Capítulo VII

INMERSIÓN

Con gran lentitud, el Módulo Cero empezó a ascender, como un bruñido pilar hexagonal de roja superficie y blancos costados, sosteniendo a un Proteus de dos centímetros y medio de anchura. Cuando la cima estuvo a un metro veinte del suelo, el aparato se detuvo.

—Listos para la fase número dos —dijo la voz de uno de los técnicos.

Carter lanzó una rápida mirada a Reid, el cual asintió con un movimiento de cabeza.

—Fase número dos —dijo Carter.

Se abrió uno de los muros, y un aparato (un gigantesco waldo, así llamado por los primitivos técnicos nucleares, que tomaron el nombre del protagonista de una novela de ciencia ficción de los años cuarenta según le habían dicho una vez a Carter) penetró en la estancia, moviéndose silenciosamente sobre chorros de aire comprimido. Tenía cuatro metros veinte de altura y consistía en una poleas montadas sobre un trípode, las cuales dirigían un brazo vertical que colgaba de un soporte horizontal. El propio brazo estaba compuesto de secciones, cada una de ellas más corta y de menores dimensiones que la inmediatamente superior. En este caso, había tres secciones, y la inferior, de unos cinco centímetros de longitud, estaba provista de unos alambres de acero, de seis milímetros de grueso, encorvados de forma que pudiese cruzarse entre sí.

La base del aparato llevaba las iniciales FDMC, y, de bajo de ellas, la inscripción: «Manipulador de precisión MIN».

Tres técnicos habían entrado con el aparato, y, detrás de ellos, una enfermera uniformada esperaba con visible impaciencia. El cabello castaño que salía de debajo de su gorro de enfermera parecía haber sido peinado apresuradamente, como si la mujer hubiera tenido aquel día otros proyectos.

Dos de los técnicos colocaron el brazo del waldo encima del reducido Proteus. Para lograr un ajuste perfecto, tres finísimos rayos de luz brotaron del soporte del brazo e hirieron la superficie del Módulo Cero. La distancia entre el rayo y el centro del Módulo fue expresada en intensidad de luz sobre una pequeña pantalla circular dividida en tres segmentos que se encontraban en el centro.

Las intensidades de luz, claramente desiguales, oscilaron delicadamente mientras el tercer técnico manipulaba un disco graduado. Con habilidad nacida de la práctica, igualó en pocos segundos la intensidad de los tres segmentos hasta borrar toda separación entre ellos. Entonces el técnico accionó una palanca y fijó la posición del waldo. Los rayos determinantes del centro se apagaron, y la luz más potente de un faro iluminó el Proteus por reflejo indirecto.

Fue pulsado otro resorte, y el brazo bajó sobre el Proteus. Fue descendiendo despacio y delicadamente, mientras el técnico contenía la respiración. Era éste, probablemente, el hombre que había manipulado más objetos miniaturizados del país, y probablemente de todo el mundo (aunque, por supuesto, nadie sabía con detalle lo que ocurría en el Otro Lado), pero la operación actual no tenía precedentes.

Iba a levantar algo dotado de una masa normal mucho mayor que cuanto había manejado anteriormente, y lo que iba a levantar contenía cinco seres humanos vivos. La menor vibración podía acarrear la muerte.

Los dientes de la parte inferior del aparato se abrieron y descendieron despacio sobre el Proteus. El técnico interrumpió el movimiento y comprobó con sus propios ojos la verdad de lo que revelaban sus instrumentos. Los dientes estaban perfectamente ajustados. Después empezaron a cerrarse, poco a poco, hasta que se encontraron debajo de la embarcación y formaron como una cuna enrejada y perfectamente equilibrada. Entonces descendió el Módulo Cero, y el Proteus quedó suspendido en aquella especie de cesta.

El Módulo Cero no se detuvo al nivel del suelo, sino que siguió hundiéndose. Durante unos momentos, sólo se vio un agujero debajo del buque suspendido. Después, empezaron a elevarse unas paredes de pulido cristal en los bordes del hueco dejado por el Módulo Cero. Cuando estas paredes, transparentes y cilíndricas, hubieron alcanzado una altura de cuarenta y cinco centímetros sobre el nivel del suelo, se vio el brillo de un líquido El Módulo Cero ascendió de nuevo hasta llegar a ras del suelo, sosteniendo un cilindro de treinta centímetros de diámetro por un metro veinte de altura, lleno de fluido en sus dos terceras partes. El cilindro se apoyaba en una base circular de corcho, en la cual se leía la inscripción: «Solución salina».

El brazo del waldo, que había permanecido inmóvil durante esta maniobra, fue suspendido ahora sobre la solución. El buque quedó en la parte superior del cilindro, a treinta centímetros por encima del nivel de la solución.

Entonces el brazo empezó a descender, cada vez con mayor lentitud. Se detuvo cuando el Proteus estaba a punto de tocar el líquido, y reanudó la marcha a una velocidad registrada a la escala de uno a diez mil en el aparato de control. Las agujas de éste se movían velozmente ante los ojos del técnico, mientras el buque descendía a una velocidad inapreciable a simple vista.

¡Contacto! La embarcación siguió bajando hasta quedar medio sumergida. El técnico la mantuvo así durante unos instantes, y después, con la lentitud de siempre, fue abriendo las pinzas y, asegurándose de que los dientes no tocarían el barco, las sacó de la solución.

Con un suspiro contenido, levantó el brazo del aparato y desconectó el waldo.

—Bueno, saquémoslo de aquí —dijo a sus dos acompañantes; y, recordando de pronto, anunció en tono oficial y alterado—: ¡El buque en la ampolla, señor!

—¡Bravo! ¡Comprueben el estado de la tripulación! —dijo Carter.

El traslado desde el Módulo a la ampolla había sido delicadísimo, visto desde el mundo normal; pero todo lo contrario, visto desde el interior del Proteus.

Grant había radiado su mensaje de TODO BIEN, y, dominando la súbita sensación de mareo que le acometió al elevarse súbitamente la embarcación empujada por el Módulo Cero, dijo:

—Y ahora, ¿qué? ¿Más miniaturización? ¿Lo sabe alguno de ustedes?

—Antes de la nueva fase de miniaturización tenemos que sumergirnos —le respondió Owens.

—Sumergirnos, ¿dónde?

Pero esta vez no recibió respuesta. Volvió a contemplar el confuso universo de la sala de miniaturización, y entonces vio por primera vez a los gigantes.

Eran hombres, hombres que se movían a su alrededor, altos como torres en la opaca luz exterior, hombres que parecían acortarse hacia arriba y hacia abajo, como reflejados en gigantescos espejos deformantes La hebilla de un cinturón se había convertido en un cuadrado de metal de sesenta centímetros de anchura. Un zapato, allá en lo hondo, parecía un vagón de ferrocarril. En lo alto, una nariz como una montaña albergaba los dos túneles gemelos de sus ventanas. Los gigantes se movían con extraña lentitud.

—La impresión del tiempo —murmuró Michaels, mirando hacia arriba y consultando seguidamente su reloj.

—¿Qué? —preguntó Grant.

—Otra de las teorías de Belinski: con la miniaturización, se altera el sentido del tiempo. El tiempo normal parece alargarse y estirarse, de manera que cinco minutos parecen convertirse en diez, según calculo. Este efecto aumenta proporcionalmente con la miniaturización, pero no puedo decir con exactitud el grado de esta proporción.

Belinski carecía de los datos experimentales que ahora podríamos darle nosotros. —Mostró a Grant su reloj de pulsera—. Mire.

Grant lo miró, y consultó después el suyo. La manecilla de los segundos parecía avanzar muy lentamente. Se llevó el reloj al oído. Oyó únicamente el débil zumbido de su diminuto motor; pero este zumbido parecía ahora más grave.

—Esto es buena cosa —dijo Michaels—. Disponemos de una hora; mas, para nosotros, será como varias horas. Como muchísimas horas, tal vez.

—¿Quiere decir que nos moveremos con mayor rapidez?

—Para nosotros, nos moveremos con normalidad; pero, a los ojos de un observador del mundo exterior, creo que nos moveremos con gran rapidez, realizando una mayor actividad en un tiempo dado. Lo cual será una ventaja, si consideramos el poco tiempo de que disponemos.

—Pero…

Michaels movió la cabeza.

—¡Por favor! No puedo explicárselo con mayor claridad. Creo que comprendo la biofísica de Belinski, pero sus matemáticas están fuera de mi alcance. Tal vez Owens pueda ser más explícito.

—Se lo preguntaré después —dijo Grant—, si hay un después.

De pronto, el buque quedó nuevamente envuelto en luz, en luz blanca ordinaria. Grant advirtió que algo se movía y miró hacia la alto Algo bajaba sobre ellos; un par de pinzas gigantescas descendían a ambos lados de la embarcación.

Owens gritó:

—Comprueben todos su cinturón.

Grant no se molestó en hacerlo. Sintió un tirón a su espalda y se volvió todo lo que le permitían sus arreos. Cora le dijo:

—Sólo he querido comprobar si estaba usted bien sujeto.

—Únicamente por el cinturón —dijo Grant—, pero gracias de todos modos.

—Está bien. —Y, volviéndose hacia la derecha, dijo con solicitud—: Su cinturón, doctor Duval.

Éste respondió:

—Está bien. ¿Y el suyo?

Cora lo había aflojado al inclinarse hacia delante para sujetar el de Grant. Ahora lo apretó en el último momento.

Las pinzas habían descendido por debajo del alcance de las miradas y se estaban juntando como unas gigantescas y aplastantes mandíbulas. Grant, insensiblemente, se puso rígido. Las tenazas se detuvieron, volvieron a moverse y establecieron contacto. El Proteus sufrió una tremenda sacudida, y todos los de a bordo se sintieron empujados violentamente hacia la derecha y, después, con menos violencia, hacia la izquierda. Una fuerte y vibrante campanada pareció llenar todo el barco.

Después, silencio, y la clara sensación de estar suspendidos en el vacío. El buque oscilaba suavemente y temblaba todavía con mayor suavidad. Grant miró hacia abajo y vio una inmensa superficie roja que se hundía y se hacía cada vez más mate y más oscura, hasta perderse de vista. No tenía manera de saber a qué distancia se hallaban del suelo, a su actual escala; pero la sensación que experimentaba era parecida a la que sentía cuando se asomaba a la ventana de un vigésimo piso de una casa de apartamentos.

Si un objeto del tamaño que ahora tenía el buque cayese desde esta altura, no podía sufrir grandes daños. La resistencia del aire mitigaría la caída… Pero Grant recordó vivamente una observación hecha por Owens durante la instrucción. Él mismo estaba ahora constituido por el mismo número de átomos que un hombre en su tamaño normal, y no por los que hubiesen correspondido a un objeto de sus «actuales» dimensiones. Por consiguiente, era mucho más frágil, y también lo era el barco. Una caída desde aquella altura haría añicos la embarcación y mataría a todos sus tripulantes.

Contempló la cesta que sostenía el buque y no se detuvo a pensar lo que aquélla debía parecer a un hombre normal. Para él, era un conjunto de barras de acero de treinta centímetros de diámetro, trenzadas en un armazón continuo de metal. Por el momento, se sintió seguro.

Owens, con voz entrecortada por la excitación, declaró:

—¡Ahí viene!

Grant miró rápidamente en todas direcciones antes de descubrir qué era «aquello» que venía.

La luz brotaba ahora de la lisa y transparente superficie de un círculo de cristal lo bastante grande para rodear toda una casa. El círculo ascendía, suave y velozmente; y, de pronto, en lo profundo —precisamente debajo de ellos—, brilló el reflejo irisado y titilante de las luces sobre el agua.

El Proteus estaba suspendido sobre un lago. Las paredes de cristal del cilindro se elevaban alrededor del barco, y la superficie del lago no parecía estar ahora a más de quince metros debajo de ellos.

Grant se retrepó en su butaca. Se imaginaba fácilmente lo que vendría ahora. Por consiguiente, estaba apercibido y no sintió ningún mareo cuando el asiento pareció hundirse debajo de él. Era una sensación muy parecida a la que había experimentado una vez en un avión que se lanzó en picado sobre el océano. El aparato que había realizado la maniobra se había elevado de nuevo, según lo previsto; pero el Proteus —submarino transportado por los aires— no haría lo mismo.

Grant tensó sus músculos y, acto seguido, procuró distenderlos, a fin de que fuese su cinturón y no su cuerpo el que recibiese la sacudida. Chocaron, efectivamente, con el agua, y faltó poco para que la sacudida hiciera saltar los dientes de sus alvéolos.

Grant había esperado ver a través de la ventanilla un enorme surtidor, un muro de agua lanzado a gran altura. En vez de esto, vio una onda grandísima y delicadamente redondeada que se alejaba a gran velocidad. Después, siguieron otras ondas, mientras la embarcación penetraba en el agua.

Los dientes de las pinzas se abrieron y la embarcación se balanceó furiosamente y se detuvo, flotando e iniciando un lento giro.

Grant lanzó un profundo suspiro. Estaban sobre la superficie de un lago, sí; pero no se parecía a ninguno de los lagos que había visto.

Michaels dijo:

—¿Esperaba usted ver olas, Mr. Grant?

—Sí; en efecto.

—Debo confesarle que también yo. La mente humana es una cosa muy curiosa, Grant. Siempre espera ver lo que ya ha visto en el pasado. Hemos sido miniaturizados y colocados en un pequeño recipiente de agua. Pero a nosotros nos parece un lago, y por esto nos imaginamos que veremos olas, espuma, rompientes y todo lo demás. Pero, aparte del aspecto que tenga para nosotros, este lago no es tal, sino tan sólo un pequeño recipiente de agua, en el que se producen ondas, pero no verdaderas olas. Porque, por mucho que amplíe usted una onda, nunca será una ola.

—Bastante interesante —dijo Grant.

Las espesas ondas de fluido, que a escala normal habrían constituido pequeñas oleadas, seguían su carrera hacia fuera. Pero, al chocar con las lejanas paredes, volvieron atrás y produjeron interferencias que rompieron las ondas en pequeños montículos, mientras el Proteus subía y bajaba a ritmo vivo.

—¿Interesante? —dijo Cora, indignada—. ¿Es esto todo lo que sabe decir? ¡Es sencillamente magnífico!

—Las obras de su mano —añadió Duval— son majestuosas en todas las magnitudes.

—Muy bien —dijo Grant—. Estoy de acuerdo con esto, Magnífico y majestuoso. Concedido. Pero también un poco mareante, ¿no?

—¡Oh, Mr. Grant! —dijo Cora—. Tiene usted el don de echarlo todo a perder.

—Discúlpeme —dijo Grant.

Sonó la radio, y Grant transmitió de nuevo la señal de TODO BIEN, resistiendo el impulso de decir: TODOS MAREADOS.

Sin embargo, incluso Cora parecía hallarse incómoda. Tal vez él le había infundido la idea del mareo.

—Tendremos que sumergirnos por nosotros mismos —dijo Owens—. Desabróchese el cinturón, Grant, y abra las válvulas uno y dos.

Grant se puso en pie, tambaleándose, pero satisfecho de aquella limitada libertad de movimientos que le permitía andar un poco, y se dirigió a la válvula del mamparo señalada con el número uno.

—Lo haré yo —dijo Duval.

Sus miradas se cruzaron por un instante, y Duval, como confuso al tropezar con el súbito recelo de otro ser humano, sonrió, vacilante. Grant le devolvió la sonrisa y pensó, indignado: «¿Cómo puede ella abrigar algún sentimiento por esa montaña de estupidez?».

Al abrirse las válvulas, el fluido circundante inundó los correspondientes depósitos de la nave, y el líquido se elevó a su alrededor, subiendo cada vez más.

Grant subió un trecho de escalera y preguntó:

—¿Cómo va eso, capitán Owens?

Owens movió la cabeza.

—Es difícil decirlo. Las indicaciones de los manómetros carecen de sentido. Fueron proyectados para funcionar en un océano de verdad. ¡Maldita sea! Yo no concebí el Proteus para «esto».

—Tampoco mi madre me concibió para esto —dijo Grant.

Estaban totalmente sumergidos. Duval había cerrado las dos válvulas, y Grant volvió a su asiento.

Sujetóse de nuevo el cinturón, con un sentimiento que era casi de placer. Una vez debajo de la superficie, habían cesado los irregulares balanceos provocados por la pequeña marea y hallábanse en una deliciosa inmovilidad.

Carter aflojó la tensión de sus puños. Hasta entonces, todo había marchado bien. TODO BIEN, había dicho desde la embarcación, convertida ahora en una capsulita que brillaba sobre la solución salina.

—Fase tres —dijo.

El miniaturizador, cuyo brillo había sido amortiguado durante toda la segunda fase, volvió a resplandecer en todo su blanco esplendor, pero sólo en las secciones centrales de aquella especie de colmena.

Carter observaba con ansiedad. Al principio, no sabía si lo que veía era objetivamente real o si era producto de su imaginación excitada. Pero, no; la nave se estaba encogiendo una vez más.

El escarabajo de dos centímetros y medio estaba menguando de tamaño, y cabía presumir que al agua contigua le ocurría lo propio. El foco del miniaturizador era intenso y seguía la dirección exacta. Carter exhaló otro suspiro ahogado. Cada fase tenía su propio peligro.

Carter se imaginó lo que hubiera podido pasar si el rayo de luz hubiera sido menos exacto, si la mitad del Proteus se hubiese reducido rápidamente, y la otra mitad, al borde del rayo, no hubiese menguado o lo hubiese hecho con más lentitud. Pero no había ocurrido así, y ahuyentó la idea de su mente.

El Proteus era ahora como un puntito que se encogía cada vez más, hasta casi perderse de vista. De pronto, resplandeció todo el miniaturizador. Hubiese sido ya inútil enfocar el rayo en algo invisible.

«Bien, bien —pensó Carter—. Ahora, a reducirlo todo».

Y, efectivamente, el cilindro de líquido empezó a encogerse, cada vez más de prisa, hasta quedar reducido a una simple ampolla de cinco centímetros de altura y dos y medio de anchura, en alguna parte de cuyo miniaturizado fluido se hallaba el inframiniaturizado Proteus, del tamaño de una bacteria grande. El miniaturizador se oscureció de nuevo.

—Comuníquense con ellos —dijo Carter, con voz quebrada—. Que digan algo.

Y respiró con dificultad hasta recibir de nuevo el mensaje de TODO BIEN.

Cuatro hombres y una mujer que, solamente minutos antes, estaban ante él, de tamaño natural y llenos de vida, eran ahora unas diminutas pizcas de materia dentro de una nave del tamaño de un germen… y seguían viviendo.

Extendió las manos, con las palmas hacia abajo.

—Retiren el miniaturizador —dijo.

Y la última luz del aparato se extinguió, mientras éste era rápidamente retirado.

En un disco en blanco que había en la pared, a nivel ligeramente superior a la cabeza de Carter, apareció el número 60 en cifras negras.

Carter movió la cabeza en dirección a Reid.

—Tome el mando, Don. Disponemos de sesenta minutos a partir de este instante.