidos y comandados por oficiales desafectos del Ejército y la Marina, derrotaron a las fuerzas reales en Alcolea y, dos días después, la reina Isabel II huyó al extranjero. Una semana más tarde, un Gobierno Provisional liderado por el general Juan Prim promete una Constitución liberal para España. Cuando las noticias de La Gloriosa llegan a Cuba, Céspedes ve su oportunidad. El 10 de octubre, desde sus propiedades cerca de Yara, en las afueras de Bayamo, se declara en rebeldía contra España. Nada ilustra mejor la estrecha interdependencia de la historia cubana y la española en este periodo que la conexión entre la revolución liberal en España y el levantamiento de Yara[25].
Las metas de Céspedes y sus seguidores al inicio de la Guerra de los Diez Años (1868-78) no estaban claras al principio. El grito de «Viva Cuba libre» competía con los de «Viva Prim» y «Viva la Constitución», en referencia a la promesa de los revolucionarios españoles de una constitución liberal para España y sus colonias. Céspedes permanecía ambiguo incluso en el esencial asunto de la esclavitud, afirmando por un lado su creencia de que todos los hombres habían sido creados iguales y, por otro, que la emancipación tendría que llegar gradualmente y contemplar una indemnización a los propietarios de esclavos, como él mismo. No obstante, pronto Céspedes y sus rebeldes fueron conscientes de la necesidad del apoyo de la población esclava y de los negros libres para tener probabilidades de éxito, y esto los obligó a aclarar sus objetivos a partir de 1870: independencia y emancipación. Ahora el movimiento congregaba el apoyo popular y miles de afrocubanos acudían en masa a la insurrección.
La rebelión también prosperó, sencillamente, porque España no estaba en condiciones de responder. El ejército español en Cuba contaba con menos de catorce mil hombres, de los que sólo siete mil estaban en condiciones de combatir, los demás estaban enfermos o habían sido «apartados» por sus superiores para trabajar en las grandes plantaciones y en los ranchos, en una práctica absurda que trataremos en otro capítulo[26]. El auténtico problema, no obstante, era que España aún se hallaba inmersa en su propio frenesí revolucionario. Tras el destronamiento de la reina Isabel, España había experimentado seis años de un gobierno progresista pero débil, que fue testigo del asesinato de Prim y de la instauración de la I República en 1873, así como de una guerra civil que prácticamente destruyó el país. Y, entre todo este caos, los insurgentes cubanos se apuntaban importantes éxitos militares que amenazaban los intereses de España en el oriente de Cuba.
A pesar de todo, la rebelión seguía siendo una revuelta regional que, por diferentes razones, no afectaba a las ricas provincias del oeste. Los españoles construyeron una línea fortificada, la trocha que ya hemos mencionado, que, aunque imperfecta, ayudó a evitar que los rebeldes pudieran desplazarse fácilmente hacia el oeste. Además, las tropas orientales carecían de la disciplina y de la conciencia nacional necesarias, y rehusaban marchar hacia el oeste cuando así se les ordenaba. Ni siquiera el inspirado liderazgo de nuevos jefes militares como Antonio Maceo podía solucionar estos problemas y, de hecho, el ascenso de oficiales negros como Maceo complicaba las cosas, en el sentido de que los blancos de la Cuba occidental temían a los insurgentes, en parte por motivos raciales; en consecuencia, evitaban unirse a la insurrección o se rendían rápidamente, argumentando que «los negros están dispuestos a tomar el control» de la isla. El ascenso de Maceo a general de división, junto a los rumores que le convertían en dictador en caso de alzarse con la victoria, parecían confirmar estos temores. Los líderes de la revuelta no se beneficiaban de la ayuda internacional, no tenían experiencia política y, además, a partir de 1875, cuando la restaurada monarquía borbónica volvió a imponer el orden en España, el Ejército español pudo concentrar su atención en Cuba. Incluso un ejército poco preparado puede derrotar a sublevados sin experiencia que no cuentan con fuerzas regulares ni reciben ayuda del exterior. El general Arsenio Martínez Campos lideró una ofensiva final contra los rebeldes cubanos, los derrotó y puso fin a la Guerra de los Diez Años en 1878, con la Paz de Zanjón.
No obstante, durante el periodo de guerra, Cuba había sufrido una profunda transformación. Como ya hemos comentado, los líderes blancos, incluyendo a propietarios de esclavos como Céspedes, habían abrazado la emancipación y liberado a sus propios esclavos, así como a cualquiera que sirviera en el ejército revolucionario cubano. De hecho, en 1878, miles de esclavos habían realizado el servicio militar y España apenas pudo negociar el final del conflicto sin reconocer de facto la libertad de estos hombres y de sus familias. Además, España liberó a los pocos esclavos que servían en el lado español o a aquellos nacidos hasta 1810 o a partir de 1868, e hicieron vagas promesas de liberar al resto cuando la guerra acabara. De este modo, la emancipación fue gradual y culminó con la definitiva abolición legal de la esclavitud en 1886[27].
No obstante, incluso este proceso controlado de abolición condujo a una profunda crisis en Cuba, y no sólo debido a los importantes problemas de mano de obra que ocasionó a la industria del azúcar. Cientos de miles de de afrocubanos liberados pudieron adquirir una nueva identidad y forjarse una nueva vida en las dos décadas previas a 1895. Mientras que en el pasado los esclavos habían sido alojados y controlados en las barracas de las plantaciones, ahora muchos trabajadores negros vivían en sus propias casas, ajenos a la vigilancia y el control de los hacendados. Su trabajo en las plantaciones estaba ya remunerado y, por miserables que fueran la paga y las condiciones de trabajo, los salarios no dejaban de proporcionarles cierta autonomía económica[28]. Por primera vez, sentían su libertad y su «cubanidad» como las dos caras de una misma moneda. En este sentido, la Guerra de los Diez Años, si bien había terminado con la victoria formal de España, creó las condiciones para un conflicto más amplio en 1895, cuando la población negra tuvo tanto los medios como la motivación para prestar sus servicios a una causa independentista que prometía completar el trabajo de emancipación social y racial que había comenzado en 1868. Además, con la esclavitud abolida, los ricos blancos cubanos que habían contemplado a España como la garante del sistema esclavista, perdieron una poderosa razón para permanecer leales a la metrópoli. Basándose en estos hechos, algunos estudiosos del tema han llegado a la conclusión de que todo el periodo que va desde 1868 a 1898 puede contemplarse como un conflicto único, una «guerra de treinta años». Esta perspectiva se justifica en los muchos procesos causales que se producen desde el levantamiento de Yara en 1868 al de Baire en 1895, cuando los cubanos inician su asalto final para la liberación nacional. Pero, por otro lado, resulta engañosa, ya que tiende a relegar los acontecimientos de 1895-1898 a las consecuencias de la guerra anterior y a considerar las iniciativas de paz y las reformas realizadas durante los años que van de 1878 a 1895 como predestinadas al fracaso. Asimismo, la concepción de una única guerra subestima las nuevas circunstancias y a los nuevos actores que contribuyeron a la independencia cubana a partir de 1895.
De hecho, fueron muchas las nuevas fuerzas que actuaron en Cuba en las dos últimas décadas del siglo XIX, movilizando a la generación que se hizo adulta tras la Guerra de los Diez Años. En primer lugar, el problema de la sobrecarga impositiva había empeorado. España seguía imponiendo altos aranceles e impuestos directos, incrementando así el propio coste de la Guerra de los Diez Años con una montaña de obligaciones para los cubanos. Los pagos del interés de las deudas de la guerra absorbían la mayor parte de los gastos del Gobierno en Cuba y quedaba poco para proyectos de infraestructuras o desarrollo. En los diecisiete años que transcurrieron entre 1878 y 1895, los españoles no construyeron nuevas vías férreas[29], las carreteras sufrieron un gran deterioro y la administración colonial puso freno, incluso, a la construcción de colegios, en la convicción de que la educación de los cubanos facilitaría su futura rebeldía, algo que convence, más que ningún otro factor, a la hora de condenar el dominio español[30].
Al menos se había acabado con una forma de lucro moralmente injustificable: la esclavitud siempre había ofrecido grandes oportunidades para la corrupción, y el hecho de que siguiera siendo legal en Cuba hasta 1886, décadas después de que las convenciones internacionales prohibieran el comercio transatlántico de esclavos, hizo surgir un gran mercado ilegal de seres humanos en Cuba. Traficantes y dueños de esclavos pagaban a los funcionarios españoles sumas enormes para poder continuar con este lucrativo comercio, y algunas de las mayores fortunas de España y Cuba se fundamentaron en el comercio de esclavos y en la corrupción que le acompañaba. La esclavitud fue prohibida en Cuba en 1886, pero la cultura de la corrupción no se elimina por decreto tan fácilmente. La posibilidad de un acceso fácil a la riqueza había arraigado en los funcionarios españoles, que se dedicaron, como si fuera un derecho adquirido, a nuevas formas de corrupción. Las corruptelas se convirtieron en un medio de vida para los empleados del estado, que recibían sobornos por todo tipo de contratos y sisaban continuamente de los pagos al Gobierno, práctica que costaba a los tributarios cubanos enormes sumas de dinero. Los cubanos, que pagaban estos sobornos y que debían comprar bienes de consumo cuyo precio estaba inflado por los costes añadidos que suponían estos «negocios», tenían plena conciencia de todo esto[31].
Una crisis de un cariz diferente, nacida de la innovación tecnológica en la industria del azúcar, se añadió a las dificultades económicas de Cuba, a finales del siglo XIX. A principios de siglo, Franz Carl Achard había descubierto la forma de extraer el azúcar de la remolacha de forma eficaz mejorando las técnicas de refinado, y se estableció la primera planta de azúcar de remolacha en Berlín. En algunas décadas, gracias a estas mejoras técnicas, el azúcar de remolacha había desplazado al de caña en Europa. En el año 1890, el azúcar de remolacha constituía el cincuenta y nueve por ciento de la producción mundial. Incluso en España, a pesar de que la más rica de sus colonias producía más azúcar de caña que cualquier otro lugar del mundo, el Gobierno animaba a los cultivadores a plantar remolacha azucarera y ponía trabas a las importaciones de azúcar de caña. Una vez más quedaba clara la naturaleza de la relación colonial, en la que los intereses de los cubanos siempre se supeditaban a los de la metrópoli.
Este cambio en la producción de azúcar en Europa minaba las expectativas a largo plazo del comercio del azúcar en Cuba, y los hacendados eran conscientes de ello. Muchos comenzaron a abandonar el negocio, vendiendo sus propiedades a grandes empresas azucareras a cambio de dinero en efectivo o rentas anuales. Javier de Peralta, terrateniente y administrador de propiedades en Matanzas, relacionó la crisis estructural provocada por el uso de azúcar de remolacha en Europa con el malestar político de Cuba y predijo la inminencia de una nueva guerra de independencia. «Lo peor es que no se ve de dónde pueda venir el remedio, porque mientras subsistan las enormes siembras de remolacha en Europa, es imposible que tome valor el azúcar. Y aquí no tenemos otra producción ni es posible dedicar las tierras a otra cosa», escribía Peralta el 19 de febrero de 1895. Cinco días después, estallaba la guerra por la independencia en Cuba[32].
La pérdida del mercado europeo por parte de Cuba en la segunda mitad del siglo XIX dejó a Estados Unidos como único gran cliente. A medida que los lazos comerciales cubano-norteamericanos se estrechaban, los hombres de negocios estadounidenses invertían en el azúcar cubano y algunos incluso se implicaban en su producción, pero fue en el refinado, embalaje y comercialización donde estos capitalistas acabaron predominando. Las técnicas se habían sofisticado, y se hizo necesario un sustancial aporte de capital para poder competir con el azúcar de remolacha. Los inversores estadounidenses, en su intento de modernizar la producción de azúcar, llegaron a controlar ciertos aspectos de la industria.
Esta transformación del azúcar cubano en las últimas décadas del siglo XIX afectó a la Cuba occidental y a la oriental de forma diferente, exacerbando las ya profundas diferencias entre las dos partes de la isla. En oriente, las empresas azucareras más antiguas se arruinaron o se vieron reducidas a una existencia marginal ante la competencia del azúcar de remolacha y el reorganizado y más capitalizado azúcar de caña de la zona ocidental. Al mismo tiempo, las dificultades económicas de España habían atraído a una nueva ola de inmigrantes procedentes de la Península, contribuyendo al «blanqueo» de la población de Cuba occidental. A medida que La Habana crecía, el interior experimentaba también una significativa transformación. Las zonas rurales, anteriormente vacías o dedicadas al cultivo de azúcar de caña y tabaco, se convirtieron en terrenos valiosos para el cultivo de la patata, el maíz y otros productos. En estas zonas surgió una nueva clase de pequeños propietarios que tenían estrechos vínculos con La Habana y otras ciudades occidentales. En resumen, la sociedad de la isla se dividía rápidamente en dos: la negra, más pobre y rebelde, del este; y la blanca, más rica y tranquila, del oeste. Algunos llegaron a pensar que Cuba acabaría dividida, como había sucedido cuando la isla La Española quedó convertida en una Haití negra y una República Dominicana de predominio blanco. De hecho, la guerra cubana por la independencia de 1895 se puede interpretar, al menos en parte, como un intento por parte de los cubanos de detener un proceso similar[33].
En la década de 1890, Cuba, en especial la parte occidental, había pasado a formar parte del imperio económico estadounidense. No obstante, la dependencia económica de Cuba respecto a Estados Unidos se hizo especialmente peligrosa entonces, cuando la economía mundial entraba en la fase final de una profunda recesión. Los pedidos internacionales de todo tipo de bienes se desplomaron, y los diferentes países intentaron proteger sus economías imponiendo duros aranceles a los productos extranjeros. España abandonó los pocos principios de libre comercio que le quedaban y gravó con impuestos la mayor parte de las importaciones, incluyendo las de productos americanos, lo que supuso un desastre para Cuba cuando Estados Unidos respondió con la misma moneda y elevó los aranceles sobre productos españoles, entre ellos el azúcar y el tabaco cubanos. Es de destacar la ley promovida por William McKinley en 1894, mediante la cual el congresista republicano por Ohio y futuro presidente aumentó los impuestos sobre el azúcar cubano. Estos aranceles privaron a los cubanos de sus clientes norteamericanos, que dejaron de fumar puros procedentes de la isla y comenzaron a endulzar sus alimentos con azúcar hawaiano, antes incluso de la anexión de este archipiélago por parte de Estados Unidos. Las exportaciones de hoja de tabaco y de puros cubanos a Estados Unidos cayeron a la mitad a principio de la década de 1890, y las de azúcar casi a una tercera parte entre 1894 y 1895[34].
La crisis resultante fue profunda en Cuba. Los hacendados redujeron la producción y miles de cortadores de caña, molineros y trabajadores del tabaco se vieron en el paro. Esto, a su vez, afectó al resto de los sectores de la economía cubana. «Desde los últimos meses de 1894», comentaba un contemporáneo, «numerosos braceros, más de cincuenta mil, vagaban de pueblo en pueblo buscando trabajo»[35]. La crisis afectó a toda la isla y, en el oeste, debido a su mayor dependencia de los mercados mundiales, la recesión fue de hecho más acusada. La crisis se convirtió, además, en una de las condiciones previas para el éxito de los patriotas cubanos en 1895: con gran cantidad de trabajadores desesperados a su disposición, los insurgentes no tuvieron problemas para reclutar tropas, ni siquiera en el tradicionalmente más tranquilo oeste. Hay mucho de cierto en la afirmación de que fueron los aranceles impuestos por Estados Unidos a principios de esta década los que hicieron posible la revolución cubana de 1895[36]. En palabras de un español, una vez que la ley McKinley fue aprobada, «los jóvenes, los viejos, las mujeres y niños limpiaban los machetes y los enmohecidos fusiles, esperando impacientemente la orden del levantamiento»[37].
A este sufrimiento vino a añadirse una serie de devastadores huracanes que azotaron Cuba durante el otoño de 1894. La tormenta del 23 al 24 de septiembre causó una destrucción casi total en torno a Sagua La Grande, y en las semanas posteriores se rescataron trescientos cadáveres del crecido río Sagua. Más adelante, nuevas tormentas golpearon en oriente y se desplazaron hacia el oeste, siguiendo el camino que un año después tomarían los insurgentes cubanos. El mal tiempo destruyó carreteras, cosechas, centros de trabajo y hogares. Los hambrientos, abandonados y desempleados cortadores de caña y molineros se convirtieron en bandidos o en insurgentes[38]. Los maleantes se hacían cada vez más atrevidos: una banda tomó el ingenio Carmen el 30 de septiembre y lo retuvo durante tres días. El secuestro de hacendados y comerciantes acaudalados llego a ser una forma de vida. Bandidos y rebeldes coincidían, fundiendo patriotismo y demandas más mercenarias. Los salteadores de caminos que gritaban «Cuba libre» mientras robaban y secuestraban civiles a cambio de un rescate eran difíciles de distinguir de los patriotas que hacían lo mismo para recaudar fondos para la rebelión[39].
Durante el otoño de 1894, las noticias de estos tumultos circulaban sin cesar a través del telégrafo y, mientras se extendía la inseguridad, el gobierno colonial permanecía impotente en La Habana, inmovilizado aparentemente por el mal tiempo[40]. El día de Año Nuevo fueron incendiadas propiedades de españoles y de partidarios de la dependencia. En la noche del 14 de enero de 1895, ciento cincuenta hombres invadieron y saquearon la localidad de Jibacuán. Habitantes de otras ciudades se manifestaron con gritos de «Viva Cuba libre» y otras consignas amenazantes, en contra de un Gobierno que era incapaz de ayudarles[41]. Cuba se había convertido en el caldo de cultivo perfecto para una revolución.