20

Tardé dos horas en llegar a Milwaukee. La autopista Wisconsin Dell estaba desierta y dejé atrás pequeños pueblos entre pastos de un verde intenso. Llevaba despierto más de veinticuatro horas, acababa de atravesar cincuenta años de historia y, sin embargo, no estaba cansado en absoluto.

En lo único que podía pensar era en la historia que me esperaba en Milwaukee y en cómo sintetizar todo el conocimiento que sólo yo estaba en condiciones de ordenar.

Me pregunté si John DeVries y Eddie Engels habrían sido colegas farmacéuticos. ¿Se habrían conocido en el hospital Naval de Long Beach? ¿Eddie habría conocido allí a Marcella? ¿Cuál era la génesis de la sucesión de muertes que había hecho irrupción en 1950 para continuar hasta el último verano?

Cuando entré en Milwaukee por la autopista de Blue Mound, una cinta de asfalto de cuatro carriles envuelta en humos industriales, me dije: «No pienses.»

Milwaukee era todo ladrillos rojos, ladrillos grises, ladrillos blancos, humo de fábricas y filas y filas de casitas blancas con pequeños jardines delante, acariciados por la brisa procedente del lago Michigan. Aparqué en el subterráneo de la estación de autobuses de la Greyhound, en la calle Wells; a continuación, me afeité y me cambié de ropa en el enorme aseo.

Comprobé mi aspecto en el espejo. Decidí que era un antropólogo equipado para rebuscar en las ruinas de unas vidas marchitas. Tras llegar a esta conclusión, me abrí paso hasta un teléfono público por un corredor salpicado de borrachos dormidos, marqué el servicio de telefonistas y pedí que me pusieran con el Departamento de Policía.

Los detectives Kraus y Lutz aún eran compañeros y trabajaban en la comisaría número ocho, situada en Farwell Avenue, a pocas manzanas del río Milwaukee, lodoso y cargado de residuos. La vetusta comisaría, de tres plantas, era de ladrillo rojo y quedaba emparedada entre una fábrica de embutidos y una escuela parroquial. Aparqué delante y entré. Sentí que la nostalgia se me echaba encima en un abrazo de oso: así había sido mi vida, en otro tiempo.

Mostré mi tarjeta de falso agente de seguros al sargento de la puerta, que ni se inmutó, y le pedí por la brigada de detectives. «Tercera planta», dijo, y señaló en dirección a la sala de revista, con su olor a desinfectante.

Subí los peldaños de dos en dos en medio de una oscuridad casi total y salí a un pasillo pintado del amarillo chillón de los autobuses escolares. Allí, una larga flecha pintada en la pared subrayaba las palabras: «Brigada de Detectives: Lo más Granado de Milwaukee.» Seguí la flecha hasta una sala de brigada abarrotada de escritorios y sillas desparejadas. La nostalgia me atenazó con más fuerza todavía: aquello era a lo que había aspirado en otro tiempo.

En la estancia había dos hombres, charlando junto a un escritorio bajo un gran ventilador colgado del techo. Eran rubios y corpulentos y portaban idénticas y llamativas sobaqueras hechas a mano que contenían sendas automáticas del 45 con empuñadura de nácar. Cuando oyeron mis pasos, alzaron la vista y sonrieron.

Sabía que iba a ser el público de una típica comedia de policías, de forma que levanté los brazos en un gesto burlón de rendición y exclamé:

—¡Eh, socio! Soy amigo.

—Ni por un instante he pensado que no lo fuera —repuso el más rubicundo de los dos—; pero ¿cómo ha conseguido pasar del mostrador de la entrada? ¿Es usted de lo más granado de Milwaukee?

—No —contesté, y solté una carcajada—, pero represento una de las mejores compañías de seguros de Los Ángeles.

Saqué dos tarjetas del bolsillo de la chaqueta y entregué una a cada policía. Ambos asintieron al mismo tiempo.

—Floyd Lutz —se presentó el rubicundo, tendiéndome la mano. La estreché.

—Walt Kraus —dijo su compañero. Procedimos al mismo ritual.

—Fred Underhill —me presenté.

Nos miramos. Para romper el hielo, comenté:

—Supongo que Will Berglund ya les habrá hablado de mí.

Para romper el hielo, Floyd Lutz respondió:

—Sí, ha llamado. ¿Quién estranguló a la hermana de Johnny DeVries, Underhill?

—No lo sé. Y la policía de L.A., tampoco. ¿Quién acuchilló a Johnny?

—Lo ignoramos —contestó Walt Kraus, ofreciéndome una silla—. Y nos gustaría saberlo. Floyd y yo estuvimos en el caso desde el principio. Johnny era una bestia…, una bestia encantadora, no me malinterprete. Medía más de dos metros y pesaba más de ciento treinta kilos…; eso sí que es ser una bestia. Pero el tipo que lo rajó tuvo que ser una bestia aún peor. ¡Johnny tenía el vientre reventado desde las costillas hasta el ombligo, Dios santo!

—¿Sospechosos? —pregunté.

—DeVries vendía morfina —repuso Floyd Lutz—. Más exactamente, la regalaba. Era un blando. Nunca consiguió mantenerse en el negocio por mucho tiempo. Siempre terminaba en el arroyo, durmiendo en el parque, repartiendo propaganda y vendiendo sangre como los demás vagabundos. Era un muchacho agradable, pasivo la mayor parte del tiempo, que solía dar la morfina gratis a los pobres diablos que se habían quedado enganchados durante la guerra. Floyd, yo y la mayoría de los demás policías hacíamos lo posible por no detenerlo, pero a veces teníamos que hacerlo, porque cuando se volvía loco era el animal más terrible que haya visto nunca. Arrasaba bares y volcaba coches, rompía cabezas y llenaba de pánico los bajos fondos. Era el terror en persona. Walt y yo imaginamos que el asesino fue algún tipejo del arroyo al que había molido a palos o algún traficante que no quería tipos blandos en su territorio. Investigamos a todos los traficantes conocidos de morfina y de heroína, grandes y pequeños, de Milwaukee a Chicago. Nada. Revisamos los antecedentes policiales de Johnny y comprobamos las víctimas de todos los atracos que había realizado. Mas de treinta tipos; la mayoría de ellos, transeúntes. Emitimos órdenes de búsqueda por todo el Medio Oeste. Ocho de ellos estaban en la cárcel, de Kentucky a Michigan. Hablamos con todos: nada. Hablamos con los indigentes que no estaban demasiado borrachos como para responder. Y, a los que lo estaban, los pusimos sobrios. Nada. Nada de nada por ninguna parte.

—¿Evidencias físicas? —pregunté—. ¿El informe del forense?

Lutz suspiró.

—Nada. Causa de la muerte: fractura de la médula espinal o pérdida masiva de sangre o shock, escoja lo que prefiera. El forense dijo que Johnny no estaba colocado de morfina cuando lo rajaron. Fue una sorpresa. Y por eso Walt y yo imaginamos que el tipo que se lo había cargado tenía que ser una bestia o un amigo de Johnny, alguien que lo conocía. ¿Quién pudo acuchillar a un tipo como ése, que, cuando estaba sobrio, tenía que ser un monstruo…?

—¿Tenía Johnny algún amigo?

—Sólo uno —contestó Lutz—. Un profesor de Química de Marquette. Era profesor; ahora es un borracho. El y Johnny solían emborracharse juntos por ahí. El tipo estaba majara. Acostumbraba a dar clases un semestre para dedicarse, el siguiente, a ir de parranda. Finalmente, los curas de Marquette se hartaron de aquello y lo echaron. Probablemente, todavía está en el arroyo; la última vez que lo vi, estaba oliendo gasolina delante de la Misión de Jesús el Salvador.

Lutz meneó la cabeza.

—¿Cómo se llama el tipo? —pregunté.

Lutz miró a Kraus y se encogió de hombros. Kraus hizo una mueca en su intento de recordar.

—¿Melveny? Sí, eso es: George Melveny, conocido como el Profesor, o el Potingues. Tiene una docena de alias en los bajos fondos.

—¿Ultima dirección conocida? —inquirí.

Kraus y Lutz rieron al unísono.

—El banco del parque —respondió uno.

—La zanja del arroyo —puntualizó el otro. „

—Ni un duro.

—Ni un mendrugo.

Los dos detectives soltaron una carcajada.

—Me hago una idea —dije—. Permítanme una pregunta: ¿dónde conseguía morfina un indigente de barrios bajos como Johnny DeVries?

—Bueno —apuntó Floyd Lutz—, antes de que se enganchara a la droga era farmacéutico de profesión. Siempre imaginé que usaba el laboratorio del Potingues para fabricarla. Lo investigamos una vez, sin resultado. No acabo de entender dónde conseguía la droga; Johnny resultaba formidable, en algunos aspectos; uno tenía la impresión de que, en otro tiempo, había sido un tipo importante. —Sacudió la cabeza otra vez y miró a Kraus, que asintió.

Suspiré y dije que necesitaba un favor.

—Adelante —repuso Kraus—. Los amigos de Will Berglund son mis amigos.

—Gracias, Walt. Mire, Will me ha dicho que Johnny DeVries y su hermana tal vez participaron en un robo de drogas en el hospital Naval de Long Beach, California, durante la guerra. Los dos estaban destacados allí. ¿Podría usted llamar a la oficina de la Policía Militar del hospital? Una petición oficial por parte de la policía tendría cierto peso. Yo sólo soy un investigador de seguros y no querrán darme ni la hora. Si…

—¿Quiere usted pescar en el mismo río que nosotros, Underhill? —me interrumpió Lutz.

—Hasta el final. Una importante cantidad de morfina fue robada, lo sé a ciencia cierta. Y eso explicaría de dónde conseguía Johnny las partidas que vendía.

Kraus y Lutz cambiaron una mirada.

—Usa el teléfono del despacho del jefe —indicó Lutz.

Kraus se puso en pie y se encaminó hacia un cubículo situado en un rincón de la sala y festoneado de banderines de los Milwaukee Braves.

—Todos los detalles, Walt —le gritó Lutz.

—Desde luego —dijo Kraus.

Miré a Lutz y le solté mi siguiente petición:

—¿Podría ver el expediente de DeVries?

Asintió y se dirigió a una hilera de archivadores situados al fondo de la sala. Hurgó en ellos durante cinco minutos y, finalmente, extrajo una carpeta y volvió hasta mí.

Me estaba poniendo nervioso. Kraus llevaba un buen rato al teléfono y sólo eran las seis de la mañana en Los Ángeles. La duración de la conversación a aquella hora temprana me resultó de mal agüero.

La carpeta llevaba una leyenda mecanografiada que decía: «DeVries, John Piet; 6-11-14.» La abrí. Cuando vi la serie de fotos policiales sujetas con grapas a la primera página, mis manos empezaron a temblar y mi mente se encogió y saltó al mismo tiempo. Tenía ante mis ojos el rostro de Michael Harris. Cada curva, cada plano y cada ángulo eran idénticos. Era más que un parecido de familia; se trataba de un parecido paterno-filial. Johnny era el padre de Michael, sin duda, pero ¿quién era la madre? No podía haber sido Marcella, era imposible. Con manos temblorosas pasé la primera hoja y sufrí un doble shock: cuando John DeVries había sido detenido por asalto y agresión en 1946, había indicado a Maggie Cadwallader, de Waukesha, Wisconsin, como familiar más cercano.

Dejé la carpeta y, de pronto, me di cuenta de que me faltaba el aire. Floyd Lutz ya había corrido al dispensador y en aquel instante me arrojaba agua a la cara con un vaso de papel.

—¿Underhill? —decía—. ¿Underhill? ¿Que carajo le sucede? ¿Underhill?

Salí del trance. Me sentí como un loco a quien hubiera devuelto la razón alguna visita divina. Como alguien que viera la realidad por primera vez.

Me obligué a hablar con calma.

—Estoy bien. Ese tipo, DeVries, me ha recordado a alguien que conocí de pequeño. Eso es todo.

—¿Trata de ocultarme algo, Underhill? Amigo, da la impresión de que acabase de volver de Marte.

—¡Ja, ja!

Mi risa sonó falsa incluso a mis oídos y, para evitar más preguntas, repasé los antecedentes de John DeVries: montones y montones de detenciones por ebriedad, por asalto y agresión, por robos menores y por invasión de la propiedad privada y una decena de encarcelamientos de treinta y cuarenta y cinco días en la cárcel del condado de Milwaukee, pero ningún delito de sangre. No había más menciones a Maggie Cadwallader y ninguna a Marcella, ni a hijos.

Cuando terminé levanté la mirada y vi que Walt Kraus me observaba.

—He tocado varias teclas y he dado con lo que usted quería —me informó—. El robo fue un asunto grande; sucedió en un portaaviones con destino al Pacífico. Cuarenta kilos de morfina, suficiente para suministrar a todos los barcos-hospital de la flota y más. Tres enlaces de la Marina lo custodiaban. Alguien les administró algo y perdieron el conocimiento. El robo se produjo a las tres de la mañana. La enfermería fue saqueada. El hecho no se hizo público porque los jefazos de la Marina consiguieron ocultarlo. Las sospechas recayeron sobre DeVries, su hermana y dos tipos más; todos ellos estaban asignados a los suministros farmacéuticos, pero tenían coartadas sólidas. Fueron interrogados repetidas veces, encarcelados como testigos materiales y, finalmente, puestos en libertad. Nunca consiguieron recuperar la droga. Ellos…

—¿Cómo se llamaban los otros dos sospechosos? —lo interrumpí.

Kraus consultó unos papeles que tenía en las manos.

—Los auxiliares de farmacia Lawrence Brubaker y Edward Engels. Underhill, ¿qué demonios le sucede?

Me puse en pie y Kraus, Lutz y el resto de la sala de brigada formaron un remolino ante mis ojos.

—¿Underhill? —dijo Lutz mientras empezaba a marcharme—. ¡Underhill!

—Llamen a Will Berglund —creo que respondí.

No sé cómo, salí de la comisaría y me encontré bajo el intenso sol de Milwaukee. Cada coche y cada transeúnte de la calle, cada fragmento de escena por el que pasaba, cada inundación del paisaje urbano de ladrillo rojo típico del Medio Oeste, me resultó tan asombroso e increíble como la primera visión de la vida para un bebé al asomar la cabeza fuera del útero.