25

Vigilé el edificio de apartamentos de Beverly Boulevard durante tres días. Agazapado en el asiento del coche, vi a Michael leyendo cómics en el jardín delantero y advertí que utilizaba unas gruesas gafas. Lo vi arrojar una pelota de tenis contra la pared de su casa y pescarla cuando volvía rebotada. Lo vi tocarse los granos de acné y lo vi machacar la pelota de tenis con un viejo putter oxidado. Lo vi tumbarse en la hierba seca y soñar. Noté que los otros niños del barrio lo evitaban como si fuese la peste. Advertí que, a su edad, era casi tan alto como yo.

Al final de esos tres días, supe que lo amaba.

Cuando llamé a la puerta, abrió y me miró a los ojos. Le sostuve la mirada unos segundos y luego rompí el silencio.

—Hola, Mike. ¿Puedo pasar?

—Seguro.

Entré en aquel apartamento de aspecto modesto, en busca de algo que me inspirase qué decir.

—¿Dónde está la perrita? —pregunté por fin.

—Se ha escapado.

Eso me dio la entrada.

—Tu padre ha muerto —anuncié.

—Me lo imaginaba —susurró Michael, y desvió la mirada hacia la ventana, a la hilera de coches que circulaban por Beverly Boulevard—. Sabía que moriría por culpa de sus historias. El pensaba que yo era un chico muy listo, pero no sabía hasta qué punto. Creía que me engañaba, que yo no sabía cuáles de esas historias eran reales.

—¿Y cuáles eran, Mike?

—No te lo diré —respondió Michael, volviendo la cabeza hacia mí—. Nunca en la vida, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Echas de menos a la perra?

—Sí, era mi amiga.

—Yo tengo un perro. Una maravilla de perro.

—¿De qué tipo?

—Es un labrador, negro y muy grande. La gente le gusta mucho, pero odia a los gatos.

—A mí tampoco me gustan los gatos. Son escurridizos. ¿Qué va a pasar ahora, Fred?

—Vendrás a vivir conmigo, ¿quieres?

—¿Estás casado?

—No lo sé. Creo que sí.

—¿Cómo es tu esposa?

—Es muy inteligente, muy fuerte y muy hermosa.

—¿Y el labrador también será mío?

—Sí.

—Entonces, vale.

—Recoge tus cosas. Deja las de tu padre. Ya me desharé de ellas en otro momento.

Diez minutos más tarde, en el asiento trasero del coche habíamos cargado un surtido más bien escaso de ropa y objetos diversos y un gran número de libros. Conduje hasta encontrar un teléfono público, llamé a casa de Big Sid y le dije que quería que me cuidase a un huésped por unos días. El magnate se mostró desconcertado, pero al saber que se trataba de un joven inteligente al que le encantaban las películas de horror, aceptó de inmediato.

Cuando llegamos a la gran mansión de Canyon Drive, Sid nos estaba esperando en el jardín delantero. Le presenté a Michael, con el que se puso a bromear, ofreciéndole un cigarro. Michael se tiró al suelo de risa y luego se levantó y me abrazó antes de salir corriendo en dirección a la casa.

Llamé a Lorna desde un teléfono público. Su secretaria me dijo que había bajado a San Diego para una convención. Estaba en el hotel El Cortez y volvería al cabo de dos o tres días. No pude esperar, llené el depósito de gasolina y salí zumbando hacia el sur por la autopista de San Diego.

Cuando llegué, estaba anocheciendo. Un marinero borracho me indicó dónde estaba El Cortez, un edificio de estilo español de color rosa con un ascensor externo de paredes de cristal.

Dejé el coche en el aparcamiento y a grandes zancadas crucé el vestíbulo en dirección a recepción. El empleado me dijo que los huéspedes que asistían a la convención de la Asociación de Abogados Americanos estaban celebrando un banquete en el salón Galleon, y señaló hacia la izquierda. Entré corriendo y vislumbré a un hombre de aspecto severo que, de pie en el estrado, hablaba de manera ambigua de algo llamado justicia.

Caminé pegado a las paredes, mirando las caras, aburridas o extasiadas, que había alrededor de cada mesa. Lorna no estaba allí. Vi una puerta de salida al fondo del salón y me dirigí hacia allí, con la esperanza de que condujese a algún ascensor del hotel.

Abrí la puerta que daba a un pasillo justo en el momento en que Lorna salía cojeando del baño de señoras, hablando con otra mujer.

—Sólo he venido por la comida, Helen —decía. La otra mujer me vio primero y debió de notar que pasaba algo, porque le dio un codazo a Lorna, que se volvió. Al verme, el bolso y el bastón se le cayeron al suelo.

—Freddy, ¿qué demo…?

—Excúsame, Lorna —dijo Helen, antes de marcharse a toda prisa.

—Estás loco. ¿Qué te ha ocurrido? Estás muy distinto.

—Soy muy distinto. —Me agaché y recogí el bolso y el bastón. En un impulso, la atraje hacia mí—. Se ha terminado, Lor. Se ha terminado. —La tomé por la cintura y la levanté del suelo muy por encima de mi cabeza.

—¡Freddy, maldita sea! ¡Bájame!

La levanté aún más, hasta que su cabeza casi tocó el techo.

—¡Maldita sea, Freddy! ¡Por favor!

Volví a posar a mi mujer en el lujoso suelo alfombrado. Sin soltarme, me miró a los ojos con severidad y dijo.

—Así que se ha terminado… ¿Y ahora, qué?

—Estamos nosotros. Hay un chaval enorme y maravilloso que nos necesita. Ahora está con tu padre.

—¿Qué chaval enor…?

—Es el hijo de Maggie Cadwallader. No voy a decirte nada más. Quiero que vuelvas, pero sin él no está bien.

—Por Dios, Freddy.

—Tú puedes enseñarle de qué va la justicia y yo puedo enseñarle todo lo que sé.

—¿Es huérfano?

—Sí.

—Pues entonces hay una serie de cuestiones legales…

—¡A tomar por culo las cuestiones legales! El chico nos necesita.

—No lo sé.

—Pues yo sí. Quiero que vuelvas.

—¿Por qué? ¿Crees que esta vez será diferente?

—Pues claro que lo será.

—Oh, Dios mío, Freddy.

—Si no hacemos la prueba, nunca lo sabremos.

—Eso es cierto pero…, no sé. Además, me quedan dos días más de convención y…

—Si no hacemos la prueba, nunca lo sabremos.

—Estamos empatados, Freddy.

—Siempre lo hemos estado.

Lorna metió la mano en su bolso y sacó sus llaves. Separó las de la casa de Laurel Canyon y me las tendió. Sonrió y se enjugó unas lágrimas de los ojos.

—Si no hacemos la prueba, nunca lo sabremos.

Seguimos abrazados unos minutos hasta que oímos aplausos procedentes de la sala de banquetes.

—Ahora tengo que irme —dijo Lorna—. Me toca hablar dentro de unos minutos.

—Nos veremos en casa.

—Sí.

Nos besamos, Lorna se retocó el cabello, abrió la puerta y entró en la sala de banquetes cuando cesaban los aplausos dedicados al último conferenciante.

Mientras caminaba cojeando hacia el estrado, pensé en Wacky Walker y en el prodigio y en la comunidad de los muertos y en el demente Dudley Smith y en el pobre Larry Brubaker y en la orfandad y en las angosturas de mi corazón de antaño, cuando aún estaba intacto. Luego, pensé en la redención, fui al coche y tomé la autopista de regreso a Los Ángeles.