Capítulo XVII

COÁGULO

—Observen cómo cesa la acción nerviosa en el coágulo —dijo Duval—. Prueba evidente de que existe lesión nerviosa. No me atrevería yo a jurar que salvaremos a Benes, aunque destruyamos el coágulo.

—Magnífico razonamiento, doctor —dijo Michaels, en tono sarcástico—. Una buena excusa para usted, ¿no?

—Cállese, Michaels —dijo Grant, fríamente.

—Póngase el traje de inmersión, Miss Peterson —dijo Duval—. Tenemos que actuar con toda rapidez. Y póngaselo del revés. Los anticuerpos se han familiarizado con su superficie normal, y podría haber algunos por estos alrededores.

Michaels sonrió, desalentado.

—No se molesten. Es demasiado tarde. —Señaló el cronómetro, que pasaba ahora lentamente del 7 al 6, y añadió—: No hay tiempo para realizar la operación y volver al punto de la yugular donde debe realizarse la extracción. Aunque lograsen destruir el coágulo, empezaría aquí la desminiaturización y mataríamos a Benes.

Duval siguió vistiéndose, y lo propio hizo Cora. Aquél dijo:

—De todos modos, no saldrá peor librado que si dejamos de operarle.

—Pero sí nosotros. Al principio, la desminiaturización será lenta. Tal vez tardemos un minuto en alcanzar un tamaño que atraiga la atención de los glóbulos blancos. Hay millones de ellos en el lugar de la lesión. Seremos engullidos.

—¿De veras?

—Incluso dudo de que el Proteus y nosotros pudiésemos soportar la fuerza física de la compresión dentro del hueco digestivo de una célula blanca. Ni siquiera en nuestro estado de miniaturización, ni cuando adquiriésemos mayor tamaño. Seguiríamos aumentando, pero, cuando hubiésemos recobrado nuestras dimensiones normales, no seríamos más que una nave aplastada y unos seres humanos aplastados. Es mejor que nos saque de aquí, Owens, y nos lleve cuanto antes al punto en que debemos ser extraídos.

—¡Alto ahí! —dijo Grant, irritado—. ¿Cuánto tardaremos en llegar al lugar de la extracción?

—Dos minutos —dijo Owens, con voz débil.

—Nos quedan, pues, cuatro minutos. Tal vez más. ¿No es cierto que el cálculo de los sesenta minutos deja un margen de seguridad? Podemos seguir miniaturizados algún tiempo más, si el campo aguanta un poco más de lo previsto.

—Puede ser —dijo Michaels, secamente—, pero no se haga ilusiones. Un minuto más. Dos minutos en el exterior. No podemos vencer el Principio de Incertidumbre.

—Está bien. Dos minutos. Y la desminiaturización, ¿no puede tardar un poco más de lo que calculamos?

—Acaso un minuto o dos, si tenemos suerte —dijo Duval.

—Todo depende de la naturaleza azarosa de la estructura básica del Universo —intervino Owens—. Si tenemos suerte, si todo se desarrolla a favor nuestro…

—Pero sólo un minuto o dos, como máximo —dijo Michaels.

—Está bien —dijo Grant—: nos quedan cuatro minutos, más otros dos minutos posibles, más un minuto o dos de desminiaturización incipiente, antes de que podamos perjudicar a Benes. Esto hace un total de siete minutos, a nuestra larga y deformada escala. ¡Adelante, Duval!

—Todo lo que va usted a lograr, maldito estúpido, será matar a Benes, y a nosotros con él —chilló Michaels—. Llévenos al lugar de la extracción, Owens.

Owens vaciló.

Grant corrió a la escalerilla y trepó a la cabina de Owens.

—Pare el motor, Owens —le dijo—. Párelo.

Owens apoyó un dedo en el interruptor, pero se detuvo. Grant alargó rápidamente la mano y, con ademán enérgico, lo hizo girar hasta el punto de «Off».

—Ahora, bajemos. Venga conmigo abajo.

Casi arrancó a Owens de su asiento, y ambos bajaron la escalerilla. Todo esto había ocurrido en unos pocos segundos, durante los cuales Michaels había permanecido observándoles boquiabierto, demasiado aturrullado para actuar.

—¿Qué diablos ha hecho? —preguntó al fin.

—La nave permanecerá aquí —dijo Grant—, hasta eme la operación haya terminado. Ponga manos a la obra, Duval.

—Coja el láser, Miss Peterson —dijo Duval.

Ambos se habían puesto los trajes de inmersión. El de Cora mostraba las costuras y le daba un triste aspecto.

—Debo de estar hecha una facha —dijo ella.

—¿Se han vuelto locos todos? —gritó Michaels—. No tenemos tiempo. Es un suicidio. Escúchenme. —Estaba temblando de ansiedad—. No pueden hacer nada.

—Ábrales la escotilla, Owens —dijo Grant.

Michaels se lanzó hacia delante; pero Grant lo agarró, le hizo dar media vuelta y le dijo:

—No me obligue a pegarle, doctor Michaels. Me duelen los músculos y no tengo ganas de emplearlos; pero, si pego, pegaré fuerte, y le prometo que le romperé la mandíbula.

Michaels levantó el puño, como dispuesto a aceptar el reto. Pero Duval y Cora habían desaparecido ya por la escotilla, y cuando Michaels lo advirtió su voz se hizo casi suplicante.

—Escuche, Grant: ¿acaso no comprende la situación? Duval matará a Benes. Le será muy fácil. Una ínfima desviación del láser, y nadie se dará cuenta. En cambio, si sigue mi consejo, podemos dejar a Benes con vida e intentarlo de nuevo mañana.

—Mañana, Benes puede estar muerto, y tengo entendido que no pueden volver a miniaturizarnos durante algún tiempo.

—Pero «puede» estar vivo; mientras que, si no detiene a Duval, morirá indefectiblemente. Y, si no pueden miniaturizarnos a nosotros, pueden hacerlo con otras personas.

—¿Y con otro barco? Sólo disponemos del Proteus, y únicamente éste reúne condiciones.

Michaels estaba cada vez más excitado.

—Le digo, Grant, que Duval es un agente enemigo.

—No lo creo.

—¿Por qué? ¿Porque es tan religioso? ¿Porque da muestras de una piedad ridícula? ¿Acaso no es éste el disfraz más adecuada? ¿O se ha dejado usted influir por su amante, por esa…?

—¡No termine la frase, Michaels! —dijo Grant—. Y ahora escuche. No hay la menor prueba de que sea un agente enemigo, ni razón alguna que me induzca a creerlo.

—Pero yo le «digo»…

—Sé muy bien lo que dice. Pero lo cierto es que yo creo que es «usted» el agente enemigo, doctor Michaels.

—¿Yo?

—Sí. En realidad, tampoco tengo verdaderas pruebas; ninguna prueba valedera ante un tribunal de justicia; pero creo que el servicio de seguridad podrá encontrarlas.

Michaels se apartó de Grant y se lo quedó mirando, horrorizado.

—¡Claro! ¡Ahora lo comprendo! ¡Usted es el agente, Grant! ¿No lo está viendo, Owens? Hemos tenido docenas de ocasiones de salir de aquí, una vez comprobado que la misión no podía tener éxito, y él se ha negado siempre. Nos obligó a permanecer aquí. Por esto se esforzó tanto en repostar aire en el pulmón… Por esto… ¡Ayúdeme, Owens! ¡Ayúdeme!

Owens permaneció indeciso.

—El cronómetro está a punto de saltar a cinco —dijo Grant—. Disponemos de tres minutos más. Deme estos tres minutos, Owens. Sabe que Benes no vivirá, a menos que destruyamos el coágulo en estos tres minutos. Saldré a ayudarles, y usted vigilará a Michaels. Si no he regresado cuando el cronómetro marque dos, salga de aquí y sálvese con el barco. Benes morirá, y tal vez moriremos también nosotros. Pero usted se salvará y podrá acusar a Michaels.

Owens guardó silencio.

—Tres minutos —dijo Grant, y empezó a ponerse el traje de inmersión.

El cronómetro pasó al 5.

—Tres minutos —dijo Owens, al fin—. Está bien. Pero sólo tres minutos.

Michaels se sentó, abrumado.

—Permite usted que maten a Benes, Owens. Yo he hecho cuanto he podido; mi conciencia está tranquila.

Grant cruzó la escotilla.

Duval y Cora nadaron velozmente en dirección al coágulo, llevando él el láser y ella el aparato que suministraba la energía.

—No veo ninguna célula blanca —dijo Cora—. ¿Y usted, doctor?

—Yo no las miro —dijo, bruscamente, Duval.

Miraba fijamente hacia delante. El resplandor de los faros de proa y de los otros más pequeños de la nave quedaba amortiguado por una maraña de fibras que parecía encerrar el coágulo, precisamente al otro lado del punto en que cesaban los impulsos nerviosos. La pared de la arteriola había sido lesionada y estaba ahora completamente bloqueada por el coágulo, que oprimía fuertemente aquella sección de fibras y de células nerviosas.

—Si logramos romper el coágulo y aliviar la presión sin tocar el propio nervio —murmuró Duval—, todo irá bien. Y si dejamos sólo una pequeña escara que mantenga cerrada la arteriola. —Maniobró para adoptar la posición conveniente y levantó el láser—. Y si esto funciona —añadió.

—Doctor Duval —dijo Cora—, recuerde que dijo usted que, para economizar los rayos, lo mejor era dirigirlos desde arriba.

—Lo recuerdo muy bien —dijo Duval, gravemente—, y es esto lo que me propongo hacer.

Apretó el gatillo del láser. Un finísimo rayo de luz brilló durante un breve instante.

—¡Funciona! —dijo Cora, alegremente.

—Ha funcionado esta vez —dijo Duval—. Pero tendrá que hacerlo muchas más.

El coágulo había mostrado su relieve durante un brevísimo instante, bajo el brillo intolerable del rayo del láser, cuya trayectoria quedó marcada por una hilera de diminutas burbujas. Después, la oscuridad pareció todavía más intensa.

—Cierre un ojo, Miss Peterson —dijo Duval—, a fin de que la retina no tenga que readaptarse.

Brilló de nuevo el láser, y, al apagarse, Cora cerró el ojo que tenía abierto y abrió el que tenía cerrado.

—Funciona, doctor Duval —dijo, muy excitada—. El brillo progresa ahora hasta perderse de vista. Se está iluminando toda una zona oscura.

Grant se acercó a ellos, nadando.

—¿Cómo va eso, Duval?

—No va mal —respondió éste—. Si puedo atravesarlo en sentido transversal y aliviar la presión sobre un punto clave, creo que todo el trayecto del nervio quedará liberado.

Nadó hacia un lado.

—Nos quedan menos de tres minutos —le gritó Grant.

—Déjeme en paz —dijo Duval.

—Todo marcha bien, Grant —dijo Cora—. Lo conseguirá. ¿Acaso Michaels ha armado jaleo?

—Un poco —dijo Grant, seriamente—. Owens se ha quedado vigilándole.

—¿Vigilándole?

—Por si acaso…

En el interior del Proteus, Owens lanzaba inquietas miradas a su alrededor.

—Que me aspen si sé lo que he de hacer —murmuró.

—Permanecer sentado y dejar que los asesinos realicen su trabajo —dijo Michaels, con sarcasmo—. Tendrá que responder de esto, Owens.

Éste guardó silencio.

—No irá usted a creer que soy un agente enemigo —dijo Michaels.

—Yo no creo nada —respondió Owens—. Esperaremos la señal de los dos minutos y, si no han regresado, nos marcharemos de aquí. ¿Le parece mal?

—Está bien —dijo Michaels.

—El láser funciona —prosiguió Owens—. He visto su brillo. Y además…

—¿Qué?

—El coágulo. Ahora puedo ver el destello de la acción nerviosa en aquella dirección, donde antes no se veía.

—Yo no veo nada —exclamó Michaels, mirando al exterior.

—Pues yo sí —insistió Owens—. Le digo que el láser funciona. Y volverán. Creo que estaba usted equivocado, Michaels.

Michaels se encogió de hombros.

—Bueno, tanto mejor. Ojalá me equivoque y Benes siga viviendo. Aunque… —Su voz adquirió un tono de alarma—: ¡Owens!

—¿Qué pasa?

—Algo anda mal en la escotilla. Ese maldito imbécil de Grant debía estar demasiado excitado para cerrarla debidamente. ¿O fue realmente a causa de la excitación?

—Pero ¿qué es lo que anda mal? Yo no veo nada.

—¿Está ciego? Está entrando fluido. Mire el suelo.

—Ha estado mojado desde que Grant y Cora se libraron de los anticuerpos. ¿No recuerda que…?

Owens estaba mirando la escotilla, y Michaels aprovechó aquel momento para asir el destornillador utilizado por Grant para abrir la tapa del aparato de radio y descargar un golpe con el mango en la cabeza de Owens.

Lanzando una exclamación ahogada, Owens cayó de rodillas, aturdido.

Michaels volvió a golpearle, con prisa febril, y empezó a meter el inerte cuerpo en el traje de inmersión. El sudor formaba grandes gotas sobre su calva. Abrió la puerta de la cámara de salida y arrojó a Owens dentro de ella. Después dejó que la cámara se llenase de líquido y abrió la puerta exterior, perdiendo un momento precioso al buscar el botón correspondiente en el tablero de control.

Lógicamente, hubiese tenido que comprobar la expulsión de Owens, pero no tenía tiempo para hacerlo.

«No hay tiempo —pensó—, no hay tiempo…».

Subió precipitadamente a la cabina y estudió los mandos. Habría que apretar algún botón para poner el motor en marcha. ¡Ah! ¡Ahí estaba! Un estremecimiento de triunfo recorrió su cuerpo al escuchar el distante zumbido de los motores.

Miró hacia el coágulo. Owens tenía razón. Un destello luminoso recorría un largo nervio que hasta entonces había permanecido a oscuras.

Duval disparaba el rayo del láser a breves y rápidos intervalos.

—Creo que esto es cosa hecha, doctor —dijo Grant—. Se acabó nuestro tiempo.

—Sí; creo que lo he conseguido. El coágulo ha sido destruido. Una porción de él. ¡Ah…, Mr. Grant, la operación ha sido un éxito!

—Y nos quedan tres minutos para salir de aquí, o tal vez dos. Volvamos a la embarcación…

—Alguien llega —dijo Cora.

Grant dio media vuelta y se lanzó en dirección a una figura que nadaba desmayadamente.

—¡Michaels…! —exclamó. Y, acto seguido—: No; es Owens. ¿Qué…?

—No lo sé —dijo Owens—. Creo que me golpeó. No sé cómo he llegado hasta aquí.

—¿Dónde está Michaels?

—En la nave. Supongo…

—¡Los motores se han puesto en marcha! —exclamó Duval.

—¿Qué…? —exclamó Owens, aturdido—. ¿Quién…?

—Michaels —dijo Grant—. Se ha apoderado de los mandos.

—¿Por qué abandonó usted la nave, Grant? —preguntó Duval, severamente.

—Esto mismo me pregunto yo. Había confiado en que Owens…

—Lo siento —dijo éste—. No creía que fuese realmente un agente enemigo. No podía…

—Lo malo es que tampoco yo estaba completamente seguro —dijo Grant—. Naturalmente, ahora…

—¡Un agente enemigo! —dijo Cora, horrorizada.

En aquel momento sonó la voz de Michaels:

—¡Eh, vosotros! Dentro de dos minutos llegarán los glóbulos blancos; pero yo estaré ya camino de regreso. Lo siento, pero despreciasteis las oportunidades que os di de salir conmigo.

La nave empezó a describir una amplia curva ascendente.

—Ha puesto el acelerador al máximo —dijo Owens.

—Y creo que se dirige hacia el nervio —prosiguió Grant.

—Esto es exactamente lo que estoy haciendo, Grant —dijo la voz de Michaels, sarcásticamente—. Bastante dramático, ¿no cree? En primer lugar, arruinaré la obra del santurrón Duval, más que por ésta, para producir la lesión que atraerá al punto a un ejército de glóbulos blancos. Ellos cuidarán de ustedes.

—¡Escuche! —gritó Duval—. ¡Piense un poco! ¿Por qué hacer esto? ¡Piense en su país!

—¡Pienso en la Humanidad! —le respondió Michaels, con furia—. Lo importante es mantener alejados de esto a los militares. La miniaturización ilimitada, puesta en sus manos, significaría la destrucción del mundo. Si son tan imbéciles que no saben ver esto…

El Proteus se encaminaba ahora directamente hacia el nervio que Duval acababa de poner al descubierto.

—¡El láser! —dijo Grant, desesperadamente—. ¡Denme el láser! —Arrancó el aparato de las manos de Duval—. ¿Dónde está el gatillo? No se preocupe. Ya lo he encontrado.

Apuntó hacia arriba, tratando de interceptar la trayectoria de la nave.

—Deme la fuerza máxima —gritó a Cora—. ¡Toda la fuerza!

Afinó la puntería, y un rayo de luz del grueso de un lápiz brotó del aparato y se extinguió.

—El láser está agotado, Grant —dijo Cora.

—Tómelo, por favor. De todos modos, creo que he alcanzado al Proteus.

Era difícil afirmarlo. En la oscuridad general, no se veía nada con claridad.

—Me parece que le ha dado al timón —dijo Owens—. Ha destruido mi barco.

Bajo la máscara, las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Sea cual fuere la parte alcanzada —dijo Duval—, la nave parece gravemente averiada.

Efectivamente, el Proteus se estaba hundiendo, mientras sus luces de proa oscilaban arriba y abajo en un extenso arco. La nave siguió descendiendo, rozó la pared de la arteriola, pasó a un palmo del nervio y se hundió en un bosque de dendritas, enganchándose en ellas y desprendiéndose a continuación, hasta quedar inmóvil, como una burbuja de metal sujeta por gruesas y suaves fibras.

—No ha tocado el nervio —dijo Cora.

—Pero ha causado bastantes daños —observó Duval—. Puede formarse un nuevo coágulo, o tal vez no. Espero que así sea. En todo caso, no tardarán en acudir los glóbulos blancos. Tenemos que marcharnos en seguida.

—¿Adonde? —dijo Owens.

—Si seguimos el nervio óptico, podemos llegar al ojo en menos de un minuto. Síganme.

—No podemos abandonar la nave —dijo Grant—. Pronto empezará a desminiaturizarse.

—Lo que no podemos hacer es llevarla con nosotros —dijo Duval—. No tenemos más alternativa que intentar salvar nuestras vidas.

—Tal vez podría intentarse algo —insistió Grant—. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—¡Nada! —dijo Duval, rotundamente—. Creo que ha empezado la desminiaturización. Dentro de un minuto habremos aumentado lo bastante para llamar la atención a las células blancas.

—¿Dice que ha empezado la desminiaturización? Yo no noto nada…

—Ni lo notará. Pero lo que nos rodea parece ligeramente menor de lo que era. ¡Partamos!

Duval lanzó una rápida mirada a su alrededor para orientarse.

—Síganme —repitió, y empezó a nadar.

Cora y Owens le siguieron, y, después de un momento de vacilación, Grant hizo lo propio.

Había fracasado. Y, en resumidas cuentas, había fracasado porque, al no estar completamente convencido de que Michaels era un enemigo, había vacilado.

Se maldecía interiormente y pensaba con amargura que era un imbécil, un incapaz para su trabajo.

—Pero no se mueven —dijo Carter, furioso—. Permanecen quietos junto al coágulo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

El cronómetro marcaba 1.

—Demasiado tarde tiara que puedan salir —exclamó Reid.

Llegó un mensaje del servicio encefalográfico.

—Señor, los datos del EEG[4] indican que el cerebro de Benes empieza a recobrar su función normal.

—Entonces —chilló Carter—, la operación se ha realizado con éxito. ¿Por qué se quedan allí?

—No tenemos manera de saberlo.

El cronómetro señaló 0 e inmediatamente sonó un timbre de alarma. Su agudo repiqueteo llenó la estancia de vibraciones de mal augurio.

Reid levantó la voz para hacerse oír.

—Tenemos que sacarlos de allí.

—Será la muerte de Benes.

—Benes morirá igualmente si no los sacamos.

—Si hay alguien fuera de la nave —dijo Carter—, no podremos extraerlo.

Reid se encogió de hombros.

—Es algo inevitable. En tal caso, si los glóbulos blancos no dan cuenta de ellos, se desminiaturizarán sin sufrir daño.

—Pero Benes morirá.

Reíd se inclinó sobre Carter y gritó:

—Nada podemos hacer para evitarlo. ¡Nada! ¡Benes es hombre muerto! ¿Quiere arriesgarse a matar inútilmente a otras cinco personas?

Carter pareció derrumbarse.

—¡Dé la orden! —dijo.

Reíd se dirigió al transmisor.

—Extraigan el Proteus —dijo, con voz pausada, y se encaminó seguidamente a la ventana que dominaba la sala de operaciones.

Michaels estaba medio inconsciente cuando el Proteus se detuvo sobre el lecho de dendritas. El súbito giro de la embarcación al recibir el rayo del láser —sí, tenía que haber sido el láser—, le había arrojado con gran violencia contra el tablero de mandos. Lo único que sentía era un intenso dolor en el brazo derecho. Sin duda se lo había roto. Se había fundido un sector de la pared y sólo la tensión superficial del plasma evitaba la inundación.

El aire que quedaba le duraría el par de minutos que faltaban para empezar la desminiaturización. Incluso le pareció, mientras observaba, que las dendritas se habían estrechado un poco. Y, como éstas no podían menguar de tamaño, lo que ocurría era que él empezaba a aumentar, aunque muy lentamente al principio. Cuando hubiese recobrado su tamaño normal, podrían curarle el brazo. Los otros serían devorados por las células blancas. Y él diría…, diría…, cualquier cosa, para explicar la avería del barco. En todo caso, Benes moriría, y la miniaturización indefinida moriría con él. Y habría paz…, paz…

Observó las dendritas, mientras su cuerpo permanecía doblado, inerte, sobre el tablero de control. ¿Podía moverse? ¿Estaba paralizado? ¿Se había roto también la columna vertebral?

Reflexionó vagamente sobre esta posibilidad. Sintió que sus facultades de comprensión y de raciocinio se diluían, mientras una nube lechosa cubría las dendritas.

¿Una nube lechosa?

¡Un glóbulo blanco!

Sí; era un glóbulo blanco. La nave era mayor que los elementos que flotaban en el plasma, y la embarcación estaba en el lugar de la lesión. Sería ella la que primero atraería la atención de la célula blanca.

La ventanilla del Proteus se cubrió de leche resplandeciente. La materia lechosa invadió el plasma del boquete del casco de la nave y pugnó por quebrantar la barrera de la tensión.

El penúltimo ruido que oyó Michaels fue el chasquido del Proteus, frágil en su estructura de átomos miniaturizados, rebasado en su punto de rotura y quebrándose en añicos bajo la presión del glóbulo blanco.

El último ruido que oyó fue el de su propia risa.