21

En la guía telefónica de la zona Milwaukee-Waukesha aparecía un solo Cadwallader: la señora Marshall Cadwallader, Cutler Park Avenue, 311, Waukesha. En vez de llamar, fui directamente hacia allí por la autopista de Blue Mound.

Cutler Park Avenue era una manzana de casas de pueblo, antaño elegantes, convertidas en apartamentos y bloques de cuatro pisos. Al otro lado de la calle, se hallaba Cutler Park, «la mayor exposición de auténtica artesanía india de todo Wisconsin».

Aparqué mi coche de alquiler y busqué el 311. Advertí que, inexplicablemente, la numeración de las casas no seguía un orden lógico. El 311 estaba al final de la manzana y correspondía a un edificio de dos plantas vigilado por un jinete de yeso con el brazo extendido. La puerta delantera estaba abierta, y el directorio del pequeño vestíbulo me indicó que la señora Marshall Cadwallader vivía en el apartamento 103.

Intuía que la señora Marshall Cadwallader era una viuda, lo cual me convenía, ya que siempre resultaba más fácil interrogar a una mujer sola.

Al recordar las fotos que Maggie me había mostrado de su padre y la audacia de su expresión, mi corazón se aceleró. Recorrí un pasillo decorado con pinturas baratas de plantaciones sureñas hasta que encontré el número 103. Llamé y abrió la puerta la mismísima imagen de Margaret Cadwallader si hubiera llegado a los sesenta y cinco años.

Sobresaltado por esta transposición de tiempo y espacio, mi ya habitual tapadera de investigador de una agencia de seguros se vino abajo y tartamudeando, dije:

—Se… señora Cadwallader, soy amigo de su difunta hija. Inves… investigué su… —La mujer palideció mientras yo vacilaba. Parecía asustada y creí que iba a cerrarme la puerta en las narices. Recobré la compostura y proseguí—: Investigué su muerte para el Departamento de Policía de Los Ángeles en el año 51. Ahora trabajo para una aseguradora. —Le tendí una de mis tarjetas, autosugestionándome para creer que era realmente a eso a lo que me dedicaba.

—Y usted cree… —dijo la mujer al tomar la tarjeta.

—Creo que la muerte de Margaret está relacionada con otras.

La señora Cadwallader me hizo pasar a su modesta sala de estar. Me senté en un sofá cubierto con una manta de los indios navajos y ella tomó asiento en una silla de mimbre, delante de mí.

—¿Fue amigo de Margaret? —preguntó.

—No, lo siento… Quiero decir que… No, que no es así. Yo fui uno de los cuatro detectives asignados al caso. Nosotros…

—Ustedes arrestaron a un inocente y el tipo se suicidó —me interrumpió la señora Cadwallader en tono prosaico—. Recuerdo su foto en los periódicos. Perdió su trabajo. Lo acusaron de comunista. Recuerdo que, en esos momentos, pensé lo triste que era todo, que usted había cometido un error y que tenían que librarse de usted y por eso lo llamaron comunista.

Fui presa de una sensación de absolución de lo más peculiar.

—¿Por qué ha venido? —preguntó la señora Cadwallader.

—¿Conoció a una mujer llamada Marcella DeVries Harris? —pregunté a mi vez.

—No. ¿Era hermana de Johnny DeVries?

—Sí. La asesinaron en Los Ángeles el año pasado. Creo que su muerte está relacionada con la de Margaret.

—Dios mío.

—Señora Cadwallader, ¿tuvo Margaret algún hijo fuera del matrimonio?

—Sí —repuso en tono grave, pero sin avergonzarse.

—¿En 1945, más o menos?

—El 29 de agosto de 1945.

—¿Un chico?

—Sí.

—Y el niño…

—¡Lo entregaron en adopción! —gritó inesperadamente la señora Cadwallader—. ¡Johnny era un toxicómano, pero Maggie tenía muy buen corazón! ¡De la familia Cadwallader-Johnson! Habría podido encontrar un buen marido que la amase, incluso con el bebé de otro hombre. ¡Maggie era buena chica! ¡No tenía por qué liarse con drogadictos! ¡Era una buena chica!

Me acerqué a la abuela de Michael Harris y rodeé sus temblorosos hombros con mi brazo.

—Señora Cadwallader, ¿qué ha sido del niño de Maggie? ¿Dónde nació? ¿A quién lo entregaron?

—Mi nieto nació en Milwaukee —respondió la mujer, soltándose de mi abrazo—. Un médico sin título asistió en el parto. Yo cuidé de Maggie después del nacimiento. Mi marido murió el año pasado, he perdido a Maggie y ni siquiera he visto nunca a mi nieto.

—¿Qué fue del niño?

—Johnny lo llevó a un orfanato cerca de Fond du Lac —explicó la señora Cadwallader entre unos sollozos entrecortados que le impedían derramar lágrimas—. Era de una secta religiosa en la que él creía y nunca volví a ver al niño.

—Tal vez algún día lo vea —dije en voz baja.

—¡Oh, no! ¡Sólo la mitad de él es de mi Maggie! ¡La mitad muerta! ¡La otra mitad es de ese holandés gigantesco, drogadicto y asqueroso, y ésa es la parte que sigue viva!

No pude discutir con su lógica, estaba más allá de mi incumbencia. Encontré un bolígrafo en una mesa baja, escribí mi número de teléfono auténtico en la parte trasera de mi tarjeta falsa y le tendí ésta a la señora Cadwallader.

—Llámeme a casa dentro de un mes, aproximadamente —le dije—. Le presentaré a su nieto.

La señora Cadwallader miró mi tarjeta con expresión de incredulidad. Le sonreí, pero no reaccionó.

—Créame —le dije. Era obvio que no me creía. La dejé en silencio, con la vista clavada en la alfombra de la sala, intentando excavar una vía para escapar de su pasado.

Mi bebé. Mi amor.

¿Dónde está?

Se lo llevó su padre.

¿Estás divorciada?

No era mi marido, era mi amante. Murió a causa de su amor por mí.

¿Cómo es eso posible, Maggie?

No puedo decírtelo.

¿Qué le ocurrió al niño?

Está en un orfanato en el Este.

¿Por qué, Maggie? Los orfanatos son lugares terribles. ¡No digas eso! ¡No puedo tenerlo conmigo!

Recorrí Cutler Park en busca de un teléfono público. Cuando lo encontré, consulté mi reloj. Las diez y cuarto. Las ocho y cuarto en Los Ángeles. Cincuenta por ciento de posibilidades. O Doc o Michael responderían al teléfono.

Marqué el número de la operadora y me indicó que introdujera noventa centavos. Inserté las monedas y oí la señal de llamada.

—¿Hola? —Era la inconfundible voz de Michael. Toda mi alma se ensanchó, aliviada.

—Mike, soy Fred.

—¡Hola, Fred!

—Mike, ¿te encuentras bien?

—Sí.

—¿Dónde está tu padre?

—Durmiendo, en su habitación.

—Entonces, habla en voz baja.

—¿Qué ocurre, Fred?

—Mike. ¿Dónde has nacido?

—¿Qué? En Los Ángeles. ¿Por qué?

—¿En qué hospital?

—No lo sé.

—¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El 29 de agosto.

—De 1945.

—Sí. Fred…

—Mike, ¿qué ocurrió en la casa de Scenic Avenue? —¿La casa…?

—Ya lo sabes, Mike, la casa donde estuviste mientras tu madre salió de viaje, hace cuatro años…

—Fred, yo…

—¡Dímelo, Mike!

—Papá hizo daño a los tipos. Papá dijo que esos tipos nunca volverían a hacer daño a los niños pequeños.

—Pero a ti no te hicieron daño, ¿verdad que no?

—¡No! Conmigo fueron muy amables. Se lo dije a papá. —La voz de Michael se había convertido en un agudo lamento. Temí que fuera a despertar a Doc.

—Ahora tengo que irme, Mike. ¿Me prometes que no le contarás a tu padre que he llamado?

—Sí, lo prometo.

—Te quiero, Mike —le dije, sin dar crédito a mis oídos y antes de que él pudiera responder.

En esta ocasión, me tomó veinticinco minutos escasos recorrer el camino de vuelta a Milwaukee. La autopista de Blue Mound se había convertido en una vieja amiga en el transcurso de tres atormentadas horas.

Dentro una vez más de los límites de la ciudad, donde la autopista se convertía en Wisconsin Avenue, me detuve en una gasolinera y pregunté dónde quedaban la Universidad Marquette y los bajos fondos de Milwaukee.

—Están uno al lado del otro —me informó el joven dependiente—. Siga Wisconsin Avenue hasta la Veintisiete, doble a la izquierda y siga recto hasta llegar a la calle State. No deje de respirar, pero tápese la nariz.

La Universidad Marquette ocupaba diez grandes manzanas en la periferia de unos bajos fondos comparables a la calle Cinco de L.A. en miseria y desesperación: bares, licorerías, bancos de sangre y misiones religiosas de todos los credos y sectas imaginables, dedicadas a salvar almas. Aparqué el coche en la Veintisiete con State y caminé, esquivando corros de borrachos y traperos que se pasaban botellas de vino y gesticulaban entre sí de manera frenética, barboteando en un lenguaje de ebriedad cargado de soledad y resentimiento.

Aparté la vista de la calle cinco segundos y caí al suelo; había tropezado con un viejo, desnudo de cintura para arriba, y de cintura para abajo envuelto en un abrigo de tweed empapado en gasolina. Me puse en pie, me sacudí el traje y luego intenté ayudar al viejo. Quise levantarlo tomándolo por los brazos y vi que los tenía cubiertos de llagas, lo cual me hizo dudar. El lo advirtió y se puso a cloquear. Entonces quise agarrarlo por el abrigo pero rodó por el suelo, alejándose de mí para caer en una zanja, llena de agua de alcantarilla y colillas. Me soltó una maldición y me mandó a la mierda con un gesto.

Lo dejé y seguí caminando. Al cabo de tres manzanas, advertí que no tenía un destino concreto y que, además, los habituales de aquel barrio marginal me habían tomado por poli: mi tamaño y mi traje de verano despertaron miradas de odio y de miedo, y si jugaba bien aquella baza quizá se convirtiera en una ventaja que no perjudicaría a nadie.

Recordé lo que Kraus y Lutz me habían dicho: George Melveny, el Profesor, George Melveny, el Potingues, antes profesor de Química, visto por última vez inhalando gasolina frente a la Misión de Jesús el Salvador. Era casi mediodía y hacía un calor insoportable. Me apetecía quitarme la chaqueta pero no podía: los habitantes de los bajos fondos verían que no iba armado. Me detuve sobre mis pasos y miré la calle en todas direcciones: ni rastro de la Misión de Jesús el Salvador. Me dejé llevar por un impulso, entré en una licorería y compré veinte botellas pequeñas de moscatel Golden Lake. Mientras pagaba, mi hígado se sobrecogió, y el dueño, que metía aquel veneno en una gran bolsa de papel, me miró de la forma más extraña que nadie me había mirado jamás. Le pregunté dónde estaba la Misión de Jesús el Salvador, y con una risita tonta señaló hacia el este, donde la calle terminaba a la orilla del río Milwaukee.

Al acercarme a la misión, divisé una cola de indigentes de aspecto hambriento, de media manzana de longitud, a la espera de su comida del mediodía. Algunos de ellos advirtieron mi llegada y se dieron codazos, señalando aquella invasión violenta de mal agüero. Se equivocaban. Era Navidad en pleno mes de junio.

—¡Ha llegado Santa Claus! —grité—. Santa Claus ha hecho una lista, la ha repasado dos veces y ha decidido que todos vosotros os merecéis un trago.

Cuando vi que todos me miraban asombrados, saqué una botella y añadí:

—¡Vino gratis para todos! ¡Dinero gratis para el que me diga donde puedo encontrar a George Melveny, el Potingues!

Se produjo una estampida hacia mí. La Misión de Jesús el Salvador y su triste almuerzo quedaron olvidados. Yo era el que tenía lo bueno, y mendigos borrachos de ambos sexos empezaron a alzar los brazos, con trémulas manos, en dirección a la bolsa de papel marrón que yo había puesto fuera de su alcance sobre mi hombro. Me dieron información, pistas, conclusiones erróneas, epítetos.

—Joder, tío.

—El Potingues, el Cola.

—¡La Hermana Ramona!

—¡Un pellejo!

—¡Dame, dame, dame!

—¡Habla con la hermana!

—¡Repartidores!

—¡El Cola!

—Dios mío, Dios mío.

—¡Guau!

La multitud amenazaba con tirarme a la alcantarilla por lo que dejé la bolsa de papel marrón en la acera y retrocedí mientras los borrachos se lanzaban sobre ella como buitres. Hubo empujones y codazos y dos hombres se enzarzaron en una lucha, rodando por el suelo y clavándose las uñas en la cara.

Al cabo de pocos instantes, las botellas que no se rompieron ya tenían dueño y la triste horda de borrachínes se dispersó a ingerir su medicina, salvo uno de ellos, un hombre de aspecto especialmente débil y abatido, con unos pantalones harapientos, una camiseta de los Braves de Milwaukee y una gorra de béisbol de los Chicago Cubs. Se quedó mirándome y esperó a la cabeza de la cola para la comida, junto con otros pocos indigentes a los que no les había interesado mi oferta.

Me acerqué a él. Era rubio y su piel blanca se había quemado hasta alcanzar un brillante rojo canceroso de tantos años de vivir a la intemperie.

—¿Tú no bebes? —le pregunté.

—Puedo beber o no beber —repuso—. A diferencia de muchos otros.

—Bien dicho. —Reí.

—¿Para qué quiere ver al Potingues? No hace mal a nadie.

—Sólo quiero hablar con él.

—Lo único que quiere es inhalar su trapo en paz. No necesita que ningún pasma lo moleste.

—Yo no soy un pasma. —Me abrí la chaqueta para que viese que no iba armado.

—Eso no demuestra nada —dijo.

—Trabajo para una compañía de seguros —mentí tras soltar un suspiro—. Marquette le debe algo de dinero a

Melveny de una antigua reclamación laboral. Por eso quiero verlo.

Advertí que el hombre me creía. Saqué de la cartera un billete de cinco dólares y se lo pasé por delante de la cara. El lo agarró.

—Vaya a ver a la Hermana Ramona. Está a cuatro manzanas de aquí, hacia el oeste. Tiene un letrero en la puerta que pone «Se necesitan repartidores de propaganda». Ultimamente, el Potingues trabajaba para ella.

Le creí. Su orgullo y su dignidad transmitían autoridad. Me encaminé hacía donde me había indicado.

La Hermana Ramona era una médium cuyas presas se hallaban en la supersticiosa clase media baja de Milwaukee. Eso me lo explicó un tal Waldo, un viejo indigente que mataba el rato frente al establecimiento donde la Hermana reclutaba borrachos y desechos del banco de sangre que transmitían su mensaje a los enclaves más pobres de la ciudad mediante unos boletines entregados en mano. Les pagaba en botellas de dos litros de vino que compraba al mayor, tiradas de precio, a un inmigrante italiano que elaboraba el brebaje en Chicago. El tipo aumentaba la graduación con alcoholes puros de cereales, con lo que el vino adquiría la fuerza de un licor de cincuenta grados.

La Hermana Ramona quería tener contentos a sus chicos. Les proporcionaba sitio para dormir a la intemperie en el aparcamiento del cine del que era propietaria, los alimentaba con tres emparedados de queso al día, los trescientos sesenta y cinco días del año, y les pagaba la fianza para que salieran de la cárcel si prometían devolver el dinero donando sangre gratis en el banco que poseía su hermano, un ginecólogo al que recientemente habían desposeído de su licencia por meter el dedo en el agujero indebido a demasiadas pacientes.

Toda esa información me llegó en un torrente de palabras que yo no había pedido. Waldo siguió explicando que lo único malo de la Hermana Ramona era que sus chicos la palmaban de cirrosis y congelados de frío en el invierno cuando el aparcamiento quedaba cubierto de una nieve que ella nunca se molestaba en quitar. La buena Hermana tenía muchas bajas, sí señor, dijo Waldo, pero siempre había más personal que reclutar: la Hermana era una especialista en buenos vinos y les daba emparedados de queso calientes. Y no tenía prejuicios, no señor. Daba trabajo tanto a los negros como a los blancos, los alimentaba por igual y todos dormían en el mismo sitio: el aparcamiento.

Cuando saqué un billete de cinco dólares y pronuncié las palabras «George Melveny, el Potingues», Waldo abrió los ojos como platos y, en un tono de voz reservado para Shakespeare y Beethoven, dijo:

—El Genio.

—¿Por qué es un genio, Waldo? —pregunté, mientras él, con toda destreza, me quitaba el billete de la mano.

—¡Porque es listo, por eso! —exclamó—. ¡Profesor de la Universidad de Marquette! La Hermana lo hizo jefe de una brigada de repartidores hasta que ya no pudo conducir más. No duerme en el aparcamiento, sino en la playa del lago, y en invierno en el cuarto de las calderas de Marquette. Es tan listo que la Hermana no le paga con priva, pues ha dejado de beber. Le paga con maquetas de aviones, porque le gusta mucho construirlas y darle a la cola. ¡El Potingues es un genio!

Sacudí la cabeza.

—¿Qué pasa, tío? —preguntó Waldo.

—¿Tú crees que esa información vale cinco dólares?

—¡Pues claro que sí!

—Yo también. ¿Quieres otros cinco?

—¡Sí, tío!

—Entonces, llévame a ver al Potingues.

—¡Seguro, tío!

Recorrimos las callejas de los barrios bajos de Milwaukee achicharrados de calor dentro del coche hasta que encontramos parejas de pordioseros lanzando propaganda a los jardines y porches delanteros. Algunos de ellos, los más arriesgados, las metían en los buzones.

—Esto es lo que la Hermana llamaría un «bombardeo de saturación». Bombardearlos hasta llevarlos a su consulta, dice.

—¿Cuánto cobra?

—¡Tres dólares! —gritó Waldo.

—La vida es como una patada a la lógica, ¿no crees, Waldo? —pregunté, sacudiendo la cabeza.

—Para mí es más como una patada en el culo —respondió.

Seguimos recorriendo la zona media hora más. Vimos a todos sus colegas repartidores, pero el Potingues no se encontraba con ellos. El cansancio se estaba apoderando de mí, pero sabía que no podía dormirme.

—¡La tienda de juguetes! —exclamó Waldo finalmente, al tiempo que empezaba a indicarme direcciones. Lo único que entendí fue «lago Michigan», por lo que dirigí el coche hacia una gran extensión azul marino, visible desde el punto elevado en el que nos hallábamos. Enseguida encontramos Lake Drive, y Waldo empezó a asomar la cabeza por la ventanilla en busca del Pontigues.

—¡Ahí! —gritó, indicando una hilera de tiendas de un moderno centro comercial—. Eso es.

Me detuve y por fin divisé una tienducha llamada El Refugio del Maquetista de Harry. A mi cerebro cansado y aturdido le costó lo suyo, pero finalmente comprendió que Harry era el proveedor de cola de George Melveny.

—Quédate aquí, Waldo —dije. Aparqué, me apeé y entré en la pequeña tienda.

Harry el Contento no tenía pinta de estar contento. Era un tipo gordo, de mediana edad y con aire de odiar a los niños. Miraba desconfiadamente a unos cuantos de ellos que jugaban a bombardearse con sus aviones de madera de balsa y gritaban «Zuuum, crrrc, psss». De repente me sentí muy cansado y con muy poco humor para aguantar al gordo que, por expresión, parecía que quisiera vender su alma al diablo a cambio de una conversación con un adulto.

—George Melveny, el Potingues —dije, plantándome ante él.

—Oh, mierda —replicó él.

—¿Por qué «oh, mierda»? —inquirí.

—Por nada. Había imaginado que era usted policía o algo así y que el Potingues se había quemado otra vez.

—¿Le ocurre a menudo?

—No, le ha ocurrido un par o tres de veces. Se le olvida y enciende un cigarrillo cuando tiene la barba cubierta de cola. Por culpa de eso ya no le queda mucha cara, y tampoco es que le quede mucho cerebro, pero qué más da, ¿verdad, agente?

—No soy policía. Investigo para una compañía de seguros. Al señor Melveny se le acaba de conceder una indemnización laboral. Si me dice dónde encontrarlo estoy seguro que le agradecerá el detalle comprándole cola al por mayor.

Harry se lo creyó todo sin cambiar de expresión.

—El Potingues ha comprado tres modelos esta mañana. Supongo que habrá ido a la playa a jugar con ellos.

Sin darle tiempo a decir nada más, salí de la tienda y le dije a mi guía turístico que íbamos a peinar la playa.

Lo encontramos sentado en la arena, mirando las pequeñas olas blancas y revoltosas del lago Michigan con un montón de piezas de plástico en el regazo. Le tendí cinco dólares a Waldo y le pedí que se perdiera. Antes de marcharse, me dio las gracias efusivamente.

Miré al Potingues por un instante. Era alto, y su rostro, anguloso y demacrado hasta lo indecible, estaba surcado de capas de piel blanca bajo unas cicatrices que terminaban en unos bordes de color rojo encendido. Su cabello rubio y enmarañado le caía a un lado de la cabeza y en su barba rojiza brillaba una sustancia transparente y pegajosa que él se arrancaba con expresión ausente. Con un calor de más de treinta grados y sin brisa, vestía unos pantalones de lana y un jersey de marinero de cuello alto.

Me acerqué hasta él y observé lo que tenía en el regazo mientras él miraba, boquiabierto, a unos niños que hacían castillos de arena. Sus manos huesudas y con cola incrustada sostenían el chasis de plástico de un Ford de 1940 pegado al fuselaje de un bombardero B-52. En la panza del avión había pegados, boca abajo, unos diminutos guerreros indios con arcos, flechas y tomahawks, que se peleaban entre sí.

El Potingues reparó en mi presencia y debió de advertir cierta tristeza en mi mirada porque dijo en voz baja:

—No estés abatido, hijo. La Hermana tiene un agradable refugio para ti, y yo también estuve en la guerra. No estés triste.

—¿Qué guerra, señor Melveny?

—La que vino después de la de Corea —repuso—. Por aquel entonces, yo estaba en el Proyecto Manhattan. Me dieron ese trabajo porque era quien solía preparar los manhattans para los padres. Los vasos bien llenos, con pequeñas cerezas al marrasquino. Poníamos velas de cera virgen por todas partes. Los propios padres eran vírgenes, y podrían haberles dicho a las hermanas que se enrollaran, pero ellas también eran vírgenes. Como Jesús. Podrían haberlos despedido, como a mí, y dejar que las hermanas trabajaran para la Hermana. —Alzó el trozo de plástico que tenía en la mano para que yo lo viera—. ¿Te gusta mi barco? —preguntó.

—Muy bonito —respondí—. ¿Por qué te despidieron, George?

—Yo antes era George, así me llamaba, pero ahora soy el pájaro de la cola, el Potingues. ¡Cua, cua, cua! Antes yo era George, lo juro por George, y según yo, era George, pero los padres no lo sabían. ¡No les importaba!

—¿Qué no les importaba, George?

—¡No lo sé! Antes, cuando era George, lo sabía, pero ya no lo sé.

Me arrodillé junto al viejo y le pasé la mano por el hombro.

—¿Te acuerdas de Johnny DeVries, George?

El Potingues enrojeció y empezó a temblar.

—El gran John, el gran John, cabeza cuadrada, comedor de chucrut. Podía recitar la tabla de elementos al revés. ¡Tenía la polla del tamaño de un bratwurst! ¡Dos metros y medio de estatura! ¡El gran John! ¡El gran John!

—¿Era amigo tuyo?

—¡Amigo muerto! ¡Hombre muerto! Guy Fawkes. ¡Bienvenida de nuevo, Amelia Earthart! ¡El gran John redivivo! ¡El gran John resucitado! ¡No sabía un pijo, un pepino ni un carajo, pero yo le enseñé, lo juro por George, le enseñé!

—¿De dónde sacaba la morfina?

—¡El negrata tenía el material, tenía todo el pastel! ¡Johnny sólo tenía las migajas!

—¿Quién mató a Johnny, George? —le pregunté, sacudiéndole los hombros.

—¡El negro de mierda tenía el pastel y johnny sólo las migajas! ¡Johnny sólo migajas! ¡Johnny dijo que el rebanador pagó al pato, que el rebanador vendría por mí, pero yo tengo mis diarios en el monasterio! ¡Buda apresará al asesino! ¡Y convertirá mis memorias en un bestseller!

Sacudí más fuerte al Potingues hasta que su barba pringada de cola quedó ante mi cara.

—¿Quién es el rebanador, maldita sea?

—No hay Dios, Johnny, amiguito. Los budistas tienen el libro y no creen en Jesús. ¡Y claro, donde las dan las toman, y Jesús no cree en Buda! ¡George no cree en George, lo juro por George y lo dice George!

Solté al Potingues. Graznó a las gaviotas que volaban a la orilla del lago y agitó los enclenques brazos anhelante de unirse a ellas. En el caso improbable de que Dios existiera, elevé una pequeña plegaria por él. Caminé de regreso al coche sabiendo que había expurgado lo suficiente en su devastada mente para que me llevara, como mínimo, hasta Fond Du Lac.