24

Era la única partida en la ciudad. Lo sabía, pero no pensaba que me hubieran servido ases. Me sentía como si me hubiesen repartido la peor mano del posible, y era consciente de que incluso cuando todo hubiese acabado, Doc Harris se reiría de mí dondequiera que estuviese, con la absoluta certeza de que yo no podría volver a llevar una vida normal, si acaso alguna vez la había tenido.

Larry Brubaker y yo fuimos al norte, a la zona de cultivos al este de Ventura. Yo iba armado con una carabina de diez tiros, una pistola del 38 y una jeringuilla hipodérmica; él, con un placer masoquista ante el apuro en que se encontraba. Larry sabía que iba armado para matar: él me había suministrado la jeringuilla y era consciente de lo que yo tenía que hacer. Brubaker conducía, pero apenas sabía una mínima parte del plan; sólo conocía el territorio en el que iba a jugarse la partida.

Lo observé con el rabillo del ojo. Era un buen conductor. Se abría paso hábilmente entre el tráfico, como un yóquey maniobrando para ganar los palos, y mantenía una calma helada incluso con la cabeza vendada como consecuencia de mi rabia.

Me había suministrado los detalles y había accedido a firmar una confesión de todo lo que sabía de las fechorías de Doc Harris y de su propia participación en él robo de la morfina. Era un testigo principal de asesinato y mucho más. En aquel momento, cuatro días más tarde, dicha confesión estaba guardada en mi caja de seguridad del Bank of America. Después de firmar y rubricar las veintitrés páginas de denuncia que yo había redactado en su abarrotada trastienda, Brubaker había dicho:

—Sólo hay una manera de jugar esta partida y ganar. Doc tiene una parcela de terreno al este de Ventura. No es más que una finca polvorienta, fea e inútil. Es su excusa fiscal. Como respetable traficante de drogas de clase media, carece de medios visibles de sustento. Entonces, compra esas tierras y paga cien dólares al año como impuesto de la renta. Allí es donde esconde su botín. Él me lo da y se lo distribuyo. Nos encontramos allí una vez al mes, el día quince, para hacer el trapicheo: yo le doy a Doc los ingresos del mes y él me da el material. Ese es el lugar para encontrarlo. ¿Lo captas, encanto?

Lo captaba, y quise cerciorarme de que él también.

—Sí, lo capto —respondí—. Y tú, ¿captas que si esto no resulta voy a matarte allí mismo?

—Claro que sí. Es la única partida de la ciudad.

Al pasar por Oxnard vi un reloj. Eran las 8.42 de la mañana; anoté hora, lugar y fecha —sábado, 15 de julio de 1955—, y pensé en lo que quería de Doc Harris en el mejor día de mi vida y último de la suya. Quería dialogar con él antes de que la morfina mezclada con estricnina penetrara en sus venas. Doc era incapaz de arrepentirse, pero yo buscaba, como venganza personal, que se desmoronase siquiera un poco o al menos una expresión de pesar por su parte. Y algo más importante: quería información sobre el estado mental de su «heredero moral». ¿Hasta dónde había llegado en su esfuerzo por pervertir la mente de Michael? ¿Hasta qué punto eran conscientes y sutiles sus métodos de lavado de cerebro? Deseaba que Doc se fuese de este mundo sabiendo que Michael viviría libre y cuerdo gracias a su muerte.

Cruzamos los límites de Ventura County y seguimos hacia el este. Pensé por un instante que iba a vomitar y, como un reflejo, observé la fría expresión de Larry Brubaker buscando alguna señal de tensión. La búsqueda obtuvo su fruto: Larry había apretado las manos en torno al volante hasta que sus nudillos de un marrón pálido habían adquirido un tono blanco lacerante.

—¿Quieres que te cuente un chiste, Larry? —pregunté.

—Claro.

—Es mi definición de sádico. ¿Estás preparado? Un sádico es alguien que es bueno con un masoquista.

Brubaker soltó una risotada, primero estruendosa y, después, obscena.

—¡Esa es la historia de mi vida, chico! Sólo que yo hacía los dos papeles. Es una lástima que no vayas a tener ocasión de conocer a Doc. A él le habría encantado tu actuación.

—Háblame de la cita. ¿Cómo funcionáis tú y Doc?

—El llega solo; yo, también. Tiene el material enterrado en una caja impermeable en una arboleda junto a un cobertizo. Hacemos el trapicheo y tomamos un par de tragos y hablamos de política, de deportes o de los viejos tiempos, y eso es todo.

—¿El coche de Doc cabría en ese cobertizo?

—Probablemente. ¿Cómo esperas mantener quieto a Doc para clavarle la aguja? Porque eso es lo que piensas hacer, ¿no?

—No te preocupes por eso. Y la hora del encuentro es siempre a las diez y Doc nunca llega antes, ¿verdad?

—Exacto, encanto. Pero tranquilo, porque verás llegar a Doc desde medio kilómetro de distancia. Yo siempre llego antes. Para observar la naturaleza, ¿me captas?

—Te capto.

Llegamos al lugar diez minutos después.

Doblamos el recodo y avanzamos cuatrocientos metros por un camino de tierra. Cuando llegamos al lugar, resultó exactamente como Brubaker lo había descrito: una tierra marrón claro con rocas, polvo y un cobertizo de tablones blanco en la linde de una arboleda de eucaliptos que parecían muertos.

Aparcamos junto al cobertizo. Brubaker echó el freno y me sonrió. No supe a qué se debía su sonrisa y, de pronto, me sentí aterrorizado.

Brubaker consultó el reloj.

—Son las nueve y cuarto —me informó—. Tenemos tres cuartos de hora, pero será mejor que desaparezcas de la vista ahora mismo, para aseguramos. Yo esperaré fuera del coche como hago siempre. Calor, ¿eh? Pero el lugar es bonito. ¡Dios, cómo me gusta el campo!

Saqué la carabina del asiento trasero, pensando que ojalá fuera automática, y me adentré en la arboleda. Dejé el arma detrás del árbol más próximo al coche de Brubaker, donde pudiera cogerla enseguida cuando Doc Harris llegara. Saqué la 38 y comprobé el seguro; después, me la puse en la cintura y avancé hacia un claro de bosque umbrío en mitad de los eucaliptos.

—Cuando aparezca, silbaré —me gritó Brubaker. Por primera vez, advertí que estaba tenso.

—Bien —repuse, y noté que lo hacía con un hilo de voz.

Me apoyé contra un tronco en un lugar desde donde veía a Brubaker, el coche y también el camino. Estaba tan excitado que no me costaba no pensar. Tenía la mente en blanco y me sorprendí siendo presa de un estado de absoluto agotamiento nervioso. Carraspeé repetidas veces y empecé a rascarme y a pellizcarme, como para comprobar que aún seguía allí.

Oí un crepitar de hojas secas a mi espalda. Me volví al tiempo que llevaba la mano a la pistola. No era nada; seguramente un ratón que se escurría entre la hojarasca. El mismo ruido se repitió y esta vez no me volví y entonces, de pronto, oí el estampido de un disparo y unas astillas saltaron del tronco por encima de mi cabeza. Me arrojé al suelo y rodé en dirección a un gran montón de ramas caídas. Saqué la 38 de la cintura, quité el seguro y contuve el aliento. Me protegí tras las ramas, me agazapé y busqué un lugar por el que disparar. Encontré un pequeño claro iluminado que me proporcionaba protección y espacio para apuntar, me agazapé más aún y miré en la dirección de la que había procedido el disparo.

No vi movimiento alguno, ni oí más ruidos que el frenético galope de mi propio corazón y el del agudo silbido de mi respiración. Me arriesgué a asomar la cabeza por encima del montón de ramas y escruté brevemente la arboleda. Nada. ¿Acaso era Brubaker el francotirador?

—¡Brubaker! —grité. No obtuve respuesta.

Miré a mi izquierda. La carabina seguía apoyada contra el tronco del árbol. Gateé hasta donde pudiera ver el coche de Brubaker y el cobertizo. Ni vi a Brubaker y no advertí el menor movimiento. Empezaba a tranquilizarme un poco y, al mismo tiempo, a sentirme furioso. Mientras retrocedía a rastras hacia mi escondrijo, entrevi por un instante a mi izquierda, con el rabillo del ojo, las perneras de un pantalón. Sonaron tres disparos y la tierra delante de mí me saltó al rostro. Empecé a rodar hacia la carabina cuando vi una silueta que avanzaba en mi dirección. Supe vagamente que se trataba de Doc Harris. Estaba a unos centímetros del arma, rodando por el suelo todavía, cuando me disparó dos veces más desde diez metros. El primer tiro falló por poco; el segundo me rozó la sien. Apunté a un lado y a otro con mi 38, perdiendo así unos segundos preciosos. Doc vio lo que estaba haciendo y me apuntó de lleno. Apretó el gatillo, pero el cargador se había vaciado. Rojo de furia, se lanzó hacia mí y me dio una patada en la cara en el momento en que le apuntaba, con lo que me hizo disparar tres tiros en la dirección equivocada.

Se abalanzó sobre el brazo con el que empuñaba el arma y me agarró la muñeca con ambas manos. Como precaución, disparé las tres balas restantes contra el suelo. Esto lo enfureció, y me dio un rodillazo en la entrepierna. Solté un alarido y vomité sobre su camisa. En un acto reflejo, Doc alargó la mano para desviar el vómito y, al hacerlo, relajó un poco la presión que ejercía sobre mi pecho. Me desasí en parte y me volví en dirección a la carabina. En el momento en que ya tenía ésta entre las manos, Harris reanudó su ataque. Le lancé un culatazo, pero apenas le rocé la barbilla. Intentó cogerme de la mano con la intención de que disparase contra mí mismo, pero yo cubría firmemente el guardamonte con la diestra. Rodamos hasta dar con un tronco y lo presioné a la altura del pecho con el cañón del arma que había entre nosotros. Resultó inútil; Doc era demasiado fuerte. Pasé el dedo corazón en torno al gatillo y disparé. La carabina escupió fuego y el cañón golpeó a Harris en pleno rostro. Doc tuvo un instante de pánico y retiró la mano ligeramente, con expresión de desconcierto. Por un momento, se asustó, retiró la mano unos centímetros, claramente perplejo.

Los dos nos pusimos en pie a duras penas. Harris volvió a agarrar el arma con todas sus fuerzas, pero pronto se dio cuenta de que era inútil y la soltó, haciéndome caer al suelo. Me miró y, esbozando una sonrisa, sacó una navaja del bolsillo trasero, oprimió un botón de la empuñadura y asomó una hoja brillante, afilada como un bisturí. Avanzó hacia mí. Aún estaba incorporándome cuando vi a Larry Brubaker, que se acercaba por su espalda blandiendo un desmontador de neumáticos. Harris estaba a un metro de mí cuando Brubaker le propinó un golpe demoledor en los hombros con la barra de hierro. Cayó al suelo ante mí y se quedó allí quieto, mudo.

Brubaker me ayudó a incorporarme. Tomé el pulso a Harris, comprobé que era normal y recogí del suelo las dos armas cortas. Harris tenía un revólver Colt del 32. Lo guardé en el bolsillo trasero del pantalón, cargué de nuevo mi 38 y me la metí en la cintura. Brubaker se había arrodillado sobre Harris y le acariciaba con ternura los cabellos canosos, mirándolo con una expresión en la que se mezclaban por igual la añoranza y el asombro.

Caminé hasta él.

—Coge la jeringa de la guantera, Larry. En el asiento delantero hay una bolsa de papel con una botella de agua, una cuchara, unas cerillas y una ampolla. Tráemelo todo.

Brubaker asintió y se dirigió hacia el coche.

Arrastré a Doc Harris hasta un árbol de buen tamaño y lo coloqué sentado de espaldas contra el tronco. Conseguí hacerlo a duras penas, con los brazos entumecidos y todavía aturdido por el balazo que había rozado mi sien. Brubaker regresó con la bolsa de papel.

—Tú sabes dónde está enterrado el material —le dije.

—Sí —repuso.

—Ve a buscar un puñado. Un buen puñado. Y vuelve aquí. Quiero que le prepares un pequeño cóctel a Doc.

Harris volvió en sí un momento después de que Brubaker se alejara. Cuando sus párpados empezaron a vibrar, eché mano a la 38 y apunté.

—Hola, Doc —dije.

—Hola, Underhill. —Harris sonrió—. ¿Dónde está Larry?

—Ha ido a buscar una sorpresa para ti.

—Pobre Larry. ¿Qué hará ahora? ¿A quién seguirá? Nunca ha tenido a nadie más.

—Sobrevivirá. Igual que Michael.

—A Michael le caes bien, Underhill.

—Y él a mí.

—A las personas siempre les atrae lo mismo. Tú y yo somos hombres renacentistas. A Michael le gustan los hombres así.

—¿Qué le has hecho?

—Le he contado historias. A los tres años le enseñé a leer. Tiene un coeficiente de inteligencia sorprendente y un sentido de la narrativa asombroso, de modo que he estado administrándole parábolas desde que tenía edad suficiente para escucharlas. Iba a escribir mis memorias para él, para cuando tuviera unos años más y fuera capaz de entenderlas. Ahora, claro, eso no sucederá nunca. Pero ha recibido suficiente de mí para formarse el carácter, creo.

—Has perdido, Harris. Tu vida, tu heredero moral, tu «filosofía», todo ello. ¿Cómo sienta eso?

—Me apena. Pero he llegado a cimas que tú y el resto del mundo ni sabéis que existen. Eso me da cierto consuelo.

—¿Cómo has sabido que estaría aquí?

—No estaba seguro, pero sí sabía qué sabías de mí. Desde que leí lo que apareció en la prensa sobre ti y el pobre Eddie, en el 51, tuve la sensación de que algún día vendrías por mí. Cuando apareciste en mi puerta, no me sorprendió. Imaginé que quizás utilizarías a Larry como cuña, de modo que vine aquí temprano y, como precaución, sin el coche.

Brubaker regresó con las manos rebosantes de polvo blanco. Probé la mínima parte que pude ponerme en la yema del dedo. Era pura, purísima.

—Iba a pegarte un tiro, Doc —le dije—, pero no tengo corazón para hacerlo. —Sin soltar el arma, cogí un puñado de morfina de las manos abiertas de Brubaker y saqué la botella de agua de la bolsa de papel. La destapé y me acerqué a Harris—. Cómetela —murmuré, al tiempo que le metía la morfina en la boca.

Harris abrió la boca y tomó estoicamente su comunión letal. Volqué la botella de agua en sus labios en un último acto de misericordia. Doc se estremeció y sonrió.

—No quiero morir así, Underhill.

—A la mierda. Tienes cinco minutos hasta que te reviente el corazón y te asfixies. ¿Unas últimas palabras? ¿Una última petición?

—Sólo una. —Harris señaló el suelo, detrás de mí—. ¿Querrías pasarme mi navaja?

Asentí. Brubaker cogió el arma y se la entregó.

Harris nos miró y, con una sonrisa, dijo:

—Adiós, Larry. Sé benévolo en la victoria, Underhill. No es tu estilo, pero hazlo de todas maneras. Sélo tanto en la victoria como yo en la derrota.

Se desabrochó la camisa y se la quitó lentamente. Luego, cogió la navaja con ambas manos, se la clavó en el vientre y tiró hacia arriba hasta las costillas. Se estremeció y la sangre comenzó a brotar de su abdomen, de su boca y de sus fosas nasales. Luego, cayó al suelo sin soltar la navaja.

Lo enterramos en el lugar donde había guardado su morfina, encajándolo en el profundo y estrecho espacio que había creado para guardar un enorme baúl de barco lleno de muerte. Cubrimos el cuerpo con tierra mezclada con piedras y una capa de hojas secas por encima.

Arrastré el baúl hasta el coche de Brubaker, lo rocié con gasolina que saqué del depósito haciendo sifón y llevé el vehículo a una distancia prudencial. A continuación, encendí una cerilla y prendí fuego al baúl. Brubaker, que había permanecido callado desde el momento de la muerte de Doc, contempló las llamas con aire pensativo.

—¿Tienes algún discurso de despedida, Larry? —le pregunté.

—Sí —respondió, y citó a Colé Porter—: «¡Adiós ahora y amén, espero que nos veamos alguna vez; tuvimos horas deliciosas, pero sólo fue una de esas cosas!» ¿Te ha gustado?

—No, eres demasiado moderno para mí, Larry —respondí mientras arrojaba tierra sobre los restos carbonizados del baúl—. Vámonos de aquí. Conduciré yo.

Volvimos por la autopista Pacific Coast. Brubaker seguía callado y eso me preocupaba.

—Me has salvado la vida —le dije—. Gracias.

—Sabía perfectamente que Doc iba a matarme. Se abalanzó sobre mí, me llevó aparte y me dijo que eras hombre muerto y que, en adelante, todo marcharía a pedir de boca. Pero yo sabía que iba a matarme. —Brubaker se volvió en el asiento para mirarme a la cara y añadió—: De lo contrario, te habría dejado morir.

—Lo sé. Estabas enamorado de él, ¿verdad?

—Desde el momento en que lo conocí. —Brubaker empezó a sollozar en silencio y sacó la cabeza por la ventanilla para evitar mirarme. Finalmente, se volvió de nuevo hacia mí—. Pero también me importaba. Cuando tú y ese policía irlandés grandullón me interrogasteis hace años, supe que eras un tío legal. Lo único que pasaba es que no tenías suficiente idea de lo que estaba sucediendo. ¿Me captas?

—Supongo que sí. Si te sirve de consuelo, hace tiempo tuve un amigo, un borracho que, en cierto modo, vivía adelantado a su tiempo; solía decirme que hay una ciudad de los muertos, que existe justo aquí, entre nosotros, pero invisible a nuestros ojos. Decía que cuando la gente llega allí, sigue haciendo exactamente lo mismo que hacía en nuestro mundo. Para mí no es mucho consuelo, pero creo que quizá sea verdad.

Brubaker no hizo ningún comentario. Se limitó a sollozar con la cabeza encajada con fuerza contra el marco de la portezuela. Todavía sollozaba cuando lo dejé en su bar de Venice.