Capítulo XVIII

OJO

Cora vio el glóbulo blanco casi al mismo tiempo que Michaels.

—¡Miren! —gritó, horrorizada.

Se detuvieron y se volvieron a mirar.

El glóbulo blanco era enorme. Tenía cinco veces el diámetro del Proteus, o tal vez más. Comparado con los individuos que lo observaban, era una montaña, una montaña de protoplasma lechoso, pulsátil, desprovisto de piel. Su núcleo, grande y lobulado, sombra lechosa en el interior de su materia, parecía un ojo maligno y de contorno irregular, y la forma total de aquella criatura cambiaba a cada instante. Una porción de ella se hinchó en dirección al Proteus.

Grant, como obedeciendo a un impulso reflejo, empezó a nadar hacia el Proteus.

Cora le agarró de un brazo.

—¿Qué va a hacer, Grant?

—Es imposible salvarle —dijo Duval, excitado—. Malgastará su vida inútilmente.

Grant sacudió violentamente la cabeza.

—No estoy pensando en Michaels, sino en el barco.

—Tampoco puede salvar el barco —dijo Owens, con tristeza.

—Pero podemos, tal vez, llevarlo a un sitio donde pueda expansionarse sin peligro. Escuchen: aunque sea aplastado por el glóbulo blanco, aunque se desintegre en átomos, cada átomo miniaturizado se desminiaturizará; en realidad, ha empezado ya la desminiaturización. Lo mismo da que Benes muera a causa de la nave intacta o de un montón de chatarra.

—Pero no puede sacar el barco de aquí —dijo Cora—. ¡Oh, Grant! Por favor, no quiera morir después de todo lo que hemos pasado.

Grant le sonrió.

—Me sobran razones para no morir, créame, Cora. Sigan nadando los tres y déjenme hacer un experimento de colegial.

Y echó a nadar en dirección al monstruo El corazón le latía de un modo insoportable. Había otros glóbulos blancos detrás de aquél, bastante lejos; pero sólo uno le interesaba: el que estaba engullendo al Proteus.

Al acercarse, pudo ver su superficie. Una porción de ésta manifestábase claramente de perfil; dentro de ella, había gránulos y una especie de burbujas. Un mecanismo muy intrincado, demasiado complicado para que lo hubieran comprendido los biólogos, y todo él encerrado en una gota microscópica de materia viva El Proteus se hallaba ahora en su interior; una sombra oscura encerrada en una de las burbujas. Grant creyó ver por un instante la cara de Michaels en la cabina; pero, indudablemente, fue sólo fruto de su imaginación.

Grant alcanzó al fin la palpitante y montañosa superficie; pero ¿cómo llamar la atención a una cosa semejante? No tenía ojos ni sentidos, ni inteligencia, ni voluntad. Era una máquina automática de protoplasma, construida para reaccionar de cierto modo contra un ataque. ¿Cómo? Grant lo ignoraba. Sin embargo, cuando se aproximaba una bacteria, la célula blanca lo sabía. A su manera celular, ella lo sabía. Por esto había reaccionado en presencia del Proteus y lo había engullido.

Grant era mucho más pequeño que el Proteus, mucho menor que una bacteria, incluso en aquel momento. ¿Sería lo bastante grande para que el glóbulo blanco lo advirtiera? Sacó el cuchillo y lo hundió profundamente en la masa que tenía ante él, rasgándola hacia abajo. Nada ocurrió. No salió sangre, porque las células blancas carecen de ella. En cambio, apareció una protuberancia en el protoplasma, taponando la ruptura de la membrana.

Grant hundió de nuevo el cuchillo. No quería matar la célula, ni se creía capaz de hacerlo, dado su tamaño actual. Sin embargo, ¿no habría una manera de atraer su atención?

Se apartó un poco y advirtió, con emoción creciente, que una protuberancia de la pared avanzaba en dirección a él. Se alejó más y la protuberancia le siguió. Su presencia había sido advertida No sabía cómo; pero lo cierto era que el glóbulo blanco, con todo lo que contenía, con el Proteus en su interior, había empezado a seguirle.

Se alejó más de prisa. El glóbulo blanco le siguió, pero (tal como fervientemente deseaba) con poca rapidez. Grant había previsto que la célula blanca no era apta para alcanzar velocidad, que se movía como una amiba, proyectando una porción de su sustancia y vertiéndose después en la protuberancia. En condiciones corrientes, luchaba contra objetos inmóviles, contra bacterias o contra desperdicios extraños e inanimados. Su movimiento ameboide era suficiente para esto. En cambio, ahora tenía que habérselas con un objeto capaz de desplazarse rápidamente. «Ojalá su rapidez fuese bastante», pensó ardientemente Grant. Con creciente velocidad, nadó al encuentro de sus compañeros, que avanzaban despacio, esperándole.

—Dense prisa —jadeó—. Creo que me sigue.

—Y hay otros detrás —dijo Duval, alarmado.

Grant miró hacia atrás. A lo lejos, pululaban los glóbulos blancos. Cuando uno de ellos advirtió su presencia, la habían advertido ya todos los demás.

—¿Cómo…?

—Vi cómo hería usted a la célula blanca. Si la lesionó, brotaron de ella sustancias químicas que pasaron al torrente sanguíneo, sustancias químicas que atrajeron a las células blancas de los sectores próximos.

—Entonces, ¡por el amor de Dios, «nademos»!

El equipo quirúrgico se había reunido alrededor de la cabeza de Benes, mientras Carter y Reid observaban desde arriba. La depresión de Carter aumentaba por momentos.

La operación había terminado. Y no había servido para nada, para nada, para…

—¡General Carter! ¡Señor! —dijo una voz apremiante, estridente, temblorosa de excitación.

—¿Qué?

—El Proteus, señor. ¡Se mueve!

Carter gritó:

—¡Suspendan la intervención!

Todos los miembros del equipo quirúrgico levantaron la cabeza con interrogativa sorpresa. Reid tiró de la manga a Carter.

—El movimiento puede ser simple efecto de la lenta aceleración de la desminiaturización del barco. Si no los saca de allí ahora mismo, pueden verse amenazados por los glóbulos blancos.

—¿Cuál es el movimiento? —gritó Carter—. ¿Adonde se dirige?

—A lo largo del nervio óptico, señor.

Carter se volvió a Reid.

—¿Adonde conduce? ¿Qué significa esto?

El rostro de Reid se iluminó.

—Significa una salida de emergencia —dijo— en la que no había pensado. Se encaminan al ojo, para salir por el conducto lacrimal. Todavía pueden conseguirlo, lesionando el ojo en el peor de los casos. Que alguien traiga un portaobjetos. Vayamos abajo, Carter.

El nervio óptico era un haz de fibras, y cada una de éstas como una ristra de salchichas.

Duval se detuvo para posar la mano en la juntura entre dos de las «salchichas».

—Un nódulo de Ranvier —dijo, maravillado—, y lo estoy tocando.

—Deje de tocar y siga nadando —jadeó Grant.

Grant observaba ansiosamente para asegurarse de que el glóbulo blanco continuaba la persecución. El que se había tragado al Proteus. En cuanto a éste, ya no podía verlo. Si estaba en el interior del glóbulo blanco más próximo, se había hundido tanto en su sustancia que se había hecho invisible. Pero, si aquel glóbulo blanco no era «su» glóbulo, entonces, a pesar de todo, Benes moriría. Los nervios lanzaban destellos al ser heridos por la luz de los cascos, y los destellos retrocedían con gran rapidez.

—Impulsos luminosos —murmuró Duval—. Los ojos de Benes no están completamente cerrados.

—Todo está menguando de tamaño —dijo Owens—. ¿Han reparado en ello?

—Sí —respondió Grant, moviendo la cabeza.

El monstruoso glóbulo blanco era sólo la mitad de lo que había sido momentos antes.

—Sólo disponemos de unos segundos —dijo Duval.

—Yo no puedo seguir —gimió Cora.

Grant se colocó a su lado.

—¡Claro que puede! Estamos ya en el ojo. Con franquear el espacio de media lágrima estaremos salvados.

Le rodeó la cintura con un brazo y la empujó hacia delante; después tomó el láser que ella seguía llevando.

Duval dijo:

—Pasando por aquí, saldremos al conducto lacrimal.

Su aumento de tamaño hacía que casi llenasen el espacio intersticial por el que seguían nadando. Al aumentar su volumen, había aumentado también su velocidad, y las células blancas no parecían ya tan amenazadoras.

Duval abrió de un puntapié la pared membranosa que se levantaba ante ellos.

—Pasen —dijo—. Usted primero, Miss Peterson. Grant la empujó y pasó detrás de ella. Después lo hizo Owens y, por último, Duval.

—Ya hemos salido —dijo Duval, esforzándose por dominar su emoción—. Estamos fuera del cuerpo.

—Espere —dijo Grant—. Quiero que salga también esa célula blanca. En otro caso…

Aguardó un instante y lanzó un grito de entusiasmo.

—¡Ahí está! ¡Y, por todos los santos, que es la nuestra!

La célula blanca se deslizó por la abertura practicada por Duval, aunque con ciertas dificultades. El Proteus, o su estructura deshecha, veíase claramente a través de la sustancia. Había crecido hasta alcanzar un tamaño equivalente a la mitad del glóbulo blanco, y el pobre monstruo tenía que enfrentarse con un inesperado ataque de indigestión. Sin embargo, luchó con gallardía. Habían estimulado su impulso de persecución, y no podía hacer otra cosa sino seguir adelante.

Los tres hombres y la mujer ascendieron por una sima que se llenaba de fluido. El glóbulo blanco, que apenas se movía, subió tras ellos. La suave y curva pared de uno de los lados era transparente; no a la manera de la fina pared de los capilares, sino transparente de verdad. No había señales de membranas celulares ni de núcleos.

—Es la córnea —dijo Duval—. La otra pared es el párpado inferior. Tenemos que alejarnos lo más posible para no dañar a Benes al desminiaturizarnos, y sólo disponemos de unos segundos.

En lo alto, a algunos metros por encima de ellos (a su todavía diminuta escala), veíase una hendidura horizontal.

—Por allí —dijo Duval.

—El barco se encuentra en la superficie del ojo —dijo una voz, en tono triunfal.

—Muy bien —dijo Reid—. Es el ojo derecho.

Uno de los técnicos, que sostenía el portaobjetos, se inclinó sobre el ojo cerrado de Benes. Había sido colocada una lente en el lugar adecuado. Con ayuda de unas pinzas forradas de fieltro, alguien pellizcó suavemente el párpado inferior y tiró de él hacia abajo.

—Ahí está —dijo el técnico, con voz apagada—. Como una mota de polvo.

Con mucho cuidado, aplicó el portaobjetos al ojo y retiró la lágrima que contenía la mota.

Todos se echaron atrás.

—Si ya puede verse a simple vista, aumentará de volumen con gran rapidez —dijo Reid—. ¡Despejen!

El técnico, debatiéndose entre la prisa y la necesidad de mostrarse amable, colocó el portaobjetos en el suelo y se alejó a toda velocidad.

Las enfermeras se llevaron rápidamente la mesa de operaciones, cruzando la doble puerta de la estancia, y, con una velocidad increíble, las motas de polvo del portaobjetos recobraron su tamaño natural.

Tres hombres, una mujer y un montón de fragmentos metálicos, redondeados y erosionados, aparecieron en el lugar donde momentos antes no había nada.

—Solamente han sobrado ocho segundos —murmuró Reid.

Pero Carter gritó:

—¿Dónde está Michaels? Si sigue todavía dentro de Benes…

Y echó a correr detrás de la mesa de operaciones, abrumado una vez más por la conciencia de la derrota.

Grant se quitó el casco y le llamó con un ademán.

—Todo está en orden, general Eso es lo que queda del Proteus, y, en su interior, encontrará lo que queda de Michaels. Tal vez únicamente un montón de gelatina orgánica y algunos fragmentos de huesos.

Grant no se había acostumbrado todavía al mundo normal. Había dormido, con breves interrupciones, durante quince horas, y se despertó sorprendido de hallarse en un mundo de espacio y de luz.

Desayunó en la cama, mientras Carter y Reid sonreían junto a la cabecera.

—¿También reciben los otros este tratamiento? —inquirió.

—Todo lo que pueda comprarse con dinero… —dijo Carter—, al menos, durante una temporada. Sólo hemos dejado marchar a Owens. Estaba ansioso de volver junto a su mujer y sus hijos, y le dejamos partir, pero sólo cuando nos hubo explicado someramente lo ocurrido. Por lo visto, Grant, el éxito de la misión se debió principalmente a usted.

—Es posible, si quiere usted olvidar algunos fallos —dijo Grant—. Si va a recomendarme para una medalla y un ascenso, lo acepto de antemano. Si va a recomendarme para unas vacaciones pagadas de un año de duración, lo acepto todavía con mayor entusiasmo. Pero, en realidad, la misión habría fracasado sin la ayuda de cualquiera de nosotros. Incluso Michaels nos guió con eficacia durante la mayor parte del trayecto.

—Michaels… —dijo Carter, pensativo—. Lo que a él se refiere debe permanecer secreto, ¿sabe? La versión oficial es que murió en cumplimiento del deber. No conviene que se sepa que un traidor se había infiltrado en las FDMC. Y, en realidad, aún no sé si «era» un traidor.

—Yo le conocía lo bastante para afirmar que no lo era —dijo Reíd—. Al menos, no en el sentido corriente de la palabra.

Grant asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo. No era un villano de novela. Perdió un tiempo precioso poniendo a Owens el traje de inmersión antes de echarlo fuera de la nave. Estaba dispuesto a dejar que lo mataran los glóbulos blancos, pero no podía hacerlo con sus manos. No… Yo creo que realmente quería que la miniaturización indefinida siguiera siendo un secreto, para bien de la Humanidad.

—Era partidario de la miniaturización para usos pacíficos —dijo Reid—. Y, en esto, comparto su opinión. ¿Qué ventajas se obtendrían si…?

Carter le interrumpió:

—Esto es fruto de una mentalidad que llegó a hacerse irracional por un exceso de tensión. Escuchen: sufrimos esto desde que se inventó la bomba atómica. Siempre hay gente que se imagina que, si se elimina cualquier nuevo descubrimiento de espantosas consecuencias, todo marchará bien. Sólo que no «pueden» suprimirse los descubrimientos cuando llega su tiempo. Si Benes hubiese muerto, la miniaturización indefinida habría sido descubierta el año próximo, o dentro de cinco años, o dentro de diez. En este caso, Ellos hubieran podido tenerla primero.

—Y ahora —dijo Grant—, los primeros seremos nosotros. ¿Y qué haremos con ella? ¿Abocarnos a la guerra final? Tal vez Michaels tenía razón.

—Y tal vez el sentido común prevalecerá en ambos bandos —replicó Carter, secamente—. Hasta ahora, así ha sido.

—Y especialmente —dijo Reid— habida cuenta de que, cuando se sepa esta historia y los medios periodísticos difundan la noticia del alucinante viaje del Proteus, los usos pacíficos de la miniaturización serán dramatizados hasta el punto de que nos permitirán luchar contra el dominio militar de la técnica. Y tal vez tengamos éxito. Carter tomó un cigarro, frunció el ceño y no contestó directamente.

—Dígame, Grant: ¿cuándo empezó a sospechar de Michaels?

—En realidad, no sospeché —respondió Grant—. Todo fue producto de un montón de pensamientos confusos. En primer lugar, general, usted me embarcó en el submarino porque sospechaba de Duval.

—¡Oh…! Espere…

—Lo sabíamos todos los que estábamos a bordo. Tal vez a excepción del propio Duval. Esto me dio un punto de partida… equivocado. Sin embargo, no estaba usted seguro del terreno que pisaba, pues, en otro caso, me lo habría advertido. Por consiguiente, no estaba dispuesto a dar un resbalón. Había gente poderosa a bordo de la nave, y yo sabía que, si me equivocaba, usted se echaría atrás y yo me llevaría el rapapolvo.

Reid sonrió complacido. Carter enrojeció y observó atentamente su cigarro.

—Naturalmente —prosiguió Grant—, no le guardo rencor. El recibir los palos forma parte de mi oficio…, siempre que no pueda evitarlo. Por esto esperé hasta estar seguro y, en realidad, no lo estuve nunca.

»Sufrimos una serie de accidentes, o de posibles accidentes. Por ejemplo, el láser se averió y existía la posibilidad de que Miss Peterson fuese la causante de la avería. Pero ¿lo habría hecho de una manera tan burda? Ella conocía docenas de maneras de estropearlo de forma que su aspecto siguiera siendo normal y dejara, empero, de funcionar debidamente. Podía haberlo amañado de modo que se desviase la puntería de Duval y matase el nervio o incluso al propio Benes. Una avería burda podía ser únicamente fruto de un accidente o deliberada obra de cualquiera que no fuese Miss Peterson.

»En otra ocasión, se soltó mi cable salvavidas cuando me hallaba en el pulmón, y a punto estuve de perder la vida Duval era en este caso el principal sospechoso; pero fue él quien propuso iluminar la abertura con los faros de la nave, y a esto debo mi salvación. ¿Por qué intentar matarme, para salvarme después? No tenía sentido. O era un accidente, o el cable había sido soltado no por Duval, sino por otra persona.

»Perdimos el aire del depósito, y este pequeño desastre podía ser muy bien obra de Owens Pero, al abastecernos de aire, Owens improvisó un aparato de miniaturización que pareció hacer milagros. Podía abstenerse de hacerlo, y nadie hubiera podido acusarle de sabotaje. ¿Por qué soltar nuestro aire y trabajar después como un diablo para reponerlo? De nuevo surgía el dilema: o había sido un accidente, o el aire había sido soltado por alguien que no era Owens.

»Podía prescindir de mí mismo, porque sabía que no me dedicaba al sabotaje. Por consiguiente, sólo quedaba Michaels.

—Y dedujo usted que él era el responsable de todos los accidentes —dijo Carter.

—No; todavía podían haber sido simples accidentes. Esto nunca lo sabremos. Pero, «si habían sido» sabotajes, Michaels era indudablemente el candidato más probable, pues era el único que no había intervenido en las operaciones de emergencia y el único incapaz de actuar con mayor sutileza. Consideremos, pues, a Michaels.

»El primer accidente fue nuestro tropiezo con la fístula arteriovenosa. O fue pura desgracia, o Michaels nos había conducido deliberadamente a ella. A diferencia de los otros casos, si era sabotaje no había más que un posible culpable: Michaels. Por cierto que se lo dije al propio Michaels en una ocasión. Sólo él podía conducirnos hasta allí; sólo él conocía lo bastante el sistema circulatorio de Benes para descubrir una fístula microscópica, y era él quien había señalado el punto de nuestra introducción en la arteria.

—Sin embargo —objetó Reid—, pudo no ser más que una desgracia, un error de buena fe.

—Cierto. Pero, así como en todos los demás accidentes los posibles sospechosos hicieron todo lo posible por sacarnos del atolladero, Michaels propuso el inmediato abandono de la misión en cuanto entramos en el sistema venoso. Y lo propio hizo en los demás momentos críticos. Fue el único que se mostró contumaz en este aspecto. Y, sin embargo, no fue aquí donde se delató en realidad.

—Entonces, ¿en qué se delató? —preguntó Carter.

—Al empezar la misión, cuando fuimos miniaturizados e insertos en la arteria carótida, yo sentí temor. Todos estábamos, al menos, un poco inquietos; pero Michaels era el que parecía más asustado. Estaba casi paralizado de miedo. De momento, no me llamó la atención. Lo consideré natural. Ya les he dicho que yo mismo estaba bastante atemorizado, y, en realidad, prefería no ser el único. Pero…

—Pero ¿qué?

—A partir del momento en que pasamos la fístula arteriovenosa, Michaels no volvió a dar muestras de temor. En varias ocasiones, cuando todos los demás estábamos nerviosos, él era el único que no lo estaba. Permanecía firme como una roca. Al principio, me había confesado reiteradamente su cobardía, como explicación de su evidente miedo; en cambio, cuando el viaje tocaba a su fin, se enfureció al sugerir Duval que era un cobarde. Su cambio de actitud me parecía cada vez más extraño.

»Pensé que había de existir una razón concreta de aquel miedo inicial. Cuando corría un riesgo junto con los demás, era valiente. Era, pues, muy posible que sintiera miedo cuando su conocimiento del peligro no era compartido por los otros. Su incapacidad de compartir el miedo, la necesidad de enfrentarse él solo con la muerte, era lo que lo hacía cobarde.

»Al principio, todos estábamos atemorizados por el mero hecho de la miniaturización; pero ésta se llevó a cabo con pleno éxito. Después, todos confiamos en que llegaríamos al coágulo, se practicaría la operación y saldríamos al exterior, empleando, como máximo, unos diez minutos.

»En cambio, Michaels podía ser el único que sabía que esto no ocurriría así. Podía ser el único en saber que habría dificultades y que estábamos a punto de meternos en un verdadero remolino. Owens había hablado de la fragilidad de la nave durante la instrucción, y Michaels debía de esperar la muerte. Sólo él debió esperar la muerte. No es, pues, de extrañar que estuviera a punto de derrumbarse.

»Cuando cruzamos la fístula y salimos indemnes de la prueba, su sensación de alivio se manifestó de un modo casi delirante. A partir de entonces, tuvo la seguridad de que no podríamos cumplir nuestra misión, y su nerviosismo cesó. Cada vez que superábamos una crisis, aumentaba su furor. Y, al llenar éste su ánimo, no le dejaba sitio para el miedo.

»Cuando llegamos al oído, yo había adquirido ya el convencimiento de que Michaels, y no Duval, era nuestro hombre. Por esto impedí que obligase a Duval a probar el láser, y por esto lo alejé de Miss Peterson cuando ésta fue atacada por los anticuerpos. Sin embargo, en el último momento cometí un error. No permanecí con él durante la operación del coágulo y le di ocasión de apoderarse de la nave. Y fue porque todavía flotaba en mi mente la sombra de una duda…

—¿De que posiblemente el traidor fuera Duval? —dijo Carter.

—Sí. Por esto quise presenciar la operación, aunque nada hubiera podido hacer si Duval «hubiese sido» el traidor. A no ser por esta estupidez final, habría traído el barco intacto y a Michaels con vida.

—Bueno —dijo Carter, levantándose—, no podemos quejarnos. Benes vive y se recupera lentamente. Sin embargo, no estoy seguro de que Owens piense lo mismo. No se consuela de la pérdida de su barco.

—Es natural —dijo Grant—, pues era una estupenda embarcación. Y, a propósito, ¿saben dónde está Miss Peterson?

—Levantada y tan campante. Por lo visto, tiene más aguante que usted.

—Quiero decir si está por aquí, en las FDMC.

—Sí. Supongo que en el departamento de Duval.

—Ya… —dijo Grant, súbitamente desanimado—. Bueno, voy a lavarme, a afeitarme y a salir de aquí.

Cora reunió los papeles.

—Entonces, doctor Duval, si el informe puede esperar hasta después del fin de semana, me gustaría ausentarme durante estos días.

—Desde luego —dijo Duval—. Creo que a todos nos conviene un poco de descanso. ¿Cómo se encuentra?

—Perfectamente, según creo.

—Ha sido toda una experiencia, ¿no?

Cora sonrió y se dirigió a la puerta, en el momento en que asomaba un lado de la cabeza de Grant.

—¿Miss Peterson?

Cora dio un respingo, reconoció a Grant y corrió hacia él, sonriendo.

—En el Proteus me llamaba Cora.

—¿Y puedo seguir haciéndolo?

—Naturalmente. Y espero que lo haga en lo sucesivo. Grant vaciló.

—Puedes llamarme Charles. E incluso espero que algún día llegues a llamarme «el bueno y viejo Charlie».

—Lo intentaré, Charles.

—¿Cuándo terminas el trabajo?

—Acabo de dejarlo para el fin de semana.

Grant reflexionó durante un momento, se frotó el mentón recién afeitado y señaló con la cabeza en dirección a Duval, que estaba inclinado sobre su mesa de trabajo.

—¿Sigues comprometida con él? —preguntó al fin.

—Admiro su trabajo —respondió Cora, gravemente—, y él admira el mío.

Y se encogió de hombros.

—¿Puedo yo admirarte «a ti»? —dijo Grant.

Ella vaciló y, después, sonrió ligeramente.

—Cuando quieras, y todo el tiempo que quieras. Con tal de que yo pueda admirarte también de vez en cuando.

—Avísame cuando esto ocurra, para que adopte la actitud adecuada.

Se echaron a reír. Duval levantó la cabeza, los vio en el umbral, sonrió débilmente y agitó la mano, en un ademán que igual podía ser de saludo como de despedida.

—Voy a ponerme el traje de calle —dijo Cora—. Después, me gustaría ver a Benes. ¿Te parece bien?

—¿Está permitida la visita?

Cora movió la cabeza.

—No. Pero nosotros somos un caso especial.

Benes tenía los ojos abiertos. Intentó sonreír.

Una enfermera murmuró, con inquietud:

—Sólo un minuto, por favor. Él no sabe nada de lo ocurrido; por consiguiente, no se refieran a ello.

—De acuerdo —dijo Grant, y dirigiéndose a Benes, añadió en voz baja—: ¿Cómo se encuentra?

Benes esbozó de nuevo una sonrisa.

—Ni yo mismo lo sé. Muy cansado. Tengo jaqueca y me duele el ojo derecho; pero, al parecer, he salvado la vida.

—¡Bravo!

—Se necesita algo más que un porrazo en la cabeza para matar a un científico —dijo Benes—. Las matemáticas dan al cráneo la dureza de una roca, ¿no?

—Nos alegramos mucho —dijo Cora amablemente.

—Ahora debo recordar lo que vine a decir. Está todo muy confuso, pero empieza a volver a mi memoria. Lo llevo todo dentro, todo dentro de mí.

Y sonrió ampliamente.

—Le sorprendería saber todo lo que lleva dentro de usted, profesor —dijo Grant.

La enfermera los acompañó a la puerta, y Grant y Cora, dándose la mano, salieron a un mundo que pareció de pronto vacío de temores y ocupado enteramente por la perspectiva de una dicha infinita.

FIN