Prefacio

Comencé a interesarme por Cuba cuando era estudiante universitario en la Universidad de Columbia. En el breve deshielo que experimentaron las relaciones cubano-estadounidenses durante el mandato del presidente Jimmy Carter, Manuel Moreno Fraginals vino a Nueva York a impartir un curso sobre historia contemporánea de Cuba a estudiantes que, como yo, estaban ansiosos por conocer el punto de vista de un historiador impertérritamente marxista. Nunca olvidé las lecciones impartidas por Moreno Fraginals. Más adelante, terminé mi formación en historia europea y me especialicé en historia española moderna, si bien conservé siempre una gran fascinación por la cubana. Mi anterior trabajo acerca del levantamiento de los españoles contra Napoleón y de la guerra de guerrillas durante la Guerra de Independencia española, junto a mi interés por Cuba, me dio la idea de este libro: la Guerra de Independencia cubana contra España.

A la hora de documentarme, encontré más obstáculos de los esperados. Los españoles —que habían realizado un registro más meticuloso que los insurgentes cubanos— se llevaron consigo sus archivos cuando abandonaron Cuba. Esto, en principio, debía de suponer una ventaja para el investigador, pero, a principios de 1990, el principal archivo militar español, el antiguo Servicio Histórico Militar, «reorganizó» todos los registros relativos a la guerra cubana y, lo que es peor, éstos no volvieron a estar disponibles hasta 1998. Todo ello retrasó la finalización del trabajo.

Por fortuna, conté con la ayuda de dos jóvenes que cumplían el servicio militar obligatorio en el archivo militar de Segovia y con un índice manuscrito, pude realizar parte del trabajo usando los registros hospitalarios de la guerra que se encontraban en este archivo. También hice incursiones en bibliotecas y archivos en Washington D.C., Pasadena, La Habana y otros lugares. Finalmente, a finales de 1998, los indispensables documentos llegaron al archivo militar de Madrid y pude consultarlos en dos viajes posteriores.

Durante mi investigación, encontré documentos que cuestionaban algunas de mis suposiciones previas de la guerra, algo realmente emocionante para un investigador, al menos en lo que se refiere a sus conocimientos sobre su materia de estudio. Pronto me di cuenta de que las pruebas que había hallado me obligarían a presentar interpretaciones revisionistas sobre una serie de asuntos históricos, algunos muy delicados. Ante todo, tuve que replantearme una pregunta: ¿quién derrotó a España?

Normalmente, los estudiosos optan entre dos respuestas para esta pregunta. Hasta hace poco, estadounidenses y españoles atribuían la victoria de 1898 a Estados Unidos, admitiendo también la «decadencia» española como causa subyacente de la derrota[1]. Minusvaloraban el protagonismo de los cubanos en su propia liberación. Sin embargo, cuanto más se sabe acerca de lo que hicieron los insurgentes cubanos entre 1895 y 1898, más inaceptable se hace esta perspectiva. Philip Foner ya cuestionaba en la década de 1970 esta interpretación esencialmente estadounidense, oponiendo una visión que prestaba mucha más atención al «impacto de la participación cubana» en la guerra, de forma que, como propuso Louis A. Pérez, recientemente se ha abierto un periodo de enmiendas a la historiografía sobre este asunto[2].

En cambio, los cubanos han adoptado siempre una perspectiva muy diferente ante la guerra. Para la mayoría de los historiadores cubanos, la insurrección fue una fuerza arrasadora, el resultado de un nacionalismo anterior, a su vez consecuencia del desarrollo económico[3]. Según esta tesis, con la nación cubana tras ellos, los insurgentes no podían perder, incluso luchando con poco más que simples machetes. Así, los españoles habrían sido derrotados sin ayuda exterior[4]. Esta línea de razonamiento también plantea muchos problemas: es demasiado mecanicista y resta sentido histórico a la iniciativa y a la valentía de los insurgentes. Los historiadores cubanos hacen especial hincapié en los «miles de bajas» causados por los insurgentes cubanos durante la guerra, cuando, como veremos más adelante, el número de bajas españolas en combate, que resulta fácil de cuantificar, fue bastante reducido. Niegan la importancia de los acontecimientos acaecidos en España, la debilidad del ejército español e incluso la incidencia de las enfermedades, por no mencionar la aportación estadounidense[5].

Mi investigación demuestra que ninguna de las partes que intervienen en este debate tiene toda la razón. Por ejemplo, hay pruebas fehacientes de que la insurgencia cubana se encontraba en condiciones casi terminales en 1897, y de que no hubiera tenido posibilidades de vencer sin la ayuda exterior. Por otro lado, esa ayuda no llegó solamente en forma de intervención norteamericana. Los acontecimientos políticos que en ese momento se producían en España, entre otros factores, socavaron la resistencia de los españoles desde mediados de 1897 en adelante y coadyuvaron en la recuperación de la insurgencia cubana. Asimismo, desencadenaron una serie de hechos que culminaron con la invasión estadounidense que finalmente derribaría el régimen español en Cuba.

Este trabajo es también revisionista en muchos otros aspectos. No considero que el esfuerzo español en la guerra fuera especialmente torpe o incompetente, aunque el Ejército y la Armada española dieron muestras evidentes de necesitar profundas reformas. Este hallazgo está en línea con trabajos recientes que indican que la economía y la sociedad españolas eran menos «decadentes» de lo que hasta ahora se pensaba. Rechazo la idea de que los españoles combatieron a los estadounidenses en la convicción de que la derrota era inevitable, una visión que, aunque nunca ha tenido demasiados argumentos que la respaldaran, ha resultado siempre muy atractiva para los hispanistas. Muestro una interpretación nueva y más compleja de la reconcentración, una política que obligó a medio millón de cubanos a vivir en ciudades fortificadas y en campos de concentración. Sostengo que Weyler, El Carnicero, no fue el único responsable de la reconcentración en 1896, ni el único en imponerla. Más bien, comparte la culpa de esta gran tragedia con otros españoles y con propios los insurgentes cubanos.

Seguramente estos argumentos provocarán desacuerdos y debates, y será para bien, ya que es muy saludable cuestionar lo aprendido. Esto es lo que un trabajo interpretativo de la historia debe hacer. Es hora de que los cubanistas, los historiadores de la «guerra total» y el genocidio, los estudiosos de los derechos humanos y el público en general dediquen más atención a una guerra en la que se ensayaron por primer vez los campos de concentración —nacieron en Cuba—, en la que España perdió su última colonia americana y Estados Unidos comenzó a forjar un imperio de ultramar.

Desearía dar las gracias a todos los archivistas y bibliotecarios que me han ayudado a obtener los documentos e incluso a descifrar algunos de ellos. Muchas personas han revisado y comentado el manuscrito. Louis Pérez Jr. ha aportado una crítica cuidadosa y de gran valor que, estoy seguro, ha contribuido a mejorar este libro. Dos colegas de la Academia de Historia, Tecnología y Sociedad de Georgia Tech, Jonathan Schneer y Andrea Tone, leyeron varios capítulos y me ayudaron con sus muchos comentarios. He sacado gran provecho de las conversaciones con José Álvarez Junco, Ada Ferrer, Geoff Jensen, Edward Malefakis, John Offner, Francisco Pérez Guzmán, Pamela Radcliff y Carlos Serrano. Charles Grench, mi editor de la University of North Carolina Press, se merece un premio por su paciencia y por guiar este libro a través de un proceso editorial bastante largo. También me gustaría mostrar mi agradecimiento al Seminario de Historia y Sociedad Comparadas de Atlanta, por permitirme ofrecer un capítulo dedicado a la reconcentración, y a la Sociedad de Estudios Históricos de España y Portugal, por ayudarme en asuntos relativos a la Armada española y al uso del machete. Por último, me gustaría dar las gracias a la Fundación de Georgia Tech, que con tanta generosidad ha financiado mi investigación.