OÍDO
Carter levantó distraídamente su taza de café. Unas gotas de líquido cayeron sobre la pernera de su pantalón. Aunque se dio cuenta de ello, no le prestó atención.
—¿Dice usted que han cambiado de rumbo?
—Supongo que habrán pensado que han perdido demasiado tiempo en el ganglio linfático y que querrán evitar el paso por los otros —dijo Reid.
—Está bien. ¿Y adónde se encaminan?
—Todavía no lo sé con certeza, pero parecen dirigirse al oído interno. Dudo de que sea una medida acertada.
Carter dejó la taza y la apartó a un lado. Ni siquiera había tocado el café.
—¿Por qué no?
Dirigió una rápida mirada al cronómetro. Marcaba 27.
—Será difícil. Tendremos que vigilar los ruidos.
—¿Por qué?
—Ya puede usted imaginárselo, Al. El oído reacciona a los sonidos. Vibra el caracol. Si el Proteus se encuentra cerca de éste, vibrará a su vez, y esta vibración puede destruirlo.
Carter se inclinó hacia delante en su asiento y miró fijamente el rostro tranquilo de Reid.
—Entonces, ¿por qué diablos se dirigen allí?
—Seguramente porque presumen que sólo siguiendo esta ruta podrán llegar con tiempo a su destino. Aunque también es posible que se hayan vuelto locos. No podemos saberlo, ya que han destruido su radio.
—¿Están ya allí? —dijo Carter—. Quiero decir, en el oído interno.
Reíd apretó un botón y formuló una pregunta.
—Están a punto de entrar en él —dijo.
—¿Comprenderán los que están en el quirófano la necesidad de guardar silencio?
—Supongo que sí.
—«Lo supone». ¿De qué sirven las suposiciones?
—Además, estarán poco tiempo.
—Puede ser demasiado. Escuche: dígales a los de abajo… No, es demasiado tarde para arriesgarnos. Deme un pedazo de papel y llame a alguien. A cualquiera. A cualquiera.
Entró un guardia armado y saludó.
—¡Oh, cállese! —dijo Carter, con voz cansada y sin devolverle el saludo.
Había garrapateado en el papel, en letra de imprenta: «¡Silencio! Silencio absoluto mientras el Proteus esté en el oído».
—Tome esto —dijo al guardia—. Vaya al quirófano y muéstrelo a cada uno de los que se encuentran allí. Asegúrese de que lo lean. Si hace usted el menor ruido, le mataré. Si dice una sola palabra, le arrancaré las tripas. ¿Comprendido?
—Sí, señor —dijo el hombre, pero pareció confuso y alarmado.
—¡Andando! ¡De prisa! ¡Y quítese los zapatos, maldita sea!
—¿Qué?
—Que se quite los zapatos. Tiene que entrar descalzo en el quirófano.
Observaron desde el cuarto de control, contando los interminables segundos, hasta que el soldado descalzo penetró en el quirófano y se acercó a cada uno de los médicos y de las enfermeras, mostrándoles el papel y señalando con el pulgar hacia el cuarto de observación. Todos asintieron gravemente con la cabeza y permanecieron inmóviles. Pareció como si todos los que se hallaban en el cuarto de operaciones acabasen de sufrir un ataque de parálisis.
—Sin duda lo sabían ya —dijo Reid—. Incluso sin instrucciones.
—Les felicito —dijo Carter, furioso—. Y ahora, escuche: comunique con todos los controles. Que no toquen ningún timbre, ni campana, ni gong, ni nada. Y que no enciendan ninguna luz; alguien podría sorprenderse y lanzar un gruñido.
—Lo cruzarán en pocos segundos.
—Puede que sí —dijo Carter—, y puede que no. Apresúrese.
Reid se apresuró.
El Proteus había penetrado en una amplia región de puro líquido. A excepción de unos pocos anticuerpos que discurrían de vez en cuando junto a ellos, sólo podía verse el resplandor de los faros de la nave que cruzaba la amarillenta linfa.
Un sonido apagado, casi imperceptible para el oído, pareció resbalar sobre la embarcación, como si ésta se hubiese deslizado sobre una tabla. Esto se repitió varias veces.
—¡Owens! —gritó Michaels—. ¿Tiene la bondad de apagar las luces de la cabina?
Inmediatamente aumentó la claridad en el exterior.
—¿Ven ustedes eso? —preguntó Michaels.
Los otros miraron fijamente. Grant no vio nada.
—Nos hallamos ahora en el caracol del oído —dijo Michaels—; dentro del tubito en espiral del oído interno, gracias al cual podemos oír. Benes puede oír gracias a éste. Según los sonidos, vibra de manera diferente. ¿Lo ven?
Ahora, Grant lo vio. Una especie de sombra en el fluido; una sombra enorme y plana que pasó y se perdió detrás de ellos.
—Es una onda sonora —dijo Michaels—. Al menos, puede expresarse así. Una onda de compresión que hemos podido captar de algún modo con nuestra luz miniaturizada.
—¿Significa esto que alguien está hablando? —preguntó Cora.
—¡Oh, no! Si alguien estuviese hablando o hiciese algún ruido, sufriríamos el más espantoso de los terremotos. Sin embargo, incluso en el silencio más absoluto, el caracol del oído capta algunos sonidos: el latido distante del corazón, el roce de la sangre al pasar por las diminutas venas y arterias del oído, etcétera. ¿No han aplicado alguna vez el oído a un caracol marino y escuchado el rumor del océano? Lo que en realidad han escuchado ha sido el sonido ampliado de su propio océano, de su torrente sanguíneo.
—¿Puede ser esto peligroso? —preguntó Grant.
Michaels se encogió de hombros.
—No será peor que ahora…, con tal de que nadie hable.
Duval, que había vuelto a su cuarto de trabajo y estaba de nuevo inclinado sobre el láser, levantó la cabeza y dijo:
—¿Por qué avanzamos más despacio? ¡Owens!
—Algo funciona mal —dijo Owens—. El motor está fallando, y no sé por qué.
Todos tuvieron la creciente sensación de que bajaban en un ascensor, y, efectivamente, el Proteus se hundía en el conducto.
Tocaron fondo, con una pequeña sacudida, y Duval dejó su escalpelo.
—¿Qué ocurre ahora? —dijo.
Owens respondió, muy inquieto:
—El motor se estaba calentando con exceso y tuve que pararlo. Creo…
—¿Qué?
—Deben de ser aquellas fibras reticulares. Las malditas algas. Habrán obstruido los tubos de refrigeración. No se me ocurre otra causa.
—¿No puede expulsarlas? —preguntó Grant, con ansiedad.
Owens movió la cabeza.
—Imposible. Son tubos aspirantes. Absorben hacia dentro.
—En tal caso, sólo podemos hacer una cosa —dijo Grant—. Limpiarlos desde el exterior, para lo cual tendremos que nadar un poco más.
Y, con ceño fruncido, empezó a ponerse el traje de inmersión.
Cora miraba ansiosamente por la ventanilla.
—Hay anticuerpos ahí fuera —dijo.
—No muchos —respondió Grant, brevemente.
—Pero ¿y si atacan?
—No es probable —dijo Michaels, confiadamente—. No son sensibles a la estructura humana, y, mientras no sean lesionados los tejidos, lo más probable es que los anticuerpos mantengan una actitud pasiva.
—Ya lo ve —dijo Grant.
Pero Cora sacudió la cabeza.
Duval, que había escuchado durante un momento, volvió a inclinarse sobre el hilo que estaba limando, comparándolo atentamente con el original y haciéndolo girar después entre sus dedos, para comprobar la uniformidad de su diámetro.
Grant salió por la escotilla inferior de la nave y cayó sobre el fondo liso y elástico del caracol. Contempló tristemente la embarcación. Ya no era la limpia y lisa estructura metálica que había sido, sino que aparecía áspera y sucia.
Agitó los pies en la linfa y se dirigió hacia la popa del barco. Owens tenía razón. Las válvulas aspirantes estaban obstruidas por una gran cantidad de fibras.
Grant agarró dos puñados y tiró con fuerza. Se desprendían a duras penas y muchas se rompían en la superficie de los filtros de la válvula.
La voz de Michaels vibró en el pequeño receptor.
—¿Cómo está eso?
—Muy mal —respondió Grant.
—¿Cuánto tiempo va a necesitar? El cronómetro indica veintiséis.
—Necesitaré un buen rato.
Grant empezó a tirar desesperadamente; pero la viscosidad de la linfa entorpecía sus movimientos y la resistencia de las fibras era enorme.
Dentro de la nave, Cora dijo, excitada:
—¿No convendría que alguno de nosotros fuera en su ayuda?
—Tal vez… —vaciló Michaels.
—Iré «yo» —dijo ella, cogiendo su traje de inmersión.
—De acuerdo —exclamó Michaels—. Iré yo también. Es mejor que Owens permanezca en la cabina de los mandos.
—Y creo que también yo debo quedarme —dijo Duval—. Estoy a punto de terminar mi trabajo.
—Naturalmente, doctor Duval —dijo Cora, ajustándose la mascarilla.
La tarea siguió siendo bastante lenta, a pesar de que ahora eran tres los que se hallaban a popa de la nave, tirando desesperadamente de las fibras, arrancándolas y soltándolas en la débil corriente. Pero empezaron a verse los filtros metálicos, y Grant empujó algunas de las fibras más recalcitrantes hacia el interior del tubo.
—Confío en que esto no será muy perjudicial para la nave; pero es que «no puedo» extraerlas. ¡Owens! ¿Qué pasará si algunas de estas fibras van a parar al interior del tubo?
La voz de Owens respondió:
—Se carbonizarán en el motor y lo ensuciarán. Significará un pesado trabajo de limpieza cuando salgamos de aquí.
—Una vez fuera, me importa un bledo que tenga que rascar toda esta puerca embarcación.
Grant empujó las fibras que estaban a ras del filtro y siguió arrancando las otras. Cora y Michaels hicieron lo propio.
—Lo estamos logrando —dijo Cora.
—Pero llevamos en el caracol mucho más tiempo de lo que habíamos calculado —objetó Michaels—. Cualquier ruido, en el momento menos pensado…
—Cállese —dijo Grant, irritado— y termine su trabajo.
Carter hizo ademán de arrancarse los cabellos, pero se contuvo a tiempo.
—¡No, no, no, NO! —gritó—. Se han parado otra vez. Y señaló una de las pantallas de televisión, en la que aparecía un mensaje escrito en un papel.
—Al menos han recordado que no debían hablar —dijo Reid—. ¿Por qué cree que se habrán detenido?
—¿Y cómo diablos quiere que lo sepa? Tal vez se han parado para tomar café. O para darse un baño de sol. Talla vez la chica… —No terminó la frase—. No lo sé. Lo único que sé es que sólo nos quedan veinticuatro minutos.
—Cuanto más tiempo permanezcan en el oído interno —dijo Reid—, más fácil es que cualquier estúpido haga ruido…, estornude…, ¡qué sé yo!
—Es verdad —dijo Carter, pensativo. Después exclamó, en voz baja—: ¡Dios mío! Siempre es la solución más fácil la que dejamos de ver. Llame a ese ordenanza.
Volvió a entrar el soldado de guardia. Esta vez no saludó.
—¿No se ha puesto usted los zapatos? —dijo Carter—. Magnífico. Lleve esto abajo y muéstrelo a una de las enfermeras. ¿Recuerda lo que le dije sobre arrancarle las tripas?
—Sí, señor.
El mensaje decía: ALGODÓN EN LOS OÍDOS DE BENES.
Carter encendió un cigarro y observó a través de la ventanilla del cuarto de control mientras el hombre penetraba en el quirófano, vacilaba un momento y se dirigía después, con paso rápido, a una de las enfermeras.
Ésta sonrió, miró hacia arriba en dirección a Carter y formó un círculo con el índice y el pulgar.
—Tengo que pensar en todo —dijo Carter.
—Con esto —dijo Reid—, sólo logrará amortiguar el ruido. Pero no impedirá que éste se produzca.
—Ya sabe lo que dicen: cuando no hay pan, buenas son tortas —replicó Carter.
La enfermera se descalzó y se plantó en dos zancadas junto a una de las mesas. Abrió cuidadosamente un bote de algodón hidrófilo y desenrolló unos dos palmos de éste.
Asió un puñado de algodón con una mano, y tiró de él. El algodón se resistió. Tiró más fuerte. Su mano saltó hacia atrás, chocando con un par de tijeras que había sobre la mesa.
Éstas resbalaron sobre la mesa y cayeron al duro suelo. La enfermera alargó desesperadamente un pie, poniéndolo encima de aquéllas; pero no antes de que resonara un agudo ruido metálico, como el hipo de un ángel caído.
La enfermera enrojeció, llena de pánico mortal; todos los que se hallaban en el quirófano se volvieron a mirarla, y Carter dejó caer el cigarrillo y se derrumbó en su silla.
—¡Esto es el fin! —dijo.
Owens puso en marcha el motor y comprobó los mandos. La aguja de control de temperatura, que había permanecido en la zona de peligro casi desde que habían entrado en el caracol del oído, empezó a bajar rápidamente.
—Parece que está bien —dijo—. ¿Han terminado ustedes?
La voz de Grant sonó junto a su oído:
—Creo que sí. Prepárese para arrancar. Vamos a entrar en seguida.
Y en aquel instante pareció que el universo se hundía. Fue como si un enorme puño hubiese golpeado al Proteus por debajo, lanzándolo hacia arriba. Owens se agarró desesperadamente a uno de los tableros, mientras oía un trueno lejano.
Abajo, Duval apretó el láser con igual desesperación, tratando de protegerlo contra un mundo que se había vuelto loco.
En el exterior, Grant se sintió lanzado hacia arriba, como arrastrado por una enorme oleada Siguió subiendo, subiendo, hasta chocar con la pared del caracol. Y rebotó en ésta, que parecía hincharse hacia dentro.
Una porción de su cerebro, que había conservado milagrosamente la calma, le dijo que lo que estaba presenciando era, a la escala ordinaria, la rápida y microscópica vibración de la pared estimulada por un súbito ruido; pero esta compresión quedó pronto diluida en su inmenso pánico.
Grant trató desesperadamente de localizar el Proteus, pero sólo pudo distinguir un fugaz reflejo de sus faros de proa sobre un distante sector de la pared.
Cora estaba agarrada a un saliente del Proteus en el momento en que se produjo la vibración. Instintivamente, se aferró con todas sus fuerzas y, por un instante, cabalgó en el Proteus como en el más indomable y rabioso de los caballos. Quedóse sin resuello y, al aflojar su presa, resbaló sobre el suelo de la membrana donde había descansado la embarcación.
Los faros de proa de la nave iluminaron el espacio ante ella; Cora, horrorizada, intentó frenar su carrera; pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles Era como si intentase detener un alud clavando los tacones en la nieve.
Sabía que avanzaba en dirección a una parte del órgano de Corti, en el centro básico del oído Entre los componentes del órgano estaban las células ciliares; quince mil, en total. Ahora podía ver unas cuantas; cada una de ellas con su delicado y microscópico apéndice en posición erguida. Cierto número de ellas vibraban delicadamente, según el tono y la intensidad de las ondas sonoras que llegaban al oído interno y eran allí amplificadas.
Esto, empero, es como lo habría visto en un curso de fisiología; frases válidas en un Universo a escala normal. Lo que veía aquí era un abrupto precipicio y, más allá, una serie de altas y graciosas columnas, que oscilaban de una manera regular, pero no al unísono, sino más bien sucesivamente, como si pasara una ola sobre toda su estructura.
Cora siguió deslizándose y girando sobre el precipicio, en un mundo de paredes y columnas vibrátiles. El faro que llevaba sujeto al casco despedía erráticos destellos, mientras ella descendía dando tumbos. Sintió que algo tiraba de su traje y sintió que chocaba con un objeto firme y elástico. Se quedó colgando cabeza abajo, temerosa de moverse y de que cediese aquella cosa a la que se había enganchado, provocando la continuación de su caída.
Giró primero hacia un lado y después hacia otro, al oscilar majestuosamente la columna de la que pendía y que no era más que un pelo microscópico de una de las células ciliares del órgano de Corti.
Al cabo de un momento recobró el resuello y oyó pronunciar su propio nombre. Alguien la estaba llamando. Temerosamente, emitió un gemido. Después, animada por el sonido de su propia voz, chilló con todas sus fuerzas:
—¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Auxilio!
Había pasado el primer embate devastador, y Owens pugnaba por dominar la embarcación en aquel mar todavía turbulento. El sonido, fuese lo que fuese, había sido indudablemente intenso, pero también agudo, y había cesado rápidamente. A esto debieron su salvación. Si hubiese continuado un poquitín más…
Duval, que protegía el láser sujetándolo bajo un brazo y estaba sentado de espaldas a la pared y con los pies desesperadamente apretados a una de las patas del banco, gritó:
—¿Pasó ya?
—Creo que hemos podido salir de ésta —le respondió Owens—. Los mandos responden.
—Será mejor que nos larguemos cuanto antes.
—Tenemos que recoger a los otros.
—¡Oh, sí! —dijo Duval—. Lo había olvidado. —Se encogió cuidadosamente, apoyó una mano en la pared para mantener el equilibrio y se puso lentamente en pie, sin soltar el láser—. Hágales entrar.
Owens llamó:
—¡Michaels! ¡Grant! ¡Miss Peterson!
—Ya voy —dijo Michaels—. «Creo» que no me he roto nada.
—¡Espere! —gritó Grant—. ¡No veo a Cora!
El Proteus se había inmovilizado. Grant, respirando fatigosamente y sintiéndose bastante trastornado, echó a nadar en dirección a las luces de proa.
—¡Cora! —gritó.
Y llegó hasta él la desgarrada respuesta:
—¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Auxilio!
Grant miró a su alrededor, en todas direcciones. Gritó desesperadamente:
—¡Cora! ¿Dónde está?
—No puedo decirlo con exactitud —respondió la voz de ella—. Estoy entre las células ciliares.
—¿Dónde están? ¿Dónde están las células ciliares, Michaels?
Grant había visto a Michaels, que se acercaba a la nave desde otra dirección; su cuerpo formaba una sombra opaca en la linfa, mientras el pequeño faro de su casco trazaba una fina raya frente a él.
—Espere a que me oriente un poco —dijo Michaels. Agitó velozmente los pies y, luego, gritó—: Ponga al máximo las luces de proa, Owens.
Inmediatamente aumentó la intensidad de la luz. Michaels dijo:
—¡Por aquí! ¡Sígame, Owens! Necesitaremos la luz. Grant siguió detrás de Michaels, que se alejaba velozmente, y vio el precipicio y las columnas delante de él.
—¿Ahí? —preguntó, indeciso.
—Debe de ser ahí —respondió Michaels.
Habían llegado al borde de la sima; el barco estaba detrás de ellos, derramando su luz entre la cavernosa hilera de columnas que todavía seguían oscilando suavemente.
—No la veo —dijo Michaels.
—Yo, sí —dijo Grant, señalando con la mano—. ¿No está allí? ¡La veo, Cora! Mueva el brazo para que pueda estar seguro.
Ella agitó el brazo.
—Está bien. Voy en su busca. La sacaremos de aquí en menos que canta un gallo.
Cora se dispuso a esperar, y sintió un leve contacto en la rodilla, un contacto debilísimo como el roce de una mosca. Miró a su alrededor y no vio nada.
Sintió otro contacto cerca del hombro, y luego un tercero.
De pronto los vio; eran muy pocos y parecían menudos copos de algodón provistos de temblorosos filamentos. Las moléculas proteínicas de los anticuerpos. Parecía como si estuvieran explorando su superficie, palpándola, «probándola», para decidir si era o no inofensiva. Eran pocos, pero salían otros de entre las columnas y se movían en dirección a ella. A la luz miniaturizada del Proteus, podía verlos ahora con toda claridad. Cada uno de los filamentos brillaba como un tembloroso rayo de sol.
—¡Vengan de prisa! —gritó—. Esto está lleno de anticuerpos.
Su memoria evocaba con demasiada claridad la imagen de los anticuerpos revistiendo la célula bacteriana, cubriéndola completamente y aplastándola a continuación al juntarse merced a las fuerzas intermoleculares. Un anticuerpo tocó su codo y quedó agarrado a él. Ella agitó el brazo con tanta repugnancia como temor, de modo que todo su cuerpo se torció y chocó con la columna. El anticuerpo no soltó presa. Otro se reunió con él, entrelazando sus filamentos y adaptándose entre sí perfectamente.
—Anticuerpos… —murmuró Grant.
Michaels dijo:
—Debe de haber dañado los tejidos próximos y provocado su aparición.
—¿Pueden hacerle algo?
—No inmediatamente. No están sensibilizados con respecto a ella. No hay anticuerpos adaptados a su forma. Sin embargo, alguno de ellos puede adaptarse a algún punto por mera casualidad y estimular la formación de otros igualmente adaptables. En tal caso, podrían acudir en masa.
Grant podía distinguirlos ya, girando alrededor de ella como un enjambre de pequeñas moscas.
—Michaels —dijo—, vuelva usted al submarino. Basta con que se exponga una persona. La sacaré de aquí de alguna manera. Si no lo consigo, ya cuidarán ustedes tres de llevar al barco lo que quede de nosotros. No podemos correr el riesgo de desminiaturizarnos aquí.
Michaels vaciló y luego dijo:
—Tenga cuidado.
Y, dando media vuelta, se dirigió al Proteus.
Grant siguió nadando en dirección a Cora. La turbulencia producida por su avance imprimió un rápido movimiento giratorio a los anticuerpos.
—Salgamos de aquí en seguida, Cora —jadeó.
—¡Oh, Grant! ¡De prisa!
Él empezó a tirar desesperadamente de las bombonas de oxígeno de Cora, que habían hendido una columna, quedándose pegados a ella. Gruesos filamentos de una materia viscosa brotaban de la hendidura, y tal vez eran ellos los que habían provocado la llegada de los anticuerpos.
—No se mueva, Cora. Deje que… ¡Ah! —El tobillo de Cora había quedado aprisionado entre dos fibras, y él las separó—. Ahora. Venga conmigo.
Ambos dieron una media voltereta y empezaron a alejarse. El cuerpo de Cora estaba lleno de pegadizos anticuerpos, pero el grueso de éstos quedó de momento atrás. Pero después, orientados por algo eme debía de ser equivalente al olfato a escala microscópica, empezaron a seguirlos; primero, unos pocos; después, muchos de ellos, y, por último, todo el creciente enjambre.
—No podremos llegar —jadeó Cora.
—Sí que podremos —dijo Grant—. No escatime la fuerza de sus músculos.
—Es que siguen pegándose. Tengo miedo. Grant.
Grant la miró por encima del hombro y se echó un poco atrás. Ella tenía la espalda medio cubierta de un mosaico de conos de algodón. Al menos en aquella parte de su cuerpo, habían sabido adaptarse a su superficie.
Él le frotó la espalda apresuradamente, pero los anticuerpos permanecieron agarrados a ella, aplanándose al contacto de su mano y recobrando después su forma primitiva. Unos cuantos empezaban ahora a probar y «catar» el cuerpo de Grant.
—¡Más de prisa, Cora!
—No puedo…
—Sí que puede. Agárrese a mí, ¿quiere?
Siguieron ascendiendo, pasaron sobre el borde del precipicio y avanzaron en dirección al Proteus, que les estaba esperando.
Duval ayudó a Michaels a pasar por la escotilla.
—¿Qué ha pasado ahí fuera?
Michaels se quitó el casco y jadeó:
—Miss Peterson quedó atrapada en las células de Hensen. Grant está tratando de liberarla, pero los anticuerpos bullen a su alrededor.
Duval abrió los ojos con espanto.
—¿Qué podemos hacer?
—No lo sé. Tal vez logre sacarla de allí. En otro caso, tendremos que seguir adelante.
—¡No podemos abandonarlos! —dijo Owens.
—¡Claro que no! —dijo Duval—. Tenemos que dirigirnos allí los tres y… —Se interrumpió y añadió después, con voz ronca—: ¿Por qué ha vuelto usted, Michaels? ¿Por qué no se ha quedado allí?
Michaels miró a Duval con hostilidad.
—Porque nada podía hacer —dijo—. Yo no tengo los músculos ni los reflejos de Grant. Les habría estorbado. Si quiere usted ayudarles, puede ir.
—Tenemos que traerlos, vivos o… o como sea —dijo Owens—. Empezarán a desminiaturizarse dentro de un cuarto de hora aproximadamente.
—Está bien —gritó Duval—. Pongámonos los trajes de inmersión y vayamos inmediatamente a su encuentro.
—Espere —dijo Owens—. Ahí vienen. Voy a preparar la escotilla.
Grant tenía la mano fuertemente asida a la rueda de la escotilla, mientras brillaba la luz roja encima de él. Pellizcó los anticuerpos pegados a la espalda de Cora, apresando las fibras lanudas de uno de ellos entre el índice y el pulgar y sintiendo cómo se encogía hasta convertirse en una especie de núcleo fibroso.
«Esto es una cadena peptónica», pensó.
Vagos recuerdos de sus días de instituto acudieron a su mente. En una ocasión, había logrado escribir la fórmula química de una porción de aquella cadena, y ahora tenía ante él el ser real. Si tuviese un microscopio, ¿podría ver los átomos individuales? No; Michaels había dicho que éstos se disolverían en la nada, hiciera lo que hiciera.
Tiró de la molécula anticuerpo. Ésta permaneció al principio fuertemente agarrada, pero al fin cedió. Las moléculas contiguas, firmemente sujetas a aquélla, se desprendieron también. Saltó todo un pegote, y Grant las arrojó, chapaleando para alejarlas. Permanecieron juntas y volvieron atrás, buscando el sitio donde se habían agarrado.
No tenían cerebro, ni siquiera en forma primitiva, y era estúpido imaginarlas como monstruos rapaces o al menos como ávidas moscas. No eran más que moléculas, con los átomos dispuestos de tal modo que las hacían agarrarse a las superficies adecuadas por el ciego impulso de las fuerzas interatómicas. Una frase surgió de lo más recóndito de la memoria de Grant: «Fuerzas de Van der Waals». Nada más que esto.
Siguió tirando de los copos adheridos a la espalda de Cora. Ésta gritó:
—Ya vienen, Grant. Entremos en la nave.
Grant miró hacia atrás. Las moléculas avanzaban en dirección a él, percibiendo su presencia. Hileras y cadenas de ellas se elevaban sobre el borde del precipicio y bajaban hacia ellos como ciegas culebras.
—Tenemos que esperar… —dijo Grant. De pronto, brilló la luz verde—. ¡Por fin! ¡Adelante!
Desesperadamente, hizo girar la rueda.
Estaban rodeados de anticuerpos, los cuales atacaban sobre todo a Cora. Habían sido sensibilizados con respecto a ella y mostraban ahora menos vacilaciones. Se agarraban y se unían, cubriendo sus hombros y formando su lanoso mosaico sobre su abdomen. Vacilaron sobre la curva tridimensional y desigual de los senos, como si esto resultara algo nuevo para ellos.
Grant no tuvo tiempo de ayudar a Cora en sus vanos esfuerzos por librarse de los anticuerpos. Abrió la puerta de la escotilla, empujó a Cora al interior, con anticuerpos y todo, y se deslizó detrás de ella. Apenas si cabían los dos en el compartimiento.
Empujó vigorosamente la puerta, mientras los anticuerpos seguían introduciéndose por ella. La puerta se cerró sobre su masa elástica, pero las vellosidades de centenares de ellos impedían que acabase de cerrarse. Grant empujó con la espalda para contrarrestar su presión y logró hacer girar la rueda de cierre de la puerta. Una docena de menudos copos de lana, suaves y casi bonitos si se observaban separadamente, se retorcieron débilmente en la rendija entre la puerta y la pared. Pero muchos centenares de ellos, que no habían sido atrapados, llenaban el fluido a su alrededor. El aire comprimido empezó a expulsar el líquido, silbando en sus oídos; pero, en aquel momento, Grant sólo pensaba en arrancar los anticuerpos adheridos a Cora. Algunos se habían fijado a su propio pecho, pero esto no tenía importancia. En cambio, cubrían todo el estómago y la espalda de Cora. Habían formado una franja compacta alrededor de su cuerpo, desde el pecho a los muslos.
—Me están comprimiendo, Grant —dijo ella.
A través del cristal de su máscara, Grant pudo ver la angustia pintada en su rostro; y advirtió también que tenía que hacer un esfuerzo para hablar.
El líquido descendía rápidamente de nivel; pero no podían esperar. Grant golpeó la puerta interior.
—No… no… puedo res… —jadeó Cora.
Se abrió la puerta y el líquido que aún quedaba en la cámara se desparramó en el suelo de la nave. Duval estiró un brazo, agarró a Cora y tiró de ella. Grant la siguió.
—¡Dios santo! —exclamó Owens—. ¡Miren cómo vienen!
Con gesto de disgusto y repugnancia, empezó a tirar de los anticuerpos, como había hecho Grant.
Se desprendió una hilera, y otra, y otra.
—Ahora es fácil —dijo Grant, con una ligera sonrisa—. Basta con expulsarlos.
Todos pusieron manos a la obra. Los corpúsculos caían en la capa de fluido que se había extendido por el suelo de la embarcación y se agitaban débilmente.
—Su constitución sólo les permite actuar en el fluido del cuerpo —dijo Duval—. En cuanto se encuentran rodeados de aire, las atracciones moleculares cambian de naturaleza.
—Bueno; nos hemos librado de ellos, Cora…
Cora respiraba con profundos y entrecortados jadeos. Duval le quitó delicadamente el casco; pero ella se agarró al brazo de Grant y rompió a llorar súbitamente.
—¡Pasé tanto miedo…! —sollozó.
—Lo pasamos los dos —afirmó Grant—. ¿Cuándo dejará de pensar que es malo sentir miedo? El miedo tiene una finalidad, ¿no sabe? —Le acarició el cabello—. Hace fluir la adrenalina, de manera que uno puede nadar más de prisa y aguantar más tiempo. Un adecuado mecanismo del miedo es la condición básica del heroísmo.
Duval empujó a Grant con impaciencia.
—¿Está usted bien, Miss Peterson? Cora respiró profundamente y, haciendo un esfuerzo, pero con voz tranquila, dijo:
—Perfectamente, doctor.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Owens, que había vuelto a su cabina—. Se está agotando el tiempo.