Capítulo V

SUBMARINO

La actividad de la sala de hospital había alcanzado el grado máximo. Todo el mundo se movió de prisa, casi a la carrera. Sólo la figura que yacía en la mesa de operaciones permanecía inmóvil. Estaba cubierto por una gruesa manta térmica, provista de numerosos serpentines por los que circulaba la materia refrigerante. El cuerpo, desnudo, se estaba congelando hasta el punto en que la vida quedaba reducida a un ligero soplo.

La cabeza de Benes aparecía ahora afeitada y marcada, como una carta de navegar, con líneas numeradas de longitud y de latitud. Su rostro dormido tenía una expresión de tristeza, helada también en el semblante.

En una de las paredes había otra reproducción de su sistema circulatorio, ampliada hasta el punto de que el pecho, el cuello y la cabeza cubrían toda la pared, de lado a lado y del suelo al techo. Era como un bosque en el que los grandes vasos tenían el grosor del brazo de un hombre, mientras los capilares llenaban como una red los espacios intermedios.

En la torre de control, situada sobre la sala de operaciones, se hallaban Carter y Reid, observando. Podían ver los cuadros de monitores, ante cada uno de los cuales había un técnico sentado y embutido en su uniforme de las FDMC, como una sinfonía en blanco.

Carter se dirigió a la ventanilla, mientras Reid decía pausadamente por el micrófono:

—Lleven el Proteus a la sala de miniaturización.

Era costumbre dar estas órdenes sin alzar mucho la voz, y en la sala reinaba el silencio. La manta térmica recibía los últimos y apresurados toques Cada uno de los técnicos estudiaba su monitor con el amor de un recién casado que se encuentra al fin solo con su novia. Las enfermeras evolucionaban alrededor de Benes como grandes mariposas de alas blancas. Con los preparativos del Proteus para la miniaturización, todos comprendían que había empezado la última fase de la cuenta atrás.

Reíd oprimió un botón.

—¡Corazón! —dijo.

El sector del corazón apareció detalladamente en la pantalla de televisión que Reid tenía delante. La banda sonora reprodujo los latidos, que sonaron opacos y con agorera lentitud.

—¿Cómo va, Henry?

—Perfectamente. Se mantiene a un ritmo regular de treinta y dos pulsaciones por minuto. Ninguna anomalía acústica ni electrónica. El resto del cuerpo debe de estar igual.

—Bien.

Reid apagó la imagen. Para un hombre de corazón, ¿podía algo ir mal, si el corazón funcionaba bien?

Pasó al sector de los pulmones. La pantalla se animó súbitamente, reflejando los movimientos respiratorios.

—¿Todo bien, Jack?

—Sí, doctor Reid. Hemos bajado el ritmo respiratorio a seis por minuto. Imposible rebajarlo más.

—No les pido que lo hagan. Sigan igual.

Ahora, la hipotermia. Este sector era más extenso que los otros. Afectaba a todo el cuerpo, y el personaje central era el termómetro. Los aparatos registraban la temperatura de los miembros y de diversos puntos del torso, y, mediante delicados contactos, podía saberse el grado de calor del cuerpo a profundidades exactas por debajo de la piel. Los diferentes registros anotaban constantemente las oscilaciones de la temperatura, y cada uno de ellos llevaba su correspondiente rótulo: «Circulatorio», «Respiratorio», «Cardíaco», «Renal», «Intestinal», etcétera.

—¿Algún problema, Sawyer? —preguntó Reid.

—No, señor. La temperatura general es de veintiocho grados centígrados; ochenta y dos Fahrenheit.

—Huelga la equivalencia; gracias.

—Sí, señor.

A Reid le parecía sentir aquel frío en sus propias entrañas. Dieciséis grados Fahrenheit por debajo de la temperatura normal; dieciséis grados cruciales, que reducían el metabolismo a un tercio de lo normal; la necesidad de oxígeno, a un tercio; y también los latidos del corazón, y la velocidad del torrente circulatorio, y la escala de vida, y la tensión sobre el cerebro bloqueado por el coágulo…, haciendo con todo ello más favorable el medio en que habría de moverse la embarcación, a punto de penetrar en la jungla del interior humano.

Carter se acercó a Reid.

—¿Todo a punto, Don?

—En la medida de lo posible, habida cuenta de que ha tenido que improvisarse de la noche a la mañana.

—Lo dudo.

Reid enrojeció.

—¿Qué quiere decir con esto, general?

—Que no había nada que improvisar. Sé perfectamente que ha estado usted asentando los cimientos para la experimentación biológica de la miniaturización. ¿Había planeado, concretamente, la exploración del sistema circulatorio humano?

—Concretamente, no. Pero mi equipo ha estado trabajando en estos problemas como cosa corriente. Era su trabajo.

—Don… —Carter vaciló, y prosiguió luego con voz tensa—: Si esto fracasa, Don, alguien pedirá una cabeza para adornar el salón de trofeos del Congreso, y esta cabeza será la mía. Si tiene éxito, usted y sus hombres saldrán glorificados. Si esto ocurre, no trate de llevar las cosas demasiado lejos.

—Los militares deben llevar la voz cantante, ¿eh? ¿Me está diciendo que no me entrometa?

—Sería lo más prudente. Y otra cosa: ¿qué hay de malo con la chica, Cora Peterson?

—Nada. ¿Por qué?

—Levantó usted mucho la voz. Le oí cuando me disponía a entrar en la sala de conferencias. ¿Hay algún motivo que desaconseje su presencia a bordo?

—Es una mujer. Puede ser un estorbo en caso de emergencia. Además…

—¿Qué?

—Si quiere que le diga la verdad, Duval asumió su tono acostumbrado de Yo-soy-la-ley-y-los-profetas, y yo me opuse automáticamente. ¿Hasta qué punto se fía «usted» de Duval?

—¿Qué quiere decir con esto de «si me fío»?

—¿Cuál es el verdadero motivo de enviar a Grant con la expedición? ¿A quién tiene que vigilar?

Carter respondió, en tono grave y ronco:

—No le he dicho que vigile a nadie. La tripulación debería estar ya en el pasillo de esterilización.

Grant husmeó el débil olor a medicina que flotaba en la atmósfera y celebró tener oportunidad de afeitarse rápidamente. El uniforme de FDMC tampoco estaba mal; de una pieza, con cinturón, y representativo de un extraño entroncamiento de la medicina y la aventura. El que le habían proporcionado le apretaba un poco debajo de las axilas, pero, a fin de cuentas, sólo tendría que llevarlo una hora.

En fila india, él y los demás expedicionarios pasaron por el débilmente iluminado corredor, rico en rayos ultravioleta. Llevaban gafas oscuras para precaverse de los peligros de la radiación.

Cora Peterson caminaba inmediatamente delante de Grant. Éste lamentó llevar aquellas gafas oscuras que hacían aparecer borroso el interesante modo de andar de la mujer.

Deseoso de entablar conversación, preguntó:

—¿Es suficiente este paseo para esterilizarnos, Miss Peterson?

Ella volvió brevemente la cabeza y respondió:

—Creo que puede usted desechar sus temores masculinos.

Grant apretó los labios. Se lo había buscado. Dijo:

—Juzga usted mal mi ignorancia, Miss Peterson, y abusa de mí con su cultura.

—No quise ofenderle.

La puerta del extremo del pasillo se abrió automáticamente, y Grant, con el mismo automatismo, cerró la brecha abierta entre ambos y alargó la mano a la joven. Ésta hizo caso omiso de ello y cruzó la puerta, pisándole los talones a Duval.

—No hubo ofensa. Pero lo que quise decir es que no estamos realmente esterilizados. Me refiero a los microbios. En el mejor de los casos, ha quedado esterilizada nuestra superficie. En cambio, nuestro interior hierve de gérmenes.

—Considerado de este modo —replicó Cora—, tampoco Benes está esterilizado. De microbios, quiero decir. Pero, cuantos más gérmenes matemos, menos serán los que introduzcamos en su cuerpo. Nuestros gérmenes serán miniaturizados con nosotros, y no sabemos hasta qué punto estos gérmenes reducidos pueden afectar al ser humano si son introducidos en su torrente sanguíneo. Por otra parte, los gérmenes miniaturizados que se encuentren en su torrente circulatorio volverán a su tamaño normal al cabo de una hora, y esta expansión, si estamos en lo cierto, puede ser perjudicial. Cuanto menos tiempo se vea Benes sometido a factores ignorados, tanto mejor. —Movió la cabeza—. Hay muchas cosas que desconocemos. Y esto, ciertamente, es un mal sistema de experimentación.

—Pero no podemos elegir, ¿verdad, Miss Peterson? A propósito, ¿puedo llamarla Cora durante el viaje?

—Lo mismo me da.

Habían penetrado en una espaciosa habitación, circular y revestida de cristales. Estaba totalmente embaldosada con azulejos hexagonales, de unos noventa centímetros de anchura y cubiertos de una especie de ampollas semicirculares y tupidas, todo ello de un material cristalino y de un color blanco lechoso. En el centro de la estancia, había una baldosa aislada, parecida a las demás pero de color rojo oscuro.

Ocupando la mayor parte de la pieza, veíase una blanca embarcación, de unos quince metros de longitud y en forma de herradura, provista de una bóveda que tenía la parte anterior como de vidrio y que estaba rematada por otra especie de burbuja más pequeña y completamente transparente. La embarcación se hallaba sobre un ascensor hidráulico y, en aquel momento, lo estaban situando en el centro de la sala.

Michaels se había acercado a Grant.

—El Proteus —dijo—. Nuestra residencia durante una hora, aproximadamente.

—¡Qué grande es esta sala! —dijo Grant, mirando a su alrededor.

—Es nuestra sala de miniaturización. Ha sido utilizada para la reducción de piezas de artillería y pequeñas bombas atómicas. También puede servir para albergar insectos aumentados de tamaño, como, por ejemplo, hormigas del tamaño de locomotoras, para su fácil estudio. Estos experimentos biológicos no han sido todavía autorizados, pero hemos hecho subrepticiamente un par de ensayos en este sentido. Ahora colocan al Proteus sobre el Módulo Cero; me refiero al rojo. Después, supongo que embarcaremos. ¿Nervioso, Mr. Grant?

—¡Y tanto! ¿Y usted?

Michaels inclinó la cabeza con irónico asentimiento.

—¡Y tanto!

El Proteus había sido ajustado a su soporte, y fueron retirados los ascensores hidráulicos que lo habían colocado en su sitio. A uno de los lados había una escalerilla que conducía a la entrada.

La embarcación resplandecía de aséptica blancura, desde la agresiva proa hasta el doble «jet» y la enhiesta aleta de la popa.

Owens dijo:

—Yo entraré el primero. Cuando dé la señal, subirán todos los demás.

Y empezó a subir por la escalerilla.

—Es su barco —murmuró Grant—. ¿Y por qué no? —Después se volvió a Michaels—. Parece más nervioso que nosotros.

—Es su carácter. Siempre «parece» estar nervioso, y si de veras lo está, no le faltan motivos. Está casado y tiene dos hijas pequeñas. Duval y su ayudante son solteros.

—También yo —dijo Grant—. ¿Y usted?

—Divorciado. Sin hijos. Conque ya ve…

Owens podía ser visto ahora claramente, en aquella especie de ampolla de la cima. Parecía observar atentamente los objetos que tenía delante. Después agitó una mano, invitando a los otros a subir. Michaels le respondió y echó escalera arriba. Duval le siguió. Grant le cedió el paso a Cora antes de subir él.

Todos ocupaban ya sus asientos cuando Grant cruzó la portezuela que hacía de escotilla. Arriba, en el único asiento elevado y aislado, estaba Owens al cuidado de los mandos. Abajo, había otros cuatro asientos. Los dos de popa, uno a cada lado, estaban ocupados por Cora y Duval; aquélla, a la derecha, cerca de la escalerilla que conducía arriba, y éste, a la izquierda. Los otros dos asientos, muy juntos, estaban a proa. Michaels había ocupado ya el de la izquierda. Grant se sentó a su lado.

A ambos costados de la embarcación se hallaban unas tarimas de trabajo y una instalación que parecía de mandos auxiliares. Debajo de las tarimas había unos departamentos, y, en la parte de popa, dos pequeños cuartos, uno de trabajo y el otro que servía de almacén.

El interior no había sido todavía iluminado. Michaels dijo:

—Vamos a asignarle trabajo, Grant. En circunstancias ordinarias, un técnico en comunicaciones habría ocupado su puesto. Quiero decir, uno de nuestros hombres. Pero, ya que es usted experto en comunicaciones, cuidará de la radio. Supongo que no tendrá ningún problema.

—De momento no puedo ver muy bien…

—Escuche, Owens —gritó Michaels—. ¿Cómo andamos de fuerza?

—Bien. Estoy comprobando ciertos detalles.

Michaels se volvió de nuevo a Grant y le dijo:

—No creo que la radio tenga nada de particular. Es el único aparato no nuclear que llevamos en el barco.

—Supongo que no habrá dificultades.

—Muy bien. Tranquilícese, pues. Todavía transcurrirán unos minutos antes de la miniaturización. Los otros están ocupados. Yo, si no le importa, hablaré un poco.

—Adelante.

Michaels se retrepó en su asiento.

—Todos tenemos reacciones específicas contra el nerviosismo. Algunos encienden cigarrillos… De paso le diré que está prohibido fumar a bordo…

—Yo no fumo.

—Otros beben, y otros se muerden las uñas. Yo hablo…, siempre, naturalmente, que no me quede sin habla. Entre ambas cosas, no hay más que un paso. Me preguntó usted acerca de Owens. ¿Siente algún recelo por su causa?

—¿Por qué he de sentirlo?

—Estoy seguro de que Carter así lo espera. Carter es un hombre muy suspicaz. Propenso a la paranoia. Sospecho que ha meditado mucho en la circunstancia de que Owens estaba en el coche con Benes en el momento del accidente.

—También yo he pensado en esto —dijo Grant—. Pero ¿qué significa? Si quiere usted dar a entender que Owens pudo preparar el atentado el interior del coche era el peor lugar en que podía encontrarse.

—No sugiero nada de esto —dijo Michaels, sacudiendo vigorosamente la cabeza—. Únicamente trato de rehacer los razonamientos de Carter. Supongamos que Owens fuese un agente enemigo, que se hubiese pasado a su bando durante uno de sus viajes a ultramar para asistir a conferencias científicas…

—¡Qué dramático! —dijo Grant, secamente—. ¿Han asistido a tales conferencias otras personas que están a bordo?

Michaels reflexionó un momento.

—En realidad —dijo—, todos nosotros. Incluso la chica asistió el año pasado a una breve reunión, en la cual Duval leyó una comunicación. Pero, de todos modos, supongamos que fuese Owens el que se hubiera pasado. Digamos que le asignaran la tarea de asegurarse de la muerte de Benes, aunque para ello tuviera que arriesgar la propia vida. También el conductor del coche atacante sabía que iba a morir; e igualmente lo sabían los cinco hombres que dispararon los fusiles. A la gente parece no importarle la muerte.

—Y Owens puede estar dispuesto a morir antes que permitirnos que triunfemos. ¿Estará por esto nervioso?

—¡Oh, no! Lo que sugiere usted es completamente inverosímil. Puedo admitir, teóricamente, que Owens estuviese dispuesto a dar la vida por un ideal, pero no a sacrificar el prestigio de su barco haciéndolo fracasar en su primera misión importante.

—Entonces, cree usted que podemos eliminarlo y olvidar la posibilidad de que nos juegue una mala pasada en las encrucijadas, ¿eh?

Michaels le dedicó una risita amable, y en su cara de luna llena se pintó una expresión de genialidad.

—Desde luego. Pero apostaría a que Carter ha pensado en todos y cada uno de nosotros. Y que usted también lo ha hecho.

—Por ejemplo, ¿en Duval? —dijo Grant.

—¿Y por qué no? Cualquiera de nosotros podría estar a favor del Otro Lado. Tal vez no por dinero; estoy seguro de que ninguno de los presentes se dejaría comprar; pero sí por un idealismo equivocado. La miniaturización, por ejemplo, es actualmente un arma de guerra, y mucha gente, en nuestro país, es contraria a este aspecto de la cuestión. Hace unos meses, fue enviada al presidente una declaración a este respecto; una petición para que se pusiese término a la carrera de miniaturización y se estableciese un programa conjunto con otras naciones para su estudio con fines pacíficos de investigación biológica, sobre todo en el campo de la medicina.

—¿Quiénes participaron en este movimiento?

—Muchísimos. Duval fue uno de sus más destacados y vociferantes promotores. Y si he de ser veraz, también yo firmé la declaración. Le aseguro que todos los firmantes fuimos sinceros. Yo lo era, y sigo siéndolo. Es posible argumentar en el sentido de que el descubrimiento de Benes para la duración ilimitada de la miniaturización puede, si tiene éxito, aumentar en gran manera el peligro de guerra y de destrucción total. En este caso, tanto Duval como yo podríamos estar ansiosos de que Benes muriera antes de que pudiese hablar. En cuanto a mí, puedo negar que tenga este móvil. Al menos, hasta este extremo. Por lo que atañe a Duval, su gran problema radica en su desagradable personalidad. Hay muchos que se alegrarían de poder sospechar de él. Michaels ladeó la cabeza y añadió:

—En cuanto a esa chica…

—¿Firmó también?

—No. La declaración fue firmada únicamente por personas de acreditada experiencia. Pero ¿por qué está aquí?

—Porque Duval insistió en ello. Nosotros presenciamos lo que pasó.

—Sí; pero ¿por qué se prestó ella a su insistencia? Es joven y muy bonita. Él la aventaja en veinte años y no siente el menor interés por ella… ni por ningún ser humano. ¿Está ella deseosa de venir con nosotros por Duval… o por otra razón de índole más política?

—¿Está usted celoso, doctor Michaels? —dijo Grant.

Michaels pareció sorprendido. Después sonrió.

—Nunca había pensado en esto, se lo aseguro. Y, sin embargo, es posible que lo esté. No soy más viejo que Duval, y, si de veras se interesa ella por los hombres maduros, sería para mí un placer que me prefiriese. Pero, a pesar de mis prejuicios, cabría reflexionar sobre sus móviles.

La sonrisa de Michaels se desvaneció, y el hombre adoptó de nuevo un aspecto grave.

—Además, y a fin de cuentas, la seguridad de esta embarcación no depende únicamente de nosotros, sino también de aquellos que nos controlan hasta cierto punto desde el exterior. El coronel Reid estaba a favor de la declaración, igual que cualquiera de nosotros, aunque, como militar, no podía intervenir en actividades políticas. Pero, si su nombre no figuró en la petición, no le faltó a ésta su voz. Se peleó con Carter a causa de esto. Antes eran buenos amigos.

—Mal asunto —dijo Grant.

—Y luego está el propio Carter. Su misma paranoia.

La tensión del trabajo que se desarrolla aquí puede producir inestabilidad en el hombre más cuerdo. Me pregunto si podemos estar completamente ciertos de que Carter no haya sido un poco desviado…

—¿Cree que lo ha sido?

Michaels extendió los brazos.

—¡No, claro que no! Ya le dije que esto no era más que una charla terapéutica. ¿O preferiría que me estuviera aquí sentado, sudando o chillando a media voz?

—No, creo que no —dijo Grant—. Continúe, por favor. Mientras lo estoy escuchando, no tengo tiempo de sentir mi pánico. Creo que ya ha mencionado a todos.

—Se equivoca. He dejado deliberadamente para el final al personaje más sospechoso. En realidad, podemos afirmar que es norma general que el personaje menos sospechoso en apariencia esté obligado a ser el culpable. ¿No lo cree usted así?

—Evidente —dijo Grant—. Y este personaje menos sospechoso, ¿quién es? ¿O ha llegado el momento en que suena un disparo y usted se derrumba y cae al suelo cuando se dispone a pronunciar el nombre del criminal?

—Nadie me está apuntando, al parecer —dijo Michaels—. Creo que tendré tiempo de decirlo. El personaje menos sospechoso es, evidentemente, usted mismo, Grant. ¿Quién podría serlo menos que el agente de confianza, destinado a custodiar el barco durante la misión? ¿Puede confiarse en usted, Grant?

—No estoy muy seguro. Sólo tiene usted mi palabra, y, ¿qué vale ésta?

—Exacto. Usted ha estado en el Otro Lado; ha estado allí más a menudo y en circunstancias mucho más incógnitas que todos los presentes en el barco. Esto es seguro. Supongamos que, por cualquier medio, hubiesen logrado comprarle.

—Supongo que cabe en lo posible —dijo Grant, sin alterarse—. Pero yo traje a Benes sano y salvo.

—Cierto; y lo hizo sabiendo, tal vez, que lo liquidarían en la siguiente etapa, dejándole a usted al margen del atentado y en disposición de cumplir ulteriores misiones, como la actual.

—Creo que piensa usted lo que dice —declaró Grant. Pero Michaels movió la cabeza.

—No, no lo pienso. Discúlpeme; temo haber empezado a mostrarme ofensivo. —Se pellizcó la nariz y dijo—: Quisiera que empezasen de una vez la miniaturización. Entonces tendría menos tiempo para pensar.

Grant se sintió incómodo. El rostro de Michaels adquirió una clara expresión de temor al cesar sus palabras zumbonas. Gritó:

—¿Cómo va eso, capitán?

—Todo listo, todo listo —respondió la voz ronca y metálica de Owens.

Se encendieron las luces. Inmediatamente, Duval abrió varios cajones que había a su lado y empezó a sacar y estudiar los planos. Cora inspeccionó el láser cuidadosamente.

—¿Puedo subir ahí, Owens? —dijo Grant.

—Puede asomar la cabeza, si lo desea —respondió Owens—. No hay sitio para más.

Grant dijo en voz baja:

—Tranquilícese, doctor Michaels. Le dejaré solo unos minutos y así podrá temblar a gusto, si lo desea, sin que nadie lo observe.

La voz de Michaels era seca y sus palabras parecían formarse con dificultad.

—Es usted muy considerado, Grant —dijo—. Si hubiera dormido las horas que acostumbro…

Grant se levantó y se dirigió hacia popa, sonriendo a Cora, la cual se apartó fríamente para dejarle pasar. Después subió rápidamente por la escalerilla y miró hacia arriba y a su alrededor, diciendo:

—¿Cómo sabrá usted el rumbo que ha de tomar?

—Tengo aquí los mapas de Michaels —dijo Owens.

Pulsó un botón y, en una de las pantallas que tenía delante, apareció inmediatamente una copia del sistema circulatorio que Grant había visto ya repetidas veces. Owens oprimió otro botón y una parte del mapa brilló con un tono anaranjado e irisado.

—Nuestra ruta prevista —dijo—. Michaels me orientará cuando sea necesario, y, como vamos impulsados por energía nuclear, Carter y los otros podrán seguirnos con toda precisión. Contribuirán a orientarnos, si cuida usted debidamente de la radio.

—Tiene usted un tablero de mandos muy complicado.

—Terriblemente complicado —dijo Owens, con visible orgullo—. Un botón para cada cosa, por decirlo así, y tan firmes como me fue posible. El submarino estaba destinado para actuar a grandes profundidades, ¿sabe?

Grant bajó de nuevo y una vez más se apartó Cora para dejarle pasar. Concentraba toda su atención en el láser, manipulando lo que parecían herramientas de relojero.

—Eso parece complicado —dijo Grant.

—Es un láser rojo —dijo Cora, brevemente—, si sabe usted lo que esto significa.

—Sé que lanza un apretado rayo de luz monocromática coherente, pero no tengo la menor idea de cómo funciona.

—Entonces le aconsejo que vuelva a su sitio y me deje trabajar.

—Sí, señorita. Pero si tiene que coser alguna pelota de fútbol, le ruego que me avise.

Cora dejó a un lado un pequeño destornillador, se frotó las puntas de los enguantados dedos y dijo:

—Mr. Grant…

—Diga, señorita.

—¿Se ha propuesto hacer odiosa esta gran empresa con su sentido del humor?

—No; claro que no. Pero ¿cómo tengo que hablarle?

—Como a un compañero de la tripulación.

—Es que usted, además, es una joven.

—Lo sé, Mr. Grant; pero ¿qué le importa a usted eso? No hace falta que me demuestre con todas sus observaciones y ademanes que se ha dado cuenta de cuál es mi sexo. Es fastidioso e inútil. Cuando todo esto haya terminado, y si sigue sintiéndose obligado a practicar el ritual que suele representar ante las muchachas, le responderé de la manera que estime más conveniente; pero, ahora…

—Está bien. Lo considero una cita para después.

—Y he de decirle algo más, Mr. Grant.

—¿Sí?

—No quiera escudarse en su calidad de ex jugador de fútbol. Es algo que me tiene sin cuidado.

Grant tragó saliva y dijo:

—Algo me dice que mi ritual va a fallar, pero…

Ella no le prestaba ya atención y había vuelto a su láser. Grant se quedó observándola, a su pesar, con la mano apoyada en el tablero, siguiendo los menores movimientos de sus seguros dedos.

—Si al menos fuese un poco más frívola… —suspiró.

Afortunadamente ella no le oyó o, al menos, no dio señales de haberle oído.

Sin previo aviso, Miss Peterson le asió una mano, y Grant tuvo un ligero sobresalto al contacto de sus cálidos dedos.

—Discúlpeme —dijo Cora, y apartó a un lado la mano de él y la soltó.

Casi inmediatamente, apretó un contacto del láser y brotó un hilo de luz roja que fue a chocar con el metal en que él había tenido apoyada la mano. Al punto apareció un diminuto agujero y se percibió un olor a metal vaporizado. Si la mano de Grant hubiese permanecido allí, el agujerito habría estado ahora en su dedo pulgar.

—Podía avisarme —dijo Grant.

—No había ninguna razón para que estuviese usted aquí, ¿verdad?

Levantó el láser, sin dejar que él la ayudara, y se dirigió al cuarto almacén.

—Bien, señorita —dijo Grant, humildemente—. En lo sucesivo, cuando me halle cerca de usted, vigilaré dónde pongo la mano.

Cora miró hacia atrás, como sorprendida y sin saber qué hacer. Después, por un brevísimo instante, sonrió.

—Tenga cuidado —dijo Grant—. No vayan a quebrarse sus mejillas.

La sonrisa se extinguió al punto.

—Lo prometido es deuda —dijo ella, en tono helado.

Y entró en el cuarto de trabajo.

La voz de Owens llegó desde lo alto.

—¡Grant! ¡Compruebe la radio!

—Bien —gritó Grant—. Nos veremos, Cora. ¡Después! Volvió a su asiento y observó el aparato de radio por primera vez.

—Parece un aparato Morse —dijo.

Michaels levantó la cabeza. La palidez de su rostro había desaparecido en parte.

—Sí. Teóricamente, es difícil transmitir la voz a través de un aparato miniaturizado. Supongo que conoce el código.

—Desde luego.

Grant transmitió un rápido mensaje. Al cabo de un momento, el sistema de altavoces del cuarto de miniaturización retumbó con una fuerza que lo hacía fácilmente audible desde el interior del Proteus:

—Mensaje recibido. Repito para comprobación. El mensaje dice: Miss PETERSON HA SONREÍDO.

Cora, que en aquel instante volvía a su asiento, pareció indignada y dijo:

—¡Qué lástima!

Grant se inclinó sobre el aparato y contestó:

—CORRECTO.

La respuesta llegó esta vez en Morse. Grant escuchó y tradujo en voz alta:

—Mensaje recibido desde el exterior: PREPÁRENSE PARA LA MINIATURIZACIÓN.