PULMÓN
Los cuatro expedicionarios: Michaels, Duval, Cora y Grant, se habían puesto ya sus trajes de inmersión; ajustados, cómodos y de un blanco antiséptico. Todos ellos llevaban bombonas de oxígeno sujetas a la espalda, una linterna sobre la frente, aletas en los pies y un transmisor y un receptor de radio sobre la boca y el oído, respectivamente.
—Esto es una manera de bucear —dijo Michaels, colocándose el casco—, y yo no he buceado en mi vida. Tener que hacer el primer ensayo en el sistema sanguíneo de una persona…
La radio de la nave sonó con insistencia.
—¿No debería contestar? —preguntó Michaels.
—¿Y entablar conversación con ellos? —dijo Grant, con impaciencia—. Ya tendremos tiempo de charlar cuando hayamos terminado con esto. Por favor, ayúdeme.
Cora le ayudó a ponerse el casco con visera de plástico y lo cerró debidamente.
La voz de Grant llegó al oído de ella, a la manera ligeramente cambiada con que suele sonar en un aparato de radio:
—Gracias, Cora.
Ella hizo un movimiento de cabeza, todavía dolida.
Salieron uno a uno por la escotilla de emergencia. La expulsión del plasma sanguíneo de la cámara obligaba, a cada salida, a gastar un aire precioso.
Grant se encontró chapaleando en un fluido todavía más turbio que el agua removida que suele encontrarse en las playas. Estaba lleno de restos flotantes, copos y fragmentos de materia. El Proteus ocupaba la mitad de la anchura del capilar, y los glóbulos rojos se deslizaban junto a sus costados. De vez en cuando, pasaban más holgadamente pequeñas plaquetas.
—Si las plaquetas se rompen al chocar con el Proteus —dijo Grant, inquieto—, puede formarse un coágulo.
—Es posible —respondió Duval—, pero, tratándose de un capilar, no sería peligroso.
Podían ver a Owens dentro de la nave. Levantó la cabeza y mostró un rostro lleno de ansiedad. Movió aquélla y agitó la mano sin ningún entusiasmo, tratando de inclinarse y de volverse a fin de permanecer visible entre el desfile de infinitos glóbulos. Se puso el casco de su propio traje de inmersión y habló por el micrófono.
—Creo que lo tengo todo dispuesto. Al menos, he hecho todo lo posible. ¿Puedo soltar el snorkel?
—Adelante —dijo Grant.
El aparato asomó por la escotilla especial, como una cobra que saliese de la cesta de un faquir al son de la flauta.
Grant lo agarró.
—¡Diablos! —exclamó Michaels, en una especie de susurro. Y añadió, en voz más alta y en un tono que parecía lleno de pesar—: Fíjense en lo estrecho que es el taladro de este snorkel. Parece tener el diámetro del brazo de un hombre; pero ¿qué diámetro tiene el brazo de un hombre, a nuestra escala actual?
Grant no contestó a la pregunta. Había sujetado fuertemente el snorkel y lo empujaba en dirección a la pared del capilar, olvidando el dolor de su bíceps izquierdo.
—Cójalo, por favor —dijo—, y ayúdeme a tirar de él.
—Es inútil —dijo Michaels—. ¿No lo comprende? Tenía que haberlo pensado antes. El aire no pasará a través de este aparato.
—¿Qué?
—No con la necesaria rapidez. Las moléculas de aire sin miniaturizar son enormes en comparación con la abertura del snorkel. ¿Cree que el aire podrá pasar a través de un tubo tan fino que apenas sería visible al microscopio?
—Hay que contar con la presión de los pulmones.
—¿Y qué? ¿Ha observado cómo se deshincha lentamente un neumático de automóvil? El orificio de la cámara no puede ser nunca más pequeño que éste, y está sometido a una presión mucho más alta que la que puede producir el pulmón; y, sin embargo, el aire se pierde «muy despacio». —Michaels hizo una triste mueca—. Lástima que no se me ocurriese pensarlo antes.
—¡Owens! —rugió Grant.
—Le oigo. No hace falta que me rompa el tímpano.
—No importa que me oiga a mí. ¿Ha oído lo que ha dicho Michaels?
—Sí.
—¿Tiene razón en lo que dice? De todos nosotros, es usted quien más entiende de miniaturización. ¿Está en lo cierto?
—Pues… sí y no —dijo Owens.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Quiero decir que, efectivamente, el aire pasaría muy despacio por el snorkel, si no fuese miniaturizado; pero si logramos miniaturizarlo, no habrá problema. Puedo extender el campo a través del snorkel y miniaturizar el aire antes de que penetre en él, y absorberlo mediante…
—¿Y no nos afectará esta extensión del campo? —inquirió Michaels.
—No; lo fijaré para un máximo de miniaturización inferior al que alcanzamos nosotros.
—¿Y qué pasará con la sangre circundante y con los tejidos del pulmón? —preguntó Duval.
—La selectividad del campo tiene sus límites —concedió Owens— y sólo dispongo de un miniaturizador muy pequeño; mas puedo limitarlo a los cuerpos gaseosos, es decir, a sustancias de poca densidad. Sin embargo, puede producirse alguna lesión. Sólo nos cabe esperar que no sea importante.
—Tenemos que correr el riesgo —dijo Grant—. Adelante. No podemos perder el tiempo en palabras.
Sujeto por cuatro pares de brazos e impulsado por cuatro pares de piernas, el snorkel llegó a la pared del capilar.
Grant vaciló un momento.
—Tendremos que hacer un corte. ¡Duval!
Duval frunció los labios en una débil sonrisa.
—No necesita llamar al cirujano. A esta escala microscópica, usted podría hacerlo tan bien como yo. No se requieren conocimientos especiales.
Sacó un cuchillo de una pequeña funda que llevaba al cinto y lo contempló un instante.
—Indudablemente, habrá en él alguna bacteria miniaturizada. Éstas se desminiaturizarán más adelante en el torrente sanguíneo, pero los glóbulos blancos se encargarán de ellas. No creo que se produzca ninguna complicación patógena.
—Dese prisa, doctor —dijo Grant, en tono apremiante.
Duval hizo un corte con el cuchillo entre dos de las células de la pared del capilar. Apareció una limpia abertura. El grueso de la pared podía ser de una diezmilésima de pulgada en la realidad; pero, a la escala miniaturizada de los expedicionarios, equivalía a varios metros. Duval penetró en la abertura y se abrió camino en ella, rompiendo ligamentos intercelulares y ahondando el orificio. Por fin, quedó la pared totalmente perforada, y las células se separaron como los labios de una herida.
A través de ella, apareció otra serie de células, que Duval rajó limpiamente y con gran precisión.
Volvió junto a los otros y dijo:
—Es una abertura microscópica. No habrá pérdida de sangre apreciable.
—No habrá pérdida alguna —declaró Michaels enfáticamente—. La filtración se produce en sentido contrario.
Y, efectivamente, pareció formarse una burbuja de aire en la abertura. La burbuja se hinchó y se detuvo.
Michaels apoyó en ella la mano. Se hundió una parte de la superficie, pero la mano no llegó a horadarla.
—¡Tensión superficial! —dijo.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Grant.
—Ya se lo he dicho: tensión superficial. En la superficie de cualquier líquido se produce un fenómeno parecido al de la piel. Para los seres de gran tamaño, como el hombre no miniaturizado, este fenómeno es demasiado débil para ser advertido; en cambio, debido a ello, los insectos pueden caminar sobre la superficie del agua. En nuestro estado miniaturizado, el efecto es todavía mayor. Posiblemente, no podremos cruzar la barrera.
Michaels sacó su cuchillo y lo hundió en la superficie gaseosa, de la misma manera que había hecho Duval con las células un momento antes. La acción del cuchillo hizo que la superficie cediera en un punto y, a continuación, penetró en ella.
—Es como si cortara un pedazo de goma —dijo Michaels, jadeando ligeramente.
Después amplió el corte hacia abajo, y apareció momentáneamente una abertura que volvió a cerrarse casi en el acto.
Grant lo intentó a su vez, introduciendo la mano en la abertura antes de que ésta se cerrase. Sintió un ligero estremecimiento al cerrarse las moléculas de agua.
—Me agarraron la mano, ¿saben?
—Si calculase el tamaño de esas moléculas de agua a nuestra escala actual —dijo Duval en tono sombrío—, se quedaría asombrado. Podría verlas con una sencilla lupa. En realidad…
—En realidad —le interrumpió Michaels— lamenta usted no haber traído su sencilla lupa. Pero le diré algo, Duval: no vería usted gran cosa. Ampliaría las propiedades ondulatorias al mismo tiempo que las propiedades materiales de los átomos y de las partículas subatómicas. Y todo lo que viese, incluso bajo una luz miniaturizada, sería demasiado nebuloso para que pudiese obtener mucho en claro.
—¿Es por este motivo que todo parece romo? —preguntó Cora—. Yo pensé que era únicamente debido a que veíamos las cosas a través del plasma sanguíneo.
—El plasma es un factor, sin duda alguna. Pero, además, la granulosidad general del Universo se hace más patente cuanto más disminuimos nosotros de tamaño. Es como si miramos muy de cerca una vieja fotografía de periódico. Vemos los puntos con mayor claridad, pero la foto se presenta confusa.
Grant prestaba poca atención a la charla. Tenía la mano metida en la burbuja, y con ella abría camino a su otra mano y a su cabeza.
Por un instante, el fluido se cerró sobre su cuello, y tuvo la impresión de que le estaban estrangulando.
—Sujétenme las piernas, ¿quieren? —gritó.
—Ya está —dijo Duval.
Introdujo el cuerpo hasta la mitad y pudo mirar a través de la grieta que Duval había abierto en la pared.
—Está bien. Sáquenme de aquí.
Le sacaron, y la superficie volvió a cerrarse con un chasquido sordo.
—Veamos ahora lo que podemos hacer con el snorkel —dijo—. ¡Empujen!
Fue inútil. El romo extremo del aparato no hizo mella en la apretada red de moléculas de agua que envolvía la burbuja de aire. Los cuchillos desgarraban aquella piel, y de este modo conseguían que penetrara una parte del snorkel; pero, en el momento en que dejaban de atacar la superficie, volvía a actuar la tensión de ésta, y el snorkel era expulsado al exterior.
Michaels jadeaba a causa del esfuerzo.
—No creo que lo logremos.
—Tenemos que lograrlo —dijo Grant—. Escuchen; voy a penetrar completamente en la burbuja. Cuando empujen el snorkel, lo asiré desde el otro lado y tiraré de él. Así, empujando y tirando…
—No puede entrar ahí, Grant —dijo Duval—. Sería absorbido y se perdería.
—Podemos emplear un cable salvavidas —dijo Michaels—. Como ése, Grant —y señaló el rollo que éste llevaba colgado sobre la cadera izquierda—. Ate el otro extremo a la embarcación, Duval, y nosotros empujaremos a Grant.
Duval cogió el extremo del cable que el otro le tendía y, vacilando ostensiblemente, nadó hacia el barco.
—Pero ¿cómo volverá a salir? —dijo Cora—. ¿Y si no puede vencer de nuevo la tensión de la superficie?
—La venceré. Pero no hagamos más confusa la situación, enfocando el problema número dos cuando aún no hemos resuelto el número uno.
Desde el interior de la nave, Owens observaba fijamente a Duval, que se acercaba nadando.
—¿Necesitan otro par de brazos ahí fuera? —preguntó.
—No lo creo —respondió Duval—. Además, le necesitamos a usted en el miniaturizador. —Ató el cable salvavidas en una pequeña argolla del costado metálico de la embarcación, y agitó la mano—. Ya está, Grant.
Grant le devolvió la señal. La segunda penetración fue ahora más rápida, pues conocía ya el terreno que pisaba. Primero, el corte; después, introducir un brazo (¡uy, cómo dolía el bíceps!); a continuación, el otro; luego, un golpe con ambos brazos y un fuerte impulso con los pies de pato, y salió despedido como una pepita de sandía apretada por dos dedos.
Se encontró entre las dos pegajosas paredes de la grieta intercelular. Miró a la cara de Michaels, claramente visible aunque un tanto deformada a través de la curva de la superficie de la burbuja.
—¡Empuje el aparato, Michaels!
A través de la superficie, pudo distinguir un movimiento de miembros y la trayectoria de un brazo que sostenía un cuchillo. Después, asomó la roma punta del snorkel. Grant se arrodilló y agarró aquélla Apoyando la espalda contra uno de los lados de la abertura, y los pies contra el otro, tiró fuertemente. La cara interior de la burbuja se pegó alrededor del aparato. Grant empezó a abrirse camino hacia delante, jadeando:
—¡Empujen! ¡Empujen!
Por fin llegó a terreno despejado. Dentro del tubo del snorkel había un fluido inerte.
—Voy a subirlo —dijo Grant— ya introducirlo en el alvéolo.
—Cuando llegue a él, tenga cuidado —dijo Michaels—. No sé hasta qué punto se verá afectado por la inhalación y la exhalación, pero es posible que se encuentre en medio de un huracán.
Grant inició la ascensión, tirando del snorkel, buscando puntos a los que agarrarse y pataleando en el blando y dúctil tejido.
Su cabeza asomó en la cavidad alveolar y, de pronto, se encontró en un mundo nuevo. La luz del Proteus penetraba a través de un tejido que le parecía enormemente grueso, y, a su velado reflejo, el alvéolo era como una gran caverna, cuyas paredes tenían un brillo húmedo y distante.
A su alrededor, veíanse piedras y rocas de todos los tamaños y colores, las cuales tenían un brillo irisado y a las que el débil reflejo de la luz miniaturizada daba un tono lustroso de gran belleza. Grant advirtió que los bordes de aquellas piedras aparecían también difuminados, a pesar de la ausencia de fluido que pudiera explicar el fenómeno.
—Este lugar está lleno de piedras —dijo.
—Polvo y hollín, debo suponer —le llegó la voz de Michaels—. Polvo y hollín. Las ventajas de vivir en un lugar civilizado, de respirar aire sin filtrar. Los pulmones son una vía de dirección única; absorben el polvo, pero no tienen manera de expulsarlo.
—Será mejor que mantenga el snorkel sobre su cabeza —terció Owens—. No me interesa que entre fluido en él…, por ahora.
Grant lo levantó todo cuanto pudo.
—Avíseme cuando haya terminado —jadeó.
—Lo haré.
—¿Funciona?
—¡Claro que funciona! He ajustado el campo estrobofocalmente de modo que actúe en rápidos chorros sobre el…, bueno, no se preocupe por esto. Lo importante es que el campo no sea lo bastante duradero para afectar sensiblemente a los sólidos y los líquidos, y miniaturice únicamente los gases a gran velocidad. He extendido el campo mucho más allá de Benes, hasta la atmósfera del cuarto de operaciones.
—¿No es peligroso? —preguntó Grant.
—Es la única manera de obtener una cantidad suficiente de aire, centenares de veces mayor que todo el contenido en los pulmones de Benes, y miniaturizarlo. ¿Me pregunta si es seguro? Lo único que sé es que los estoy absorbiendo a través de los tejidos de Benes, sin que se altere siquiera su respiración. ¡Oh! ¡Si tuviera un snorkel mayor…!
Owens parecía tan alegre y excitado como un jovenzuelo el día de su primera cita.
La voz de Michaels llegó a los oídos de Grant:
—¿Qué efecto le produce la respiración de Benes?
Grant echó una rápida ojeada a la membrana alveolar. Parecía tirante bajo sus pies, y dedujo de ello que debía estar presenciando el lento, lentísimo final de la inhalación.
(Lento en todo caso; más lento a causa de la hipotermia, y más lento aún debido a la distorsión del tiempo producida por la miniaturización.
—Todo va bien —dijo Grant—. No siento el menor efecto.
Entonces escuchó Grant un ronquido grave, que fue aumentando poco a poco, dándole a entender que comenzaba la exhalación. Tensó los músculos y sujetó fuertemente el snorkel.
Owens, entusiasmado, dijo:
—Esto funciona a maravilla. Nunca se había hecho una cosa semejante.
La corriente de aire empezaba a hacerse sentir alrededor de Grant, al proseguir el lento pero acelerado encogimiento del pulmón, y el ronquido de la exhalación aumentó de volumen. Grant notó que sus pies se levantaban del suelo alveolar. Sabía que, a la escala normal, la corriente de aire en los alvéolos era imperceptible; pero, a su escala miniaturizada, se estaba convirtiendo en un tornado.
Grant se agarró desesperadamente al snorkel, cruzando los brazos y las piernas sobre él. El aparato se elevó, levantándolo también a él. Incluso las piedras —polvo— empezaron a moverse y a rodar ligeramente.
A medida que terminaba la exhalación, el viento fue cesando poco a poco, y Grant soltó su presa con alivio.
—¿Falta mucho, Owens? —dijo.
—Casi he terminado. Aguante unos segundos más, Grant.
—Está bien.
Contó mentalmente: veinte… treinta… cuarenta… La inhalación empezaba de nuevo y sentía ya el impacto de las moléculas de aire. La pared alveolar se tensaba de nuevo, haciéndole tambalearse y caer de rodillas.
—¡Ya está! —gritó Owens—. Puede regresar.
—¡Tiren del snorkel! —chilló Grant—. ¡De prisa! ¡Antes de que empiece otra exhalación!
Empujó y los otros tiraron. Sólo hubo dificultades cuando la boca del snorkel se acercó a la cara interna de la burbuja. Allí resistió un momento, como si estuviera atornillado, y después la cruzó con un chasquido al cerrarse la película.
Grant había esperado demasiado. Una vez recuperado el snorkel desde el exterior, hizo un movimiento como para lanzarse de cabeza en la grieta, pero el comienzo de la exhalación formó un torbellino a su alrededor y le hizo tropezar.
Por un instante, se sintió preso entre dos rocas, y, al liberarse de ellas, se arañó ligeramente una espinilla. (Lesionarse la espinilla contra una partícula de polvo era una cosa digna de contar a los nietos).
¿Dónde se hallaba? Sacudió el cable salvavidas, desprendiéndolo de una protuberancia de una de las piedras, y lo tensó. Lo más fácil sería seguirlo hasta la grieta.
El cable pasaba por encima de la roca, y Grant, apoyando los pies en ésta, trepó rápidamente. La exhalación le sirvió de ayuda, hasta el punto de que ascendía con poquísimo esfuerzo. Después, éste fue nulo. Sabía que la grieta debía hallarse al otro lado del peñasco, y hubiera podido rodearlo, a no ser por el hecho de que la exhalación facilitaba su subida y (¿por qué no decirlo?) porque así resultaba más emocionante.
En el momento culminante de la exhalación la piedra rodó bajo sus pies, y Grant se sintió flotar. Por un momento, se encontró elevado en el aire, delante de la grieta, precisamente en el lugar en que había calculado que estaría ésta. Sólo tenía que esperar uno o dos segundos a que cesara la exhalación, y penetraría rápidamente en aquélla y volvería al torrente sanguíneo y a la nave.
Pero, mientras estaba pensando esto, se sintió furiosamente absorbido hacia lo alto, arrastrando el cable y alejándose de la grieta, que, en un instante, se perdió de vista.
El snorkel había sido extraído de la grieta alveolar, y Duval se encargó de llevarlo a la embarcación.
—¿Dónde está Grant? —preguntó Cora, con ansiedad.
—Está ahí arriba —dijo Michaels, mirando hacia lo alto.
—¿Por qué no baja?
—Ya bajará. Ya bajará. Supongo que requiere algún esfuerzo. —Volvió a mirar—. Benes está expulsando el aire de los pulmones. En cuanto termine, no habrá la menor dificultad.
—¿No sería mejor que agarrásemos el cable y tirásemos de él?
Michaels extendió un brazo para impedírselo.
—Si lo hace y tira en el momento en que empiece la inhalación, forzándole a bajar, puede causarle daño. Él nos dirá lo que hemos de hacer, si necesita ayuda.
Cora esperó unos momentos, inquieta, y después se dirigió hacia el cable.
—Bueno —dijo—, voy a…
Y, en el mismo instante, el cable se soltó y restalló hacia arriba, y su extremo desapareció a través de la abertura.
Cora gritó y se lanzó desesperadamente hacia la grieta.
Michaels salió detrás de ella.
—No puede hacer nada —jadeó—. ¡No sea loca!
—¡No podemos dejarlo ahí dentro! ¿Qué le ocurrirá?
—Nos hablará por radio.
—Puede haberse estropeado.
—¿Por qué se había de estropear?
Duval se reunió con ellos. Con voz ahogada, dijo:
—Se soltó cuando lo estaba mirando… ¡No puedo creerlo!
Los tres miraron hacia arriba, desolados.
—¡Grant! ¡Grant! —llamó Michaels por radio—. ¿Puede oírme?
Grant ascendió, dando tumbos, con el inútil cable sujeto todavía a su cinturón y serpenteando detrás de él. Sus pensamientos eran tan confusos como su vuelo.
«No podré volver —era su idea dominante—. No podré volver. Aunque logre establecer comunicación por radio, no me servirá de nada».
¿O acaso sí?
—¡Michaels! —llamó—. ¡Duval!
Primero no oyó nada; después, un crujido débil junto a los oídos y un gruñido deformado que podía significar: «¡Grant!».
Intentó de nuevo:
—¡Michaels! ¿Me oye? ¿Me oye?
De nuevo escuchó el gruñido. No podía sacar nada en claro.
A pesar de su tensión mental, se le ocurrió pensar una cosa con claridad, como si su intelecto hubiese encontrado tiempo para tomar serenamente nota de una circunstancia. Así como las ondas luminosas miniaturizadas eran más penetrantes que las normales, las ondas de radio miniaturizadas parecían tener menos penetración que en su estado natural.
Por lo visto, se sabía muy poco acerca del estado miniaturizado. Lo malo del Proteus y de su tripulación radicaba en que eran los pioneros en un país literalmente desconocido, en el viaje más fantástico que cupiera imaginar.
Y, dentro de este viaje, Grant realizaba ahora una fantástica excursión particular, de muchos kilómetros aparentes, dentro de una cámara de aire microscópica del pulmón de un moribundo.
Ahora se movía más despacio. Había llegado al techo del alvéolo y penetrado en el tallo tubular del que pendía aquél. La luz lejana del Proteus llegaba hasta él como un débil resplandor.
¿Podría seguir aquella luz? ¿Podría intentar un avance en la dirección más segura?
Tocó la pared del tubo y se pegó a ella, como una mosca a un papel engomado. Y, al principio, a semejanza de una mosca, no acertó a pensar nada y se retorció, furioso.
En un instante, sus brazos y sus piernas quedaron pegados a la pared. Haciendo un esfuerzo, empezó a pensar. Había terminado la exhalación y pronto empezaría la inhalación. Entonces la corriente de aire le empujaría hacia abajo. ¡Había que esperarla!
Notó que el viento empezaba a soplar y oyó su creciente murmullo. Lentamente, desprendió un brazo e inclinó el cuerpo exponiéndolo a la corriente de aire. Ésta le empujó hacia abajo, liberando también sus piernas.
Entonces empezó a caer desde una altura que, a su escala miniaturizada, equivalía a la de una montaña. Sabía que, dado su estado de miniaturización, debía caer a la manera de una pluma; sin embargo, sentíase pesado como el plomo. Su caída era regular, sin la menor aceleración, pues las grandes moléculas de aire (casi visibles a simple vista, había dicho Michaels) eran apartadas a un lado en su descenso, y esto requería un gasto de energía que, de otro modo, se habría empleado en la aceleración.
Una bacteria, no mayor que él, podía caer desde aquella altura sin el menor peligro; pero él, un ser humano miniaturizado, estaba compuesto de cincuenta mil billones de células miniaturizadas, y esta complejidad podía hacerlo tan frágil como para desintegrarse en polvo miniaturizado al recibir un choque.
Al pensar esto, extendió automáticamente los brazos para amortiguar el golpe contra la pared alveolar. Sintió el blando contacto; la pared cedió como si fuera de goma, y el hombre rebotó después de agarrarse a ella un breve instante. Sin embargo, había disminuido la velocidad de la caída.
Siguió bajando. En algún lugar, allá en lo hondo, brilló un puntito luminoso, tal como había esperado. Fijó la mirada en él, con excitada esperanza.
Siguió bajando. Agitó furiosamente los pies para evitar un conglomerado de rocas friables. Pasó rozándolo y tropezó de nuevo con una zona esponjosa. Continuó el descenso. Mientras caía, pugnó desesperadamente por avanzar en dirección al punto de luz y tuvo la impresión de que lo había logrado. Pero no estaba seguro.
Rodó por la pendiente inferior de la superficie alveolar. Arrojó el cable alrededor de una saliente rocoso y a duras penas logró sostenerse.
El puntito de luz se había convertido en un pequeño foco, situado, según calculó, a unos quince metros de distancia. Allí «debía» estar la grieta, aquella grieta tan próxima, pero jamás hubiera podido encontrarla sin la guía de la luz.
Esperó que cesara la inhalación. En el breve intervalo entre ésta y la exhalación, tenía que llegar a su meta.
Antes de que la inhalación cesara por completo, empezó a cruzar el espacio que le separaba de la pared. La membrana alveolar, tensa al final de la inhalación, empezó a distenderse al iniciarse los primeros movimientos de la exhalación.
Grant se arrojó a la grieta, que resplandecía ahora de luz. Pateó la superficie interna, que tenía una elasticidad de goma. Un cuchillo hendió la pared, y apareció una mano que le agarró fuertemente por un tobillo. Sintió que tiraban de él hacia abajo, en el mismo instante en que el torbellino de aire empezaba a zumbar en sus oídos.
Otras manos le asieron de las piernas y tiraron de él, y al fin se halló de nuevo en el capilar. Respiró, con un jadeo largo y entrecortado. Después, dijo:
—¡Gracias! ¡Me guié por la luz! ¡Era la única manera!
—Era imposible comunicar por radio —dijo Michaels. Cora le sonrió:
—Fue idea del doctor Duval. Hizo que el Proteus se situase frente a la abertura y enfocara hacia ésta la luz de proa. Y también ensanchó la grieta.
—Volvamos a la nave —dijo Michaels—. Hemos agotado casi todo el tiempo que podíamos perder.