22

Alquilé una habitación en un hotel de la autopista de Blue Mound y dormí dieciséis horas seguidas. Soñé que Michael y Lorna flotaban en botes salvavidas en un mar de pegamento de avión. Desperté casi al alba y llamé a Will Berglund, a Tunnel City. ¿Tenía el Corazón Clandestino algún monasterio cerca de Fond Du Lac? Sí, respondió con voz adormilada. ¿Tenía allí un orfanato? La respuesta fue que no. Antes de colgar, conseguí que me explicara al detalle la ruta más recta para dar con la orden. Will Berglund se desperezó al notar la ansiedad de mi tono de voz y dijo que llamaría al prelado del monasterio para anunciarle mi llegada.

Me detuve a poner gasolina y a tomar un desayuno rápido y salí hacia el norte en dirección a los lagos, convencido de que lo que me esperaba en el Monasterio del Corazón Clandestino no tendría nada de aburrido.

Dos horas más tarde, rodeaba un lago azul, liso como un cristal, salpicado de pequeñas embarcaciones de placer. La gente tomaba el sol apretada en la estrecha orilla arenosa y los bosques de pinos que rodeaban Fond Du Lac estaban repletas de familias de turistas con las cámaras colgando del cuello.

Seguí las instrucciones que me había dado Will Berglund: seguir el lago entre colinas hasta unas tierras de cultivo, dejar atrás tres casas de campo y continuar un par de kilómetros hasta la carretera en que había un rótulo con los símbolos de los grandes credos.

Encontré la carretera de montaña, las tierras de cultivo y las tres casas. Hacía calor, casi treinta y cinco grados, pero cuando tomé la carretera mi sudor se debía más a la expectación y al nerviosismo que sentía. Atajé medio kilómetro por un bosque de pinos hasta salir a un claro donde se alzaba un sencillo edificio de cemento encalado, de tres pisos de altura, sin ornamentación alguna, sin estilo arquitectónico y sin carteles de bienvenida. Junto al edificio había una zona de aparcamiento. Los vehículos estacionados eran también tan ascéticos como el edificio: viejos jeeps de la Segunda Guerra Mundial y un sedán Willys de antes de la guerra. Todos parecían en buen estado.

Contemplé el gran portón de madera como si esperara algún milagro austero. Poco a poco, me di cuenta de que estaba asustado y de que no quería entrar en el monasterio. El descubrimiento me sorprendió y, en un reflejo, salté del coche y corrí hasta la puerta y llamé a ella con toda la fuerza de mi puño.

El hombre que respondió tenía un aspecto fresco, muy aseado. Menudo y de aire refinado, me dio la impresión, en cambio, de que había conocido tiempos peores y los había remontado. Asintió con modestia y me invitó a entrar en un largo pasillo del mismo cemento encalado que el exterior del edificio.

Al fondo del pasillo distinguí una especie de sala de reuniones o de adoración.

El hombre, cuya edad podía oscilar entre los treinta y los cuarenta y cinco, me explicó que el prelado estaba con su esposa y que me recibiría en unos minutos.

—Así, ¿ustedes pueden casarse? —pregunté.

No respondió. Se limitó a empujar una puertecita de madera y a invitarme a entrar.

—Espere aquí, por favor —me dijo, y cerró la puerta cuando hube pasado. Se trataba de una celda monacal, sin adornos y con muy poco mobiliario. Comprobé la puerta. Estaba abierta. De hecho, no tenía ningún mecanismo para cerrarla. Era libre de marcharme si quería. Había también una ventana sin barrotes, más o menos a la altura de los ojos de un hombre alto. Me asomé y vi un jardín detrás del monasterio. Un hombre con un sucio mono de trabajo estaba cavando un campo de rábanos. Me llevé los dedos a la boca y le lancé un silbido. El labriego volvió la cabeza hacia mí, me dirigió una ancha sonrisa, agitó la mano y volvió al trabajo.

Durante cinco minutos, contemplé la bombilla desnuda que iluminaba la celda. Por fin, mi escolta regresó y me anunció que Will Berglund se había puesto en contacto con el prelado y que éste estaba impaciente por recibirme y ofrecerme toda la ayuda posible. Añadió a ello que, si bien los miembros de la orden del Corazón Clandestino renunciaban a las pompas del mundo, reconocían su deber de participar en los asuntos urgentes de éste. De hecho, dicho deber era, en muchos aspectos, el dogma central de su fe. Toda su palabrería era tan ambigua como la del resto de discursos religiosos que había oído en mi vida, pero no se lo dije al hombre. Me limité a asentir en silencio y esperé que mi expresión pareciese adecuadamente reverente.

El me indicó el camino. Pasamos por una sala de ceremonias y entramos en otra salita, casi el doble de grande que la celda de antes, amueblada ésta con dos sillas plegables metálicas en cuyo respaldo llevaban grabado «Hospital General de Milwaukee». Mi acompañante me dijo que el prelado se reuniría conmigo en unos instantes y salió por la puerta, que dejó ligeramente entornada.

El prelado apareció un minuto después. Era un hombre robusto, macizo, de cabello negro azabache y perilla muy oscura. Probablemente pasaba de los cuarenta, pero también en su caso resultaba difícil precisar su edad. Cuando entró en la salita, me puse de pie. Nos estrechamos la mano y mientras me indicaba que me sentara otra vez, me dirigió una mirada que indicaba que estaba muy interesado. Tomó asiento y soltó un sonoro eructo. Era una manera perfecta de romper el hielo.

—Jesús —exclamé espontáneamente, y el hombre se rió.

—No, no. Yo soy Andrew, Andrés, que ni siquiera era uno de los apóstoles. ¿Está usted versado en las Escrituras, señor Underhill?

—Lo estuve. Me obligaron a ello, pero no soy lo que podría llamarse un creyente.

—¿Y su familia?

—No tengo familia, y mi esposa es judía.

—Entiendo. ¿Qué impresión le ha causado Will Berglund?

—La de un hombre corroído por la culpa, decente y cortés. Quizá muy inteligente.

Andrew sonrió.

—¿Qué le ha contado Will de nuestra orden? —inquirió.

—Nada —respondí—, pero reconozco que debe de significar cierto desafío al intelecto, o un hombre con su inteligencia no se habría mostrado tan entusiasmado con ella. Pero lo que me interesa es saber por qué John DeVries…

—Hablaremos de John más tarde —me interrumpió Andrew—. Y lo que a mí me interesa es qué piensa hacer con la información que yo pueda darle.

El entorno ascético y la voz paciente de Andrew empezaron a irritarme, y noté que empezaba a nublárseme la vista.

—Escuche, maldita sea —mascullé—. John DeVries fue asesinado. Su hermana, también. Estamos hablando de vidas, no de homilías bíblicas. Ab…

Me detuve.

Andrew se había puesto pálido, y sus enormes ojos pardos se nublaron de pena.

—¡Oh, Dios, Marcella…! —susurró.

—¿Usted la conocía?

—Entonces, era cierto que…

—¿Qué era cierto, maldita sea?

Andrew titubeó mientras yo intentaba controlar mi excitación. Se miró las manos. Le di unos momentos para que se calmara y luego añadí, con suavidad:

—¿Qué es lo que era cierto, Andrew?

—El mes pasado, Marcella nos dijo a mí y a mi esposa que corría peligro, que su marido quería la custodia de su hijo, que iba a secuestrarlo.

—¿El mes pasado? ¿Vio usted a Marcella Harris el mes pasado? ¿Dónde?

—En Los Ángeles. En una población horrible al este de la ciudad, El Monte. Marcella telefoneó a mi esposa. Dijo que necesitaba vernos, que necesitaba consejo espiritual. Nos mandó el dinero para los pasajes y volamos a Los Ángeles. Nos reunimos con Marcella en un bar de El Monte y…

—¿Un sábado por la noche? ¿El 21 de junio? ¿Su esposa lleva una cola de caballo rubia?

—Sí, pero ¿cómo sabe eso?

—Lo leí en los periódicos. La policía de Los Ángeles los buscaba a ustedes como sospechosos del asesinato de Marcella. La mataron aquella misma noche, un rato después de que los dejara en el bar. Debería haberla escuchado, Andrew.

Dejé que mis palabras penetraran en él, y vi que se hundía en la pena. La calma de aquel pesar resultaba irritante. Tuve la sensación de que ya estaba negociando con Dios una manera de salir del apuro.

—¿Cuándo conoció a Marcella? —le pregunté con suavidad—. Cuénteme cómo fue que le pidió ayuda el mes pasado.

Andrew adoptó una postura casi suplicante. Cuando habló, lo hizo con voz suave:

—Marcella llegó a la orden hace cuatro años. Will Berglund le había hablado de nosotros. Estaba inquieta. Me dijo que iba a suceder algo terrible y que no tenía forma de detenerlo. Le dije que la Orden del Corazón Clandestino es una disciplina espiritual basada en las buenas obras anónimas. Contamos con unos cuantos patrocinadores ricos que poseen una imprenta que publica nuestros pequeños folletos, pero, fundamentalmente, nos ocupamos de nuestros campos, que nos sirven para mantenernos y dar de comer a los hambrientos. Realizamos tres horas de meditación en silencio al día y una jornada de ayuno a la semana. Pero, sobre todo, viajamos a las ciudades. Distribuimos nuestros folletos en las misiones de los barrios bajos, en las capillas de las cárceles, allí donde hay personas solitarias y desesperadas. Recorremos las calles y recogemos a los borrachos, los alimentamos y les damos consuelo. No buscamos nuevos miembros de forma activa; la nuestra es una disciplina severa, no es para los caprichosos. Y somos anónimos: no nos vanagloriamos del bien que hacemos. Le expliqué todo esto a Marcella cuando hablamos en el 51. Ella dijo que lo comprendía y así fue. Era una trabajadora infatigable. Cogía mendigas de la calle, las bañaba y las vestía y gastaba de su bolsillo para comprarles ropa. Ofrecía amor como nunca había visto hacerlo a nadie. Esperaba a la puerta de la cárcel de Milwaukee County y conducía a los presos liberados a la ciudad y hablaba con ellos y los invitaba a cenar. Montaba guardias de veinticuatro horas a la puerta de la sala de urgencias del Hospital General de Waukesha, ofreciendo sus servicios de cuidadora y rezando por las víctimas de accidentes. Se entregaba, y, al hacerlo, se transformaba.

—¿En qué, Andrew?

—En alguien que aceptaba la vida y a ella misma en paz con Dios.

—¿Y luego?

—Y luego se marchó bruscamente, tal como había llegado.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la orden?

—Unas seis semanas.

—¿Se marchó en agosto del 51?

—Sí… Sí, exacto.

Algo se rompió en mi interior.

—Lamento si he sido ofensivo… —dije.

—No se lamente. Usted quiere que se haga justicia.

—No sé qué quiero. Johnny DeVries acudió aquí sin relación con su hermana, ¿me equivoco?

—No. También lo envió Will Berglund. Creo que fue en la Navidad del 49. Él no se parecía en nada a Marcella. Era un drogadicto inestable con un gran odio hacia sí mismo. Intentó quedarse aquí pagando. Dinero sucio que ganaba vendiendo droga. Hizo algún tímido intento de escuchar nuestro mensaje, pero…

—¿Alguna vez han tenido aquí un orfanato? —lo interrumpí.

—No. Para eso se precisa un permiso. Nuestro servicio es anónimo, señor Underhill.

—¿Mencionó John DeVries en alguna ocasión a una mujer llamada Margaret Cadwallader, o al hijo que tuvo con ella fuera del matrimonio?

—No; John hablaba, sobre todo, de fórmulas químicas y de las mujeres con las que había tenido relaciones sexuales y…

Hurgué en una oscuridad que estaba haciéndose cada vez más brillante.

—Y dejó sus recuerdos aquí, ¿verdad, Andrew?

El prelado titubeó.

—Sí, dejó una caja de efectos personales.

—Quisiera echarle un vistazo.

—No, no. Lo siento, es imposible. Definitivamente, no. John la confió a la orden. Yo mismo inspeccioné el contenido para asegurarme de que no había droga, de modo que di a John la seguridad de que aquí sus cosas estarían siempre a salvo. No puedo dejar que las vea.

—John ha muerto, Andrew, tal vez haya otras vidas comprometidas…

—No. Traicionaría su confianza. No se hable más.

Me llevé la mano a la cintura, por debajo del gabán, y desenfundé mi 38. Me incliné y le apoyé la boca del cañón del arma en su frente.

—Enséñeme esa caja o lo mato —le dije.

A Andrews le llevó un momento creerme.

—Tengo una labor que hacer que me obliga a acceder a su exigencia.

—Entonces, comprenderá por qué he de hacer lo que estoy haciendo —respondí.

La caja estaba húmeda, mohosa y cubierta de telarañas. Contenía resmas y resmas de papel empapado de humedad. La trasladé con esfuerzo hasta el coche bajo la mirada atenta de Andrews. Mientras la metía en el maletero, el prelado me dirigió una especie de bendición con ambas manos.

—¿Tengo que devolvérsela? —inquirí.

—No —repuso sacudiendo la cabeza—. Creo que usted me ha liberado de mi promesa, por lo que a Dios se refiere.

—¿Qué ha sido ese gesto que ha hecho?

—Le he pedido a Dios que tenga piedad con los lectores de oscuros secretos.

—¿Ha leído algo de lo que contiene la caja?

—No.

—Entonces, ¿cómo sabe lo que hay en ella?

—Si esas hojas contuvieran palabras alegres, no habría venido usted hasta aquí.

—Gracias —dije. Andrew no respondió; se limitó a observar cómo me alejaba.

Alquilé una habitación en un motel de Fond Du Lac y me dediqué a leer las memorias de John DeVries.

Vacié el contenido de la mohosa caja sobre la cama y dispuse los papeles en tres montones ordenados, cada uno de un palmo de altura.

Eché una breve mirada a cada montón para comprobar si la letra era legible. Lo era. La tinta negra estaba corrida a causa de la humedad y el tiempo, pero DeVries tenía una caligrafía limpia y precisa, así como un estilo narrativo que se contradecía con su adicción a las drogas y con su rabia. En sus escritos había unidad, tanto cronológica como temática. Las páginas no estaban ordenadas, pero cada hoja iba encabezada por una fecha. Repasé los tres montones y los ordené por meses y años.

Los diarios de John DeVries cubrían los años de guerra y, sobre todo, detallaban su fascinación y su subordinación ante Doc Harris, que había sabido encauzar la vida de su dominante hermana, que se había convertido en su padre, su maestro y más, que había cogido su rabia espontánea y le había dado forma. «Johnny, el ejecutor» sólo tenía que mantenerse al lado de su avatar y ofrecer un aspecto intimidatorio y, con ello, conseguía más respeto del que nunca había gozado.

A Johnny le había correspondido la tarea de volver a imponer orden entre los ladrones y peristas recalcitrantes con los que trataba Doc como intermediarios:

5 de noviembre de 1943.

Esta mañana, Doc y yo hemos ido a Eagle Rock con la excusa de trasladar un pedido de radios desde el garaje que tenemos allí hasta el de nuestro comprador, en San Bernardino. Mientras conducía, Doc me ha dado una lección sobre terror moral. Hablaba de la pequeñez del 99,9 por ciento de las vidas y de cómo esta pequeñez se genera y regenera hasta que crea un efecto bola de nieve que conduce a «un apocalipsis de mezquindad». Luego, ha dicho que la elite natural (por ejemplo, nosotros y otros como nosotros) debía enviar mensajes a la elite potencial «mediante la obstaculización permanente de los mecanismos de la maquinaria de la mezquindad». Me ha explicado que nuestro comprador de San Bernardino siempre trataba de que rebajáramos el precio mediante la táctica intimidatoria de amenazar con buscar las radios en otra parte. Doc ha dicho que eso no podía tolerarse un día más y que yo debía visitar al hombre con un mensaje espiritual que le enseñara un poco de humildad. Doc no ha dicho nada más hasta que hemos tenido cargadas las radios en el camión y hemos llegado cerca de San Bernardino. Allí, me ha confiado: «Ese mezquino tiene un gato que le encanta. Los mezquinos adoran a los animales irracionales porque, comparados con ellos, son aún más impotentes. Quiero que estrangules a ese gato delante de su mezquino dueño. Si coges al gato por la cabeza, lo levantas del suelo y le rodeas el cuello con el meñique y el pulgar y aprietas bruscamente mientras tienes el índice y el corazón apoyados con fuerza por encima de las cejas del bicho, los ojos le saltarán de las órbitas mientras lo estrangulas. Haz eso por mí, Johnny, y te enseñaré otras maneras de consolidar tu poder, el auténtico poder mental que sé que tienes.» Lo hice. El comprador nos suplicó, prometió que haría negocios en exclusiva con nosotros y le ofreció a Doc trescientos dólares como prima. Doc no aceptó el dinero y respondió: «Mi prima es la lección que acabas de aprender y el bien que os hará a ti y a muchos otros.»

Continué leyendo todo lo relativo al 43 y observé que Doc Harris iba consolidando su dominio sobre John DeVries y lo trasladaba a un ambiente de violencia cada vez mayor, entremezclado con consejos sobre la filosofía y la psicología del terror. Por órdenes de Doc, Johnny robó y dio palizas a homosexuales, rompió brazos y piernas a estafadores en las apuestas y machacó a golpes de pistola a ladrones que, según creía Doc, se quedaban con un botín que no les correspondía. Y nunca, jamás, puso reparos a su mentor. La filosofía con que Doc lo dominaba era hitleriana utópica, hecha a medida para ajustarse a la historia de excesiva dependencia de figuras autoritarias que manifestaba Johnny:

«Tú, Marcella y yo somos la elite natural. Debes respetar a Marcella por haberte salvado de Tunnel City, Wisconsin, y porque lleva tu misma sangre; pero ella sabe que tiene sus defectos. Es más débil que nosotros en lo que hace a la acción; tú y yo, en cambio, hemos buscado la bestia que llevamos dentro y la hemos exteriorizado. Siempre haremos lo que debemos hacer, no importa las consecuencias que eso tenga para otros o si hemos de pasar por encima de todas las leyes y ataduras morales de los hombres, destinadas a mantener a raya esa bestia. Marcella nunca alcanzará ese punto, pero es una camarada valiosa para nosotros como esposa y hermana. Respétala y ámala, pero mantén cierta distancia emocional. Recuerda que, en el fondo, carece de tu moralidad.

»Ahora estás sometido a la Marina, John, pero pronto la Marina estará sometida a nosotros. Lleva siempre el uniforme en perfecto estado de revista y saca brillo a los zapatos. Desempeña bien tu papel y serás un hombre rico de por vida. Tu hermana está embarazada del niño que será tu sobrino y mi hijo y el heredero moral de los dos. Controla tu consumo de drogas y tendrás el poder de la droga sobre millones de seres. Escucha y confía en mí, John. Tienes que aceptarme más y, cuando lo hagas, te hablaré del poder sobre la vida y la muerte, en palabras textuales, que he ejercido, sobre tanta gente.»

Advertí adonde me llevaba aquel párrafo y proseguí en el tiempo hasta agosto de 1945. Lo que yo sabía quedaba rotundamente confirmado allí: John DeVries, Eddie Engels y Lawrence Brubaker habían robado cuarenta kilos de morfina pura en el portaaviones Appomatox. Doc había sido el cerebro del golpe. DeVries, Engels y Brubaker fueron interrogados y salieron en libertad. La intimidación que empleaba Doc con Johnny era tan absoluta que éste no dijo una sola palabra en el interrogatorio. El diario indicaba que Engels y Brubaker estaban tan acobardados y sometidos como él al increíble poder de Doc Harris. Las hojas confirmaban lo que yo había sospechado: Marcella Harris no había participado en el delito. Por aquellos días estaba en el Hospital Naval de Long Beach, donde había perdido el hijo que esperaba.

Esa fue la primera ocasión en que Johnny vio conmovido a Doc. Debido a las complicaciones, Marcella quedaría estéril de por vida. Fue entonces cuando Johnny salió en ayuda de su mentor para ofrecerle lo que Doc nunca podría conseguir de Marcella. Johnny le contó al doctor que en aquel momento la novia a la que Doc no había dado su visto bueno estaba embarazada en Wisconsin y que el parto se esperaba para dos semanas después.

Doc y Johnny volaron a verla. Doc ayudó en el parto en una casa remolque aparcada en un campo de trigo al sur de Waukesha. Maggie quiso quedarse con el niño, pero Doc, asistido en el parto por Larry Brubaker, la aterrorizó tanto que la convenció de que dejara el niño en sus manos y que se encargaría de llevarlo a un orfanato «especial» para niños «especiales». Doc regresó a Los Ángeles y a su esposa con el hijo que ella deseaba con tanta desesperación y que él convertiría en su «heredero moral».

Di otro salto en el tiempo y advertí que dicho tiempo acababa bruscamente, poco después de que Johnny describiera los acontecimientos de agosto del 45.

Con todo, todavía quedaba un centenar de hojas, sin fechar pero repletas de palabras. Inexplicablemente, Johnny había cambiado a tinta roja. Al cabo de unos instantes entendí la razón: había pedido ese conocimiento absoluto a Doc y éste se lo había concedido en agradecimiento por haberle dado su heredero moral. Allí estaba la historia del «poder textual de vida o muerte» que Doc había ejercido sobre tanta gente. Allí estaba escrita, en una tinta roja muy adecuada porque era el relato de los diez años de carrera homicida del desquiciado Doc Harris como abortista ambulante en la clandestinidad de los bajos fondos de todo el Medio Oeste, armado de escalpelo para cortar, de whisky como anestésico y de su propio odio elitista y loco como motivación.

Johnny continuaba citando a su maestro al pie de la letra:

«Si las chicas me las enviaba un amante o un chulo, debía dejar que vivieran, naturalmente. Si eran brillantes y encantadoras, realizaba el trabajo aplicando toda mi habilidad y mis considerables conocimientos. Si las chicas eran feas, si gimoteaban o se mostraban procaces u orgullosas de su promiscuidad, sin duda el mundo estaba mejor sin ellas y sin su descendencia. A tales criaturas las asfixiaba con cloroformo y les hacía el aborto después de muertas; al tiempo, perfeccionaba mi habilidad para salvar la vida de las jóvenes infortunadas que sí merecían vivir. Después, me marchaba al campo con la mujer muerta y el hijo nonato y enterraba los cuerpos, entrada la noche, en un rincón de suelo fértil. Me sentía muy próximo a esas jóvenes y muy seguro en mi conocimiento de que habían muerto para que otras pudieran vivir.»

Doc Harris explicaba luego sus técnicas abortivas, pero no pude continuar. Sin poder evitarlo, me eché a llorar por Lorna. Alguien llamó a mi puerta y agarré la almohada de la cama, amortigüé mi llanto y caí al suelo. Debí de quedarme dormido, porque cuando desperté la habitación estaba a oscuras. La única luz procedía de una lámpara de escritorio. Tardé varios segundos en recordar dónde me encontraba y qué había sucedido. Un grito surgió de mi garganta, y lo acallé conteniendo el aliento hasta casi desmayarme.

Sabía que tendría que leer el resto del diario. Despacio, me puse en pie y me preparé para la tarea. Unas lágrimas de miedo y cólera salpicaron las hojas restantes mientras leía los escalofriantes relatos de vida, de muerte, de sangre, de pus y de excrementos, y de vida, de muerte, de muerte, de muerte.

Finalmente, Johnny se había asqueado de todo aquello tanto como lo estaba yo y había escapado a los bajos fondos de Milwaukee con un suministro privado de morfina. Su prosa, por esa época, había degenerado en una retahila incoherente entremezclada con fórmulas químicas y símbolos que me resultaban incomprensibles. El miedo a Doc —«¡El rebanador! ¡El rebanador! ¡Nadie está a salvo del rebanador!»— impregnaba las últimas hojas.

Conmocionado, salí a dar un paseo. Necesitaba estar con gente que ofreciera un aspecto medianamente saludable. Encontré una ruidosa coctelería y entré. La sala estaba bañada de una luz ámbar que suavizaba los rostros de la clientela. «Para bien», pensé.

Pedí un bourbon doble, luego otro y otro más; demasiado para alguien que no bebía. Todavía pedí uno más, y descubrí que estaba llorando y que la gente del local me miraba en un embarazoso silencio. Apuré la copa y decidí que no me importaba. Hice un gesto al camarero para que me pusiera otra y él sacudió la cabeza y miró a otro lado. Me abrí paso entre un laberinto de parejas que bailaban hasta un teléfono público que había al fondo del local. Di el número de Lorna en Los Ángeles a la telefonista y empecé a meter monedas hasta que intervino la operadora para decirme que había introducido el triple de lo necesario.

Cuando Lorna respondió, me quedé tartamudeando como un borracho hasta que ella preguntó:

—¿Freddy? Maldita sea, ¿eres tú?

—Lor… ¡Lorna!

—¿Estás llorando, Freddy? ¿Estás bebido? ¿Dónde carajo estás?

Conseguí controlarme lo suficiente para hablar.

—Estoy en Wisconsin, Lor. Sé muchas cosas que tengo que contarte, por ejemplo sobre ese chiquillo grandullón que podría acabar como Maggie Cadwallader… Lorna, Lor, por favor. Necesito verte.

—No sabía que te emborracharas, Freddy. No es propio de ti. Y nunca te había oído llorar… —El tono de voz de Lorna era muy suave, y parecía sorprendida.

—No me emborracho. No lo entiendes, Lor.

—Claro que sí. Siempre he entendido. ¿Vuelves a Los Ángeles?

—Sí.

—Pues llámame entonces. No me cuentes nada de chiquillos grandullones ni del pasado. Vete a dormir, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Buenas noches, Freddy.

—Buenas noches.

Colgué antes de que Lor me oyera romper a llorar otra vez.

No sé cómo, conseguí dormir. Por la mañana metí la historia de terror de Johnny en el maletero y me dirigí a Chicago.

Me detuve en un almacén del Loop y compré una caja de embalaje de cartón reforzado; luego, pasé una hora en el aparcamiento, revisando documentos y anotando recuerdos. Desde un teléfono público, llamé a Información de Los Ángeles y averigüé que la dirección de Larry’s Little Log Cabin coincidía con la de Lawrence Brubaker. Eso me dio tranquilidad, sobre todo al recordar que, cuando Dudley Smith y yo lo habíamos interrogado en el 51, había una estafeta de correos justo enfrente del bar.

Antes de traspasar la masa de papeles de la caja mohosa a la nueva, repasé mi trabajo: todas las referencias a Brubaker y al robo de drogas estaban subrayadas. Saqué unas hojas de papel de carta en blanco de la guantera y escribí una nota:

Querido Larry:

Es hora de que pagues tus deudas. Ahora me perteneces a mí, no a Doc Harris. Me mantendré en contacto.

Agente Frederick U. Underhill

1647

A continuación, conduje hasta una oficina de correos. Allí, pedí prestada cinta adhesiva. Sellé la caja con ella hasta dejarla firme como un tambor, y la dirigí a:

Lawrence Brubaker

Larry’s Little Log Cabin Bar

58 Windward Avenue

Venice, California

Con el siguiente remitente:

Edward Engels

U.S.S. Appomattox

Calle del Fuego, 1

Infierno

Un buen toque. Un toque justo, que gustaría a Lorna y demás amantes de la justicia.

Expliqué varias veces lo que quería al paciente empleado postal: entrega certificada, a la oficina de correos de Windward Avenue, donde el receptor debería presentar su identificación y firmar un recibo antes de llevarse el paquete. Y quería que éste llegara tres días después, no antes. El empleado asintió; estaba habituado a las excentricidades.

Dejé la oficina postal y me sentí ligero como el aire y sólido como el granito. Conduje hasta el aeropuerto O’Hare y devolví el coche de alquiler. Después, tomé un vuelo vespertino de regreso a Los Ángeles y a mi destino.