23

Tres días después, a las siete de la mañana, aparqué en Windward Avenue frente a una licorería, desde donde veía la estafeta de correos de Venice y Larry’s Little Log Cabin.

Aguardé, nervioso, a que la estafeta abriera la puerta, totalmente consciente de que mi plan sólo alcanzaría la perfección psicológica si el cartero pasaba lo suficientemente temprano como para encontrarlo solo en el bar. Aquel garito ya no abría, como años atrás, el máximo de horas permitido por la ley y el horario que había en la puerta rezaba que estaba abierto desde las diez de la mañana hasta medianoche. Aquello sólo podía beneficiarme: me lanzaría sobre Brubaker en cualquier circunstancia, pero deseaba que él y su Little Log Cabin fueran lo más míos posible. Así que, me quedé aparcado ante la licorería pensando que tal vez me esperaba una larga jornada.

Pensé muchísimo en Lorna. Al llegar a Los Ángeles no la había telefoneado porque quería, en cierto modo, recuperar la credibilidad que había perdido la noche que la había llamado llorando. Después pasé dos días encerrado en mi apartamento, intentando no pensar en ella, pero tuve la sensación de que habían sido dos días de completa derrota. Apenas pensé en nada más e imaginé todas las posibles resoluciones de lo nuestro a la luz de lo que sabía que iba a ocurrir antes de que volviéramos a estar juntos. Allí, en Windward, la sórdida calle de los borrachos, llevando un cutre cortavientos para que no se me viera la pistola, tuve que obligarme a no pensar en lo que más quería y a no pensar en mujeres muertas, en niños muertos antes de nacer y en un pasado mío que no moriría.

Ese intento mío de no pensar se vio interrumpido a las ocho de la mañana cuando un cartero de uniforme pasó trotando por la calle, camino del bar de Larry. Vi que el hombre leía un comprobante que llevaba en la mano y que llamaba sonoramente a la puerta. Al cabo de un instante, ésta se abrió y apareció un negro de piel clara con una bata de seda que parpadeaba ante la luminosidad de la mañana. Brubaker y el cartero hablaron y desde la distancia, advertí que el aviso postal había despertado la curiosidad del viejo Larry.

Brubaker volvió a salir al cabo de cinco minutos, vestido con unos pantalones de algodón y un polo deportivo. Cruzó la calle directamente, sin hacerlo por el semáforo, entró en la estafeta y yo empecé a sentir escalofríos.

Pensé que tardaría otros cinco minutos. Me equivoqué. Al cabo de tres minutos, Brubaker volvía a cruzar la calle con la misma imprudencia y con mi paquete en las manos. Su rostro era la mismísima imagen del pánico. No corrió hacia la puerta delantera, sino que pasó de largo y siguió hasta el aparcamiento contiguo a su edificio. Yo estaba justo detrás y, mientras metía la caja en el maletero de su Pontiac de dos plazas y hundía la mano en el bolsillo en busca de las llaves, saqué la pistola y le hundí el cañón en la espalda.

—No, Larry —dije, mientras dejaba escapar un sonido a medio camino entre un grito y un lamento—, ahora no.

¿Comprendes? —Amartillé la pistola y hundí con más fuerza el cañón en la zona carnosa de su espalda. Brubaker asintió levemente con la cabeza—. Bien —añadí—. Eddie está en el infierno, pero yo no, y si juegas bien tus cartas, tú tampoco lo estarás. ¿Me sigues, Larry? —Brubaker asintió de nuevo—. Bien. ¿Sabes quién soy?

Brubaker torció ligeramente la cabeza para verme la cara. Cuando sus ojos azul claro me reconocieron, se echó a llorar y luego se tapó la boca con la mano y se mordió los nudillos.

Lo empujé hacia la puerta trasera del local y le dije:

—Coge la caja, Larry. Tenemos que leer unas cosas y hablar.

Brubaker obedeció, y al cabo de unos instantes nos encontrábamos en su modesta vivienda en la trastienda del bar. Brubaker temblaba, pero mantenía la dignidad, igual que el día en que Smith y yo lo habíamos interrogado. Señalé la caja con el cañón de la pistola.

—Ábrela y lee las diez primeras páginas, más o menos —indiqué.

Brubaker dudó y luego arrancó la cinta adhesiva, claramente ansioso por terminar lo antes posible. Lo observé mientras leía las hojas que yo había subrayado, dejándolas a un lado con manos temblorosas para seguir leyendo. Al cabo de diez minutos se había hecho una composición de lugar y empezó a reír de manera histérica en la que se adivinaba una cierta ironía.

—Vaya, vaya —dijo—. Vaya, vaya, vaya…

—¿Alguna vez has matado a alguien, Larry? —pregunté.

—No —respondió Brubaker.

—¿Sabes a cuántas personas se ha cargado Doc Harris?

—A muchas, muchísimas.

—Eres un hijo de puta sarcástico. ¿Tienes ganas de sobrevivir a esto o quieres que te joda como joderé a Doc?

—Yo sí que jodí con Doc en 1944. Lo mismo que Eddie y lo mismo que Johnny DeVries, para sellar nuestro pacto, ¿sabes? A mí no me importó, Doc era un tío que estaba muy bueno. A Eddie no le importó, porque era bisexual, pero a Johnny le comió el coco, sí, porque le gustó, y por eso se odió a sí mismo hasta el día de su muerte.

—¿Quién lo mató?

—Doc. Doc también lo amaba, pero Johnny hablaba demasiado. Nunca se dedicó a vender su material, sino que lo regalaba a todos los adictos de los bajos fondos de Milwaukee. Luego empezó a decir que quería desengancharse. Eramos amigos y me llamó para pedirme que le guardara el material hasta que saliese del hospital. Quería desengancharse, pero no quería renunciar al dinero que sacaba haciendo de camello. ¿Comprendes?

—Comprendo. Y por eso temiste que se desenganchara, empezara a hablar y te implicara, y se lo contaste a Doc.

—Exacto. Se lo conté al bueno de papá, y el bueno de papá se hizo cargo de ello. —Brubaker intentaba conservar el orgullo, aunque resultaba obvio que estaba aceptando su servilismo y su odio hacia sí mismo. A decir verdad, yo no sabía si deseaba seguir viviendo o quería morir con su pasado. Lo único que podía hacer era continuar interrogándolo y esperar que conservara aquel desapego.

—¿Y qué pasó con el resto de la droga, Larry?

—La vendemos Doc y yo, en pequeñas cantidades. Llevamos años haciéndolo.

—¿Te está chantajeando?

—Tiene fotos mías y de un concejal del Ayuntamiento en lo que podríamos calificar de situación comprometida. —Rió—. Yo hice que Eddie se liase con ese concejal. Eddie era un adicto a la posición, estaba enamorado de los caballos y de la buena posición social, y el concejal ofrecía las dos cosas. Doc les tomó fotos también a ellos, pero el concejal nunca se enteró. Eddie, en cambio, sí. Y es por eso por lo que Doc le hizo cargar con lo de Maggie.

—¿Doc mató a Maggie? —pregunté, temblando.

—Sí, Doc la mató. Cuando detuvisteis a Eddie, os equivocasteis, pero bueno, ya has pagado por eso, ¿no? Es curioso, tú no pareces comunista. —Brubaker se rió, en esta ocasión de mí.

—¿Por qué? —inquirí—. ¿Por qué lo hizo?

—¿Por qué? Bueno, Maggie vivía en Los Ángeles sin que ninguno de nosotros lo supiera. Su madre le escribió para contarle que se habían cargado a John en Milwaukee. Maggie coincidió con Eddie en algún sitio, por casualidad, y empezó a largar sobre la cuestión. Eddie se lo contó a Doc y Doc le dijo que fuera cariñoso con ella, que se la follara y que la vigilase. Luego Doc empezó a ponerse nervioso, y una noche tomó prestado el coche de Eddie, fue al apartamento de Maggie y la estranguló. Era un apaño, pues Doc sabía que siempre podría confiar en mí, pero de Eddie ya no estaba tan seguro. Sabía que a Eddie le daba un pánico terrible que corriera la voz de que era homosexual, que prefería morir antes de que su familia se enterase, y por eso le enseñó esas fotos en que aparecía con el concejal, y así le tapó la boca. O la pasma nunca descubriría quien había estrangulado a Maggie, lo cual sería el chollo máximo, o Eddie se comería el marrón. Y se lo comió. Y fuiste tú quien se lo hizo comer.

Mi menté volvió de repente a aquella noche del 51 en la que seguí a Engels por primera vez y en la que presencié su violenta confrontación con un hombre mayor en un bar de homosexuales de Hollywood Oeste. En mi confusa memoria algo saltó como un resorte: ese hombre era Doc Harris. Como si de un cáncer se tratase, empecé a sentir que se apoderaba de mí un terrible asco hacia mí mismo y cambié de tema.

—Y Marcella Harris, ¿conocía a Maggie? ¿Sabía que Doc iba a matarla?

—Creo que sí, que lo intuía. Maggie siempre le había caído bien y sabía que era la madre de Michael. Doc le dijo a Marcella que no se acercase a Maggie. Doc y Marcella estaban divorciados, pero las relaciones eran cordiales. Marcella salió de viaje y dejó a Michael con unos amigos suyos. Mira, Marcella siempre supo que Doc era un poco frío. Cuando descubrió que Maggie había muerto, confirmó que lo era pero no fue hasta más tarde, ese mismo año, que descubrió que Doc era el tren nocturno a la ciudad de los fiambres.

—¿De qué demonios estás hablando? ¿Marcella no sabía que Doc había matado a Johnny?

Brubaker negó con la cabeza y me dedicó una sonrisa irónica.

—No —respondió—. De haberlo sabido, lo habría matado o se habría suicidado. ¡Esa mujer adoraba a ese chalado de hermano suyo y siempre se salía con la suya! Yo era la coartada de Doc. Estaba conmigo en una timba de póquer y priva que duró tres días cuando, en realidad, estaba en Milwaukee cargándose al gran John.

Me estremecí, porque, en cierto modo, ya sabía la respuesta a la siguiente pregunta que iba a formular.

—Entonces, ¿qué fue lo que descubrió Marcella más tarde, ese mismo año?

—Mira, para ser justo con ese gélido Doc, hay que admitir que éste ama muchísimo a su «heredero moral», como llama al chico. Cuando en el 51 Marcella se dedicó a pindonguear y dejó a su hijo con sus colegas de farra, Doc se puso frenético porque no sabía dónde estaba el chico. Cuando Michael y él se encontraron y el chaval le contó que vivía con unos tipos de Hollywood la mar de simpáticos, Doc se puso hecho una fiera. Fue a la casa armado con un cuchillo de carnicero y se cargó a tres. Apareció todo en la prensa, pero probablemente tú no te enteraste porque hacía muy poco que el que había salido en titulares habías sido tú y debías de estar escondido. ¿Qué pasa? Se te ve un poco pálido. —Brubaker fue al fregadero y llenó un vaso de agua. Me lo tendió y bebí un sorbo, pero al darme cuenta de lo que hacía, lo arrojé contra la pared—. Tranquilo —dijo—. ¿Te estás enterando de cosas que preferirías no saber?

Casi me atraganté con las palabras pero conseguí, en parte, articularlas.

—¿Por qué Doc…?

—¿Mató a Marcella? Por el chico. Intuía que Marcella sabía en qué marrón estaba metido, que sospechaba incluso que había matado a Johnny. Pero no se le escapaba que si iba con el cuento a la policía, no volvería a ver al niño. Eso hizo mella en ella. Empezó a tomar píldoras y a beber más que nunca, con lo que se quedaba dormida en cualquier lugar. Doc tenía un detective privado muy cutre que la controlaba. Le dijo que la mujer tenía más recorrido que la autopista de Pomona. El detective desapareció al cabo de poco. Y Marcella también.

Brubaker se pasó un dedo por la garganta con el que indicaba el final de la vida potencialmente espléndida de Marcella. Yo estaba enfurecido hasta lo indecible, pero no con él.

—Pero cuando Marcella fue estrangulada, Michael estaba con Doc —apunté.

—Exacto —admitió Brubaker con calma—. Sí, estaba con él. Doc fue en coche hasta El Monte. Sabía que, por lo general, Marcella volvía a casa haciendo eses desde el Hank’s Hot Spot por Peck Road, pasando por delante del instituto. Sabía que nunca iba en coche. Aparcó el suyo junto a aquél, la recogió, estuvieron hablando un par de horas y luego la estranguló. Michael estaba dormido en el asiento trasero. Doc le había dado tres pastillas de Seconal. Al día siguiente, cuando despertó en casa, no sabía dónde había pasado la noche. El amor paterno es como un enganche, ¿verdad?

Me puse en pie de un salto y con una mano temblorosa acerqué la pistola amartillada a pocos centímetros de la cara risueña de Brubaker y puse el dedo en el gatillo.

—Adelante, tío, dispara —dijo Brubaker—. No me importa. No me dolerá mucho tiempo. Venga, dispara.

Me quedé inmóvil.

—¡Dispara, maldita sea! ¿No tienes huevos para hacerlo? ¿Tienes miedo de un negro maricón? ¡Mátame!

Alcé la mano y, con todas mis fuerzas, lo golpeé en la cabeza con el cañón. Brubaker soltó un grito y empezó a sangrarle la nariz. Alcé otra vez el brazo y en esta ocasión fui yo quien gritó, antes de lanzar el arma contra la pared. Miré a Brubaker, que se secaba la sangre de la cara con la manga, y me sostuvo la mirada.

—¿Estás conmigo o estás con Doc? —conseguí decir.

—Estoy contigo —respondió Brubaker—. Tienes todos los ases en la mano. En realidad, eres el único en la ciudad que tiene buen juego.