Capítulo IX

ARTERIA

Duval miró a su alrededor con arrobamiento.

—¡Imagínense! —dijo—. Estamos en el interior de un cuerpo humano; dentro de una arteria. ¡Owens! ¡Apague las luces interiores, por favor! ¡Contemplemos la obra de Dios!

Las luces interiores se apagaron; pero una especie de luz fantástica llegaba desde fuera, producto del reflejo de los focos miniaturizados de la proa y de la popa de la nave.

Owens mantenía el Proteus virtualmente inmóvil en relación con el torrente sanguíneo arterial, dejando que aquél se deslizase impulsado por la corriente que nacía del corazón.

—Creo que pueden quitarse los cinturones —dijo.

Duval se liberó del suyo en un instante, y Cora se plantó inmediatamente a su lado. Ambos se lanzaron a la ventanilla, en una especie de maravillado éxtasis. Michaels se levantó más despacio, miró a los otros dos y después se enfrascó en un atento estudio de su mapa.

—Magnífica precisión —dijo, con los labios apretados.

—¿Cree que podíamos haber sido inyectados fuera de la arteria? —preguntó Grant.

Michaels le observó un instante con mirada ausente. Después respondió:

—¡Oh…, no! Esto era muy improbable. Pero podíamos haber penetrado junto al punto de unión con una arteria afluente y ser incapaces de mantenernos en la corriente arterial, en cuyo caso habríamos perdido tiempo buscando una ruta alternativa y más lenta. Tal como ha ido la cosa, la nave se encuentra exactamente donde debía estar —dijo, temblándole la voz.

Grant comentó, animoso:

—Hasta ahora, todo parece marchar perfectamente.

—Sí. —Una pausa, y a continuación, apresuradamente—: Situados aquí, nos vemos favorecidos por la facilidad del medio, la rapidez de la corriente y la brevedad de nuestra ruta; podríamos llegar a destino en el mínimo de tiempo.

—Estupendo —dijo Grant, asintiendo con la cabeza y volviéndose hacia la ventanilla.

Casi inmediatamente, se sintió desconcertado y extasiado ante tanta maravilla.

La lejana pared parecía hallarse a casi un kilómetro de distancia y resplandecía como ámbar brillante y con luz intermitente, pues quedaba casi oculta por una enorme mezcolanza de objetos que flotaban cerca de la embarcación.

Se hallaban en un acuario inmenso y exótico, y todo su campo visual rebullía, no de peces, sino de objetos extraños. Una especie de grandes neumáticos, con el centro deprimido pero no perforado, eran los más numerosos. El diámetro de cada uno de ellos medía aproximadamente el doble que el del buque, y todos tenían un color paja anaranjado y lanzaban intermitentes destellos, como si llevaran diamantes incrustados.

—El color es un poco engañoso —dijo Duval—. Si fuese posible desminiaturizar las ondas luminosas al salir de la nave y miniaturizar su reflejo, saldríamos ganando mucho. Es importantísimo que el reflejo sea lo más exacto posible.

—Tiene usted toda la razón, doctor —dijo Owens—, y los trabajos de Johnson y Antoniani sostienen que esto puede llegar a ser posible. Desgraciadamente, su técnica no tiene por ahora aplicación en la práctica, y, aunque la tuviera, no habríamos podido adaptar el buque a tal objeto en una sola noche.

—Supongo que no —dijo Duval.

—Pero aunque el reflejo no sea exacto —dijo Cora, en tono devoto—, el espectáculo es de por sí maravilloso. Son como blandos y aplastados globos que hubieran atrapado millones de estrellas.

—En realidad, son glóbulos rojos de la sangre —dijo Michaels a Grant—. Rojos en su conjunto, pero pajizos individualmente. Los que está usted viendo provienen directamente del corazón y llevan su carga de oxígeno a la cabeza y, en especial, al cerebro.

Grant siguió mirando a su alrededor, maravillado. Además de aquellos corpúsculos, había otros objetos más pequeños; menudeaban, por ejemplo, unos que eran planos y tenían forma de plato. (Plaquetas, pensó Grant, como si las formas de los objetos despertaran en él olvidados recuerdos de cuando estudiaba fisiología en el colegio).

Una de las plaquetas se acercó suavemente a la nave; tanto, que Grant sintió deseos de alargar una mano para cogerla. Se aplastó lentamente, en contacto con el buque, y se alejó, dejando partículas de su propia sustancia pegadas a la ventanilla; una mancha que se fue borrando poco a poco.

—No se rompió —dijo Grant.

—No —dijo Michaels—. Si se hubiese roto, se habría formado un pequeño coágulo a su alrededor. Supongo que no lo bastante grande para resultar peligroso. Sin embargo, si fuese mayor nuestro tamaño, podríamos hallarnos en dificultades. ¡Vea aquello!

Grant miró en la dirección señalada por el dedo del doctor. Vio unos objetos menudos y en forma de varilla, que empujaban fragmentos y desperdicios, y, sobre todo, glóbulos rojos y más glóbulos rojos. Después descubrió la cosa que le señalaba Michaels.

Era grande, lechosa y pulsátil. Tenía aspecto granuloso, y en su interior percibíase un negro centelleo, unos destellos negros tan intensos que eran como una antiluz cegadora.

Dentro de su masa había una zona más oscura que mantenía, dentro del ámbito lechoso, una forma regular e inmutable. La silueta del objeto era bastante confusa; de pronto, apareció una especie de ensenada lechosa en la pared de la arteria, y aquella masa pareció sumergirse en ella. Se perdió de vista, oscurecida por los objetos más próximos y perdiéndose en el remolino.

—¿Qué diablos era eso? —preguntó Grant.

—Una célula blanca, naturalmente. Son poco numerosas, al menos en relación con los glóbulos rojos. Hay unos seiscientos cincuenta de éstos por cada una de aquéllas. En cambio, los glóbulos blancos son mucho mayores y pueden moverse con independencia. Algunos de ellos pueden salir incluso del vaso sanguíneo Vistos a esta escala, infunden temor. No quisiera que otro se nos acercase más que éste.

—Son los basureros de la sangre, ¿no?

—Sí. Nosotros tenemos el tamaño de una bacteria pero nuestra piel es metálica y no mucopolisacaroidea como la de las células. Creo que los glóbulos blancos advertirán la diferencia y que, mientras no lesionemos los tejidos que nos rodean, nos dejarán en paz.

Grant intentó no prestar demasiada atención a los objetos particulares y concentrarla en el panorama total. Se echó atrás y entornó los párpados.

¡Era como un baile! Todos los objetos se movían en su respectiva posición. Cuanto más pequeños eran, más acusada era su agitación. Parecía un ballet colosal y frenético en que el coreógrafo se hubiese vuelto loco y los bailarines se hubieran lanzado a una danza eternamente insensata.

Grant cerró los ojos.

—¿Lo perciben ustedes? Me refiero al movimiento de Brown.

—Sí —respondió Owens—. Pero no es tan malo como temía. El torrente sanguíneo es viscoso, mucho más viscoso que la solución salina en que estuvimos antes, y el alto grado de viscosidad amortigua el movimiento.

Grant notó que el barco se movía bajo sus pies, primero en un sentido y después en otro, pero de un modo amortiguado, no con la brusquedad de cuando estaban todavía en la jeringuilla. El contenido proteínico de la porción fluida de la sangre, las «proteínas del plasma» (este término vino a la memoria de Grant desde un remoto pasado) servían de amortiguador a la nave.

No estaba mal. Se sintió animado. Tal vez todo terminaría bien.

—Les aconsejo que vuelvan todos a sus asientos —insinuó Owens—. Nos estamos aproximando a una ramificación de la arteria y voy a acercarme a uno de los lados.

Los otros ocuparon sus asientos, sin dejar de mirar asombrados a su alrededor.

—Es una lástima que sólo dispongamos de unos minutos para contemplar esto —dijo Cora—. Doctor Duval, ¿qué son aquellas cosas?

Una masa de estructuras diminutas, pegadas unas a otras y formando como un tubo en espiral, pasó a poca distancia. Las siguieron otras, que se dilataban y contraían a medida que avanzaban.

—¡Oh! —dijo Duval—. Ignoro lo que es «eso».

—Tal vez un virus —sugirió Cora.

—Demasiado grandes para ser virus, creo yo; además, no se parecen a ninguno de los que conozco. ¿Podríamos tomar alguna muestra, Owens?

—Podemos salir de la nave en caso necesario —respondió Owens—, pero podemos no detenernos a recoger muestras.

—Vamos, jamás volveremos a tener una oportunidad como ésta —dijo Duval, tercamente, poniéndose en pie—. Pescaremos una de esas piezas. Usted, Miss Peterson…

—Este barco tiene una misión, doctor —dijo Owens.

—No me importa lo que… —empezó Duval, pero se interrumpió al sentir la firme mano de Grant sobre uno de sus hombros.

—Por favor, doctor —dijo Grant—, no discutamos por esto. Tenemos una misión que cumplir, y no vamos a detenernos, ni a desviarnos, ni a disminuir la marcha por otras cosas. Creo que lo comprenderá y no insistirá sobre ello.

A la incierta y titilante luz reflejada por la arteria, Duval frunció visiblemente el ceño.

—Está bien —dijo, de mala gana—. De todos modos, han pasado de largo.

—Una vez hayamos terminado este trabajo, doctor Duval —dijo Cora—, se perfeccionarán los métodos de miniaturización y se logrará una duración indefinida. Entonces podremos realizar una verdadera exploración.

—Sí, creo que tiene razón.

Owens anunció:

—Pared arterial a la derecha.

El Proteus había descrito una amplia curva, y la pared parecía encontrarse ahora a unos treinta metros de distancia. El endotelio ambarino y ligeramente acanalado que formaba el revestimiento interior de la arteria, podía verse ahora claramente y con todo detalle.

—¡Ah! —exclamó Duval—. ¡Cómo podría estudiarse aquí la arteriosclerosis! Se pueden contar las placas.

—Y también podrían arrancarse, ¿no? —preguntó Grant.

—Desde luego. Piense en el futuro. Podría enviarse una embarcación a través del sistema arterial obstruido, limpiar las regiones esclerotizadas y despegar, horadar y drenar los conductos. Aunque el tratamiento sería carísimo, naturalmente.

—Tal vez podría hacerse de un modo automático —dijo Grant—, enviando pequeños robots de limpieza a despejar el camino, O acaso podría inyectarse al hombre, durante su primera infancia, un equipo permanente de limpieza… ¡Dios mío! ¡Qué largo es este túnel!

Se habían acercado todavía más a la pared de la arteria, y en sus proximidades la navegación era más agitada. Sin embargo, mirando hacia delante, la pared continuaba a lo largo de lo que parecía interminables kilómetros, hasta perderse de vista.

—El sistema circulatorio —dijo Michaels— tendría, contando todos sus vasos y empalmándolos unos a continuación de otros, una longitud de ciento sesenta mil kilómetros; creo que ya se lo dije hace un rato.

—No está mal —dijo Grant.

—Ciento sesenta mil kilómetro a escala «no» miniaturizada. A nuestra escala actual —hizo una pausa para calcular— equivaldrían a más de cuatro trillones y medio de kilómetros, o sea, medio año luz. Recorrer todos los vasos de Benes, en nuestro estado actual, sería tanto como hacer un viaje hasta una estrella.

Miró aprensivamente a su alrededor. Ni su seguridad hasta aquel momento, ni la belleza de cuanto les rodeaba, parecían haberle consolado mucho.

Grant procuró mostrarse animoso.

—Al menos el movimiento de Brown no es muy intenso —dijo.

—No —convino Michaels. Y añadió—: No salí muy bien parado cuando, hace un momento, discutimos el movimiento browniano.

—Tampoco Duval en el asunto de las muestras. En realidad, creo que ninguno de nosotros nos sentimos «realmente» bien.

Michaels tragó saliva.

—Duval se mostró muy ingenuo al querer detenerse a recoger muestras.

Movió la cabeza y volvió al mapa que se veía sobre un pupitre junto a la pared. Este mapa, y el punto luminoso y móvil que aparecía en él, eran idénticos a la versión más ampliada del cuarto de control y a la más reducida de la cabina de Owens.

—¿Qué velocidad llevamos? —preguntó.

—Quince nudos —respondió Owens—. A nuestra escala.

—A nuestra escala, naturalmente —dijo Michaels, ásperamente. Sacó una regla de cálculo e hizo una rápida operación—. Llegaremos al ramal dentro de dos minutos. Manténgase a la misma distancia de la pared al girar. De este modo se encontrará en el centro del ramal y podrá avanzar hasta la red capilar, sin nuevas desviaciones. ¿Está claro?

—¡Muy claro!

Grant espero, sin dejar de mirar por la ventanilla. Sus ojos tropezaron un instante con el perfil de Cora, pero ni siquiera la curva de su mentón fue capaz de distraer su atención del paisaje exterior.

¿Dos minutos? ¿Cuánto tiempo sería? ¿Dos minutos, tal como eran perceptibles por ellos en su estado de miniaturización? ¿O dos minutos según el reloj? Volvió la cabeza en dirección a éste. Marcaba 56, y, mientras lo estaba observando, se borró esta cifra y apareció, muy despacio, el número 55.

La nave experimentó una brusca sacudida que casi lanzó a Grant de su asiento.

—¡Owens! —gritó—. ¿Qué ha pasado?

—¿Hemos chocado con algo? —preguntó Duval.

Grant se dirigió, tambaleándose, a la escalera y trepó por ella.

—¿Alguna avería? —preguntó.

—No lo sé. —Owens tenía el rostro contraído por el esfuerzo—. El barco no me obedece.

La tensa voz de Michaels llegó hasta ellos:

—Corrija el rumbo, capitán Owens. Nos estamos acercando a la pared.

—Ya… ya lo sé —jadeó Owens—. Nos hemos metido en una especie de corriente.

—Siga probando —dijo Grant—. Haga lo que pueda.

Bajó la escalera y, apoyando la espalda en ella para mantener el equilibrio, dijo:

—¿Cómo puede haber una corriente cruzada? ¿Acaso no seguimos la corriente arterial?

—Sí —dijo Michaels, rotundamente, pero pálido como la cera—. No puede haber nada que nos empuje de este modo hacia un lado. —Señaló la pared arterial, que estaba ahora mucho más próxima y seguía acercándose—. Algo debe de andar mal en los mandos. Si chocamos contra la pared y la lesionamos, puede formarse un coágulo a nuestro alrededor, donde quedaremos atascados, o bien pueden reaccionar las células blancas.

—Pero esto es imposible en un sistema cerrado —dijo Duval—. Las leyes de la hidrodinámica…

—¿Un sistema cerrado? —dijo Michaels, arqueando las cejas. Haciendo un esfuerzo, volvió junto a sus mapas y murmuró—: Es inútil. Necesitaría una ampliación mayor, y aquí es imposible obtenerla. Por el amor de Dios, Owens, ¡manténgase apartado de la pared!

—Lo estoy intentando, ¡maldita sea! —gritó Owens—. Le digo que hay una corriente contra la que no puede luchar.

—No trate de hacerlo directamente —dijo Grant—. Enderece la posición del buque y procure únicamente que siga paralelo al muro.

Ahora estaban lo bastante cerca de la pared para percibir todos sus detalles. Las fibras de tejido conjuntivo que constituían su principal apoyo eran como armazones, casi como arcadas góticas, de color amarillento y brillantes a causa de una capa de lo que parecía una sustancia grasa.

Las fibras conjuntivas se estiraban y arqueaban, separándose, como si toda la estructura se expandiese, y seguidamente se encogía, para dilatarse de nuevo. Grant no tuvo que preguntarlo para saber que lo que estaba viendo era la pulsación arterial producida por los latidos del corazón.

Los bandazos de la embarcación eran cada vez más violentos. La pared se había acercado todavía más y tenía ahora un aspecto rugoso. Las fibras conjuntivas se habían desprendido en algunos puntos, como si también hubieran sufrido los embates de la corriente, pero durante mucho más tiempo que el Proteus, y empezaron a ceder a la tensión. Oscilaban como los cables de un puente gigantesco, acercándose a la ventanilla, deslizándose hacia atrás y produciendo destellos amarillos al recibir la luz de los inquietos faros de la proa del buque.

Al ver acercarse una de ellas, Cora lanzó un grito de agudo terror.

—¡Cuidado, Owens! —gritó Michaels.

—La arteria está lesionada —murmuró Duval.

Pero la corriente giró alrededor del vivo contrafuerte, arrastrando la embarcación e inclinándola con tal fuerza que todos se sintieron irremediablemente lanzados contra la pared izquierda de la embarcación.

Grant, cuyo brazo izquierdo había sufrido un doloroso golpe, asió a Cora con el otro y logró que la joven se mantuviese en pie. Mirando fijamente frente a él, trataba de descubrir lo que ocultaba la luz centelleante.

—¡Un remolino! —gritó—. Ocupen todos sus asientos y abróchense los cinturones.

Todas las partículas, glóbulos rojos y demás, parecían virtualmente inmóviles al otro lado de la ventanilla, al ser arrastradas por el mismo torbellino, mientras se hacía confusa la amarilla estructura de la pared.

Duval y Michaels llegaron con dificultad a sus asientos y empezaron a abrocharse los cinturones.

—Veo una especie de abertura ante nosotros —gritó Owens.

Grant dijo a Cora, en tono apremiante:

—Vamos, siéntese en su butaca.

—Es lo que estoy «tratando» de hacer —contestó jadeante ella.

Desesperadamente, luchando por mantenerse en pie en el inclinado suelo, Grant la empujó hasta la butaca y estiró el brazo para asir el cinturón.

Demasiado tarde. El Proteus había sido cogido en pleno torbellino y se alzó y empezó a girar como una peonza.

Grant, con un movimiento reflejo de la mano, logró agarrarse a una anilla, y estiró el otro brazo en dirección a Cora. Ésta había caído al suelo. Sus dedos permanecían agarrados a un brazo de su butaca, pugnando inútilmente por no soltarse.

«No podrá aguantar», pensó Grant, y se estiró desesperadamente para llegar hasta ella. Pero la joven estaba a unos dos palmos fuera de su alcance, y también la mano de Grant, aferrada a la anilla, empezaba a ceder al abalanzarse él.

Duval se debatía inútilmente en su propia butaca; la fuerza centrífuga lo mantenía clavado en ella.

—Aguante, Miss Peterson. Trataré de ayudarla.

Con un gran esfuerzo, había logrado asir su cinturón, mientras Michaels observaba la escena, mirándoles con helada impotencia. Owens, en su cabina, era un ser completamente aparte.

Las piernas de Cora, a efectos de la fuerza centrífuga, se levantaron del suelo.

—No puedo…

Grant, no teniendo otra alternativa, soltó la anilla. Se dejó resbalar por el suelo, enganchó una pierna a la pata de una de las butacas, recibiendo un golpe que la dejó insensible, logró asir la misma con el brazo izquierdo y agarró a Cora por la cintura con el derecho, en el momento en que ella soltaba su presa.

El Proteus giraba ahora más de prisa y parecía inclinarse hacia abajo. Grant no podía seguir manteniendo la tirante posición de su cuerpo, y su pierna se soltó de la pata de la silla. Su brazo, magullado y dolorido por el golpe dado contra la pared, acusó con un dolor tan agudo la nueva tensión a que se veía sometido que hizo pensar a Grant que lo tenía roto. Cora se agarró a su hombro, estrujando desesperadamente la tela del uniforme.

Grant logró farfullar:

—¿Tiene alguien… alguna idea de lo que pasa?

Duval, que seguía luchando inútilmente con su cinturón, respondió:

—Es una fístula… Una fístula arteriovenosa.

Haciendo un esfuerzo, Grant levantó la cabeza y miró por la ventanilla. La lesionada pared arterial terminaba delante de ellos. Cesó el amarillo resplandor y apareció una abertura negra y de bordes irregulares. Extendíase hacia arriba y hacia abajo cuanto podía alcanzar su limitada visión, y los glóbulos rojos, así como los demás objetos, desaparecían en su interior. Incluso las ocasionales y terroríficas células blancas eran absorbidas rápidamente a través del orificio.

—Sólo unos segundos más —jadeó Grant—. Sólo unos pocos segundos…, Cora.

Pero se lo decía a sí mismo, a su propio brazo magullado y dolorido.

Una última vibración, que agudizó el dolor de Grant hasta casi hacerle perder el sentido, y la nave pasó al otro lado, aquietándose, poco a poco, hasta quedar en calma.

Grant soltó la mano y quedó tumbado en el suelo, jadeando profundamente. Muy despacio, Cora logró encoger las piernas debajo del cuerpo y ponerse en pie.

Duval se había soltado el cinturón.

—¿Cómo se encuentra, Mr. Grant? —preguntó, arrodillándose a su lado.

Cora hizo lo mismo, asiendo delicadamente el brazo de Grant y tratando de doblarlo. Grant hizo una mueca de dolor.

—¡No lo toquen!

—¿Está roto? —preguntó Duval.

—No lo sé.

Despaciosamente y con mucho cuidado, probó de doblarlo; después se asió el bíceps izquierdo con la mano derecha y lo apretó con fuerza.

—Tal vez no —dijo—. Pero, aunque no esté roto, pasarán semanas antes de que pueda volver a utilizarlo de esta forma.

También Michaels se había levantado. Una expresión de inmenso alivio contraía su cara hasta hacerla casi irreconocible.

—Lo hemos logrado. Lo hemos logrado. Todavía estamos enteros. ¿Cómo está la nave, Owens?

—Bien, según creo —respondió Owens—. La luz roja no se ha encendido una sola vez en el tablero. El Proteus se ha visto sometido a algo mucho más grave que todo lo previsto, y lo ha aguantado.

Su voz traslucía lo orgulloso que se sentía de sí mismo y de su embarcación.

Cora seguía tratando de ayudar a Grant, pero sin saber qué hacer. De pronto, dijo, alarmada:

—¡Está sangrando!

—¿Sí? ¿Por dónde?

—Por el costado. Tiene sangre en el uniforme.

—¡Oh! ¿No es más que eso? Tuve algunas dificultades en el Otro Lado. Sólo será cuestión de cambiar un apósito. No es nada, de veras. Sólo un poco de sangre.

Cora parecía intranquila. Al cabo de un momento, le desabrochó la cremallera del uniforme.

—Siéntese —dijo—. Tenga la bondad de sentarse.

Le pasó un brazo por debajo de los hombros y le ayudó a incorporarse; después le bajó el uniforme sobre el torso con habilidad nacida de la práctica.

—Yo arreglaré esto —dijo—. Y gracias por lo que ha hecho. Parece estúpidamente fuera de lugar, pero, de todos modos, muchas gracias.

Grant respondió:

—Bueno, en otra ocasión lo hará usted por mí, ¿no? Ayúdeme a llegar a mi butaca, ¿quiere?

Con la ayuda de Cora por un lado, y de Michaels por el otro, logró ponerse en pie. Duval, después de dirigirles una mirada, se había acercado, cojeando, a la ventanilla.

—Bueno, ¿qué ha ocurrido? —preguntó Grant.

Michaels le respondió:

—Una fístula arterioven… Bueno, se lo explicaré de otro modo. Había una conexión anormal entre una arteria y una pequeña vena. Es algo que ocurre algunas veces, casi siempre como resultado de un traumatismo físico. Supongo que Benes se lo produciría al sufrir el accidente de automóvil. Esto involucra una imperfección, una cierta ineficacia; pero, en el caso presente, no tiene ninguna gravedad. Es una lesión microscópica; un remolino diminuto.

—Un remolino diminuto… ¡Vaya!

—Naturalmente, a nuestra escala miniaturizada equivale a un gigantesco torbellino.

—¿Y no aparecía en su mapa del sistema circulatorio, Michaels? —preguntó Grant.

—Hubiera debido aparecer. Probablemente lo habría encontrado en el mapa del buque, si hubiese podido ampliarlo lo bastante. Lo malo fue que dispuse sólo de tres horas para el análisis inicial, y se me escapó. No tengo excusa.

Grant dijo:

—Está bien. Sólo significa una pérdida de tiempo. Trace una nueva ruta, y que Owens se ponga inmediatamente en marcha. ¿Cómo andamos de tiempo, Owens?

Mientras hacía la pregunta, miró automáticamente el reloj. Leyó: 52, y Owens confirmó:

—Cincuenta y dos.

—Nos sobra tiempo —dijo Grant.

Michaels, con el ceño fruncido, contemplaba fijamente a Grant.

Dijo:

—No sobra tiempo, Grant. No ha comprendido usted lo que ha pasado. Estamos derrotados. Hemos fracasado. Ya no podremos llegar al coágulo, ¿comprende ahora? Debemos pedir que nos saquen de aquí.

Cora dijo, horrorizada:

—Pasarán días antes de que la nave pueda ser desminiaturizada de nuevo. ¡Y Benes morirá!

—Nada podemos hacer. Ahora nos dirigimos a la vena yugular. No podemos volver atrás a través de la fístula, porque no podríamos vencer la corriente, ni siquiera aprovechando la diástole del corazón, es decir, el lapso entre dos latidos. El otro único camino, o sea, el de la corriente venosa, pasa por el corazón; lo cual sería, evidentemente, un suicidio.

—¿Está seguro? —farfulló Grant.

Owens, con voz quebrada y opaca, dijo:

—Michaels tiene razón, Grant. La misión ha fracasado.