CAPILARES
El primer latido del corazón rompió el ensalmo del cuarto de control. Carter levantó ambas manos y las agitó en muda acción de gracias a los dioses.
—Lo hemos logrado, ¡por mil diablos! ¡Los hemos hecho pasar!
Reid asintió con la cabeza.
—Esta vez ha ganado usted, general. Yo no habría tenido valor para mandarlos a través del corazón.
Carter tenía los ojos inyectados en sangre.
—Yo no tuve valor para «no» mandarlos. Si ahora pueden resistir la corriente arterial… —Su voz sonó en el transmisor—. Pónganse en contacto con el Proteus en el momento en que disminuya su velocidad.
—Han vuelto al sistema arterial —dijo Reid—, pero ya sabe usted que no se encaminan al cerebro. Practicamos la inyección en una de las principales arterias que van del ventrículo izquierdo al cerebro. En cambio, la arteria pulmonar lleva del ventrículo derecho… a los pulmones.
—Ya lo sé. Significa un retraso —dijo Carter—. Pero todavía tendremos tiempo.
Y señaló el reloj, que indicaba 48.
—Está bien, pero conviene que nos concentremos en el centro de la respiración.
Pulsó el correspondiente botón y apareció en el monitor el interior del centro de control de la respiración.
—¿Cuál es el ritmo de la respiración? —preguntó.
—Lo hemos rebajado a seis por minuto, coronel. Por un momento, pensé que fracasaríamos.
—También yo. Manténgalo así. Y ahora tendrá que preocuparse de la embarcación. Entrará en su sector dentro de un instante.
—Mensaje del Proteus —dijo otra voz—. TODO BIEN. Pero… dice algo más, señor. ¿Quiere que se lo lea?
—Naturalmente —gruñó Carter.
—Bien, señor. Dice: QUISIERA QUE USTED ESTUVIERA AQUÍ Y YO ESTUVIERA ALLÍ.
—Bueno —respondió Carter—, dígale a Grant que yo quisiera que él… No; no le diga nada. Olvídelo.
El final del latido había imprimido al torrente sanguíneo una velocidad tolerable, y el Proteus avanzaba de nuevo suavemente; con suavidad bastante para que volviera a percibirse el débil e irregular movimiento de Brown.
Grant dio la bienvenida a esta sensación, pues sólo podía experimentarse en los momentos de tranquilidad, que eran precisamente los que él anhelaba.
Se habían quitado de nuevo los cinturones, y Grant pensó, al mirar por la ventanilla, que el paisaje era muy parecido al de la vena yugular. Los mismos corpúsculos de un azul verdoso y violeta dominaban la escena. Tal vez las lejanas paredes eran más rugosas y tenían las estrías inclinadas en la dirección de la corriente.
Pasaron por delante de una abertura.
—Ésta no —dijo Michaels, sentado a su mesa, donde se concentraba en el estudio de sus mapas—. ¿Puede seguir mis indicaciones desde ahí, Owens?
—Sí, doctor.
—Está bien. Cuente las desviaciones a medida que se las vaya indicando y tuerza después a la derecha. ¿Está claro?
Grant observó las subdivisiones que se iban sucediendo con creciente rapidez, a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo, mientras el canal por el que discurrían se iba estrechando, permitiendo ver las paredes con mayor claridad y cada vez más próximas.
—Me fastidiaría mucho perderme en esta red de carreteras —dijo Grant, pensativo.
—No podemos perdernos —dijo Duval—. En esta parte del cuerpo, todos los caminos conducen a los pulmones.
La voz de Michaels tenía una creciente monotonía:
—Ahora, arriba y a la derecha, Owens. Siga en línea recta y tuerza por la cuarta a la izquierda.
—Espero que no haya más fístulas arteriovenosas, Michaels —dijo Grant.
Michaels movió la cabeza con impaciencia, demasiado absorto en su trabajo para responderle.
—No es probable —dijo Duval—. Tropezar accidentalmente con dos de ellas sería demasiada casualidad. Además, nos estamos acercando a los capilares.
La velocidad del torrente sanguíneo había disminuido notablemente y, con ella, la del Proteus.
—El vaso sanguíneo se está estrechando, doctor Michaels —dijo Owens.
—Es natural. Los capilares son los vasos más finos; su tamaño es microscópico. Siga adelante, Owens.
A la luz del faro de proa pudimos ver que las paredes, al estrecharse, habían perdido sus pliegues y grietas y eran cada vez más lisas. Su tono amarillo se convirtió en crema y acabó siendo totalmente incoloro.
Tomaron el aspecto inconfundible de un mosaico, formado por curvos polígonos, cada uno de ellos provisto de una zona ligeramente más gruesa en el centro.
—¡Qué hermosura! —dijo Cora—. Pueden verse las células individuales de la pared capilar. Mire, Grant. —Y, como si recordara algo de pronto—. ¿Cómo sigue su costado?
—Bien. Muy bien, en serio. Su vendaje fue muy eficaz, Cora. ¿Somos todavía lo bastante amigos para que la llame Cora?
—Supongo que sería bastante ingrato por mi parte el oponerme.
—Y también inútil.
—¿Cómo está su brazo?
Grant se lo tocó, con mucho cuidado.
—Me duele horriblemente.
—Lo siento.
—No lo sienta. Sólo…, cuando llegue el momento…, muéstreme toda su gratitud.
Cora frunció ligeramente los labios, y Grant se apresuró a añadir:
—No es más que una manera de animarme. Y «usted», ¿cómo se siente?
—Totalmente recuperada. Un poco de rigidez en el costado, pero no es gran cosa. Y no estoy enfadada. Pero escúcheme, Grant.
—Siempre escucho cuando usted habla, Cora.
—Los vendajes no son el último descubrimiento médico, ¿sabe? Y están muy lejos de ser la panacea universal. ¿Ha hecho algo para evitar la infección?
—Me puse un poco de yodo.
—Bueno, ¿se hará visitar por un médico, cuando salgamos de aquí?
—¿Por Duval?
—Ya sabe a quién me refiero.
—Está bien, lo haré —dijo Grant.
Se volvió para mirar el mosaico de células. El Proteus avanzaba ahora más despacio a lo largo del capilar. A la luz del faro de proa, podían verse unas formas oscuras a través de las células.
—La pared parece translúcida —dijo Grant.
—Es natural —dijo Duval—. Esas paredes tienen un grosor de menos de una diezmilésima de pulgada. Y también son muy porosas. La vida depende del material que cruza esas paredes y las igualmente finas de los alvéolos.
—Los… ¿qué?
Miró un momento a Duval, pero fue en vano. El cirujano parecía más interesado en lo que veía que en la pregunta de Grant. Cora se apresuró a llenar su omisión.
—El aire —dijo— penetra en los pulmones por la tráquea; ya sabe usted lo que es: el gaznate. Éste se divide, lo mismo que los vasos sanguíneos, en conductos cada vez más pequeños, hasta que al fin alcanzan las cámaras microscópicas de los pulmones, donde el aire que entra se encuentra separado del interior del cuerpo únicamente por una fina membrana, tan fina como la de los capilares. Estas cámaras son los alvéolos. Hay unos seiscientos millones de ellas en los pulmones.
—Complicado mecanismo.
—Y maravilloso. El oxígeno se filtra a través de la membrana alveolar y también de la membrana capilar. Pasa al torrente sanguíneo, donde, antes de que pueda volver atrás, los glóbulos rojos se apoderan de él. Al mismo tiempo, los desperdicios de anhídrido carbónico se filtran en dirección contraria, pasando de la sangre a los pulmones. El doctor Duval está esperando que esto ocurra. Por esto no le contestó.
—Huelgan las excusas. Sé lo que es absorberse en una cosa que excluye todas las demás. —Sonrió ampliamente—. Y sé también que lo que absorbe la atención del doctor Duval es muy diferente de lo que absorbe la mía.
Cora pareció un poco molesta, pero un grito de Owens atajó su réplica.
—¡Frente a nosotros! —gritó—. ¡Miren lo que viene!
Todos los ojos miraron al frente. Un corpúsculo azul verdoso saltaba delante de ellos, rozando suavemente las paredes del capilar. Sus bordes adquirían un tono pajizo que se extendía a su interior, hasta que hubo desaparecido toda su tonalidad oscura.
Otros corpúsculos de color azul verdoso que corrían delante de ellos sufrieron la misma transformación. Los faros iluminaban ahora un paisaje de color pajizo que, a lo lejos, tomaba un tono rojo anaranjado.
—¿Lo está viendo? —dijo Cora, entusiasmada—. Al absorber el oxígeno, la hemoglobina se transforma en oxihemoglobina, y la sangre cobra un color rojo brillante. Ahora será llevada de nuevo al ventrículo izquierdo del corazón, y la sangre rica, oxigenada, será impulsada a todo el cuerpo.
—¿Quiere decir que tendremos que volver a pasar por el corazón? —dijo Grant, súbitamente alarmado.
—¡Oh, no! —respondió Cora—. Ahora que estamos en el sistema capilar, podemos tomar un atajo.
Sin embargo, no parecía muy segura.
—Fíjense qué maravilla —dijo Duval—. Fíjense en las maravillas que hace Dios.
—No es más que un intercambio de gases —dijo Michaels, secamente—. Un proceso mecánico elaborado por las fuerzas de la evolución durante un período de más de tres mil millones de años.
Duval se volvió, irritado.
—¿Sostiene usted que esto es accidental? ¿Qué este maravilloso mecanismo, elevado a la perfección en millares de aspectos y funcionando con una seguridad absoluta, no es más que el producto de casuales colisiones de átomos?
—Sí; esto es exactamente lo que quería decir —afirmó Michaels.
En aquel momento, los dos hombres, que se enfrentaban con aire beligerante, levantaron vivamente la cabeza ante el súbito y ronco sonido de un zumbador.
—¿Qué diablos…? —dijo Owens.
Pulsó desesperadamente un interruptor, pero la aguja de uno de sus manómetros siguió bajando rápidamente hacia una línea roja horizontal. Hizo callar el zumbador y gritó:
—¡Grant!
—¿Qué pasa?
—Algo anda mal. Consulte el manual, que está ahí encima.
Grant siguió la dirección que le indicaba el dedo de Owens, moviéndose con rapidez y seguido por Cora.
—Hay una aguja en la zona roja de peligro —dijo—, debajo de algo que lleva la indicación de «Tanque izquierdo». Sin duda el tanque izquierdo está perdiendo presión.
Owens gruñó y miró hacia atrás.
—¡Y de qué manera! Estamos lanzando aire en el torrente sanguíneo. Suba, Grant. ¡De prisa! —dijo, desabrochándose el cinturón.
Grant se dirigió a la escalera y se apartó lo más que pudo para que Owens pudiera bajar.
Cora pudo descubrir las burbujas al mirar por la estrecha ventanilla de popa.
—Burbujas de aire en el torrente sanguíneo pueden ser fatales… —dijo.
—Ésas, no —se apresuró a responder Duval—. A nuestra escala miniaturizada, producimos burbujas demasiado pequeñas para que puedan causar daño.
—No les preocupa el peligro que pueda correr Benes —dijo Michaels, con voz lúgubre—. Somos «nosotros» los que necesitamos el aire.
Owens gritó a Grant, que se estaba sentando en la cabina de mandos:
—De momento, manténgalo todo como está; pero preste atención al tablero, por si aparece alguna señal roja.
—Y, al pasar junto a Michaels, le dijo:
—Se habrá agarrotado una válvula; no se me ocurre otra explicación.
Se dirigió a popa y levantó una plancha, haciendo palanca en uno de sus extremos con una pequeña herramienta que se había sacado del bolsillo del uniforme. Apareció una maraña de hilos y cortacircuitos extraordinariamente complicada.
Los hábiles dedos de Owens los resiguieron velozmente, comprobándolos y eliminándolos con una seguridad y una presteza que sólo podía tener el que había diseñado la nave. Pulsó un interruptor, lo abrió y dejó que se cerrara de golpe. Después se dirigió a proa y examinó los controles auxiliares situados debajo de las ventanillas.
—Debió de producirse alguna avería exterior cuando rozamos la pared de la arteria pulmonar o cuando recibimos el embate de la corriente arterial.
—¿Funcionará la válvula? —preguntó Michaels.
—Sí. Supongo que quedó un poco desequilibrada, y, cuando algo la abrió hace un momento, tal vez uno de los impulsos del movimiento de Brown, no volvió a cerrarse. Ya la he arreglado, y no volverá a causarnos molestias. Pero…
—Pero ¿qué? —dijo Grant.
—Creo que esto lo ha echado todo a perder. No tenemos aire bastante para terminar el viaje. Si éste fuese un submarino normal, diría que tenemos que subir a la superficie para renovar la provisión de aire.
—Entonces, ¿qué hemos de hacer? —preguntó Cora.
—Salir. No tenemos más remedio. Debemos pedir que nos saquen de aquí inmediatamente; en otro caso, dentro de diez minutos será imposible manejar la embarcación y nos asfixiaremos al cabo de otros cinco.
Se dirigió a la escalera.
—Volveré a tomar el mando, Grant. Vaya usted al transmisor y deles la noticia.
—Espere. ¿No llevamos reserva de aire? —preguntó Grant.
—La llevábamos. Ahora se ha escapado toda. En realidad, cuando el aire se desminiaturice, tendrá un volumen mucho mayor que el propio Benes. Y le matará.
—No —dijo Michaels—. Las moléculas miniaturizadas del aire que hemos perdido pasarán a través de los tejidos y saldrán al exterior. Quedará una cantidad ínfima en el cuerpo en el momento en que empiece la desminiaturización. Sin embargo, creo que Owens tiene razón. No podemos seguir adelante.
—Pero, espere… —dijo Grant—. ¿Por qué no podemos emerger?
—Ya le he dicho… —empezó Owens, impaciente.
—No me refiero a salir de aquí, sino a emerger «realmente». Aquí. Aquí mismo. Estamos viendo a los glóbulos rojos aprovisionándose de oxígeno. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo? Sólo dos débiles membranas nos separan de un océano de aire. Vayamos a buscarlo.
—Grant tiene razón —dijo Cora.
—No, no la tiene —replicó Owens—. ¿Cómo se imaginan que somos? Hemos sido miniaturizados y nuestros pulmones tienen el tamaño de un fragmento de bacteria. Al otro lado de esas membranas, el aire está sin miniaturizar. Cada una de sus moléculas de oxígeno sería casi perceptible a simple vista. ¡Maldita sea! ¿Creen que podríamos respirarlo?
Grant pareció anonadado.
—Pero…
—No podemos esperar, Grant. Tendrá que ponerse al habla con el cuarto de control.
—Todavía no —dijo Grant—. ¿No dijo usted que esta nave había sido proyectada en un principio para investigar en las profundidades? ¿Cuál debía ser su función, debajo del agua?
—Confiábamos en poder miniaturizar ejemplares submarinos para llevarlos a la superficie y poder estudiarlos después cómodamente.
—En tal caso, debemos llevar un equipo de miniaturización a bordo. ¿O acaso lo suprimió la noche pasada?
—Lo tenemos, claro está. Pero es muy pequeño.
—¿Para qué lo necesitamos mayor? Si inyectamos aire en el miniaturizador, podemos reducir el tamaño de sus moléculas y conducirlas a nuestros tanques de aire.
—No tenemos tiempo para esto —terció Michaels.
—Si el tiempo se agota, pediremos que nos saquen. Mientras tanto, podemos probar. Supongo que tendremos un snorkel a bordo, ¿verdad, Owens?
—Sí.
Owens parecía completamente aturrullado por las rápidas y apremiantes palabras de Grant.
—Y que podríamos hacer pasar el snorkel a través de las paredes del capilar y del pulmón sin perjudicar a Benes, ¿no es cierto?
—Dado nuestro tamaño actual, estoy seguro de que podríamos hacerlo —dijo Duval.
—Muy bien. Se trata, pues, de conectar el pulmón con el miniaturizador por medio del snorkel, y de montar un tubo desde el miniaturizador a la cámara de reserva de aire. ¿Podría improvisar un sistema para hacerlo?
Owens reflexionó un momento, pareció súbitamente animado con el provecto y dijo:
—Sí; creo que sí.
—Cuando Benes haga una inspiración, la presión será suficiente para llenar nuestros tanques. Recuerden que la distorsión del tiempo hará que los pocos minutos de que disponemos parezcan mucho más largos que a la escala natural. Sea como fuere, tenemos que probar.
—Estoy de acuerdo —dijo Duval—. Tenemos que probar. Cueste lo que cueste. ¡E inmediatamente!
—Gracias por su apoyo, doctor —dijo Grant.
Duval asintió con la cabeza, y dijo a continuación:
—Más aún: ya que vamos a intentarlo, no debemos confiar el trabajo a un hombre solo. Conviene que Owens permanezca al cuidado de los mandos; pero yo voy a salir con Grant.
—¡Ah! —dijo Michaels—. Me estaba preguntando lo que se proponía usted. Ahora lo comprendo. Quiere aprovechar la oportunidad de explorar a campo abierto.
Duval enrojeció, y Grant se apresuró a intervenir:
—Sean cuales fueren los motivos, la sugerencia es buena. En realidad, lo mejor es que salgamos todos. A excepción de Owens, naturalmente. Supongo que el snorkel estará a popa, ¿no?
—En el compartimiento que sirve de almacén —dijo Owens, que había vuelto a la cabina de mando y miraba ahora fijamente hacia delante—. Si ha visto alguna vez un snorkel, no puede confundirse.
Grant se dirigió a toda prisa al compartimiento, vio inmediatamente el snorkel y se dispuso a coger el equipo de inmersión.
De pronto, se detuvo, horrorizado, y exclamó:
—¡Cora!
Ésta acudió al momento.
—¿Qué ocurre?
Grant procuró contenerse. Era la primera vez que miraba a la joven sin pensar en su belleza física. En aquel instante, sentía únicamente una enorme angustia. Señaló algo y dijo:
—¡Mire eso!
Ella miró y palideció intensamente.
—No lo comprendo —dijo.
El láser, colocado encima de la mesa de trabajo, oscilaba colgado de un gancho, sin su cubierta de plástico.
—¿Olvidó asegurarlo? —preguntó Grant.
Cora movió enérgicamente la cabeza.
—¡Lo hice! ¡Lo hice! Puedo jurarlo. Sabe Dios que…
—Entonces, ¿cómo es posible…?
—No lo sé. ¿Cómo podría explicarlo?
Duval estaba ahora detrás de ella, entornados los párpados y duro el semblante.
—¿Qué le ha ocurrido al láser, Miss Peterson?
Cora se volvió a su nuevo inquisidor.
—No lo sé. ¿Por qué me lo preguntan a mí? Voy a probarlo ahora mismo. Comprobaré…
—¡No! —rugió Grant—. Déjelo y asegúrese únicamente de que no reciba más golpes. Antes que nada, tenemos que conseguir nuestro oxígeno.
Empezó a distribuir los equipos de inmersión.
Owens había bajado de la cabina.
—He fijado la nave en su sitio —dijo—. De todos modos, no podría desplazarse por sí sola en el capilar… ¡Dios mío! ¡El láser…!
—¡No empiece usted ahora! —chilló Cora, echándose a llorar.
—Vamos, Cora —dijo Michaels, con voz grave—, no empeore la situación perdiendo el dominio de sus nervios. Más tarde estudiaremos esto con todo detenimiento. Se habrá soltado cuando nos pilló el remolino. Ha sido un accidente.
—Capitán Owens —dijo Grant—, conecte este extremo del snorkel con el miniaturizador. Mientras tanto, nos pondremos los trajes de inmersión, y espero que alguien me dirá cómo he de ponerme el mío. Es la primera vez que lo intento.
—¿Se han parado? —dijo Reid—. ¿Está usted seguro?
—Sí, señor —dijo la voz del técnico—. Se encuentran junto al borde externo del pulmón derecho, y no se aprecia el menor movimiento.
Reid se volvió a Carter.
—No lo comprendo.
Carter interrumpió un momento su agitado paseo y señaló el cronómetro, que marcaba 42.
—Hemos consumido más de la cuarta parte del tiempo disponible, y estamos más lejos del maldito coágulo que en el momento de empezar. Ya tendrían que estar fuera.
—Cualquiera diría —observó Reid fríamente— que pesa una maldición sobre nuestro trabajo.
—Pero yo no pierdo los estribos, coronel.
—Tampoco yo. Pero ¿quiere decirme lo que he de sentir para complacerle?
—De momento, averigüemos la causa de la detención. —Hizo la conexión adecuada, y dijo—: Comuniquen con el Proteus.
—Supongo —dijo Reid—, que habrán tropezado con alguna dificultad de tipo mecánico.
—¡Lo supone! —exclamó Carter, en tono sarcástico—. Efectivamente, no creo que se hayan detenido para tomar un baño.