Capítulo IV

INSTRUCCIÓN

Grant se encontró en el despacho de Michaels, contemplando boquiabierto el mapa del sistema circulatorio.

—Es un lío de mil demonios —dijo Michaels—, pero es un verdadero mapa del territorio. Cada trazo es una carretera; cada punto de unión, una encrucijada. Es tan intrincado como un mapa de carreteras de los Estados Unidos. O todavía más, porque está en tres dimensiones.

—¡Dios mío!

—Cien mil millas de vasos sanguíneos. Ahora no ve gran cosa, porque la mayoría de aquellos son microscópicos y se requiere un aumento considerable para verlos; pero júntelos y forme una línea única, y podrá dar con ello cuatro vueltas a la Tierra o, si lo prefiere, llegar casi a mitad de camino de la Luna. ¿Ha dormido, Grant?

—Unas seis horas. También di unas cabezadas en el avión. Estoy en forma.

—Está bien. Podrá comer, afeitarse y atender a otras cosas por el estilo, si lo cree necesario. Ojalá hubiese podido yo dormir. —Pero, en cuanto hubo dicho esto, levantó una mano—. No quiero decir con esto que no me halle también en forma. No me quejo. ¿Ha tomado morfógeno?

—Ignoro lo que es esto. ¿Una especie de droga?

—Sí. Relativamente nueva. Dormir no es lo más necesario, ¿sabe? En realidad, cuando uno duerme, no descansa mucho más de lo que descansaría permaneciendo cómodamente tumbado y con los ojos abiertos. Tal vez, incluso, descansa menos. Lo que necesitamos son los sueños. Precisamos de un tiempo para soñar. En otro caso, se quiebra la coordinación cerebral y uno empieza a sufrir alucinaciones y acaba por morir.

—Y el morfógeno nos hace soñar, ¿no es esto?

—Exactamente. Proporciona media hora de sueños intensos, y uno queda listo para todo el día. Sin embargo, le aconsejo que se abstenga de emplearlo, salvo en caso de extrema necesidad.

—¿Por qué? ¿Le deja a uno fatigado?

—No. No precisamente fatigado. Lo que ocurre es que los sueños son malos. El morfógeno vacía la mente; la limpia de los desperdicios acumulados durante el día; y es una dura experiencia. Mejor que no lo pruebe. Yo tuve que hacerlo. Había que preparar el mapa y me he pasado toda la noche en vela.

—¿Ese mapa?

—Es el sistema circulatorio de Benes hasta el último capilar, y he tenido que estudiarlo a fondo. Aquí arriba, casi en el centro del cráneo y muy cerca de la pituitaria, está localizado el coágulo de sangre.

—¿Y es esto lo grave?

—Sí. Todo lo demás puede remediarse fácilmente. El magullamiento general y las contusiones, el shock, la conmoción. Pero no el coágulo, salvo quirúrgicamente… ¡y de prisa!

—¿Cuánto tiempo cree que puede aguantar, doctor Michaels?

—No lo sé. Confío en que no sea fatal durante algún tiempo, pero podría producirse una irremediable lesión cerebral mucho antes de que sobreviniese la muerte. Nuestra gente espera milagros de Benes y ha sido muy vapuleada. Carter, en particular, ha recibido un duro golpe. Y le necesita a usted.

—¿Quiere decir que piensa que los del Otro Lado harán un nuevo intento?

—Él no lo dice, pero sospecho que es esto lo que teme y que ésta es la razón de que quiera tenerle a usted en su equipo.

Grant miró a su alrededor.

—¿Hay algún motivo para pensar que han entrado en este lugar, que tienen agentes en él?

—No, que yo sepa; pero Carter es un hombre muy receloso Creo que piensa en la posibilidad de un asesinato médico.

—¿Duval?

Michaels se encogió de hombros.

—Es un tipo poco simpático, y el instrumento que emplea puede causar la muerte si se desvía una centésima de milímetro.

—¿Y cómo se puede impedir?

—No se puede.

—Entonces empleen a otra persona; alguien en quien puedan confiar.

—Nadie más que él tiene la habilidad necesaria. Y Duval está aquí, con nosotros. Y, a fin de cuentas, no hay la menor prueba de que no sea absolutamente leal.

—Pero si me colocan al lado de Duval, como una especie de enfermero, con la misión de observarle de cerca, no veo que pueda ser de ninguna utilidad. No sabré lo que está haciendo, ni si lo hace honrada y correctamente. En realidad, lo más probable es que me desmaye cuando vea abrir el cráneo.

—No le abrirá el cráneo —dijo Michaels—. El coágulo lo puede ser alcanzado desde fuera. En esto se muestra concluyente.

—Entonces…

—Llegaremos a él por el interior.

Grant frunció las cejas y movió la cabeza lentamente.

—La verdad es que no entiendo una palabra.

Michaels dijo pausadamente:

—Todos los demás que participan en este proyecto, Mr. Grant, conocen la materia y saben exactamente lo que tienen que hacer. Usted es un profano, y no resulta fácil ponerle al corriente. Sin embargo, debo hacerlo. Tengo que familiarizarle con cierto trabajo teórico realizado en esta institución.

Los labios de Grant experimentaron un súbito temblor.

—Lo siento, doctor, pero acaba usted de pronunciar una fea palabra. Mientras estuve en el instituto, destaqué en el fútbol y no me fue mal con las chicas. En cuanto a la teoría, no pierda el tiempo conmigo.

—Conozco su historial, Mr. Grant, y sé que exagera. Sin embargo, no quiero herir su amor propio acusándole de inteligente e instruido, ni siquiera hablando en confianza. No me extenderé en teorías, sino que le informaré, sin ellas, del meollo de la cuestión. Supongo que habrá observado nuestra insignia: FDMC.

—Desde luego.

—¿Y tiene idea de lo que significa?

—He intentado adivinarlo. ¿Qué le parece Federación de Dementes Marcianos y Compañía? Se me ha ocurrido otro título mejor, pero no es apto para la Prensa.

—En realidad, significan Fuerzas Disuasorias de Miniaturización Combinadas.

—Lo cual tiene aún menos sentido de lo que yo dije.

—Se lo explicaré. ¿Ha oído hablar alguna vez del debate sobre miniaturización?

Grant pensó unos momentos.

—Recuerdo que, cuando estaba en el instituto, dedicamos a ello un par de sesiones de la clase de física.

—¿Entre otros tantos partidos de fútbol?

—Sí. En realidad, fue a ratos perdidos. Si no recuerdo mal, un grupo de físicos sostenía que podían reducir el tamaño de los objetos en cualquier proporción, y fueron acusados de fraude. Bueno, tal vez no de fraude, pero sí de estar en un error. Recuerdo que el profesor expuso varios argumentos encaminados a demostrar la imposibilidad de reducir a un hombre al tamaño, digamos, de un ratón, sin que perdiese su calidad de hombre.

—Lo mismo se hizo en todos los institutos del país. ¿Recuerda alguna de las objeciones?

—Creo que sí. La reducción del tamaño puede intentarse de dos maneras. O comprimiendo todos y cada uno de los átomos del objeto, o suprimiendo átomos en la proporción requerida. Para juntar los átomos, venciendo las fuerzas de repulsión interatómicas, se requeriría una presión extraordinaria. Todas las presiones contenidas en el centro de Júpiter serían insuficientes para reducir a un hombre al tamaño de un ratón. ¿Me explico?

—Con claridad diáfana.

—Y, aunque se lograse, la presión mataría a cualquier ser viviente. Aparte de esto, un objeto reducido en su tamaño mediante la compresión de sus átomos, conservaría toda su masa original, y un objeto del tamaño de un ratón con la masa de un hombre sería muy difícil de manejar.

—Sorprendente, Mr. Grant. Debió de divertir no poco a sus amiguitas con esta romántica historia. ¿Y el otro método?

—El otro método consiste en suprimir átomos en la proporción exacta, de modo que la masa y el tamaño del objeto disminuyan, permaneciendo constante la relación entre las partes. Ahora bien, para reducir a un hombre al tamaño de un ratón, habría que conservar únicamente un átomo de cada setenta mil, pongo por caso. Si esto se aplica al cerebro, lo que quedaría del cerebro humano sería apenas más complicado que el cerebro de un ratón. Además, ¿cómo volver el objeto a su tamaño natural, según pretendían hacer aquellos químicos? ¿Cómo recuperar los átomos y situarlos de nuevo en su debido lugar?

—Perfecto, Mr. Grant. Y, sin embargo, ¿cómo pudieron creer algunos físicos famosos que la miniaturización era posible?

—Lo ignoro, doctor. Lo único que sé es que no se habló más del asunto.

—Debido, en parte, a que nuestros colegas, obedeciendo órdenes superiores, destruyeron aparentemente la teoría. Pero la técnica prosiguió de un modo subterráneo, tanto aquí como en el Otro Lado. Aquí, literalmente: en este subterráneo. —Michaels golpeó casi con furia la mesa que tenía delante—. Aquí se dan cursos especiales sobre técnica de miniaturización, para físicos graduados que no podrían seguirlos en ningún otro lugar, excepto en escuelas análogas del Otro Lado. La miniaturización es absolutamente posible, pero no por los métodos que usted ha descrito. Mr. Grant, ¿ha visto usted ampliaciones fotográficas? ¿O reducciones al tamaño de microfilm?

—Desde luego.

—Entonces le diré, prescindiendo de teorías, que el mismo procedimiento puede aplicarse a los objetos tridimensionales, incluso al hombre. Somos miniaturizados, no como objetos, sino como imágenes; como imágenes tridimensionales manipuladas desde fuera del universo de espacio-tiempo.

Grant sonrió.

—Bueno, maestro; esto no son más que palabras.

—Sí; pero usted no quería teorías, ¿verdad? Lo que los físicos descubrieron hace diez años fue la utilización de un hiperespacio, es decir, de un espacio con más de las tres dimensiones espaciales ordinarias. El concepto es casi inaprensible; las matemáticas están casi fuera de nuestra comprensión; pero lo curioso es que puede hacerse. Los objetos pueden ser miniaturizados. Ni suprimimos átomos, ni los comprimimos, sino que reducimos también el tamaño de los átomos. Lo reducimos todo, y la masa decrece automáticamente. Cuando lo deseamos, devolvemos al objeto su tamaño primitivo.

—¿Habla usted en serio? —dijo Grant—. ¿Quiere decir que podemos reducir realmente un hombre al tamaño de un ratón?

—En principio, podemos reducir un hombre al tamaño de una bacteria, de un virus, de un átomo. Teóricamente, la miniaturización no tiene límite. Podríamos reducir un ejército, con todos sus hombres y su equipo, de modo que cupieran dentro de una caja de cerillas. Teóricamente, pues, podríamos enviar esta caja de cerillas al lugar conveniente y poner el ejército en acción después de devolverle su tamaño natural. ¿Comprende el alcance que tiene esto?

—Y, si no he entendido mal —dijo Grant—, también los del Otro Lado pueden hacerlo.

—Estamos seguros de que sí… Pero dejemos esto, Grant. Las cosas marchan a toda velocidad, y disponemos de poco tiempo. Venga conmigo.

Siempre «venga por aquí» y «venga por allá». Desde que le habían despertado por la mañana, Grant no había podido permanecer más de quince minutos en el mismo sitio. Esto le fastidiaba, pero no veía la manera de evitarlo. ¿Obedecía todo a un plan deliberado para no dejarle tiempo para reflexionar? ¿Adonde pensaba enviarle? Ahora se hallaba en el «scooter» en compañía de Michaels. Éste conducía el vehículo como un veterano.

—Si Ellos y Nosotros lo tenemos, las fuerzas se neutralizan —dijo Grant.

—Sí —dijo Michaels—, pero el caso es que la situación no favorece a ninguno de los bandos. Hay una pega.

—¿Sí?

—Durante diez años, hemos estado trabajando para aumentar la proporción, para alcanzar un mayor grado de miniaturización, y también de expansión, pues todo consiste en invertir el supercampo. Desgraciadamente, hemos llegado en esta dirección a los límites teoréticos.

—¿Cómo son?

—No muy favorables. Aquí interviene el Principio de Incertidumbre. La extensión de la miniaturización, multiplicada por la duración de ésta, empleando naturalmente las debidas unidades, es igual a una expresión que contiene la constante de Plañe. Si un hombre es reducido a la mitad de su tamaño, puede mantenerse así durante siglos. Si es reducido al tamaño de un ratón, sólo puede durar unos días en este estado. Si lo reducimos al tamaño de una bacteria, la duración será sólo de horas. Después, aumentará de nuevo de tamaño.

—Pero podrá ser nuevamente reducido.

—Sólo después de un largo intervalo. ¿Quiere que le dé algunos datos matemáticos?

—No. Me basta con su palabra.

Habían llegado al pie de una escalera automática. Michaels lanzó un débil gruñido de cansancio y se apeó. Grant saltó por encima de la portezuela.

Se apoyó en la barandilla, mientras la escalera ascendía majestuosamente.

—¿Y qué es lo que ha descubierto Benes?

—Dicen que afirma haber vencido el Principio de Incertidumbre. Según él, conoce la manera de mantener indefinidamente la miniaturización.

—No parece usted muy convencido.

Michaels se encogió de hombros.

—Soy bastante escéptico. Si aumenta simultáneamente la intensidad de la miniaturización y la duración de ésta, tiene que ser a expensas de algo más, pero que me aspen si tengo la menor idea de lo que esto puede ser. Tal vez se reduce todo a que yo no soy Benes. En todo caso, él afirma que puede hacerlo, y no podemos correr el riesgo de no creerle. Como tampoco pueden correrlo los del Otro Lado; por esto han tratado de matarle.

Habían llegado a lo alto de la escalera y Michaels se había detenido un momento para completar su explicación. Luego retrocedió hasta otra escalera para subir al piso superior.

—Ahora ya sabe usted, Grant, lo que hemos de hacer: salvar a Benes. ¿Por qué? Por la información que posee. ¿Y cómo? Valiéndonos de la miniaturización.

—¿Por qué hemos de valemos de la miniaturización?

—Porque el coágulo del cerebro no puede ser alcanzado desde fuera. Ya le había dicho esto. Por consiguiente, miniaturizaremos un submarino, lo inyectaremos en una arteria y, con el capitán Owens en las máquinas y yo como piloto, viajaremos hasta el coágulo. Allí, Duval y su ayudante, Miss Peterson, realizarán la operación.

Grant abrió unos ojos como naranjas.

—¿Y yo?

—Usted vendrá con nosotros como miembro de la tripulación. Su presunta función será la inspección general. Grant estalló:

—No cuenten conmigo. Jamás me prestaría a una cosa así. ¡Ni pensarlo!

Dio media vuelta y empezó a bajar por la escalera ascendente, con efecto casi nulo. Michaels le siguió; parecía divertido.

—Su oficio es correr riesgos, ¿no?

—Riesgos de mi propia elección. Riesgos a los que esté habituado. Riesgos con los que sea capaz de enfrentarme. Deme, para pensar en la miniaturización, el mismo tiempo que ha pasado usted pensando en ella, y tal vez me arriesgue.

—Mi querido Grant, nadie le ha pedido que se ofrezca como voluntario. Tengo entendido que le ha sido asignada esta misión. Y yo acabo de explicarle su importancia. A fin de cuentas, yo también voy, y no soy tan joven como usted ni he jugado nunca al fútbol. En realidad, confiaba en que usted me infundiría valor para el viaje, ya que el valor es su especialidad.

—En este caso, soy un pésimo especialista —murmuró Grant. Y tontamente, casi con petulancia, dijo—: Quiero café.

Permaneció quieto y dejó que la escalera lo llevara de nuevo hacia arriba. Cerca del término de la escalera automática había una puerta con el rótulo: «Salón de conferencias». Entraron.

Grant se dio cuenta por etapas del contenido de la estancia. Lo que primero vio fue que, en uno de los extremos de la larga mesa que ocupaba el centro de la habitación, había una cafetera de varios brazos y, junto a ella, una bandeja de bocadillos.

Dirigióse inmediatamente a aquella punta de la mesa, y sólo después de beber media taza de café caliente y de engullir un pedazo de bocadillo «tamaño Grant», advirtió el segundo artículo.

Era nada menos que la ayudante de Duval —¿habían dicho que se llamaba Miss Peterson?— una joven de aspecto preocupado, pero muy hermosa y que se mantenía terriblemente cerca de Duval. Grant tuvo al instante la impresión de que no iba a gustarle el cirujano, y sólo después de esto empezó a captar el resto de lo que había en la estancia.

Un coronel permanecía sentado a un extremo de la mesa y parecía enojado. Con una de sus manos daba vueltas lentamente a un cenicero, mientras la ceniza de su cigarrillo iba a parar al suelo. Decía enfáticamente a Duval:

—Creo que he dejado claramente expuesta mi actitud.

Grant reconoció al capitán Owens, de pie bajo el retrato del presidente. La animación y el aspecto sonriente que le había visto en el aeropuerto habían desaparecido; lucía un morado en uno de los pómulos. Parecía nervioso e inquieto, y Grant lo comprendió perfectamente.

—¿Quién es el coronel? —preguntó en voz baja al Michaels.

—Donald Reid, mi número correlativo en el campo militar, al otro lado de la valla.

—Parece enfadado con Duval.

—Siempre lo está. Y hay muchos como él. Duval tiene pocas simpatías.

Grant iba a replicar: «Ella no parece sentir igual»; pero la idea le pareció mezquina y se tragó las palabras. ¡Vaya muñeca! ¿Qué vería en aquel solemne carnicero?

Reid hablaba sin alzar la voz, dominando cuidadosamente el tono.

—Y, aparte de esto, doctor, ¿qué hace «ella» aquí?

—Miss Cora Peterson —respondió fríamente Duval— es mi ayudante. Dondequiera que yo vaya, profesionalmente, ella me acompaña, profesionalmente.

—Es una misión peligrosa…

—Y Miss Peterson se ha ofrecido a participar en ella, conociendo perfectamente el riesgo.

—Muchos hombres, competentísimos, se han ofrecido también como voluntarios. Habría menos complicaciones si le acompañara uno de estos hombres. Le asignaré uno.

—No me asignará ninguno, coronel, porque, si lo hace, no iré, y no habrá fuerza en el mundo capaz de llevarme. Ella conoce lo bastante mi manera de actuar para desempeñar su función sin necesidad de que le dé instrucciones, anticipándose a mis órdenes y facilitándome lo necesario sin que se lo pida. «No» aceptaré a un desconocido a quien tenga que hablarle a gritos. «No» puedo hacerme responsable del éxito si he de perder un segundo discutiendo con mi técnico; y «no» aceptaré ninguna misión, si no tengo las manos libres para hacer las cosas a mi manera y con las mayores probabilidades de triunfo.

Grant miró de nuevo a Cora Peterson. Ésta parecía vivamente turbada; sin embargo, miraba a Duval con la misma expresión que había visto una vez en los ojos de un sabueso del que tiraba un niño al salir de la escuela. Y esto le pareció sumamente enfadoso.

Michaels terció en la discusión en el momento en que Reid se levantaba furioso.

—Yo opino, Don, que, ya que el éxito de la operación depende principalmente del doctor Duval, y que, de hecho, no podemos imponerle ahora nuestra voluntad, lo mejor será complacerle en este particular… sin perjuicio de las ulteriores acciones que procedan. Estoy dispuesto a asumir la responsabilidad.

Grant comprendió que con ello ofrecía una salida airosa a Reid, el cual, mal que le pesara, tendría que aceptar.

Reid golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Está bien —dijo—. Pero que conste en acta mi oposición.

Y volvió a sentarse, temblándole los labios.

Duval se sentó también, despreocupadamente. Grant se dispuso a acercar una silla a Cora, pero ésta se le anticipó y se sentó antes de que pudiera hacerlo.

—Doctor Duval —dijo Michaels—, le presento a un joven que va a acompañarnos.

—El forzudo del grupo —dijo Grant—. Es mi único título.

Duval levantó unos ojos indignados y se limitó a un brevísimo movimiento de cabeza en dirección a Grant.

—Ésa es Miss Peterson.

Grant sonrió ampliamente. Ella no sonrió en absoluto, y dijo:

—Mucho gusto.

—Hola —dijo Grant, el cual bajó los ojos para mirar lo poco que quedaba de su segundo bocadillo, y, al ver que nadie más comía, lo dejó correr.

En aquel momento entró Carter, caminando de prisa y saludando vagamente a un lado y a otro.

—¿Quiere acercarse, capitán Owens? Y usted, Grant.

Owens se acercó a la mesa de mala gana y se sentó frente a Duval. Grant cogió una silla a cierta distancia y advirtió que, si miraba a Carter, podía ver el rostro de Cora de perfil.

¿Podía un trabajo ser absolutamente malo si «ella» participaba en él?

Michaels, que se sentó al lado de Grant, se inclinó para murmurarle al oído:

—No es mala idea llevar una mujer. Su presencia puede picar el amor propio de los hombres. Y a mí me gustara.

—¿Se inclinó usted por esto a su favor?

—No. Duval hablaba en serio. Sin ella, no iría.

—¿Le es hasta tal punto necesaria?

—Tal vez no. Pero es muy terco cuando se propone algo. Sobre todo cuando se trata de ir contra Reid. No se tienen mucha simpatía.

Carter dijo:

—Vayamos al asunto. Pueden ustedes comer o beber, si lo desean, mientras se desarrolla la sesión. ¿Tiene que hacer alguno de ustedes alguna observación urgente?

Grant dijo, de pronto:

—Yo no me he ofrecido voluntario, general. Renuncio al cargo y le ruego que busque un sustituto.

—No es usted un voluntario, Grant, y su renuncia queda rechazada. Caballeros, y Miss Peterson, Mr. Grant ha sido elegido para formar parte de la expedición, por diversas razones. Ante todo, fue él quien trajo a Benes a este país, desempeñando la misión con habilidad insuperable.

Todos los ojos se volvieron a Grant, el cual se echó a temblar ante la perspectiva de una amable salva de aplausos. Pero nadie aplaudió, y se quedó tranquilo.

Carter prosiguió:

—Es técnico en comunicaciones y posee una gran experiencia como hombre rana. Tiene un magnífico historial de flexibilidad y astucia, y es profesionalmente capaz de tomar decisiones instantáneas. Por este motivo, le conferiré un poder decisorio para las cuestiones que puedan surgir una vez comenzado el viaje. ¿Lo han comprendido bien?

Por lo visto lo habían comprendido, y Grant, mirándose muy compungido las puntas de los dedos, dijo:

—Si no he entendido mal, cada uno de ustedes hará el trabajo que le corresponde, mientras que yo cuidaré de los casos de emergencia. Lo siento, pero quiero que conste en acta que no me considero calificado para esta misión.

—Se hará constar la declaración —dijo Carter, imperturbable—, y ahora, prosigamos. El capitán Owens ha elegido un submarino experimental de investigación, oceanográfica. No es la embarcación ideal para la tarea de que se trata; pero lo tenemos a mano y, además, no existen otras embarcaciones más adecuadas que él. El propio Owens cuidará, naturalmente, del manejo de su barco: el Proteus.

»El doctor Michaels será su piloto. Ha preparado y estudiado el mapa del sistema circulatorio de Benes, sobre el cual hablaremos dentro de poco. El doctor Duval y su ayudante se encargarán de la intervención quirúrgica: la extirpación del coágulo.

»Todos ustedes conocen la importancia de esta misión. Nosotros esperamos que la operación tenga éxito y que todos regresen sanos y salvos. Existe la posibilidad de que Benes muera en el curso de la intervención; pero, si ésta no se realiza, su muerte es segura. También es posible que el submarino se pierda; pero, dadas las circunstancias, hay que arriesgar el barco y su tripulación. El precio puede ser grande; pero la ganancia a obtener, no sólo por las FDMC, sino por toda la Humanidad, es todavía mayor.

—Ya, camarada —murmuró Grant entre dientes.

Cora Peterson captó su observación y le dirigió una mirada penetrante por entre sus negras pestañas. Grant se ruborizó.

—Muéstreles el plano, Michaels —dijo Carter.

Michaels pulsó un botón del instrumento que tenía ante él, e inmediatamente se iluminó la pared con el mapa tridimensional del sistema circulatorio de Benes, que Grant había visto en el despacho de Michaels. Sólo que ahora pareció avanzar hacia ellos y agrandarse mientras Michaels hacía girar un disco. Al margen de la red circulatoria percibíase claramente la silueta de una cabeza y de un cuello.

Los vasos sanguíneos se destacaban con un brillo casi fosforescente, y seguidamente aparecieron unas líneas cuadriculadas. Entonces apareció en el campo una flecha negra y muy fina, impulsada por el aparato señalador que manejaba Michaels. Éste no se levantó, sino que permaneció sentado en su silla, con un brazo apoyado en el respaldo.

—El coágulo —dijo— está aquí.

Grant no había podido verlo antes de que se lo señalasen; pero ahora que la flecha señalaba delicadamente sus límites, sí que vio el menudo y sólido nódulo que obstruía una arteriola.

—No representa un peligro inmediato para la vida; pero esta sección del cerebro —y la flecha inició un movimiento circular— sufre una compresión nerviosa y puede haber sido ya lesionada. El doctor Duval me ha dicho que los efectos pueden ser irremediables dentro de doce horas, o tal vez menos. Cualquier intento de operar a la manera ordinaria exigiría trepanar el cráneo por aquí, o por aquí, o por aquí. En todo caso, las lesiones serían importantes, y el resultado, muy dudoso.

»En cambio, podemos intentar llegar al coágulo vía torrente sanguíneo. Si logramos penetrar en la arteria carótida, aquí, en el cuello, podremos considerarnos en ruta bastante directa a nuestro destino.

El movimiento de la flecha a lo largo de la línea de la roja arteria, abriéndose paso entre la red azul de las venas, hacía que la cosa pareciese sumamente sencilla.

—Por consiguiente —prosiguió Michaels—, si el Proteus y su tripulación son reducidos e inyectados… Owens le interrumpió de pronto:

—Espere un momento. —Su voz era dura y metálica—. ¿A qué tamaño seremos reducidos?

—A un tamaño lo bastante pequeño para no activar las defensas del cuerpo. La longitud total del barco será de tres mieras.

—¿A cuánto equivale esto, en pulgadas?

—A un poco menos de una diezmilésima de pulgada. El buque tendrá aproximadamente el tamaño de una bacteria grande.

—Entonces —dijo Owens—, si penetramos en una arteria, estaremos sometidos a toda la fuerza de la corriente arterial.

—Menos de una milla por hora —dijo Carter.

—Déjese de millas por hora. Navegaremos a una velocidad aproximada de cien mil veces la longitud de nuestro barco por segundo…, o algo parecido. A nuestra escala miniaturizada, llevaremos una velocidad doce veces superior a la lograda por cualquier astronauta. Esto, como mínimo.

—Indudablemente —dijo Carter—. ¿Y qué? Cada glóbulo rojo se mueve en el torrente sanguíneo a esta velocidad, y el submarino está construido mucho más sólidamente que el glóbulo.

—No; «no» lo está —dijo Owens, impetuosamente—. Un glóbulo rojo de sangre contiene miles de millones de átomos; en cambio, el Proteus contendrá billones de átomos en el mismo espacio; átomos miniaturizados, naturalmente, pero ¿qué pasará? Estaremos construidos por un número infinitamente mayor de unidades que los glóbulos rojos, y, por esta misma razón, seremos más débiles. Además, el glóbulo rojo se encuentra en un medio de átomos iguales en tamaño a aquellos que lo constituyen; nosotros, en cambio, nos hallaremos en un medio constituido por átomos que serán monstruosos para nosotros.

—¿Puede contestar a esto, Max? —dijo Carter.

Michaels se apresuró a responder:

—No pretendo ser tan experto como el capitán Owens en los problemas de miniaturización. Supongo que se refiere a la comunicación de James y Schwartz, según la cual la fragilidad aumenta con la intensidad de la miniaturización.

—Exacto —dijo Owens.

—El aumento es muy lento, según recordará usted, y James y Schwartz tuvieron que hacer, en el curso de su análisis y a electos de simplificación, algunas presunciones que pueden resultar equivocadas. A fin de cuentas, cuando aumentamos un objeto, éste no se hace por ello «menos» frágil.

—Pero jamás hemos aumentado un objeto a más de cien veces su tamaño normal —dijo Owens, despectivamente—, y ahora estamos hablando de miniaturizar una embarcación a una millonésima de su tamaño lineal. Nadie ha ido nunca tan lejos, ni mucho menos, en cualquiera de ambas direcciones. Lo cierto es que no hay nadie en el mundo que pueda predecir el grado de fragilidad que alcanzaremos, ni si podremos resistir la fuerza del torrente sanguíneo, ni siquiera si podremos repeler la acción de los glóbulos blancos. ¿No es así, Michael?

—Pues, sí —respondió éste.

Entonces intervino Carter, en tono de creciente impaciencia:

—Resulta, pues, que la experimentación normal sobre una reducción tan drástica no ha llegado aún a su término. Pero, como no estamos en situación de completar aquel programa, tenemos que arriesgarnos. Si el barco se pierde, perdido estará.

—Y a mí que me frían un huevo —murmuró Grant. Cora Peterson se inclinó hacia él para susurrarle gravemente:

—Por favor, Mr. Grant. Piense que no está usted en el campo de fútbol.

—¡Oh! ¿Conoce usted mi historial, señorita?

—¡Silencio!

Carter dijo:

—Tomaremos todas las precauciones posibles. Benes será mantenido, por su propio bien, en un estado de hipotermia. Este enfriamiento reducirá la necesidad de oxígeno del cerebro, y, en consecuencia, los latidos del corazón serán mucho más lentos, así como la velocidad del torrente sanguíneo.

—Aun así —dijo Owens—, dudo de que podamos sobrevivir a la turbulencia…

—Capitán —terció Michaels—, si se mantiene alejado de las paredes de la arteria, se hallará en la región de flujo laminar, donde no hay turbulencia sensible. Estaremos sólo unos minutos en la arteria, y, cuando pasemos a los vasos menores, se habrá acabado el problema. El único lugar en que no podríamos evitar la turbulencia mortal sería el corazón, y nos mantendremos alejados de él. ¿Puedo continuar?

—Hágalo, por favor —dijo Carter.

—Cuando lleguemos al coágulo, éste será destruido mediante un rayo láser. Como el láser y su rayo habrán sido miniaturizados en la misma proporción que todo lo demás, no producirán, si se emplean como es debido, y tratándose de Duval no podemos esperar otra cosa, la menor lesión en el cerebro y ni siquiera en el vaso sanguíneo. Y no será necesario eliminar todo vestigio del coágulo. Bastará con romperlo en fragmentos. Las células blancas se encargarán de éstos.

»Después nos alejaremos inmediatamente, como es de suponer, y regresaremos por el sistema venoso hasta la base del cuello, donde seremos extraídos de la vena yugular.

—¿Y cómo se podrá saber dónde estamos, y cuándo? —preguntó Grant.

—Michaels pilotará la embarcación —dijo Carter— y cuidará de que se encuentren ustedes en el lugar debido, en todo momento. Mantendrán comunicación por radio con nosotros…

—Ignoramos si esto será eficaz —objetó Owens—. Existe un problema en la adaptación de las ondas de radio a la miniaturización, y nadie lo ha intentado aún en una reducción tan grande como la nuestra.

—Cierto, pero nosotros lo intentaremos. Además, el Proteus está impulsado por fuerza nuclear y siempre podremos localizarlo por la radiactividad. Dispondrán ustedes de sesenta minutos, caballeros.

—¿Quiere usted decir que tendremos que realizar el trabajo y regresar en sólo sesenta minutos? —preguntó Grant.

—Exactamente. Su tamaño será el correspondiente a esta duración. Tendrán tiempo de sobra Pero, si se demorasen más, empezarían a aumentar de tamaño automáticamente. No podemos dejarles más tiempo allá abajo. Si supiéramos lo que sabe Benes, podríamos mantenerles allí indefinidamente; pero si lo supiéramos…

—Este viaje sería innecesario —contestó Grant con ironía.

—Cierto. Y, si empiezan a aumentar de tamaño dentro del cuerpo de Benes, no tardarán en atraerse la atención de las defensas del cuerpo, y Benes morirá al poco rato. Deben procurar que esto no ocurra.

Dicho lo cual, Carter miró a su alrededor.

—¿No hay más observaciones? En este caso, empiecen los preparativos. Hay que entrar en el cuerpo de Benes lo antes posible.