MINIATURIZACIÓN
Grant, ignorando en qué consistía la preparación, permaneció sentado donde estaba. Michaels se puso en pie, con rapidez casi convulsiva, y miró a su alrededor como si quisiera hacer una comprobación de última hora.
Duval dejó sus mapas a un lado y empezó a manipular en su equipo.
—¿Puedo ayudarle, doctor? —preguntó Cora. Él levantó la cabeza.
—¿Qué? ¡Oh, no! Sólo es cuestión de sujetar bien esta hebilla. Ya está.
—Doctor…
—¿Sí? —Volvió a mirar hacia arriba y se sintió súbitamente alarmado por la visible dificultad de Cora en expresarse—. ¿Tiene algún problema con el láser, Miss Peterson?
—¡Oh, no! Sólo quería decirle que lamento haber sido causa del lamentable incidente entre usted y el doctor Reid.
—¡Bah! No fue nada. No piense más en ello.
—Y muchas gracias por haberme traído. Duval respondió, gravemente:
—Su presencia me era absolutamente necesaria. Usted es la persona en quien tengo mayor confianza.
Cora se acercó a Grant, el cual, habiendo observado a Duval, manipulaba ahora con su propio equipo.
—¿Sabe cómo funciona esto? —le preguntó.
—Parece más complicado que esos cinturones corrientes de los aviones.
—Sí, lo es. Mire, ese gancho está mal colocado. Permítame…
Se inclinó sobre él, y Grant se encontró con una mejilla a muy poca distancia y oliendo un ligerísimo perfume. Pero se contuvo.
Cora le dijo en voz baja:
—Siento haber estado dura con usted; pero mi posición es muy difícil.
—En este momento, me parece deliciosa… ¡Oh! Perdóneme. Se me ha escapado.
—Mi posición en las FDMC —dijo ella— es idéntica a la de muchos hombres, pero me siento continuamente en dificultades por la circunstancia de mi sexo. O recibo demasiada consideración o excesiva condescendencia, y ambas cosas me molestan. Al menos, cuando trabajo. Me produce un sentimiento de frustración.
Grant tuvo la respuesta en la punta de la lengua, pero se contuvo una vez más. Sería violentísimo tener que dominar continuamente sus impulsos; tal vez no sería capaz de hacerlo.
—A pesar de su sexo —dijo—, y en lo sucesivo tendré cuidado en no propasarme a este respecto, es usted la persona más serena de cuantos estamos aquí, a excepción de Duval; aunque tengo la impresión de que éste no se ha dado cuenta de dónde está.
—No le menosprecie, Mr. Grant. Sabe perfectamente dónde está, se lo aseguro. Si está tranquilo, es porque sabe que la importancia de esta misión es mayor que la de su vida individual.
—¿Por el secreto de Benes?
—No. Porque será la primera vez que se habrá realizado la miniaturización en esta escala; y porque ésta habrá tenido por objeto salvar una vida.
—¿Será prudente emplear ese láser? —dijo Grant—. Después de lo que estuvo a punto de hacerle a mi dedo…
—En manos del doctor Duval, el láser destruirá el coágulo sin dañar una sola molécula del tejido circundante.
—Aprecia usted mucho su habilidad.
—Es una apreciación mundial. Y yo la comparto, con fundados motivos. He estado con él desde que obtuve mi título.
—Sospecho que no se muestra muy considerado ni muy condescendiente con usted, simplemente porque es una mujer.
—No, ciertamente.
Volvió a su asiento y se ciñó el cinturón con un ágil movimiento. Owens gritó:
—¡Doctor Michaels, estamos esperando!
Michaels, que se había levantado de su asiento y paseaba lentamente por la cabina, pareció vacilar un momento, como si estuviera pensando en otra cosa. Después, miró rápidamente a los demás, ya preparados, y dijo:
—¡Oh, sí!
Y se sentó, sujetándose su propio cinturón. Owens bajó de su torreta, comprobó rápidamente los cinturones, volvió a subir y se ciñó el suyo.
—Muy bien. Mr. Grant, dígales que estamos esperando. Grant obedeció, y, casi inmediatamente, tronó el altavoz:
Atención, Proteus. Atención, Proteus. Éste es el último mensaje oral que recibirán hasta que hayan terminado su misión. Disponen de sesenta minutos. Una vez lograda la miniaturización, el cronómetro del buque señalará el número sesenta. Deben observar continuamente este cronómetro, cuya saeta retrocederá una unidad por cada minuto que transcurra. No confíen, repito, no confíen en su impresión subjetiva sobre el paso del tiempo. Tienen que salir del cuerpo de Benes antes de que la aguja llegue al cero. En otro caso, matarán a Benes, aunque la operación haya tenido éxito. ¡Buena suerte!
Calló la voz. Grant, para animar a su desfalleciente espíritu, no encontró una observación más original que ésta:
—¡Ya está!
Él mismo se sorprendió al advertir que lo había dicho en voz alta.
Michaels, que estaba a su lado, dijo:
—Sí, ya está.
Y consiguió esbozar una débil sonrisa.
En su puesto de observación, Carter esperaba. Hubiera preferido hallarse en el Proteus, más que fuera de él. Sería una hora muy difícil, y le hubiera sido más fácil hallarse en un lugar donde pudiera conocer a cada instante la marcha de los acontecimientos.
Se estremeció al oír el súbito y agudo repiqueteo de un mensaje radiado en circuito abierto. El ayudante encargado de la recepción dijo, con voz pausada:
—El Proteus informa de que todo está dispuesto. Carter lanzó la orden:
—¡Miniaturizador!
El adecuado botón, rotulado MIN, del adecuado tablero, fue pulsado por el dedo adecuado del adecuado técnico. «Es como un ballet —pensó Carter—, con todo el mundo en su sitio y todos los movimientos previstos, en un baile cuyo final es imposible prever».
La pulsación del botón repercutió en la pared del fondo del cuarto de miniaturización, donde apareció, poco a poco, un enorme disco alveolado, suspendido de un raíl cerca del techo. El disco avanzó en dirección al Proteus, moviéndose sin ruido y sin la menor fricción, gracias a los chorros de aire que mantenían su brazo de suspensión a dos o tres milímetros por encima del raíl.
Los que estaban en el interior del Proteus podían ver con toda claridad aquel disco surcado geométricamente, que se acercaba como un monstruo picado de viruela.
La frente y la calva de Michaels transpiraban un sudor desagradable.
—Eso —dijo con voz ahogada por la emoción— es el miniaturizador.
Grant abrió la boca, pero Michaels prosiguió apresuradamente:
—No me pregunte cómo funciona. Owens lo sabe, pero yo, no.
Grant miró involuntariamente hacia arriba y atrás, en la dirección de Owens, el cual parecía hallarse tenso y rígido. Veíase claramente cómo agarraba con una de sus manos una palanca que, pensó Grant, debía de ser uno de los mandos más importantes de la embarcación; se asía a ella como si encontrase alivio en el contacto con algo material y poderoso. O tal vez el simple contacto con cualquier porción del buque diseñado por él resultábale alentador. Él, más que nadie, debía conocer la fuerza —o la debilidad— de la burbuja que habría de darles la sensación de una microscópica normalidad.
Grant miró a otra parte y tropezó con la figura de Duval, cuyos finos labios aparecían ligeramente fruncidos en una sonrisa.
—Parece usted inquieto, Mr. Grant. ¿No es su profesión el afrontar situaciones inquietantes sin sentirse inquieto?
¡Al diablo con él! ¿Cuántas décadas hacía que venían atiborrando al público con cuentos de hadas sobre los agentes secretos?
—No, doctor —dijo Grant, sin inmutarse—. En mi profesión, el que se enfrenta con situaciones inquietantes sin sentirse inquieto tardará poco en morir. Sólo se nos pide que actuemos inteligentemente, sean cuales fueren nuestros sentimientos. Por lo que veo, usted no se siente intranquilo.
—No. Sólo interesado. Me siento invadido por… por un sentimiento de asombro. Siento una enorme curiosidad y excitación, pero no inquietud.
—¿Cuáles son, a su entender, las probabilidades de muerte?
—Pocas, así lo espero. De todos modos, yo tengo el consuelo de la religión. Me he confesado y, para mí, la muerte no es más que un tránsito.
Grant no tenía ninguna respuesta lógica para esto, y guardó silencio. Para él, la muerte era un muro negro que sólo tenía un lado; pero había de confesar que, por muy lógico que le pareciese su concepto, era en aquel momento menguado remedio contra el gusanillo de la inquietud que (como Duval había advertido muy bien) se había colocado en su misma mente.
Se daba cuenta, con aflicción, de que tenía la frente húmeda, quizá tan húmeda como la de Michaels, y de que Cora le estaba observando con una expresión que su propio sentido de la vergüenza le hizo tomar por desprecio.
—Y usted, Miss Peterson —dijo impulsivamente—, ¿se ha confesado de «sus» pecados?
Ella le respondió fríamente:
—¿En qué pecados está usted pensando, Mr. Grant?
Tampoco pudo replicar a esto; por lo cual se dejó caer en su silla y levantó la cabeza para mirar el miniaturizador, que estaba ahora exactamente encima de ellos.
—¿Qué se siente cuando lo miniaturizan a uno, doctor Michaels?
—Nada, según creo. Es una forma de movimiento, una caída hacia dentro, y, como se hace a un ritmo constante, la sensación no es mayor que la que experimentamos al descender en una escalera automática a velocidad uniforme.
—Supongo que ésta es la teoría —dijo Grant, sin apartar los ojos de miniaturizador—; pero ¿cuál será la verdadera sensación?
—Lo ignoro. Jamás lo he experimentado. Sin embargo, los animales sometidos al proceso de miniaturización no dan la menor muestra de incomodidad. Continúan sus acciones normales sin interrupción, y esto sí que lo he comprobado personalmente.
—¿Los animales? —Grant se volvió a mirar a Michaels, con súbita indignación—. ¿Los animales? ¿Quiere decir que, hasta ahora, ningún hombre ha sido miniaturizado?
—Temo —respondió Michaels— que nos cabe el honor de ser los primeros.
—¡Qué emocionante! Permítame que le haga otra pregunta. ¿Cuál ha sido el grado máximo de miniaturización aplicado con éxito a una criatura…, a una criatura viviente?
—A un cincuentavo —respondió Michaels, brevemente.
—¿Qué?
—Un cincuentavo. Quiero decir que la reducción se ha hecho a una cincuentava parte del tamaño normal.
—Lo cual equivaldría a reducir mi altura a poco menos de cuatro centímetros.
—Sí.
—Pero ahora la reducción será mucho mayor.
—Sí. Aproximadamente a una millonésima, según creo. Owens puede darle la cifra exacta.
—La cifra exacta me tiene sin cuidado. Lo que importa es que el grado de miniaturización será más elevado todo lo que se ha intentado hasta ahora.
—Efectivamente. Pero esto nos lo dijeron ya… ¿Acaso no estaba usted escuchando?
—Por lo visto, no —dijo Grant, sombríamente—. Hay cosas que no se captan la primera vez que uno las oye. Pero, dígame, ¿cree usted que podremos soportar el inmenso honor que se nos hace en nuestra carrera de pioneros?
—Temo, Mr. Grant —dijo Michaels, acentuando el matiz de ironía que teñía sus palabras—, que no tendremos más remedio que aguantarlo. En realidad, estamos siendo ya miniaturizados; en este preciso instante; y, por lo visto, no lo había usted advertido.
—¡Dios santo! —murmuró Grant, y volvió a mirar hacia arriba, con una especie de atención helada y fija.
La base del miniaturizador brillaba con una luz incolora que resplandecía sin cesar. No parecía que la percibiesen los ojos, sino el sistema nervioso en general; de modo que, cuando Grant cerró los ojos, todos los objetos reales se desvanecieron, pero la luz permaneció visible como una vaga e informe radiación.
Michaels debió de observar cómo cerraba Grant inútilmente sus ojos, pues le dijo:
—No es luz. Ni es radiación electromagnética de clase alguna. Es una forma de energía que no pertenece a nuestro universo normal. Afecta a las extremidades nerviosas, y nuestro cerebro la interpreta como luz porque no sabe interpretarla de otro modo.
—¿Y es peligrosa?
—No, que se sepa; pero debo confesar que nada ha sido sometido a ella a un grado tan intenso como ahora.
—¡Otra vez los pioneros! —murmuró Grant.
Duval exclamó:
—¡Formidable! ¡Es como la luz de la creación!
En respuesta a la radiación, las baldosas hexagonales resplandecían debajo del buque, y el propio Proteus parecía encendido por dentro y por fuera. La silla en que Grant se sentaba hubiérase dicho que era de fuego, pero permanecía sólida y fresca. Incluso el aire que le envolvía se encendió, y Grant respiró la fría luz.
Sus compañeros de viaje, y sus propias manos, hallábanse envueltos en aquel fuego frío.
La mano luminosa de Duval trazó la señal de la cruz en rápido movimiento, y sus relucientes labios se movieron.
—¿Por fin tiene usted miedo, doctor Duval? —dijo Grant.
Y Duval le respondió, con voz pausada:
—No sólo se reza por miedo, sino como acción de gracias por sernos dado ver las grandes maravillas de Dios.
Grant tuvo que confesarse que también esta vez había perdido. Las cosas le estaban saliendo bastante mal.
Owens gritó:
—¡Miren las paredes!
Los muros de la habitación alejábanse ahora visiblemente, y el techo ascendía con rapidez. Todos los extremos de la espaciosa estancia aparecían envueltos en una penumbra creciente y espesa; tanto más espesa cuanto que se percibía a través de un aire resplandeciente. El miniaturizador se había convertido en algo enorme, cuyos bordes se habían perdido ya de vista. En cada hueco de sus alvéolos había una porción de aquella luz fantasmal; era como una multitud de estrellas desplazándose en un cielo negro.
Grant sintió que la emoción aplacaba su nerviosismo. Haciendo un esfuerzo, dirigió una rápida ojeada a los otros. Todos ellos miraban hacia arriba, hipnotizados por la luz, por las vastas distancias salidas de la nada, por aquella habitación convertida en universo y por aquel universo que se perdía de vista.
Sin previo aviso la luz menguó hasta adquirir un color rojo opaco, y la señal de la radio empezó a sonar con bruscas y agudas vibraciones. Grant dio un respingo.
Michaels dijo:
—Belinski sostuvo en el «Rochefeller» que las sensaciones subjetivas tenían que cambiar con la miniaturización. No se le hizo mucho caso, pero ciertamente, esa señal ha sonado de un modo distinto.
—Pero no su voz —dijo Grant.
—Esto se debe a que usted y yo estamos miniaturizados por un igual. Me refería a las sensaciones que cruzan la barrera de la miniaturización, a las sensaciones que vienen de fuera.
Grant descifró y leyó el mensaje que acababa de llegar:
—MINIATURIZACIÓN TEMPORALMENTE SUSPENDIDA. ¿VA TODO BIEN? ¡CONTESTEN EN SEGUIDA!
—¿Están todos bien? —gritó Grant irónicamente. Y, como nadie le respondiera, añadió:
—Quien calla otorga.
Y transmitió: TODO BIEN.
Carter se humedeció los resecos labios. Observó, con atención dolorosa, cómo se encendía el miniaturizador, y pensó que todos los que se hallaban en la estancia, hasta el último de los técnicos, experimentaba lo mismo que él.
Nunca, hasta entonces, se habían miniaturizado a un ser humano. Ningún objeto de las dimensiones del Proteus había sido miniaturizado jamás. Nada, hombre o animal, grande o pequeño, había sido miniaturizado a un grado tan extraordinario. Y la responsabilidad era suya. Toda la responsabilidad de esa prolongada pesadilla era suya.
—¡Ya empieza! —dijo, en un murmullo que era casi de entusiasmo, el técnico que estaba al cuidado del botón del miniaturizador.
La frase cundió por el sistema de comunicaciones, y Carter observó cómo el Proteus se encogía.
El comienzo fue muy lento, de manera que sólo podía advertirse lo que ocurría por el cambio en la posición relativa de las estructuras hexagonales del suelo en que se apoyaba el buque. Las que estaban parcialmente ocultas bajo el casco del submarino aparecieron en su totalidad, y otras que antes estaban totalmente cubiertas empezaron a mostrarse. Los hexágonos surgían alrededor del Proteus, y la velocidad de miniaturización fue aumentando, hasta que el buque pareció un pedazo de hielo fundiéndose sobre una superficie caliente.
Carter había observado centenares de miniaturizaciones, pero nunca le habían producido el tremendo efecto que ahora experimentaba. Era como si el buque se hundiese en un agujero profundo, insondable, cayendo en medio de un absoluto silencio y haciéndose cada vez más pequeño, a medida que la distancia se convertía en millas, en decenas y en centenares de millas. El barco era ahora como un blanco escarabajo posado en el hexágono central, inmediatamente debajo del miniaturizador; posado en el único hexágono rojo de aquel mundo de polígonos blancos: el Módulo Cero. El Proteus seguía cayendo, hundiéndose. Carter, haciendo un esfuerzo, levantó la mano. El resplandor del miniaturizador adquirió un tono rojo opaco, y la operación se interrumpió.
—Averigüen cómo están, antes de continuar.
Cabía en lo posible que estuvieran muertos o que —y esto no sería mejor— se hallaran imposibilitados de realizar con eficacia la tarea que les había sido encomendada. En este caso, todo estaría perdido, y era mejor saberlo.
El técnico de comunicaciones dijo:
—Recibida la respuesta. Dice: TODO BIEN.
Carter pensó: Si están incapacitados para operar, es posible que no puedan darse cuenta de su incapacidad. Pero esto es algo que no tenemos manera de comprobar. Debemos pensar que todo marcha bien, si así lo dice la tripulación del Proteus.
—Eleven el buque —dijo.