19

Miré por la ventanilla y vi que las hélices agitaban un ondulante banco de nubes sobre el Pacífico. Entonces el avión se inclinó hacia la izquierda y se dirigió tierra adentro para emprender el largo viaje hacia el centro del país, a una zona que yo nunca había visto: primero Chicago y de allí, en otro avión, hacia el sur de Wisconsin, la tierra natal de Margaret Cadwallader y de Marcella DeVries Harris.

Mientras California, Arizona y Nevada discurrían a mis pies, dejé de mirar el árido paisaje y me fijé en las hélices, cuyo movimiento giratorio me hiptonizó. Al cabo de un rato se produjo un proceso de sincronización y mi mente empezó a moverse en círculos perfectos, de manera lógica y cronológica, y en una única dirección: Marcella DeVries Harris había nacido en Tunnel City, Wisconsin, en 1912. Tunnel City se hallaba a ciento cincuenta kilómetros de Waukesha, donde Maggie Cadwallader había nacido en 1914, dos años después y a ciento cincuenta kilómetros de distancia.

«No soy más que una chica de campo de Wisconsin», me había dicho Maggie. También se había puesto histérica al ver mi arma reglamentaria. «¡No, no, no! —había gritado—. ¡No permitiré que me hagas daño. Sé quién te ha enviado!»

Seis meses más tarde había muerto estrangulada, en el mismísimo dormitorio en el que habíamos hecho el amor. La época de su muerte coincidió con el inesperado viaje de Marcella Harris, cuyo destino se desconocía.

«Nunca se regresa a casa», le había dicho Marcella a su vecina, la señora Groberg.

«Queso pegajoso y chucrut maloliente», había recordado su hijo, alimentos típicos de la población de origen alemán, holandés y polaco que predominaba en el estado de Wisconsin.

Una amable azafata me sirvió café, pero sólo obtuvo un distraído gruñido a modo de agradecimiento. Miré la hélice más cercana, la observé cortar el aire y experimenté una simbiosis cada vez más profunda entre el pasado y el presente, al tiempo que una lógica nueva iba cobrando forma. Eddie Engels y Janet Valupeyk habían sido amantes. Eddie había intimado con Maggie Cadwallader. A principios de verano del 51, Eddie le había dicho a Janet que le alquilara a Marcella Harris el apartamento de Hibiscus Canyon. Todo ello tenía que estar relacionado, era demasiado perfecto para no estarlo.

Cuando el avión aterrizó en Chicago y volví a pisar tierra firme, cambié de planes y decidí alquilar un coche para recorrer los doscientos kilómetros que me separaban de Wisconsin. Elegí un Ford de aspecto eficiente y me puse en camino. Era casi de noche y el calor seguía apretando. Soplaba una leve brisa procedente del lago Michigan, pero no bastaba para refrescar el ambiente.

Conduje hasta el centro de la ciudad y vi turistas que pasaban y gente que miraba escaparates. Yo no sabía exactamente qué buscaba. Cuando vi una imprenta en el lado norte, supe que ése era mi destino. Gasté cinco dólares en material de tapadera: doscientas tarjetas de visita falsas en las que constaba como investigador de una compañía de seguros, éstas con mi nombre verdadero, una dirección de Beverly Hills que sugería una posición acomodada y un número de teléfono.

En una tienda de baratijas cercana compré tres placas que parecían, hasta cierto punto, auténticas y que me nombraban «ayudante del Sheriff», «agente de policía estenógrafo» e «investigador internacional» respectivamente. Al estudiar esta última más de cerca, la arrojé por la ventanilla del coche, ya que tenía el aire inconfundible de las placas que vienen como regalo en las cajas de cereales. Las otras, sin embargo, parecían de verdad, al igual que mis tarjetas y la 38 automática que llevaba en la maleta. Encontré hotel en la orilla norte y me acosté temprano. Tenía una importante cita con la historia y quería llegar a ella descansado.

El sur de Wisconsin estaba teñido con todos los tonos concebibles de verde. Crucé la frontera con Illinois a las ocho de la mañana, salí de la amplia autopista interestatal de ocho carriles y seguí hacia el norte en mi sedán Ford del 52 por una estrecha carretera asfaltada de dos direcciones que pasaba por delante de una sucesión ininterrumpida de granjas de productos lácteos con pequeños lagos intercalados entre ellas cada pocos kilómetros.

Casi pasé de largo de Tunnel City, ya que vi la señal de desvío en el último instante. Hice una brusca maniobra y entré en una carretera de dos carriles que atravesaba un vasto campo de coles. Al cabo de un kilómetro, encontré un indicador en el que se leía «Tunnel City, Wis, Pob. 9818 hab.». Esperaba ver un túnel, pero no fue así, y de repente, me encontré en un valle llano y pensé que la población debía de haber tomado el nombre de algún sistema de regadío subterráneo que proporcionaba agua al interminable campo de coles que la rodeaba.

Lo más probable era que la población siguiese igual que cincuenta años antes: el palacio de justicia de ladrillo rojo, silos de ladrillo rojo y tiendas de pienso de ladrillo rojo, un almacén de artículos diversos de ladrillo rojo, una farmacia de ladrillo blanco, una tienda de comestibles y la biblioteca pública. El centro de mayor actividad de aquella pequeña comunidad parecía ser las dos tiendas de piezas de recambio para tractores, simadas una frente a la otra y ambas con grandes escaparates tras los cuales se exhibían los modelos más modernos de maquinaria agrícola.

Ante ambas tiendas había pequeños grupos de hombres muy bronceados, con monos de trabajo, charlando animadamente. Aparqué, me apeé del coche y me acerqué a uno de los grupos. Hacía mucho calor, por lo que me quité la chaqueta. De inmediato advertí que me tomaban por un listillo de ciudad y que se hacían señales sutiles. Sabía que iba a ser víctima de algunas bromas y me resigné a ello.

Estaba a punto de decir «buenos días» cuando el más fornido de los tres que tenía delante sacudió la cabeza con aire de abatimiento y dijo:

—Pues de buenos no tienen nada, joven.

—Eso es cierto, hace mucho calor —reconocí.

—¿Es usted de Chicago? —preguntó un hombrecillo cejijunto. Por el brillo que detecté en sus diminutos ojos azules comprendí que me consideraba un pardillo. No quise decepcionarlo.

—Soy de Hollywood —contesté—. En Hollywood uno puede encontrar lo que quiera excepto un buen chucrut. Por eso he venido a Wisconsin, porque no puedo permitirme un viaje a Alemania. Llevadme a donde tengan las mejores coles. —Hundí la mano en el bolsillo de la chaqueta, saqué unas cuantas tarjetas y di una a cada uno—. Fred Underhill —añadí—, compañía de seguros Amalgamated, Los Ángeles. —Al ver que aquellos campesinos de aire impasible no se mostraban en absoluto impresionados, solté la bomba—: ¿Nunca leéis la prensa de L.A.?

—¿Para qué? —dijo el más grande—. No hay ninguna razón para ello.

—¿Por qué? —preguntó el cejijunto.

—¿Qué tiene eso que ver con el precio del queso en Wisconsin?

Aquello me dio la entrada.

—El mes pasado —conté—, una chica de Wisconsin fue asesinada en Los Ángeles. Se llamaba Marcella DeVries, su apellido de casada era Harris. No han dado con el asesino. Estoy investigando una reclamación y colaboro con la policía de L.A. Marcella vino aquí hace cuatro años, y es posible que incluso volviera después. Quiero hablar con personas que la hayan conocido. Quiero capturar al hijo de puta que la mató. Quiero… —me interrumpí a propósito.

Los hombres me miraban con rostro inexpresivo. Aquella inexpresividad me indicaba que conocían a Marcella DeVries y que no se sorprendían de que hubiese muerto asesinada. También me decía que para ellos Marcella DeVries era una anomalía, algo que iba más allá de los límites de la jurisdicción de su pueblecito.

Nadie pronunció palabra. Los miembros del otro corrillo habían interrumpido su conversación y me miraban. Señalé un edificio blanco de tres plantas en el que había un letrero que rezaba: «Hotel Badger, siempre habitaciones limpias.»

—¿Es verdad que las habitaciones están siempre limpias? —pregunté a mi cautivado público.

Nadie respondió.

—Me alojaré ahí —añadí—. Si alguno de vosotros quiere hablar conmigo o conoce a alguien que desee hacerlo, allí estaré.

Cerré el coche, saqué mi equipaje del maletero y eché a andar hacia el hotel Badger.

Me tumbé en una cama limpia y pasé cuatro horas en calzoncillos esperando que llegara una horda de campesinos dispuestos a contarme todos los detalles de la vida de Marcella DeVries Harris, pero no se presentó nadie. Me sentí como un policía al que le han ordenado que limpie el poblado de camorristas y de repente descubre que los habitantes le tienen un miedo inexplicable.

Consulté mi reloj. Eran las cinco y media. El calor y la humedad empezaban a disminuir, y decidí salir a dar un paseo. Me puse unos pantalones y una camisa deportiva y crucé a grandes zancadas el limpio vestíbulo del hotel Badger, suscitando una mirada de desconfianza en el recepcionista de la limpia recepción antes de salir a las limpias calles de Tunnel City, Wisconsin.

Como era de esperar, Tunnel City tenía una calle comercial que, como solía ocurrir, se llamaba Main. Todas las tiendas de la población estaban en ella. Las viviendas se extendían a partir de este centro comercial hacia las huertas que rodeaban la población.

Caminé hacia el sur, en dirección a los campos de coles, y me sentí por completo fuera de lugar. Todas las casas por delante de las que pasé eran blancas, con unos jardines delanteros perfectamente cuidados y árboles bien podados. Todos los automóviles aparcados frente a las casas estaban limpios y relucientes. Las personas sentadas en los porches se veían fuertes y decididas.

Caminé hasta donde terminaba la población y empezaban los campos de cultivo. Al regresar al hotel comprendí por qué Marcella DeVries había tenido que marcharse de allí y por qué había tenido que regresar.

Paseaba por Main en busca de algún lugar donde comer cuando un hombre cruzó la calle en dirección a mí, procedente del hotel. Era un tipo alto de unos cuarentá años, vestido con vaqueros y camisa a cuadros. Había algo en él que lo diferenciaba de los otros habitantes, y cuando nuestras miradas se cruzaron, supe que quería hablarme.

Al llegar a la acera, se plantó ante mí y me tendió una mano grande y huesuda para que se la estrechase. Lo hice.

—Me llamo Will Berglund, agente —se presentó.

—Me llamo Fred Underhill, señor Berglund, y no soy policía, sino investigador de una compañía de seguros.

—No me importa. Yo conocía a Marcy DeVries mejor que nadie. Yo… —Era evidente que el hombre estaba muy afectado.

—¿Dónde podríamos hablar tranquilos, señor Berglund?

—Soy el encargado del cine del pueblo. —Señaló hacia Main—. El último pase termina a las diez menos cuarto. Espéreme allí. Hablaremos en mi despacho.

Cuando entré en el vestíbulo del teatro Badger, Will Berglund hacía salir a los últimos espectadores. Luego, cerró la puerta con llave y, sin pronunciar una sola palabra, me condujo hasta su despacho del piso de arriba, una pequeña habitación llena de butacas destartaladas y proyectores estropeados.

—Me gusta hacer chapuzas —dijo, a modo de explicación.

Tomé asiento sin que me lo indicara y él se ubicó frente a mí. Mi mente bullía con las preguntas que nunca había tenido ocasión de formular. No fue necesario que lo hiciese. Berglund abrió todas las ventanas de la habitación para que entrase el fresco y empezó a hablar.

Habló sin interrupción durante siete horas, con un estado de ánimo en el que se alternaron el tono quejoso y el mal humor, pero que siempre y por encima de todo, reveló una trágica aceptación de los hechos. Me contó una historia íntima, un relato de la vida de un pueblo pequeño, de las conversaciones de un pueblo pequeño, de las esperanzas de un pueblo pequeño y de los castigos y recompensas de un pueblo pequeño. Era la historia de Marcella DeVries.

Habían sido amantes desde el principio, primero sólo espirituales y luego carnales.

La familia Berglund había emigrado de Noruega el mismo año que los DeVries habían dejado Holanda. Una red de primos y amigos del Viejo Continente habían conseguido empleo para las dos familias en los mataderos de Chicago.

Corría el año 1906 y había trabajo en abundancia. Los fornidos Berglund se hicieron capataces, los DeVries, más ingeniosos, contables. Los tres hermanos Berglund y Piet y Karl DeVries compartían un sueño común a todos los emigrantes, el sueño del poder en el Viejo Continente: poseer tierras.

Los cinco hombres, todos ellos de unos treinta años, eran impacientes. Sabían que el poder feudal que con tanta desesperación deseaban no se conseguía pidiendo préstamos, tacañeando y matando ganado con una almádena de cinco kilos. Ni el tiempo ni la historia estaban de su lado, pero sí lo estaban su cerebro y su crueldad, amalgamado todo ello por un fervor religioso calvinista, los cinco se lanzaron a una carrera criminal con un único objetivo en mente: conseguir veinticinco mil dólares.

Les costó tres años y dos vidas, una de cada familia. Los Berglund y los DeVries se dedicaron a los robos y a los atracos a mano armada. Piet DeVries era el líder y tesorero, y Willem Berglund, su ayudante. Hacían planes y supervisaban con astucia al impetuoso Karl DeVries y los violentos Hasse y Lars Berglund.

Piet era un intelectual romántico y un ardiente admirador de Beethoven. Le encantaban las alhajas, y el dinero en efectivo que conseguía de los robos de la banda, lo convertía en diamantes y rubíes, que a su vez vendía a cambio de un pequeño beneficio en el mercado del sector, guardándose siempre unas cuantas piedras preciosas para él. Deseaba convertirse en ladrón de joyas, tanto por lo que tenía de romántico como por las ganancias, y maquinó el atraco a una vieja matrona de Chicago que poseía muchas alhajas y las lucía en la ópera, a la que asistía sin compañía. Su hermano Karl y Lars Berglund harían el trabajo. Corría el año 1909 y con el dinero que consiguieran superarían el objetivo de veinticinco mil dólares que se habían marcado.

La mujer iba y venía de su casa, simada en la orilla norte, en un coche tirado por caballos. Los hombres esperaron bajo la escalera de la vivienda de tres plantas, armados con revólveres. Cuando la mujer llegó ante la casa y el cochero la ayudó a subir las escaleras, Karl y Lars salieron de su escondite, esperando vencer enseguida a su presa. Sin embargo, el cochero les disparó a quemarropa en la cara con una Derringer de seis balas hecha por encargo.

Los tres miembros supervivientes de la sociedad Berglund-DeVries huyeron a St. Paul, Minnesota, con dieciocho mil dólares en efectivo y joyas. Hasse Berglund quería matar a Piet DeVries. Una noche que estaba borracho lo intentó. Willem Berglund intercedió y golpeó a Hasse con un bastón relleno de plomo hasta dejarlo sin sentido. Hasse sufrió una lesión cerebral irreparable y Willem quedó destrozado por la culpa. Para consolar a Willem, Piet llevó a Hasse, que se había vuelto como un niño, a un asilo y pagó dos mil dólares al director por dejarlo allí de por vida.

¿Dónde podían ir dos inmigrantes, uno noruego y el otro holandés, con dieciséis mil dólares, sin esposa ni hijos, pero sobre todo sin tierras? Soñaban tener una granja de productos lácteos, pero aquello era imposible. Con dieciséis mil dólares no podían comprar dos granjas, y ni siquiera se planteaban tener una a medias, pues aunque estaban vinculados por la sangre derramada, debajo de ese vínculo subyacía un odio latente. Así pues, siguieron viajando, llevando una vida frugal, y recorrieron Minnesota y Wisconsin hasta que en 1910 recalaron en una pequeña población, a cincuenta kilómetros del lago Geneva, situada en medio de un campo de coles.

Se casaron con las primeras chicas de sus países de origen que les gustaron: Willem Berglund Con Anna Nyborg, de diecisiete años, nacida en Oslo, alta y rubia, con un cuerpo frágil y una cara tan encantadora como la de un camafeo. Piet DeVries con Mai Hendenfelder, hija de un magnate arruinado de Rotterdam, porque era una enamorada de Brahms y Beethoven, tenía un cuerpo hermoso y robusto y sabía cocinar.

En 1910, Tunnel City tenía coles, pero también aspiraciones en el principal negocio de Wisconsin, el queso. Piet DeVries, un holandés de treinta y siete años que trabajaba en una granja de lácteos, y Willem Berglund, un noruego de treinta y nueve que era contable de un banco y lechero a tiempo parcial, no aspiraban a otra cosa que poseer una granja propia, pero como sus fondos se habían agotado, no les quedó más remedio que buscar, a regañadientes, otras salidas.

Sin embargo, quien ríe el último ríe mejor, y en este caso la última carcajada fue de la tierra. Unos ricos granjeros fabricantes de queso compraron hectáreas y más hectáreas, hasta orillas del lago Geneva, que por sus características enseguida se revelaron totalmente inadecuadas para la cría de vacas lecheras. Sin embargo, era un tipo de suelo ideal para cultivar coles.

Así, Piet DeVries y Willem Berglund, de mala gana, hicieron lo que todo el mundo: invirtieron los dieciséis mil dólares en tierra para cultivar coles, en dos terrenos colindantes, separados sólo por un polvoriento camino local.

Las coles les reportaron una prosperidad moderada y la vida de familia, al menos al principio, una discreta felicidad. Muy pronto, Willem y Anna tuvieron mellizos, Will y George, mientras que Piet y Mai tuvieron primero a Marcella y, al cabo de dos años, a John.

Willem resolvía problemas de ajedrez y salía a correr solo por los caminos locales, una actividad de la que regresaba agotado. Piet aprendió sin maestro a tocar el violín y escuchaba unos rayados discos de Beethoven en la Victrola que acababa de adquirir. Los dos hombres establecieron una tregua, amarga y a la vez arraigada en el respeto mutuo. Aunque no eran de la misma sangre, estaban unidos por vínculos muy profundos. Pese a la proximidad de sus tierras, apenas se relacionaban, y cuando lo hacían se trataban con una cortesía exagerada, que delataba el miedo mutuo que se tenían.

Los otros habitantes del pueblo los consideraban tipos raros. Recibían un trato distinto, el motivo del cual, según la gente, no era su retraimiento sino algo que brillaba en sus ojos, algún conocimiento fascinante y secreto.

Fue ése un conocimiento que se transmitió a la segunda generación. Los habitantes de Tunnel City lo advirtieron tan pronto como los pequeños Will y Marcella aprendieron a caminar, a hablar y a reaccionar ante un entorno que sabían que no era lo bastante bueno para ellos.

Marcella DeVries y los gemelos Will y George Berglund habían nacido en 1912. Marcella lo hizo primero, y a los tres meses llegaron los hermanos Berglund. Piet no cabía en sí de contento. Había deseado una niña y ya la tenía, regordeta, rosada y pelirroja como él. Willem Berglund había deseado un heredero varón y lo tuvo, por partida doble. Sin embargo, George era un bebé enfermizo, que al nacer había pesado la mitad que su hermano, y enseguida se diagnosticó que sería retrasado mental. A los tres años, cuando Will ya empezaba a desarrollar su lenguaje en los tonos perfectamente modulados de un adulto educado, George aún no se sostenía en pie, babeaba como un idiota y aleteaba con los brazos como si fuera un pollo.

Willem aborrecía a su hijo. Lo consideraba un castigo horrible, perpetrado por un Dios odioso que ya no le servía de nada. Odiaba a su mujer, odiaba a Dios, odiaba las coles, y odiaba Tunnel City, Wisconsin. Pero por encima de todo, odiaba a Piet DeVries.

A Piet todo le iba viento en popa: amaba a su mujer, amaba su violín, amaba su Victrola y amaba a sus hijos. La precoz Marcella, de cabellos rojos y transparentes ojos verdes, y cuyas pecas parecían flotar sobre su cara bonita, se mostraba testaruda y consentida hasta el extremo de ser tiránica cuando no se salía con la suya. Sin embargo, era la hija cariñosa y apasionada con la que siempre había soñado. En cuanto al pequeño Johnny, que había pesado más de cinco kilos al nacer, era un niño risueño, feliz, desmañado debido a su enorme tamaño y que adoraba a su familia. Siempre estaba riendo. «Mi pequeño dinosaurio», lo llamaba Piet. Entonces, fingía tirar de una cola inexistente en la rabadilla del chico y a ambos les caían las lágrimas de tanto reír.

George Berglund, que nunca caminó ni emitió sonido humano alguno, murió de escarlatina. Tenía siete años. Willem lo metió en un saco de arpillera, cavó una pequeña fosa y lo enterró junto al cobertizo de herramientas contiguo a la casa.

Piet cruzó el camino para darle el pésame a un hombre con el que no había hablado desde hacía un año. Willem lo abofeteó sin darle tiempo a pronunciar palabra.

Al año siguiente Hasse Berglund murió en el asilo. Sodomizado repetidas veces por otros internos, no pudo soportar más los abusos y se arrojó, desde lo alto de un precipicio, a una cantera de granito en la que se obligaba a trabajar a los internos.

El director del asilo envió una carta a Willem pidiéndole doscientos dólares para que «el chico tuviera una digna sepultura cristiana». Willem no mandó el dinero porque se olvidó de hacerlo. Tenía otra cosa en la mente: quería destruir a Piet DeVries. Una noche, muy tarde, se lo contó a Anna. El joven Will lo oyó desde detrás de la puerta: Piet era responsable de las muertes de Lars y de Hasse, y también de la de George, el pequeño idiota. Aquello había ocurrido en el pasado y ya estaba bien. Pero en esos momentos, Piet y aquella zorra de hija pelirroja que tenían estaban intentando destruir al rubio Will, el único superviviente de su propia sangre, a fuerza de poesía, música y Dios sabía qué otras cosas. Entonces, Willem, entre exclamaciones histéricas, le dijo a la llorosa Anna que no había Dios aparte de sus tierras y su familia, y que eso era lo que iba a enseñarle a Piet.

Marcella y Will se conocían instintivamente, mentalmente y de memoria. Con el discernimiento de unos animales muy sincronizados, se encontraban al otro lado del camino polvoriento que separaba las dos granjas, más allá del legado de ambición y violencia que vinculaba a sus padres. El carácter inevitable de esos encuentros era tan correcto que Willem Berglund y Piet DeVries se limitaron a esperar que ocurriese.

Y ocurrió. Cuando los niños tuvieron cuatro años, jugaban juntos en el campo de coles y construían mansiones con el oscuro suelo de los surcos de regar. A menudo, después de un día de juegos al aire libre, volvían a la granja de los DeVries y tocaban de oído alegres melodías en el piano de Mai.

Al cumplir siete años, y tras la muerte de George, descubrieron la población. Recorrían la calle Main tomados de la mano, camino de la biblioteca, donde pasaban horas leyendo juntos, sacando montones de libros a la pérgola que estaba en la parte trasera del edificio de ladrillo blanco. En invierno, se escondían en el viejo cobertizo de madera que se encontraba en uno de los extremos de la finca de los Berglund, hacían un fuego con ramas y se contaban historias hasta que el sueño los vencía.

Nadie, ni Willem ni Piet, ni sus esposas ni los vecinos se opusieron a aquello. En cierto modo, estabá implícitamente aceptado que aquellos dos niños simbolizaban la incómoda tregua entre las familias, y que si ellos seguían unidos no habría más tragedias.

Pero llegaron los años veinte, a Willem le dio por beber y sus peroratas nocturnas contra Piet adquirieron renovada vehemencia. Will, que ya tenía diez años, no podía creer que su padre fuese a cumplir ninguna de aquellas amenazas, pero las cosas estaban cambiando, al igual que Marcella y él. Sus conversaciones eran cada vez más frecuentes y eso los llevó, inevitablemente, a tocarse, a besarse y a explorarse. Muy pronto fueron amantes carnales y todo el mundo pareció saberlo, detestarlo y temerlo de inmediato.

A los doce años, Marcella era más alta que Will, tenía los pechos formados y abundantes, la piel tersa y pecosa y unas caderas anchas. Los hombres del pueblo la miraban y al instante se sentían culpables de los pensamientos que los asaltaban. Esos mismos hombres miraban a Will y lo odiaban, porque sabían lo que tenía.

Los niños rubios amantes de la naturaleza y aficionados a la poesía que recorrían la calle Main absortos el uno en el otro llamaban mucho la atención en aquella pequeña comunidad campesina. Los cotilleos, atizados por la rivalidad y el distanciamiento de Piet y Willem, alimentaron la curiosidad y el resentimiento, y los amantes empezaron a expresarse su amor de manera clandestina cuando encontraban un montículo herboso o un campo cubierto de arbustos donde yacer juntos.

En 1926 Willem dio el primer paso contra Piet, tirando grandes pilas de compost en sus surcos de riego. Piet lo supo y no hizo nada para vengarse. Al cabo de una semana, el perro collie de Piet fue hallado muerto a palos. Piet seguía sin reaccionar.

Por las noches, Will oía a su padre reír borracho mientras hablaba con su esposa, que había llegado a odiarlo. Piet era un cobarde, decía, un tipo que se había vuelto blando de tanto escuchar aquella música para afeminados. Un hombre que no vengaba su tierra, mascullaba Willem entre juramentos, era peor que un perro muerto, un cobarde que no tenía derecho a poseerlas.

Will lo escuchaba y lo veía todo por un agujero que había hecho en el techo hacía mucho tiempo a instancias de Piet. A Will no se le escapaba que en esta ocasión las cosas eran distintas, que la timidez de su padre, tanto tiempo controlada debido al temor que Piet le inspiraba, estaba desapareciendo. Willem se quedó pasmado al ver que Piet no tomaba represalias, y el joven Will supo que su padre llevaría su venganza lo más lejos posible.

Will quería a Piet, y le contó lo que sabía. Piet sacudió la cabeza y le dijo dos cosas: que no le contara nada a Marcella y que le dijera a su madre que se fuera a pasar una temporada con su familia en Green Bay.

Al día siguiente, Anna Berglund partió hacia el norte de Wisconsin, y Marcella, a causa de la relación casi telepática que la unía a Will, se enteró de todo enseguida.

Fue precisamente Marcella quien se desquitó. Sabía que Willem pasaba los jueves por la mañana en la población, adonde iba para sacar dinero del banco con que pagar a sus labradores y comprar provisiones. Lo esperó allí, en el vestíbulo del hotel Badger, movida por el odio contra el padre de su amante y por el amor ardiente y el desdén que sentía a la vez por el suyo propio.

La gente del pueblo supo que algo iba a ocurrir: Marcella DeVries, una estudiante que siempre sacaba las mejores notas, no estaba en la escuela; se encontraba sentada en un sillón excesivamente mullido, en encolerizado silencio, y con la piel, normalmente pálida, casi tan encendida como su brillante cabello rojo, al tiempo que se retorcía las manos y miraba fijamente por la ventana hacia la sucursal del National Bank. En la puerta del hotel se congregó un grupo de curiosos.

Willem apareció a las nueve, justo cuando el banco abría sus puertas. Marcella esperó a que llevara a cabo sus transacciones y luego cruzó la calle para esperarlo delante de la puerta. El hombre salió al cabo de unos minutos con una bolsa de papel marrón llena de dinero. Cuando vio a Marcella se produjo un silencio cargado de miedo, y entonces ella se abalanzó sobre él, le quitó la bolsa de papel y la arrojó al suelo desparramando su contenido. Los billetes verdes volaron por la calle Main arrastrados por la brisa de abril y la gente contempló horrorizada cómo Marcella DeVries, con sólo catorce años, consumaba su venganza. Golpeó, arañó, mordió y pateó a Willem Berglund hasta derribarlo. Luego, le quitó la botella de whisky que llevaba en el cinturón y derramó el líquido sobre su cabeza al tiempo que lo maldecía en inglés, en holandés y en alemán hasta que su ira cedió.

Sin embargo, reservó su cólera más dura para su padre, su madre y su amante. Ellos también se habían comportado como unos cobardes, y eso era peor, porque los amaba.

Esa verdadera noche de Walpurgis en Wisconsin, Marcella informó a su dulce madre de que aquella granja no era lugar para una persona débil, que tenía que marcharse de allí hasta que su padre fuera lo bastante fuerte para dar refugio a una mujer como ella. Piet no hizo nada por intentar frenar a su hija. Por mucho que amara a su esposa, había quedado pasmado ante aquella chica pelirroja que había heredado sus rasgos.

Mai Hendenfelder DeVries se marchó esa noche a casa de unos amigos en el lago Geneva. Marcella también tenía órdenes para su padre: debía dejar de tontear con el violín, o de poner la Victrola o de leer, para ponerse a trabajar en el campo hasta caer exhausto, como hacían los jornaleros alemanes que contrataba por cuatro perras. Avergonzado y humillado, Piet asintió en silencio. Marcella siguió amenazándolo: tenía que renunciar a Dios, a Jesucristo y a la Iglesia Holandesa Reformada. Piet se negó. Marcella se enfureció. Piet continuó negándose hasta que la chica, con mala intención brutal, le dijo: «Si no lo haces, nunca volverás a vernos, ni a Johnny ni a mí.»

Con unos sollozos abyectos y absolutamente abatido, Piet aceptó.

Will no había ayudado a Marcella a humillar a su padre. Para ella, ésa fue la traición que colmó el vaso.

Su romance concluyó, claro, y la elite rubia quedó reducida a unos fragmentos deslustrados, pero a Marcella no le bastó con eso. Quería más venganza, algo que diera cohesión a su desdén por la familia Berglund y por todo Tunnel City, Wisconsin.

Will y Marcella habían intercambiado cartas de amor durante años. Eran unas cartas muy explícitas, llenas de referencias a sus encuentros carnales y cargadas de desprecio hacia la mojigatería imperante en Tunnel City. En esas cartas se ridiculizaban los genitales de ínclitos habitantes de la población, los profesores del instituto eran vituperados como bufones y Willem Berglund satirizado y diseccionado con todo lujo de detalles.

Marcella saboreó las cartas que su timorato amante le había enviado. Pensó en las posibilidades que éstas le brindaban, pero decidió reservarlas para más adelante.

Las habladurías en el pueblo continuaron mientras Willem se dedicaba a beber hasta caer redondo al suelo, Piet trabajaba junto a sus jornaleros, y Marcella y Will iban al instituto sin cruzarse palabra.

Marcella tenía una nueva causa: su hermano Johnny. A los catorce años, Johnny medía un metro ochenta y era rubio como su madre. Se trataba de un niño asilvestrado pero tranquilo que prefería la compañía de los animales y que a menudo saqueaba las despensas de las granjas vecinas para robar carne de buey y de cerdo con la que alimentaba a una legión de perros y gatos callejeros que malvivían en los aledaños de la población.

Marcella, privada de amante, se convirtió en la benefactora, consejera, tutora y apaciguadora de aquel gigante sin oficio ni beneficio. En los días que siguieron a sus pérdidas, ató corto a su inteligente pero perezoso hermano materias tan variadas como la poesía, la historia medieval y el álgebra. Despertó en él mucho más de lo que el chico sabía que tenía, y al hacerlo se establecieron entre ellos unos fuertes vínculos.

El nuevo tándem DeVries tenía un sueño, el cual tanto colmaba el desdén elitista de Marcella como el amor de Johnny hacia los animales: la medicina. Marcella, la cazadora de microbios, se convertiría en doctora y se dedicaría a la «investigación pura» mientras que Johnny sería el veterinario que se rodearía del amor de los animales expósitos y callejeros que necesitaran que los curasen. Era un sueño poderoso, que los llevaría más allá de los odiados confines de Tunnel City Wisconsin. Pero antes Marcella se vengaría de la población.

En junio de 1928, y con dieciséis años, se graduó en el Instituto de Tunnel City, siendo la miembro más joven de su clase. Piet estaba muy orgulloso de ella. Mai, que seguía alejada de su familia, volvió del lago Geneva a instancias de Piet para contemplar a la hija que odiaba recibir su título en el escenario del auditorio, luciendo toga y birrete y con una sonrisa despectiva en el rostro, en una hipérbole pueblerina de sus logros académicos. Después de la ceremonia, Mai volvió al lago Geneva para no ver nunca más a su familia.

Con el diploma en la mano, Marcella se puso manos a la obra. Tenía ochenta y tres cartas de Will. La mañana del lunes siguiente a su graduación, dedicó varias horas a decidir qué carta era la que contenía más insultos y más generalizados y mayor daño haría. Cuando lo hubo hecho, salió a llevar a cabo su misión. Primero la calle Main, donde Marcella repartió paquetitos de vitriolo contra el alcalde, el concejal, el bibliotecario, el sheriff, el barbero y todos los hombres de negocios de las cuatro manzanas comerciales de Tunnel City.

—Lea esto —decía a los receptores de la carta—, a ver si reconoce a algunos de sus amigos.

Su siguiente objetivo fueron las iglesias: la Holandesa Reformada, la Católica, la Presbiteriana y la Baptista. Todas ellas recibieron mensajes cargados de odio y ofensivos tanto en el plano de la fe como en el plano visceral.

A continuación recorrió las calles de viviendas de Tunnel City de acuerdo con un itinerario bien trazado hasta que la bolsa marrón estuvo vacía. Entonces volvió a casa y le dijo a su hermano que hiciera el petate porque se iban de allí a hacer realidad su sueño.

La partida se retrasó. Marcella decidió que esperaría dos días, para poner en orden sus pensamientos y saborear las primeras oleadas de conmoción y reacción en el pueblo antes de robar el escondite de joyas de su padre y dirigirse a la ciudad de Nueva York con Johnny.

Se encerró en su habitación a leer a Baudelaire y a hojear catálogos de escuelas universitarias de la Costa Este. El martes por la noche, oyó que su padre lloraba en el dormitorio, lo cual significaba que ya estaba al corriente.

Marcella decidió dar un último paseo por el campo de coles. Tomó el camino polvoriento que separaba las granjas de los DeVries y los Berglund. Willem Berglund la esperaba. Estaba sobrio, frío como una piedra y llevaba una cuchilla recta en la mano. Agarró a Marcella, la arrojó al suelo y la violó, con el filo de la cuchilla pegado a su garganta. Cuando terminó, se quedó tumbado sobre ella y Marcella clavó la vista en el cielo, con los dientes apretados y negándose a emitir sonido alguno. Cuando él recuperó el aliento, se puso en pie y orinó sobre el cuerpo postrado de Marcella. Luego, desapareció en la oscuridad de sus campos de coles.

Marcella permaneció allí tumbada durante una hora. Se obligó a llorar. Cuando volvió, su padre aún estaba despierto, tocando el violín. Marcella le contó lo que había ocurrido y luego se fue a la cama. Piet, no. Se quedó despierto toda la noche, puso las sinfonías de Beethoven en su Victrola, en orden cronológico, y ejecutó con su instrumento los pasajes más difíciles de la sonata A Kreutzer.

Por la mañana, mientras Marcella y Johnny aún dormían, Piet fue a casa de uno de sus jornaleros a pedirle prestado una escopeta calibre diez de doble cañón. Zorros, explicó. El hombre le dio el arma a su jefe, además de la munición, y le deseó buena suerte. Piet se acercó a la finca de los Berglund, con la escopeta cargada bajo el brazo. Llamó a la puerta de su vecino. Willem la abrió enseguida, como si esperara a alguien.

Piet le disparó a quemarropa, partiéndolo en dos a la altura de la cintura. La mitad superior de Willem salió volando hasta la sala, mientras que la mitad inferior se desplomó a los pies de Piet. Piet cargó el arma otra vez, recogió las dos mitades de lo que había sido Willem y las dejó, la una encima de la otra, junto a la chimenea. Mojó los dedos en la sangre de Willem y escribió en la pared: «Dios se apiade de nosotros.» Luego se metió los cañones de la escopeta en la boca y apretó los dos gatillos.

Marcella nunca le dijo a nadie si las cosas habían llegado más lejos de lo que deseaba, ni siquiera a Will, con quien se reconcilió años más tarde y con el que intercambió una voluminosa correspondencia.

La noche del mismo día en que murió su padre, cogió a su hermano, las joyas de aquél y se dirigió a pie hacia el sur, en dirección a Chicago. Mientras cruzaban los lindes de lo que habían sido las tierras de los Berglund y los DeVries, agarró un hacha y cortó los puntos de conexión de los conductos de agua que regaban ambas granjas. No sabía si con eso los campos se inundarían o quedarían secos, pero no le importaba; lo único que quería era que sufrieran como ella había sufrido.

Viajaron hacia el sureste, en tren y en autocar. Marcella decidió seguir la ruta más larga para dar tiempo a Johnny a asimilar la muerte de su padre. Aunque sólo tenían dieciséis y catorce años, nadie los molestó. Marcella tenía un aire de suficiencia propio de una mujer de veintitantos, y Johnny era demasiado corpulento como para pensar que en realidad se trataba de poco más que un chiquillo.

Llegaron a Nueva York al cabo de dos semanas. A Marcella no le habría sorprendido que los siguiera una cuadrilla armada de habitantes de Tunnel City, con el sheriff a la cabeza, pero nada de eso ocurrió. Nueva York se derretía bajo una ola de calor y Marcella vendió las joyas e intentó matricularse en las facultades de Medicina de las universidades de Columbia y Nueva York. No la aceptaron en ninguna de las dos, como tampoco lo hicieron en el colegio universitario de Brooklyn, en el de Nueva York y en la otra media docena en que lo solicitó.

La razón de esas negativas era muy sencilla: el instituto de Tunnel City no quería enviar su expediente escolar, y ella no podía volver a buscarlo a menos que quisiera que la encerrasen en un reformatorio. Marcella recapacitó. Tenía siete mil trescientos dólares en una cuenta bancaria, tenía a Johnny y tenía ganas de triunfar. También tenía un apartamento de dos habitaciones cerca de Prospect Park, en Brooklyn, y un cerebro.

Decidió que el destino estaba de su lado. Acertó. El día de la Independencia de 1928, mientras paseaba por Jamaica Avenue, en Queens, vio la Escuela de Enfermeras Fletcher. En la puerta contigua estaba la Escuela de Farmacología Fletcher. Ambas estaban «oficialmente reconocidas», como rezaba la placa que había encima de la puerta. Marcella tuvo la corazonada de que aquél era su destino, al menos en ese instante. Volvía a tener razón.

Willard Fletcher echó un vistazo a la joven pelirroja de mirada dura sentada al otro lado de su escritorio y supo que podría darle cosas que su mujer no le daba. En su primera noche en la cama, se lo contó a Marcella.

Aquel día, la oficina de admisiones estaba tranquila mientras Marcella relataba cómo su instituto, en un pueblo pequeño, había sido víctima de un incendio y su expediente se había quemado. Era una alumna aventajada, lo mismo que su hermano John, y quería estudiar enfermería en la Escuela Fletcher antes de pasar a una prestigiosa Facultad de Medicina. John quería estudiar Veterinaria, pero por el momento, era imposible. La Escuela de Farmacología Fletcher supondría una buena preparación para la Facultad de Veterinaria. ¿No lo veía el señor Fletcher de ese modo?

El señor Fletcher, evidentemente, lo veía de ese modo.

Cobró el importe de la matrícula a Marcella y ésta y su hermano empezarían las clases en el semestre de otoño. Así de sencillo. Excepto que, explicó, por lo que se refería a los expedientes, la escuela tenía una reputación que mantener y quería asegurarse de que Marcella era lo bastante competente y brillante para vérselas con aquellas asignaturas. Tal vez si salían juntos alguna vez podría hacerle algunas preguntas sobre su pasado académico, conocerla mejor y asegurarse de que tenía nivel para estudiar en la Escuela de Enfermeras Fletcher. ¿Sería eso posible? Marcella sonrió al comprender de qué iba el juego.

Marcella jugó de maravilla. Su rendimiento académico fue tan excelente y su poder sobre William Fletcher tan absoluto que, al cabo de tres semestres de estudio, había convencido a su amante benefactor de que le falsificara un expediente académico que se remontara a los doce años, conforme el cual había estudiado en distintas escuelas secundarias de Brooklyn.

Con el expediente falso en la mano, solicitó que la admitieran en la escuela de enfermeras de la Universidad de Nueva York, donde fue aceptada de inmediato.

Marcella siguió siendo la amante nominal de Willard Fletcher hasta que estuvo en la carrera. Entonces, lo abandonó como si fuera un vaso desechable, provocando una escena terrible en la sala de banquetes de un gran hotel de Atlantic City, donde asistían a una convención de mayoristas de material médico.

Marcella se licenció en junio de 1931. Johnny se graduó en la escuela de Farmacología un año más tarde, con honores académicos y enganchado a la codeína.

Era el peor momento de la Depresión, y aunque había sido muy prudente a la hora de gastar el dinero, éste se estaba terminando. Marcella recapacitó de nuevo sobre las posibilidades que se le presentaban. Por el momento, debía olvidarse de la Facultad de Medicina, pues no tenía con qué pagarla. Se puso a trabajar en el hospital Bellevue, cosiendo y pegando trozos de accidentados en la sala de urgencias. Johnny consiguió un empleo en la farmacia del hospital, preparando las mezclas sedantes que se utilizaban para inducir en los pacientes un estado de olvido inofensivo. En sus horas libres también se sumía en ese estado de olvido, pero en su caso nada inofensivo. Él en otro tiempo sosegado gigante, que ya medía más de dos metros de estatura, se había convertido en un temible camorrista en todos los bares que frecuentaba. Marcella tenía que pagarle constantemente fianzas para sacarlo de la cárcel y llevárselo a su casa de Brooklyn Heights, donde le acariciaba la golpeada cabeza mientras él lloraba a su padre muerto.

El 7 de diciembre, cuando el bombardeo de Pearl Harbor, Will Berglund era un profesor de Inglés de veintinueve años en la Universidad de Wisconsin en Madison, Marcella DeVries era jefa de enfermeras de un hospital católico de Staten Island, y Johnny DeVries era el principal proveedor ilegal de codeína de la ciudad de Nueva York.

La guerra despertó en estos personajes tan dispares la misma oleada de patriotismo que movió a millones de americanos. Will se alistó en el Ejército y fue enviado al Pacífico. Su carrera como soldado terminó enseguida; recibió heridas de mortero en ambas piernas y fue repatriado al hospital naval de San Diego, California, donde lo sometieron a varias operaciones y a una larga terapia para recuperar su destrozado tejido nervioso.

Fue allí, en el hospital, donde volvió a reunirse con Marcella, que por entonces tenía treinta años y era teniente del cuerpo auxiliar femenino de la Marina. Dejaron de lado los acontecimientos de los últimos quince años. Will amó a Marcella tan apasionadamente con su uniforme blanco como la había amado cuando llevaba los vestidos de zaraza de su infancia. El tiempo, el lugar y la necesidad de curarse desvanecieron el derramamiento de sangre de ambas familias en Tunnel City, y Marcella y Will fueron de nuevo amantes. Los cambios de vendajes y el vaciado de los orinales se metamorfoseó en un ritual amoroso de medianoche que los limpió y los curó a los dos. Por primera vez en sus vidas, su fantasma pueblerino mutuo había quedado confinado al olvido.

Johnny DeVries fue el tercer miembro del triunvirato de San Diego. Era ayudante de la Unidad de Farmacia y fue destinado al hospital, donde despachaba sustancias paliativas a los barcos anclados en el puerto naval de San Diego, y en sus ratos libres iba a Tijuana en busca de marihuana para vender. El alborotador de más de dos metros disfrutaba con las veladas que pasaba en el apartamento de Coronado Bay que compartía con Marcella y Will.

Marcella y Will se quedaban hablando. El caminaba de un lado a otro de la habitación para fortalecer sus piernas llenas de clavos, mientras Johnny fumaba hierba en su cuarto y escuchaba discos de Glenn Miller.

El feliz trío permaneció unido hasta finales de la primavera de 1943, cuando Marcella conoció a un hombre que iba a destrozar sus ilusiones y su vida.

«Cuando llegó y habló, supe que sabía, que comprendía todos los secretos oscuros de la vida. Poseía un instinto animal, mucho más fino que el de cualquier ser humano —le escribió Marcella a Will años después—. Es el hombre más guapo que he conocido; y lo sabe, y sabe que tú lo sabes y te respeta por tu extraordinario buen gusto y te trata como a un igual por querer saber lo que él sabe.»

La curiosidad y el enamoramiento de Marcella le dieron alas, y a los tres días de conocer a Doc Harris le anunció a Will: «No puedo estar contigo. He conocido a un hombre al que deseo con toda mi alma, aunque eso signifique excluir todo lo demás.» Fue brutalmente definitivo. Will, que siempre había sabido que Marcella acabaría por alejarse de él, lo aceptó. Se marchó del apartamento y volvió al hospital. Al cabo de una semana recibió el alta médica y regresó a Wisconsin.

Marcella llegó a la conclusión de que Doc Harris era un genio. Cuando ella iba, él ya estaba de regreso, pese a que ella también bordeaba la genialidad. Doc hablaba cinco lenguas, mientras que ella sólo tres; sabía de medicina más que ella; podía beber más que ella sin emborracharse; bailaba como Gene Kelly y a los cuarenta y cinco años era capaz de hacer cien flexiones con una sola mano. Era un dios. Durante la época de Jack Dempsey, había ganado veintiocho combates en la categoría de los pesos ligeros. También sabía imitar y ridiculizar a los pueblerinos mucho mejor que ella y Will, y sabía preparar comida china.

Además, era enigmático, y lo era de una manera deliberada. «Soy un eufemismo con patas —le dijo a Marcella—. Cuando te explico que tengo un negocio de coches de alquiler con chófer, puede ser literalmente cierto o no serlo. Cuando te digo que utilizo mi entorno médico para favorecer al hombre, has de averiguar dónde está el intríngulis. Cuando te asombres de mis contactos con los altos mandos aquí en San Diego, pregúntate qué puedo conseguir para ellos que sean incapaces de conseguir por sí mismos.»

La mente de Marcella corrió en pos de las muchas posibilidades que cabían en la vida de su amante: era un gángster, un oficial desertor de la Marina, un provinciano que recibía dinero de casa y se dedicaba a hacer el bien de manera anónima. Ninguna explicación le satisfacía, y siempre pensaba en las verdades literales que conocía de ese hombre que se había adueñado de su vida. Sabía que había nacido en 1898 cerca de Chicago, que allí había asistido a la escuela pública, que había sido un héroe de la Primera Guerra Mundial. Sabía que no se había casado porque nunca había encontrado una mujer que estuviera a la altura de su fuerte personalidad. Sabía que tenía mucho dinero y ningún empleo. Sabía que había realizado trabajos esporádicos y que había adquirido experiencia de la vida después de terminar los estudios de medicina al principio de la Depresión. Sabía que aquel pequeño apartamento en primera línea de mar estaba lleno de libros que ella también había leído y le habían entusiasmado. Y sabía que lo amaba.

Una noche del verano de 1943, los amantes paseaban por una playa cercana a San Diego. Doc le contó a Marcella que iba a instalarse de nuevo en la zona de Los Ángeles, pues allí tenía la «oportunidad de su vida». Lo único que lamentaba, dijo, era que deberían separarse. Temporalmente, por supuesto, él bajaría a San Diego a visitarla. Quería pasar con ella todos los ratos libres que tuviese; era la única mujer que casi había llegado a tocar el núcleo de su corazón.

Marcella, conmovida hasta el núcleo de su corazón, decidió mover ciertos hilos para poder estar cerca del hombre que amaba. Era una experta moviendo hilos: al cabo de dos semanas la trasladarían al hospital naval de

Long Beach, a media hora en coche de Los Ángeles. Su hermano Johnny, que era ayudante en la compañía de farmacia, sería allí su enlace hospitalario, y procuraría medicinas y material de hospital a los mayoristas de la zona de Los Ángeles.

Sonrió a Doc, que se mostró maravillado con la capacidad de manipulación de Marcella. Después le tomó la mano y le preguntó si quería casarse con él. Marcella respondió que sí.

Fueron de luna de miel a San Francisco y luego se instalaron en un espacioso apartamento del barrio de Los Feliz, en Los Ángeles. Marcella, a quien acababan de ascender a capitán de corbeta, se reincorporó al trabajo en el hospital naval, lo mismo que el suboficial John DeVries, que había alquilado un apartamento cerca de donde vivían los recién casados.

Durante un tiempo, las cosas fueron bien. Los aliados ya tenían la sartén por el mango y era sólo cuestión de tiempo que Alemania y Japón capitularan. Marcella se sentía feliz en su puesto de supervisora y Johnny y Doc se habían hecho buenos amigos.

Doc se convirtió en el padre que Johnny había perdido. Salían los dos en el descapotable LaSalle del primero a dar largos paseos sin rumbo por la hoya de Los Ángeles. Ese era el problema, decidió Marcella. Doc nunca estaba en casa, y cuando estaba se comportaba de una manera deliberadamente misteriosa, oscura y elíptica.

Pronto advirtió que la «oportunidad de su vida» era hacer de perista para una banda de L.A. Una noche, Johnny, que iba muy colocado, le contó que Doc tenía garajes por toda la ciudad llenos de mercancías robadas, pieles, joyas y antigüedades que vendía a los oficiales del Ejército y de la Armada, a apéndices de la industria del cine, a ludópatas y a demás artistas que frecuentaban Hollywood Park y el hipódromo de Santa Anita.

Cuando estaba presente, Doc se comportaba como un marido cariñoso y solícito, pero Marcella empezó a preocuparse. Empezó a beber en exceso y a escribir largas cartas a Will para aplacar los temores que crecían en su interior acerca del hombre al que amaba. Doc parecía reírse de ella, siempre iba dos o tres pasos por delante y no paraba de sonreír de esa manera siniestra con una luz malvada y absolutamente fría en los ojos.

Marcella resolvió que necesitaba tomarse unas vacaciones. Tenía que reducir su consumo de alcohol y poner en orden las ideas. Se lo dijo a Doc, quien se mostró de acuerdo. Había acumulado un mes en días libres y sus superiores estuvieron encantados de que aquella ardiente y competente enfermera se tomase un respiro y se relajara.

Fue en coche a San Juan de Capistrano, nadó en el mar y escribió unas larguísimas cartas a Will, que, sorprendentemente, había vuelto a instalarse en Tunnel City. Marcella se asombró al saberlo, y lo llamó por teléfono. Will le dijo que había considerado necesario afrontar su trágico pasado. Había decidido emprender un camino espiritual. Funcionaba, le contó; allí estaba tranquilo, regentaba el cine del pueblo, iba de vez en cuando a Chicago a comprar libros para la biblioteca pública de Tunnel City y meditaba mientras caminaba por los campos de coles que tanto había llegado a odiar.

Marcella regresó a Los Ángeles y descubrió que estaba embarazada y que Johnny había vuelto a engancharse a la codeína. Se había enrollado con una mujer que a Doc le parecía inapropiada, motivo por el cual le prohibió que volviese a verla. Acobardado por su padre en funciones, Johnny accedió y la mujer se marchó de Los Ángeles.

Marcella se enfadó por el dominio que Doc ejercía sobre su hermano y se sintió dolida. Ella había tenido autoridad sobre Johnny, pero de manera mucho más bondadosa. Doc se limitaba a darle órdenes, pedirle que lo llevara en coche a algún sitio, decirle qué comer o cómo vestirse, siempre con esa fría sonrisa en los labios.

Marcella estaba preocupada, pero cuando le comunicó a su marido que esperaba un hijo, asistió emocionada al reencuentro con el Doc tierno, ingenioso y risueño de su época de noviazgo. Fue solícito, considerado, captaba sus estados de ánimo a la perfección. Nunca había sido tan feliz, le contó a Will en una carta.

Michael nació en agosto de 1945 y las cartas de Marcella se espaciaron. Nunca mencionaba a su hijo y pasaba por alto las preguntas que Will le formulaba al respecto.

«Problemas, problemas —le escribió a Will en octubre de ese mismo año—. A John y a mí nos están interrogando acerca de un robo de fármacos en un portaaviones. Han decidido hacerlo debido a la adicción de Johnny. Es algo terrible, realmente terrible.»

«Problemas y más problemas en todos los frentes», escribió en noviembre de 1945, tres meses después de finalizada la guerra. Fue su último contacto en casi seis años.

Will y Johnny se habían encontrado casualmente en Chicago a finales del 49. Johnny tenía un aspecto terrible; estaba demacrado y su piel era de un gris fantasmal, Will intentó confortarlo, le habló de la Orden del Corazón Clandestino a la que pertenecía. Johnny se mostró interesado, pero se puso nervioso cuando Will lo presionó en ese sentido.

John DeVries fue asesinado en Milwaukee en 1950.

Nunca se detuvo al autor del crimen. Cuando Will leyó sobre la muerte de Johnny en la prensa de Milwaukee, intentó ponerse en contacto con Marcella. No lo consiguió: todos los telegramas que envió a su última dirección conocida le fueron devueltos. Llamó a todos los William Harris que encontró en la guía telefónica de Los Ángeles, también sin éxito. Finalmente, se acercó a Milwaukee y habló con los dos detectives asignados al caso.

Encontraron muerto a Johnny en un parque, al amanecer, a pocas manzanas de los bajos fondos de Milwaukee. Lo habían rajado repetidas veces con un cuchillo de carnicero. Era un conocido adicto a la morfina y a veces también hacía de camello. Resultaba evidente que su muerte estaba relacionada con el submundo de la droga. Kraus y Lutz, los detectives, fueron muy considerados y amables con Will, pero se mostraron reacios a ampliar la investigación. Aunque le dijeron que lo mantendrían informado de cualquier novedad, Will volvió a Tunnel City consternado y con una sensación de impotencia.

Iba a ver a Marcella una vez más. En el verano del 51 llamó a su puerta. Fue el acontecimiento más sorprendente de su vida. Marcella había perdido peso y estaba al borde de la histeria. Hablaron de la muerte de John y ella lloró en brazos de Will. Este le habló del Monasterio del Corazón Clandestino, y ella pareció escucharlo, como si encontrara un breve solaz en sus palabras.

Aquella noche, Marcella bebió hasta perder la conciencia en el sofá de la sala. Cuando Will se levantó, a la mañana siguiente, advirtió que ella ya no estaba. Había dejado una nota. «Gracias. Pensaré en lo que me has dicho. Buscaré lo que tengo que buscar. Envidio tu paz. Intentaré conseguir toda la paz que me sea posible.»

—Llamaré a esos policías de Milwaukee y les diré que pasará a verlos —anunció Will Berglund, anticipándose a mi pregunta.

Asentí a aquel granjero-amante-indagador espiritual. Fue como si mi leve movimiento de cabeza significase para él una absolución, y de sus ojos brotaron lentos regueros de lágrimas.

Eran las cinco de la mañana cuando llegué al hotel Badger. Mi habitación había sido registrada, las revistas estaban tiradas por el suelo y la cama deshecha. Pasé revista al contenido de mi maleta. No se habían llevado nada salvo la munición de mi arma. Recogí mis cosas, bajé a la planta baja y crucé el vestíbulo, despertando miradas curiosas y hostiles de algunos madrugadores. Caminé por Main sintiéndome pasmado y humilde, pero también poderoso. Me habían servido el prodigio en bandeja; en mi mano estaba ponerlo en orden.