Capítulo I

AVIÓN

Era un viejo avión, un cuatrimotor a reacción de plasma, que había sido retirado del servicio activo, y seguía una ruta que ni era económica ni particularmente segura. El aparato pasaba entre bancos de nubes, en un viaje de doce horas, cuando un avión-cohete supersónico hubiera podido hacerlo en cinco.

Y todavía le faltaba más de una hora de viaje.

El agente a bordo del avión sabía que su cometido en la tarea no terminaría hasta que el aparato aterrizase, y que la última hora sería la más larga.

Dirigió una mirada al otro y único ocupante de la amplia cabina de pasajeros, el cual dormitaba en aquellos instantes, con la barbilla hundida en el pecho.

Este pasajero no tenía una apariencia que llamase la atención, pero, en aquel momento, era el hombre más importante del mundo.

El general Alan Carter levantó la cabeza, malhumorado, al entrar el coronel. Carter tenía los ojos hinchados y caídas las comisuras de los labios. Trató de devolver su forma primitiva al sujetapapeles que estaba retorciendo, y éste se escapó de entre sus dedos.

—Por poco me da —dijo el coronel Donald Reid, tranquilamente.

Tenía el cabello rubio y liso, peinado hacia atrás; en cambio, su breve bigote era gris y erizado. Llevaba el uniforme con la misma e indefinible falta de naturalidad que su interlocutor. Ambos eran especialistas, reclutados para un trabajo de superespecialización, y se les había dado graduación militar por razones de conveniencia y casi de necesidad, dadas las aplicaciones de sus conocimientos científicos.

Ambos llevaban la insignia FDMC, con cada letra en el centro de un pequeño hexágono, dos arriba y tres abajo. En el hexágono del centro de la hilera de tres había un símbolo para clasificar mejor a quien lo llevaba. En el caso de Reid, era un caduceo, revelador de su profesión de médico.

—Adivine lo que estoy haciendo —dijo el general.

—Rompiendo sujetapapeles.

—Cierto. Y, además, contando las horas. ¡Cómo un estúpido! —Su voz se hizo más aguda, aunque siguió controlándola—. Heme aquí sentado, húmedas las manos, pegado el cabello, latiéndome con fuerza el corazón, y contando las horas. Aunque ahora cuento ya por minutos. Setenta y dos minutos, Don. Setenta y dos minutos para que aterricen en el aeropuerto.

—Bien. En tal caso, ¿por qué está nervioso? ¿Ocurre algo malo?

—No. Nada. Fue recogido felizmente. Lo arrancaron literalmente de las manos de Ellos, sin que, al parecer, recibiese un solo rasguño. Llegó sin novedad al avión, un avión viejo…

—Sí. Lo sé.

Carter movió la cabeza. No le interesaba contarle cosas nuevas al otro; le interesaba solamente hablar. Pensamos que Ellos pensarían que Nosotros pensaríamos que el tiempo tenía la mayor importancia, y que por ello le meteríamos en un «X-52» y lo proyectaríamos al espacio. Pero Nosotros pensamos que Ellos pensarían esto y alertarían al máximo su red de anticohetes…

—Paranoia —dijo Reid—; así lo llamamos en nuestra profesión. Me refiero a que alguien pueda creer que Ellos harían esto. Se expondrían a una guerra y a la aniquilación total.

—Tal vez se expondrían a ello, para impedir lo que está ocurriendo. Poco me falta para creer que nosotros nos arriesgaríamos, si nos hallásemos en su situación. Por consiguiente, elegimos un avión comercial, un cuatrimotor a reacción. Me pregunté si lograría despegar. ¡Es tan viejo…!

—¿Y lo hizo?

—Si hizo, ¿qué?

Por un instante, el general había perdido el hilo de sus ideas.

—Si despegó.

—¡Oh, sí! Y viene sin novedad. Recibo la información de Grant.

—¿Quién es Grant?

—El agente encargado. Le conozco bien. Con el asunto en sus manos, me siento todo lo seguro que puedo sentirme, lo cual no es mucho. Grant llevó toda la operación; les quitó a Benes de las manos, como quien saca una pepita de una sandía.

—¿Entonces…?

—Sigo estando preocupado. Sepa, Reid, que sólo hay una manera segura de llevar los asuntos en este maldito embrollo. Debemos pensar que Ellos son tan listos como Nosotros; que, por cada truco que inventamos, Ellos inventan un truco contrario; que, por cada hombre que situamos entre Ellos, Ellos sitúan otro entre Nosotros. Esto empezó hace más de medio siglo. Era «preciso» que estuviéramos equilibrados, pues, en otro caso, todo habría terminado hace ya tiempo.

—Tranquilícese, Al.

—¿Acaso puedo hacerlo? Esto de «ahora», esa cosa que Benes trae consigo, ese nuevo conocimiento, puede deshacer el empate de una vez para siempre, y darnos el triunfo.

—Ojalá los Otros no lo crean así —dijo Reid—. Si lo creen… Bueno, Al, hasta ahora ha habido reglas en nuestro juego. Ninguno de los bandos hace nada para acorralar al otro hasta el punto de obligarle a apretar el botón de los cohetes. Hay que dejarle un margen en el cual pueda retroceder. Empujarle, pero no demasiado. Cuando Benes llegue aquí, pueden pensar que les hemos apretado con exceso.

—No tenemos más remedio que arriesgarnos —dijo Carter; y, como acuciado por una idea importuna, añadió—: Esto, «si» Benes llega hasta aquí.

—Llegará. ¿Por qué no?

Carter se había puesto en pie, disponiéndose a iniciar un paseo de un lado a otro. Pero miró fijamente al otro y se sentó de nuevo, bruscamente.

—Está bien, no nos excitemos. Veo en sus ojos el brillo de las píldoras sedante, doctor. Yo no las necesito. Pero supongamos que Benes llega dentro de setenta y dos…, de sesenta y seis minutos. Supongamos que aterriza en el aeropuerto. Todavía habrá que traerlo aquí, cuidar de su seguridad… Puede haber algún fallo…

—Entre la copa y los labios —salmodió Reid—. Por el amor de Dios, general, seamos sensatos y hablemos de las consecuencias. Quiero decir, ¿qué pasará cuando ya esté aquí?

—Bueno, Don; esperemos a que haya llegado.

—Bueno, Al —le imitó el coronel, con un deje de irritación en sus palabras—. De nada sirve esperar a que llegue, pues entonces será demasiado tarde. Estará usted demasiado ocupado, y todas las hormiguitas del Pentágono empezarán a correr locamente de un lado para otro, sin dejar hacer nada de lo que creo que debería hacerse.

—Le prometo… —Y el general hizo un vago ademán para zanjar la cuestión.

Reid hizo caso omiso de él.

—No. Sabe usted muy bien que no podrá cumplir ninguna promesa que haga para el futuro. Llame al jefe ahora, ¿quiere? ¡Ahora! Usted puede hacerlo. En este momento, es la única persona que puede llegar hasta él. Hágale ver que la FDMC no es únicamente la criada del Departamento de Defensa. Y, si no puede hacerlo, póngase en contacto con el comisario Furnald. Éste está de nuestra parte. Dígale que quiero algunas migajas para la ciencia biológica. Hágale observar que hay votos en juego. Escuche, Al; tenemos que gritar para que nos oigan. Tenemos que tener alguna oportunidad para luchar. En cuanto Benes llegue y se le echen encima los verdaderos generales, a quienes Dios confunda, nos quedaremos sin empleo para siempre.

—No puedo hacerlo, Don. Y no quiero hacerlo. Voy a decirle la verdad: no voy a hacer absolutamente nada hasta que Benes esté aquí. Y no me gusta que pretenda usted forzarme la mano.

Los labios de Reíd palidecieron.

—¿Y qué debo hacer, general?

—Esperar, como espero yo. Contar los minutos. Reíd se volvió para marcharse. Seguía dominando firmemente su indignación.

—Si yo estuviera en su sitio, general, pensaría en las píldoras sedantes.

Carter le dejó marchar, sin replicarle. Consultó su reloj.

—¡Sesenta y un minutos! —murmuró, y estiró la mano para coger un sujetapapeles.

Casi con un sentimiento de alivio entró Reid en el despacho del doctor Michaels, jefe civil del departamento médico. La expresión del ancho rostro de Michaels no pasaba nunca de una tranquila animación, acompañada, a lo sumo, de una seca risita; mas, por otra parte, nunca descendía a nivel inferior de una fugaz solemnidad que, al parecer, ni él mismo se tomaba muy en serio.

Tenía en la mano su inseparable gráfica, o una de ellas. Para el coronel Reid, todas esas gráficas se parecían. Cada una de ellas era un verdadero lío, y, tomadas en su conjunto, el lío se multiplicaba.

En ocasiones, Michaels trataba de explicarle las gráficas, o de explicarlas a otras personas; Michaels era terriblemente aficionado a explicarlo todo.

Por lo visto, el torrente sanguíneo estaba provisto de una débil radioactividad, y el organismo (igual en el hombre que en una rata) tomaba su propia fotografía, por así decirlo, sobre un principio laserizado que daba una imagen tridimensional.

—En fin, no se preocupe por esto —decía Michaels, al llegar a este punto—. Lo cierto es que se obtiene una imagen en tres dimensiones de todo el torrente circulatorio, la cual puede ser entonces registrada bidimensionalmente en cuantas secciones y direcciones se requieran para el trabajo. Si la imagen se amplía lo bastante, puede llegar hasta los menores capilares.

Y con ello me quedo convertido en un simple geógrafo —terminaba Michaels—. Un geógrafo del cuerpo humano, que traza el mapa de sus ríos y bahías, de sus radas y de sus riachuelos; los cuales son mucho más complicados que los de la Tierra, se lo aseguro.

Reid contempló la gráfica por encima del hombro de Michaels y dijo:

—¿De quién es, Max?

—De nadie que valga la pena —dijo Michaels, dejando la gráfica a un lado—. La gente, cuando espera, suele leer un libro. Yo leo un sistema sanguíneo.

—También esperando, ¿en? Lo mismo que él —dijo Reíd, moviendo la cabeza en dirección al despacho de Carter—. Y esperando lo mismo, ¿no?

—La llegada de Benes, naturalmente. Y, sin embargo, no acabo de creerlo.

—De creer, ¿qué?

—De que ese hombre tenga lo que dice que tiene. Yo soy fisiólogo, claro está, y no físico —dijo Michaels, encogiéndose de hombros en humorístico ademán casi de excusa—, pero suelo creer en los técnicos. Y éstos dicen que no hay manera. Les oí decir que el Principio de Incertidumbre impide que pueda hacerse por más de un tiempo dado. Y el Principio de Incertidumbre es indiscutible, ¿no cree?

—Tampoco yo soy técnico, Max; pero estos mismos expertos nos dicen que Benes es la autoridad suprema en este campo. Los del Otro Lado lo han tenido a su servicio y se han mantenido a nuestra altura gracias a él; «sólo» gracias a él. No tenían otro sabio de primera fila, mientras que nosotros tenemos a Zaletski, a Kramer, a Richtheim, a Lindsay y a todos los demás. Y nuestros hombres más importantes creen que debe tener algo, si él lo dice.

—¿De veras lo creen? ¿No creerán, únicamente, que no podemos arriesgarnos a que así sea? A fin de cuentas, aunque resultara que no nos trae nada, su deserción sería ya una victoria para nosotros. Los Otros no podrían utilizar ya sus servicios.

—¿Por qué había de mentir?

—¿Y por qué no? —dijo Michaels—. Con esto logra salir de allí y venir aquí, que es donde supongo que quiere estar. Si resulta que no nos trae nada, no por ello le haremos volver, ¿no es cierto? Además, es posible que no mienta; sencillamente, puede estar equivocado.

—¡Hum! —Reid se retrepó en su sillón y puso los pies sobre la mesa, en un estilo impropio de un coronel—. Apúntese un tanto. Y, si nos da gato por liebre, le estará bien empleado a Carter. Les estará bien empleado a todos. ¡Malditos imbéciles!

—No le ha sacado nada a Carter, ¿eh?

—Nada. No quiere hacer absolutamente nada hasta que llegue Benes. Está contando los minutos, y yo he empezado también a hacerlo. Faltan cuarenta y dos.

—¿Para qué?

—Para que el avión que lo trae aterrice en el aeropuerto. Y las ciencias biológicas se quedan con las manos vacías. Si Benes trata únicamente de huir del Otro Lado, se apoderará de todo, de las tajadas, de las migajas e incluso del olor. Será demasiado bueno para ellos y no lo soltarán para nada del mundo.

—Tonterías… Tal vez al principio se agarren a la presa; pero también nosotros tenemos influencias. Podemos soltarles a Duval, al tenaz y piadoso Peter.

Una expresión de disgusto se pintó en el rostro de Reid.

—Me gustaría arrojarlo a los militares. Tal como siento ahora, me gustaría también arrojárselo a Carter. Si Duval estuviese cargado de electricidad negativa, y Carter de electricidad positiva, y pudiese juntarlos hasta que murieran los dos echando chispas…

—No sea destructor, Don. Se toma demasiado en serio a Duval. Un cirujano es un artista, un escultor que trabaja con tejidos vivos. Un gran cirujano es un gran artista y tiene temperamento de tal.

—Bueno; también «yo» tengo temperamento, y no lo empleo para ser un incordio. ¿Acaso monopoliza Duval el derecho de ser un antipático y soberbio hijo de perra?

—Si él tuviera el monopolio de esto, mi coronel, yo estaría encantado. Dejaría que lo disfrutase él solo, y le estaría agradecido. Lo malo es que en el mundo hay muchos hijos de perra tan antipáticos y tan soberbios como él mismo.

—Supongo que sí, supongo que sí —murmuró Reid, pero sin ablandarse—. Treinta y siete minutos.

Si alguien le hubiese repetido al doctor Peter Lawrence Duval la descripción en comprimido de Reid, le habría respondido aquél con el mismo breve gruñido con que habría correspondido a una declaración de amor. Y no era que Duval fuese insensible al insulto o a la lisonja, sino que sólo reaccionaba frente a ellos cuando tenía tiempo, y raras veces lo tenía. Lo que habitualmente llevaba en el semblante no era una mueca, sino más bien una contracción muscular provocada por lejanos pensamientos. Hay que presumir que todo hombre tiene su forma de evasión de este mundo; la de Duval era la sencillísima de concentrarse en su trabajo. Este proceder le había llevado, a sus cuarenta y pico de años, a la fama como neurocirujano, y a su estado casi inconsciente de soltería.

Al abrirse la puerta, ni siquiera levantó la mirada de las cuidadosas mediciones que estaba haciendo sobre unas radiografías en tres dimensiones que tenía delante. Su ayudante entró con su acostumbrado paso, lento y silencioso.

—¿Qué ocurre, Miss Peterson? —preguntó, concentrando todavía más su atención sobre las fotografías.

La impresión de profundidad era bastante clara para el ojo, pero la medición de la profundidad real exigía un delicado cálculo de los ángulos y un conocimiento previo del grado probable de tal profundidad.

Cora Peterson esperó que pasara el momento de concentración adicional. Tenía veinticinco años, exactamente veinte menos que Duval, y había puesto cuidadosamente a los pies del cirujano su título facultativo, obtenido el año anterior.

En las cartas que escribía a su casa, decía casi siempre que cada día pasado con Duval valía tanto como un curso escolar; que el estudio de sus métodos, de la técnica de su diagnóstico y del empleo de los instrumentos de su oficio, era increíblemente aleccionador. En cuanto a su dedicación al trabajo y a la causa de la curación, sólo podía calificarse de estimulante.

En un terreno menos intelectual, ella se daba perfecta cuenta, con la clarividencia del fisiólogo profesional, de la aceleración de los latidos de su corazón cuando captaba los planos y las curvas de la cara de él, inclinada sobre su trabajo, y observaba los rápidos, firmes y seguros movimientos de sus dedos. Sin embargo, su rostro permanecía impasible, porque la joven no aprobaba la actuación de su poco intelectual músculo cardíaco.

El espejo le decía, con bastante claridad, que no era una mujer vulgar, sino todo lo contrario. Sus ojos negros eran grandes y tenían una expresión ingenua; sus labios reflejaban un humor alegre cuando ella se lo permitía, cosa que no ocurría a menudo; y su figura la enojaba por su visible propensión a chocar con el debido aspecto profesional Hubiese querido provocar silbidos (o su equivalente intelectual) por su competencia, y no por las sinuosidades de su cuerpo.

Al menos Duval apreciaba su eficiencia y no parecía turbado por sus atractivos físicos, lo cual era un motivo más de admiración por parte de ella.

Por fin respondió:

—Benes aterrizará antes de treinta minutos, doctor Duval.

—¡Hum…! —murmuró él, levantando la cabeza—. ¿Y qué hace usted aquí? Su jornada de trabajo ha terminado.

Cora hubiese podido replicarle que también había terminado para él, pero sabía que sólo terminaba cuando el hombre daba fin a su trabajo. Muy a menudo se había quedado con él durante dieciséis horas seguidas, aunque presumía que el doctor habría sostenido (con absoluta buena fe) que la obligaba a observar la jornada de ocho horas.

—Estoy esperando para verle —dijo.

—¿A quién?

—A Benes. ¿No le parece emocionante, doctor?

—No. ¿Por qué?

—Es un gran sabio, y dicen que trae una información importantísima, que revolucionará todo lo que estamos haciendo.

—¿De veras? —Duval levantó la fotografía que estaba encima del montón, la dejó a un lado y fijó su atención en la siguiente—. ¿Acaso la ayudará en su trabajo con el láser?

—Puede facilitar el dar en el blanco.

—Ya da en el blanco. En cuanto a lo que puede añadirle Benes, sólo será útil para los artífices de la guerra. Todo lo que aquél hará será aumentar las probabilidades de destrucción mundial.

—Pero, doctor Duval, usted mismo dijo que el progreso de la técnica podría tener gran importancia para el neurofisiólogo.

—¿Eso dije? Está bien, lo dije. De todos modos, preferiría que se tomase usted el descanso necesario, Miss Peterson. —Levantó de nuevo la cabeza (¿y no suavizó un poquito el tono de la voz?)—: Parece cansada.

Cora levantó la mano hasta la mitad del camino de sus cabellos, pues, traducida al lenguaje femenino, la palabra «cansada» quiere decir «despeinada». Dijo:

—En cuanto Benes haya llegado, me marcharé. Lo prometo. Y, a propósito…

—¿Qué?

—¿Empleará usted el láser mañana?

—Es lo que ahora estoy tratando de decidir, si usted me deja, Miss Peterson.

—El modelo 6951 no puede utilizarse.

Duval dejó la fotografía y se echó atrás en su silla.

—¿Por qué?

—No me inspira bastante confianza. No puedo enfocarlo debidamente. Supongo que uno de los diodos del túnel está averiado, pero todavía no he descubierto cuál.

—Está bien. Monte uno del que podamos fiarnos, por si fuera necesario, y hágalo antes de marcharse. Mañana…

—Mañana veré lo que anda mal en el 6951.

—Sí.

Ella se volvió, dispuesta a marcharse, pero miró rápidamente su reloj y dijo:

—Veintiún minutos…, y dicen que el avión llegará puntualmente.

Él emitió un vago sonido y Cora comprendió que no la había oído.

Y se marchó, cerrando la puerta a su espalda, despacio y sin ruido.

El capitán William Owens se arrellanó en el blando y almohadillado asiento del automóvil. Se frotó cansadamente la afilada nariz y apretó las cuadradas mandíbulas. Sintió que el coche se elevaba por efecto de los fuertes chorros de aire comprimido y emprendía la marcha perfectamente nivelado. No oyó el menor zumbido del turborreactor, aunque quinientos caballos se agitaban a su espalda.

A través de las ventanillas a prueba de bala, podía ver, a derecha e izquierda, la escolta de motocicletas. Otros coches le precedían y le seguían, convirtiendo la noche en un bullicio de luces veladas.

Aquel medio batallón de guardianes le hacía sentirse importante, aunque, desde luego, no eran para él. Ni siquiera eran para el hombre a quien iban a recibir; no para el hombre como tal. Sólo para el contenido de un gran cerebro.

El jefe del Servicio Secreto se sentaba a la izquierda de Owens. El hecho de que éste no estuviera seguro del nombre de aquel caballero indefinible que, desde los quevedos hasta los conservadores zapatos, parecía un profesor de instituto —o un dependiente de camisería—, era una prueba del carácter anónimo del Servicio.

—Coronel Gander… —había dicho Owens, haciendo una prueba, al estrecharle la mano.

—Gonder —había dicho el otro, sin alzar la voz—. Buenas tardes, capitán Owens.

Ahora estaban ya en las cercanías del aeropuerto. En alguna parte, en lo alto y delante de ellos, y seguramente a pocas millas de distancia, estaría el arcaico avión, disponiéndose a aterrizar.

—Éste es un gran día, ¿no? —dijo Gonder, también en voz baja.

Todo en aquel hombre parecía murmurar, incluso el corte discreto de su traje de paisano.

—Sí —dijo Owens, esforzándose en quitar toda tensión al monosílabo.

Y no era que se sintiera particularmente tenso, sino, simplemente, que su voz parecía no poder abandonar aquel tono. Era el mismo aire de tensión que parecían reflejar su nariz fina y afilada, sus ojos entornados y sus salientes pómulos.

A veces pensaba que esto le convenía. La gente se imaginaba que era excitable, cuando no lo era. Al menos, no más que cualquier otra persona. Por otra parte, la gente huía a veces de él por esta misma razón, sin que tuviera que levantar la mano. Tal vez las cosas se equilibraban por sí solas.

—Ha sido un buen golpe —dijo— traerle hasta aquí. Hay que felicitar al Servicio.

—El mérito corresponde a nuestro agente. Es el mejor de nuestros hombres. Y creo que su secreto es que tiene toda la estereotipada apariencia de un agente.

—¿De veras?

—Es alto Jugaba al fútbol en el instituto, Y guapo. De constitución espléndida. Cualquier enemigo que lo vea dirá: «Mira; es el tipo que habría de tener uno de sus agentes; por consiguiente, no puede serlo». Y lo dejará en paz, para enterarse más tarde de que, efectivamente, «lo era».

Owens frunció el ceño. ¿Hablaba el otro en serio? ¿O bromeaba, porque pensaba que así aliviaría la tensión?

—Supongo —dijo Gonder— que se da usted cuenta de que su papel en este asunto tiene verdadera importancia. Podrá identificarlo, ¿verdad?

—Le conozco bien —dijo Owens, con su breve y nerviosa risita—. Nos encontramos varias veces en conferencias científicas, en el Otro Lado. Una noche me emborraché con él; bueno, no llegamos a emborracharnos…, nos alegramos un poco.

—¿Habló?

—No le emborraché para hacerle hablar. Pero, de todos modos, no habló. Había alguien más con él. Sus sabios van siempre en parejas.

—Y «usted», ¿le habló?

El tono de la pregunta había sido ligero; pero no la intención que se ocultaba en ella.

Owens se echó a reír.

—No hay nada que yo sepa que él no sepa ya; puede creerme, coronel. Podría estar hablando con él todo un día sin causar el menor daño.

—Ojalá supiera yo algo de esto. Les admiro a ustedes, capitán. Aquí tenemos un milagro de la tecnología capaz de transformar el mundo, y sólo un puñado de hombres pueden comprenderlo. La mente del hombre huye de los hombres.

—La cosa no es tan grave, créalo —dijo Owens—. Somos muchísimos. Claro que sólo hay un Benes, y yo estoy muy lejos de poder considerarme de «su» clase. En realidad, mis conocimientos se limitan casi exclusivamente a aplicar la técnica a mis planos de barcos. Esto es todo.

—Pero ¿reconocerá a Benes?

El jefe del Servicio Secreto parecía necesitar una seguridad absoluta.

—Aunque tuviera un hermano gemelo, y estoy seguro de que no lo tiene, lo reconocería.

—No es precisamente cuestión de rutina, capitán. Como ya le he dicho, nuestro agente, Grant, es muy bueno; pero, incluso así, me sorprende un poco que haya podido lograrlo. Y tengo que preguntarme: ¿no habrá en esto una contramaniobra? ¿No habrán barruntado que trataríamos de apoderarnos de Benes, y habrán fabricado un falso Benes?

—Yo advertiría la diferencia —respondió Owens, confiado.

—No sabe usted lo que puede hacerse hoy en día con la cirugía plástica y la narcohipnosis.

—No importa. Su cara podría engañarme, pero no su conversación. O conocerá la Técnica mejor que yo —y su acento puso la mayúscula en la palabra— o no será Benes, sea cual fuere su aspecto. Tal vez pueden imitar el cuerpo de Benes, pero no su mente.

Habían llegado al campo. El coronel Gonder consultó su reloj.

—Lo oigo. El avión aterrizará dentro de unos minutos… y a la hora fijada.

Hombres armados y vehículos blindados se desplegaron, incorporándose a los que habían rodeado el aeropuerto, que quedó convertido en un territorio ocupado y cerrado para todos los que no tuvieran autorización especial.

Las últimas luces de la ciudad se habían extinguido, dejando sólo un débil resplandor en el horizonte, hacia la izquierda.

Owens suspiró con infinito alivio. Benes llegaría, al fin, dentro de un instante.

¿Final feliz?

Frunció las cejas al percibir la entonación mental que había puesto un punto de interrogación detrás de estas dos palabras.

«¡Final feliz…!», pensó, torvamente; pero la entonación escapó a su control y las dos palabras volvieron a ser: ¿Final feliz?