Acudí preparado a mi cita con William Doc Harris. Antes de encontrarme con él para interrogarlo, me detuve en una imprenta y encargué cien tarjetas de visita falsas. En las tarjetas ponía: «Frederick Walker. Seguros Prudential.» El logotipo de la aseguradora ocupaba el centro, y debajo, en unas cursivas de aire oficial, había una única palabra: «Investigador.» Un número de teléfono ficticio completaba el simulacro. La tinta de las tarjetas aún no estaba completamente seca cuando me las guardé en el bolsillo y me dirigí al 4968 de Beverly Boulevard.
—… Ya ve, pues, señor Harris. Se trata de repasar el pasado de su difunta esposa para que pueda certificar al departamento de pagos que esa reclamación es fraudulenta. Estoy seguro de que lo es, y llevo ocho años como investigador de reclamaciones, pero aun así hay que cubrir el papeleo.
Harris asintió, pensativo, agitando entre los dedos mi tarjeta de visita sin apartar la mirada de mis ojos ni por un instante. Sentado frente a mí con una desvencijada mesilla por medio, Harris era uno de los hombres más impresionantes que había visto en mi vida: medía un metro ochenta, rondaba los sesenta y tenía una abundante cabellera canosa, un cuerpo de atleta y un rostro, que parecía cincelado, que constituía una mezcla entre los elementos más finos de una severa rectitud y de un humor áspero. No me costó apreciar qué había visto Marcella en él.
Sonrió y sus facciones se relajaron en una expresión de calidez contagiosa.
—Bien, señor Walker —me dijo—. Marcella poseía un don especial para atraer a gente solitaria y hacerle promesas ridiculas que no tenía intención de cumplir. Sea sincero conmigo, por favor, señor Walker: ¿qué ha descubierto de mi ex esposa, hasta el momento?
—Para ser sincero, señor Harris, que era promiscua y alcohólica.
—Cuando alguien habla conmigo, no tiene por qué mentir —declaró Harris—. Doy y espero completa sinceridad. Dígame, pues, cómo puedo colaborar.
Me eché hacia atrás en la silla y crucé los brazos. Era un gesto intimidatorio, pero no funcionó.
—Señor Harris…
—Llámeme Doc.
—Está bien, Doc. Necesito nombres, nombres y más nombres. Todos los amigos y conocidos que recuerde.
Harris sacudió la cabeza.
—Señor Walker…
—Llámeme Fred.
—Fred, Marcella escogía sus amantes y su círculo de amistades, si se las puede llamar así, en los bares. El único objetivo de su vida social eran los bares. Punto. Aunque puede probar también entre los empleados de Packard-Bell, donde trabajaba.
—Ya lo he hecho. Me han respondido con evasivas.
—Por buenas razones —dijo él con amargura—. No habrán querido hablar mal de los muertos. Marcella visitaba bares por todo L.A. No quería hacerse conocida en ninguno. Tenía un miedo tremendo a terminar como una vulgar parroquiana de algún local, y por eso rondaba mucho. Creo que la detuvieron varias veces por conducir bebida. ¿Cómo se llama esa falsa reclamante?
—Ama Jacobsen.
—Bien, Fred, le contaré lo que sucedió, a mi entender: Marcella debió de conocer a esa mujer en algún abrevadero, borracha. Con su personalidad y su uniforme de enfermera debió de apabullar a la mujer, que probablemente también estaba medio bebida, y de mostrarle algún papel con aspecto de oficial. Marcella la convencería de lo desesperadamente sola que estaba y de que necesitaba a alguien para que continuase su labor contra la vivisección en el caso de que ella muriese. Marcella era una gran amante de los animales. Probablemente, en su efúsividad alcohólica, montaría un gran número en el que tomaría el nombre y la dirección de esa mujer y firmaría ostentosamente tales documentos. Era una actriz consumada y la mujer debió de creérselo todo. Cuando los periódicos se hicieron eco de la muerte de Marcella, Alma seguramente pensó que le había caído un chollo. ¿Le suena posible todo esto, Fred?
—Completamente, Doc. La gente solitaria suele hacer cosas extrañas.
—¡Desde luego que sí! —exclamó Harris, carcajéandose—. ¿Y usted, qué suele hacer?
Solté una carcajada exactamente igual a la suya.
—Yo busco mujeres, ¿y usted?
—Tenía fama de lo mismo —apuntó con otra carcajada.
Me puse serio.
—Doc, ¿le molestaría que hable de esto con su hijo?
Creo que su teoría es válida, pero quiero cubrir todos los ángulos en el informe. Quizá su hijo pueda decirme algo que desacredite definitivamente a esa tal Jacobsen. Seré suave con él.
Doc Harris meditó mi petición.
—Está bien, Fred. Creo que Michael ha ido al parque con el perro. ¿Por qué no vamos allí a hablar con él? Está a un par de calles de aquí.
Eran tres, y el parque no era tal, sino apenas un solar cubierto de hierbajos. Doc Harris y yo conversamos relajadamente mientras avanzábamos entre hierbas altas hasta la rodilla en busca de su hijo y el perro de éste.
Cuando los encontramos, casi tropezamos con ellos. Michael Harris se hallaba tumbado boca arriba sobre una toalla de playa con los brazos extendidos como si estuviera crucificado. El cachorro de sabueso que había visto en el patio de Maple Street, en El Monte, masticaba hierba a su lado.
—¡Arriba, Coronel! —exclamó Harris en tono jovial.
Michael Harris se puso de pie sin sonreír y se sacudió los vaqueros. Cuando se incorporó, me quedé asombrado. Era casi tan alto como yo.
El chico dirigió una mirada nerviosa a su padre y, luego, a mí. El tiempo se congeló por un segundo, y evoqué a otro chico muy brillante, de pelo castaño, que jugaba en el desolado solar trasero de un orfanato. Habían transcurrido más de veinte años desde entonces, pero tuve que obligarme a volver al presente.
—…Y éste es el señor Walker, Coronel —decía Doc Harris—. Es representante de una casa de seguros. Quieren darnos un dinero, pero hay una chiflada que dice que tu madre se lo prometió a ella. No podemos dejar que eso suceda, ¿verdad, Coronel?
—No —respondió Michael en un susurro.
—Bien. —Harris asintió—. Michael, ¿querrás hablar con el señor Walker?
—Sí.
Empezaba a sentirme manipulado y controlado. La actitud de Harris era irritante. El muchacho estaba intimidado, y a mí comenzaba a ocurrirme otro tanto. Tenía la impresión de que Harris percibía que yo no estaba a su altura. Intelectualmente, estábamos igualados, pero hasta aquel momento su determinación era la más fuerte, y eso me encrespaba. Si no me ponía en mi sitio, sólo sabría lo que Harris quisiera que supiese.
Le di una palmadita en la espalda a Harris y dije:
—¡Hay que ver, qué calor hace aquí! ¿Por qué no vamos a tomar unos refrescos a Western? Yo invito.
—¿Podemos, papá? —suplicó Michael—. Me muero de sed.
Doc no perdió un ápice de su considerable aplomo. Me dio una palmada en la espalda, tan fuerte como la anterior.
—Vamos allá, amigos —fue su respuesta.
Anduvimos los cuatro bloques bajo el cálido sol veraniego: tres generaciones de varones norteamericanos unidos por la oscuridad y la duplicidad. El perro trotaba detrás de nosotros, deteniéndose con frecuencia a investigar olores interesantes. Yo avanzaba en el centro, con Doc a la izquierda, junto al bordillo. Michael caminaba a mi derecha, pegado a mi hombro debido a los setos que protegían los costados de las casas de Beverly Boulevard. El chico parecía disfrutar del contacto.
Le pregunté a Doc la razón de su apodo y, con una carcajada, respondió:
—En mis tiempos estudié medicina, Fred; pero lo encontraba demasiado sangriento, demasiado abstracto, demasiado parsimonioso, demasiado liberal…
—¿Dónde estudió?
—En la Universidad de Illinois.
—¡Suena horroroso! ¿Y había muchos hijos de granjeros que querían ser médicos rurales?
—Sí, y muchos chicos ricos de Chicago dispuestos a ser médicos de la alta sociedad. Ya no encajaba.
—¿Por qué? —inquirí. Era un desafío.
—Corrían los años veinte. Yo era un iconoclasta. Me di cuenta de que pasaría el resto de la vida tratando a relamidos pueblerinos que no sabían un pimiento. De que me dedicaría a prolongar la vida de unas personas que mejor estarían muertas. Lo dejé en el último curso.
Me reí. Michael, también. La voz del chico, prematuramente grave, sonó algo más aguda al reír.
—Cuéntale lo del caballo muerto, papá.
—Es la historia favorita del Coronel. —Harris soltó una carcajada—. En esa época tenía en marcha cierto asunto. Conocía a unos gángsteres que dirigían un local con restaurante, un auténtico garito de tercera al que acudían todos los chicos ricos de la facultad. Bebida barata y comida más barata aún. El local tenía un plato estrella: grandes y jugosos bistés a un cuarto de dólar. Solomillos estofados con cebolla y salsa de tomate. ¡Ja! No eran filetes de vaca, sino de caballo. Yo era el carnicero. Me dedicaba a recorrer los campos con un colega, robando caballos. Los atraíamos hasta la parte trasera del camión con pienso y azucarillos, volvíamos a la ciudad, a cierto matadero, y allí inyectábamos a los animales pequeñas cantidades de morfina que yo me encargaba de robar. Luego, les cortaba el cuello con un escalpelo. Mi colega se encargaba del trabajo realmente sucio. Yo no tenía estómago para eso. El también era el cocinero.
»Pero, como suele suceder, el negocio acabó mal. Los propietarios intentaron estafarme en mis asuntos ganaderos. Eso fue por la época en que decidí dejar los estudios, y también el trabajo, éste a lo grande. Sabía que los tipos no me pagarían, de modo que pensé el mejor modo de darles por saco. Una noche, había una fiesta privada en el local. Mi colega y yo nos hicimos con dos pencos decrépitos, los subimos al camión y arrimamos la caja del camión a la puerta principal del garito. Dimos la contraseña, la puerta se abrió y los animales entraron directamente en la sala. ¡Dios, qué espectáculo! Mesas destrozadas, gente chillando, botellas rotas por todas partes… Me largué de la ciudad y de Illinois, y no he vuelto nunca.
—¿Adonde fue, entonces? —quise saber.
—Me dediqué a vagabundear —respondió—. ¿Usted no lo ha hecho nunca, Fred?
—No, Doc.
—Pues debería. Es instructivo.
Se trataba de un desafío. Lo acepté.
—He estado demasiado ocupado haciendo cosas… —dije—, lo cual es mucho mejor que andar haciendo el vago, ¿verdad, Michael?
Pasé un brazo por los hombros del chico y lo estreché contra mí.
—¡Verdad! —exclamó con una amplia sonrisa.
Doc fingió encontrar divertida mi salida, pero ambos sabíamos que el guante había sido arrojado.
Tomamos asiento en el Tiny Naylor Drive-In de Beverly y Western. El salón tenía aire acondicionado y Michael y Doc se relajaron, aliviados del calor, al tiempo que los tres estirábamos las piernas bajo la mesa.
Michael se ubicó a mi lado y Doc lo hizo frente a los dos. Pedimos sendos refrescos de regaliz. Cuando llegaron, Michael dio cuenta del suyo en un abrir y cerrar de ojos, eructó y miró a su padre pidiéndole permiso para tomar otro. Doc asintió con expresión indulgente y la camarera trajo otro vaso alto de líquido marrón y blanco. Michael se lo bebió en un visto y no visto, eructó de nuevo y me sonrió como una amante saciada.
—Michael, tenemos que hablar de tu madre —anuncié.
—Bien —repuso.
—Háblame de los amigos de tu madre.
Michael torció el gesto.
—No tenía ninguno —dijo—. Era una furcia de bar.
Hice una mueca y Michael miró a Doc en busca de confirmación. Doc asintió, muy serio.
—¿Quién te ha dicho eso, Michael? —le pregunté.
—Nadie. No soy tonto. Ya sabía que tío Jim, tío George, tío Bob y tío tal y cual sólo eran ligues.
—¿Y amigas? ¿Tenía alguna?
—No, ninguna.
—¿Has oído hablar alguna vez de una mujer llamada Alma Jacobsen?
—No.
—¿Tu madre era amiga de los padres de algún amigo tuyo?
—No tengo ningún amigo —declaró el chico tras titubear por un instante.
—¿Ninguno en absoluto?
Michael se encogió de hombros.
—Los únicos que tengo son los libros que leo. Además de Minna.
Señaló al cachorro, atado a un poste de teléfono al otro lado de la cristalera del local.
Asimilé aquella información. Michael apoyó el hombro contra mí y contempló con añoranza mi refresco a medio terminar.
—Acábalo —le dije.
Lo hizo, de un trago.
Abrí otra línea de interrogatorio.
—Michael, tú estabas con tu padre cuando mataron a tu madre, ¿verdad?
—Sí. Estábamos jugando a patopelota.
—¿Qué es eso de la patopelota?
—Es un juego que consiste en atrapar la pelota. Si se te cae, tienes que ponerte de rodillas y graznar como un pato.
—Suena divertido —dije con una risa—. ¿Qué sentías por tu madre? ¿La querías?
Michael se sonrojó de pies a cabeza. Sus largos brazos flacos enrojecieron, igual que el cuello, y el rostro se le encendió hasta la raíz de los cabellos castaños, cortados a cepillo. Se puso a temblar y, de pronto, barrió la mesa con el brazo y arrojó al suelo todos los vasos y utensilios que había sobre ella. Se apartó de mí con un empujón y echó a correr en dirección a su cachorro de sabueso.
Doc me miró fijamente mientras una camarera alarmada recogía los restos de los vasos.
—¿Esto sucede a menudo? —inquirí.
—Mi hijo es un chico imprevisible —dijo Doc.
—Ha salido a su padre.
Era a la vez un desafío y un cumplido. Doc lo entendió así.
—En cierto modo. —Asintió.
—Creo que es un chico maravilloso —apunté.
—Yo, también. —Doc sonrió.
Dejé un billete de cinco dólares sobre la mesa. Nos levantamos y salimos. Michael estaba jugando con la perra. El animal tenía la trailla de cuero entre los dientes y estiraba, feliz, contra la fuerza de los brazos flacos de Michael. Doc lo llamó.
—Vamos, Coronel. Es hora de irnos a casa.
Michael y la perra nos precedieron corriendo al cruzar Western Avenue y se mantuvieron más de cuarenta metros por delante de nosotros mientras volvíamos hacia el oeste bajo el caluroso sol de la tarde. Doc y yo no cruzamos palabra. Pensé en el chico y me pregunté en qué estaría pensando Harris. Cuando llegamos al edificio de apartamentos de Beverly e Irving, le tendí la mano.
—Gracias por su colaboración, Doc —le dije.
—Ha sido un placer, Fred.
—Creo que ha sido usted de gran ayuda. En mi opinión ha demostrado, de forma concluyente, que la reclamación de esa señora Jacobsen es infundada.
—Ignoraba que Marcella tuviera una póliza con Prudential. Me sorprende que no me contase nada.
—La gente hace cosas sorprendentes.
—¿En qué año contrató la póliza?
—En el 51.
—Nos divorciamos en el 50.
Me encogí de hombros.
—Cosas más extrañas han sucedido.
—Muy cierto —dijo, y también se encogió de hombros. Luego, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó la tarjeta de visita que le había dado al llegar. Me la devolvió. La tinta estaba corrida. Meneó la cabeza y añadió—: Un hábil investigador de seguros como usted debería llevar a imprimir sus tarjetas a un sitio mejor.
Nos estrechamos la mano otra vez. Noté que empezaba a sonrojarme.
—Hasta otra, Doc —le dije.
—Vaya con cuidado, Fred —repuso.
Me dirigí al coche. Estaba a punto de abrir la puerta cuando, de pronto, Michael corrió hasta mí y me envolvió en un fuerte abrazo. Antes de que pudiera responder, me puso en la mano un pedazo de papel doblado y se marchó a toda prisa. Desplegué el papel. Sólo ponía: «Eres mi amigo.»
Volví a casa emocionado con el chico y perplejo con el padre. Tenía la extraña sensación de que Doc Harris se había dado cuenta de quién era yo y, de algún modo, se alegraba de mi intromisión. También tenía el presentimiento, igualmente extraño, de que estaba estableciéndose un vínculo entre Michael y yo.
Cuando llegué a casa, llamé a Reuben Ramos y le pedí unos favores. A regañadientes, hizo lo que le decía: buscó a Doc Harris en los archivos de Recepción e Inspección. Sin antecedentes policiales en California. Después, buscó las direcciones que había declarado Marcella Harris en ocasión de sus numerosas detenciones. En 1946, hacía nueve años, vivía en Sweetzer Norte, 618, Los Ángeles. En 1947 y 1948, la dirección era Terra Cotta, 17901, Pasadena. En 1949, Howard Street, 1811, Glendale. En la época de su última detención por ebriedad, 1950, vivía en Hibiscus Canyon, 9619, Sherman Oaks.
Tomé cuenta de todo y pasé largo rato contemplando la información antes de acostarme. Tuve un sueño agitado y desperté repetidas veces, esperando encontrarme la habitación poblada de fantasmas de mujeres asesinadas.
Al día siguiente, viernes, me dediqué a reconstruir el pasado de Marcella DeVries Harris. Primero fui a la umbrosa Sweetzer Avenue, una calle arbolada de Hollywood Oeste, y obtuve los resultados que esperaba: en el número 618, un edificio de apartamentos de estilo español, nadie recordaba a la enfermera pelirroja con su hijo, entonces un bebé. Pregunté a la gente del vecindario y sólo recibí negativas y miradas de perplejidad. Marcella, la desconocida.
En Terra Cotta Avenue, Pasadena, los resultados fueron idénticos. Marcella había alquilado una vivienda; su dueño me contó que el anterior propietario había muerto hacía un par de años. Los vecinos de los bloques contiguos no recordaban a Marcella ni a su hijito.
De Pasadena, me dirigí al cercano Glendale. Hacía calor y el aire estaba impregnado de humos. La casa de 1949 no me dio la menor oportunidad: recientemente habían demolido el conjunto de bungalós en que Marcella había vivido aquel año para construir en su lugar un moderno complejo de apartamentos.
Pregunté a un par de docenas de vecinos de Howard Street por «Marcella Harris, de treinta y tantos años, pelirroja y atractiva, enfermera, con un hijo de tres años». Nada. Marcella, el fantasma.
Tomé la autopista de Hollywood hasta Sherman Oaks. El empleado de una gasolinera próxima a la salida de la autopista me indicó la dirección de Hibiscus Canyon. Tardé cinco minutos en localizarlo; estaba disimulado en un callejón sin salida al final de una calle serpenteante llena, muy apropiadamente, de enormes matas de hibiscos. El número 9619 era un edificio de cuatro plantas, sólo accesibles por escaleras exteriores, en el estilo de un castillo moro en miniatura.
Aparqué y, mientras cruzaba la calzada hacia el 9619, me fijé en un cartel clavado en el jardín delantero de la casa de al lado. «En venta. Contactar con Janet Valupeyk, Inmobiliaria Valupeyk, Ventura Boulevard, 18369, Sherman Oaks.»
Janet Valupeyk era la ex amante de Eddie Engels. La mujer que Dudley Smith y yo habíamos interrogado en el 51 en relación con Engels. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me olvidé de Hibiscus Canyon, 9619, al instante y me dirigí, en cambio, a Ventura Boulevard.
Recordaba perfectamente a Janet Valupeyk. Cuando Smith y yo la habíamos interrogado, cuatro años atrás, estaba casi comatosa.
En el tiempo transcurrido, había cambiado; lo advertí en cuanto la miré a través de la cristalera del despacho de su inmobiliaria. Estaba sentada detrás de un escritorio de metal, cerca de la ventana, revolviendo unos papeles mientras fumaba un cigarrillo con aire de nerviosismo. Durante los cuatro años que habían pasado desde que la viera por última vez, había envejecido diez. Su rostro se había vuelto enjuto y su piel había adquirido un color blanco ceniciento. Mientras revisaba los papeles, un tic hacía que una de sus cejas no parara de moverse.
No vi a nadie más en la oficina, y me dispuse a entrar. Abrí una puerta de cristal y oí el sonido de unas campanillas. Janet Valupeyk casi dio un brinco en el asiento. Dejó la estilográfica y cogió el cigarrillo con dedos torpes.
Fingí que no había reparado en su reacción.
—¿Señorita Valupeyk? —pregunté inocentemente.
—Sí. ¡Oh, Dios, ese condenado timbre! No sé por qué lo puse. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Estoy interesado en la casa de Hibiscus Canyon.
Janet Valupeyk esbozó una mueca de crispación, apagó el cigarrillo y encendió otro inmediatamente.
—Es una propiedad espléndida —dijo—. Permítame que le enseñe los datos.
Se desplazó del escritorio a una fila de archivadores metálicos, abrió el cajón superior y revolvió los sobres con los documentos. Me uní a ella y observé que sus dedos nerviosos repasaban los expedientes ordenados por el nombre de la calle y, dentro de ellos, por números. Encontró Hibiscus Canyon y empezó a murmurar:
—9621,9621, ¿dónde diablos se ha metido el muy…?
Mi mirada estaba fija en los números de la calle, y cuando apareció el 9619 metí la mano en el archivador y saqué el expediente casi arrancándolo.
—¡Eh!, ¿qué diablos hace?
—¡Silencio —exclamé—, o llamo a los detectives de Narcóticos y se presentan aquí en un cuarto de hora!
Era un palo a ciegas, pero dio resultado: Janet Valupeyk se derrumbó en su asiento y hundió el rostro entre las manos.
Dejé que sollozara y repasé el expediente.
Los inquilinos aparecían registrados por orden cronológico, junto al alquiler que pagaban. La lista se remontaba hasta 1944, y mientras la repasaba sentí que la sangre se me agolpaba en la cabeza y se me nublaba la vista.
—¿Quién es usted? —preguntó Janet Valupeyk entre hipidos.
—¡Silencio! —repetí.
Finalmente, lo encontré. Marcella Harris había alquilado el apartamento 102 de Hibiscus Canyon, 9619, desde junio de 1950 hasta septiembre de 1951. Residía allí en la época en que Maggie Cadwallader había sido asesinada. Junto a la lista había unos comentarios escritos en letra minúscula: «Subarriendo al hermano de la señora Groberg, 2/7/51… (?)», y al lado una señal de visto bueno con tinta de diferente color y unas letras: «OK J.V.»
Dejé a un lado el expediente y me arrodillé junto a la temblorosa Janet Valupeyk. En tono apremiante, le pregunté:
—Janet, ¿quién le dijo que alquilara el apartamento a Marcella Harris?
Sacudió la cabeza con vehemencia. Levanté la mano para golpearla, pero me lo pensé mejor y, cogiéndola por los hombros, la sacudí.
—¡Hable, maldita sea —la apremié—, o llamo a la pasma!
Janet Valupeyk se puso a temblar.
—Eddie —balbuceó—. Eddie, Eddie, Eddie.
Su voz se hizo un susurro. La mía también lo era cuando insistí:
—¿Eddie, qué?
Janet me miró detenidamente por primera vez.
—Yo…, yo lo conozco a usted.
—¿Eddie, qué? —repetí a gritos, y de nuevo la sacudí por los hombros.
—Eddie Engels. Yo… lo conozco. Usted es…
—Pero usted rompió con él, ¿no?
—Eddie todavía me tenía. ¡Oh, Dios, todavía me tenía!
—¿Quién es la señora Groberg?
—No lo sé. No lo recuerdo…
—No me mienta, Janet. Marcella está muerta. ¿Quién la mató?
—No lo sé. ¡Usted es el que mató a Eddie!
—¡Silencio! ¿Quién es la señora Groberg?
—Vive en el 9619. Es una buena inquilina. No le haría daño a…
Me marché antes de que terminara. La dejé sollozando por su pasado, corrí a mi coche y me sumergí de cabeza en el mío.
Cinco minutos más tarde, aparqué en batería al fondo del callejón sin salida de Hibiscus Canyon. Bajé por la calle hasta la casa de apartamentos de estilo morisco, abrí la puerta de cristal emplomado y revisé los buzones del vestíbulo. La señora de John Groberg vivía en el número 419. Subí la escalera de dos en dos hasta el cuarto piso. Al otro lado de la puerta, oí el vocerío de un programa concurso en televisión. Llamé. No hubo respuesta. Volví a llamar, más fuerte en esta ocasión, y oí una queja contenida al tiempo que descendía el volumen del televisor.
—¿Quién es? —preguntó una voz malhumorada.
—Agente de policía, señora —respondí, imitando conscientemente a Jack Webb en Redada.
A mis palabras respondieron unas risillas. Un instante después la puerta se abrió de par en par y topé con la mirada de veneración de una oronda matrona. De inmediato pensé que la mujer debía de estar al día de los sucesos, y con este pensamiento empecé mi actuación.
Antes de que tuviera tiempo de preguntarme por mi inexistente placa, dije en tono de urgencia:
—Necesito su colaboración, señora.
La mujer jugueteó con la bata y con los rulos. Tenía poco menos de sesenta años.
—Sí…, sí, agente.
—Señora, una antigua inquilina de aquí fue asesinada recientemente. Quizá lo sepa, pues parece usted una persona que está al corriente de las noticias.
—Bueno, yo…
—Se llamaba Marcella Harris.
La mujer se llevó las manos al cuello. Estaba agitada, e incrementé su sensación de espanto:
—Exacto, señora Groberg. Murió estrangulada.
—¡Oh, no!
—Pues sí, señora.
—Bueno, yo…
—¿Puedo pasar, señora?
—¡Oh! Sí, claro, agente.
El apartamento era caluroso, recargado de muebles y abigarrado. Tomé asiento en el sofá próximo a la señora Groberg, me pareció lo mejor para ir rápidamente al asunto.
—Pobre Marcella —murmuró.
—En efecto, señora. ¿Usted la conocía bien?
—No. Para ser sincera, no me gustaba nada, en realidad. Creo que bebía. Pero su chiquillo era encantador, tan adorable…
Le brindé un rayo de esperanza:
—El chico está bien. Vive con su padre.
—¡Ah, doy gracias a Dios!
—Tengo entendido que Marcella le subarrendó el apartamento a su hermano, señora Groberg, en el verano del 51. ¿Usted se acuerda de eso?
—¡Claro que sí! —respondió la mujer, y se echó a reír—. Fue idea mía, ¡y vaya equivocación! Mi hermano Morton tenía problemas con la bebida, como Marcella. Vino de Omaha para entrar a trabajar en la Lockheed y dejar la botella. Le presté dinero para que viniera y para alquilar el apartamento, ¡pero encontró el licor de Marcella y se lo bebió todo! Estuvo dócil durante tres semanas.
—¿Cuánto tiempo tuvo Morton el apartamento?
—¡Dos meses! Se fue de parranda y terminó en el hospital. Yo…
—¿Marcella estuvo fuera tanto tiempo?
—Sí.
—¿Le contó adonde iba?
—No, pero, cuando volvió me dijo: «Nunca se regresa a casa.» Es el título de un libro, ¿verdad?
—Sí, señora. ¿Marcella había llevado consigo a su hijo?
—Pues…, pues no. No lo llevó con ella. Lo dejó con unos amigos. Recuerdo que hablé con el pequeño cuando Marcella volvió. No le gustó la gente con la que estuvo.
—Marcella se trasladó después de eso, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sabe adonde se marchó?
—No.
—Cuando regresó del viaje, ¿parecía preocupada?
—No sabría decirle. ¡Esa mujer era un misterio para mí! ¿Quién…, quién la mató, agente?
—No lo sé, pero voy a averiguarlo —respondí a modo de despedida.
Sin apenas controlar mi euforia, conduje con manos temblorosas hasta Hollywood por Cahuenga Pass. Encontré un teléfono público y llamé a Doc Harris. Respondió al tercer timbrazo:
—Hable —dijo—. El dinero es suyo.
—Doc, soy Fred Walker.
—Fred, ¿cómo está? ¿Qué tal el mundo de los seguros?
La falsa cordialidad de su tono de voz me indicó que Harris sabía que yo no trabajaba en seguros, pero que quería seguir el juego de todos modos.
—Regular. Es una mafia como cualquier otra. Escuche, ¿les apetecería a Michael y a usted salir a dar una vuelta mañana? Una salida al campo, a alguna parte. Iremos en mi coche. Tengo un descapotable.
Tras una pausa, Doc dijo:
—Desde luego que sí. ¿Por qué no pasa a recogernos a mediodía?
—Hasta entonces —dije, y colgué el auricular.
Me desplacé a Beverly Hills.
El despacho de Lorna se encontraba en un edificio alto, contiguo al teatro Stanley-Warner, en Wilshire, cerca de Beverly Drive. Aparqué calle abajo y anduve hasta la entrada. Antes, eché un vistazo en el aparcamiento trasero; temía que Lorna ya hubiera terminado la jornada, pero tuve suerte: el Packard del 50 seguía en su sitio. Eran las seis y media pero Lorna, tan trabajadora, aún estaba en su puesto.
El cielo estaba poniéndose dorado y la gente ya empezaba a hacer cola para asistir a la primera sesión de tarde de The Country Girl. Esperé una hora junto a la entrada del aparcamiento, hasta que el cielo tomó un color cobre bruñido y Lorna dobló la esquina de Canon Drive, siempre pegada a la fachada del edificio con la punta de su contundente bastón de madera en el ángulo que formaban la pared y la acera.
Cuando la vi, noté que me atenazaba el mismo temblor de siempre. Avanzó hacia mí con la cabeza gacha, abstraída. Antes de que alzara la cabeza y advirtiera mi presencia, guardé en la memoria la expresión de su rostro, su postura encogida y su vestido veraniego azul claro. Cuando por fin alzó la vista fue como si tuviera ante ella al Freddy Underhill enamorado de otro tiempo: la expresión de su rostro se suavizó hasta que cayó en la cuenta de que estábamos en 1955 y no en 1951, y de que unos muros muy altos se habían levantado entre nosotros desde entonces.
—Hola, Lor —la salude.
—Hola, Freddy —respondió fríamente. Con gestos rígidos, suspiró y se apoyó contra el mármol del edificio—. ¿Por qué, Freddy? Todo terminó.
—No, Lor, nada terminó.
—No voy a discutir contigo.
—Estás muy guapa.
—No es verdad. Ya tengo treinta y cinco y empiezo a engordar. Y sólo han pasado cuatro meses.
—Toda una vida.
—No me digas eso, Freddy. No eres sincero y no me importa lo que digas. ¡No me importa! ¿Lo oyes?
Dio un paso atrás y estuvo a punto de trastabillar. Tendí el brazo para sostenerla, y ella hizo un torpe intento de hincarme la punta del bastón.
—No, maldita sea —masculló—. No dejaré que me encandiles otra vez. No permitiré que hagas daño a mis amigos y no volveré a aceptarte.
Entró renqueando en el aparcamiento. Permanecí donde estaba, preguntándome si me creería, si me tomaría por loco o si le importaba algo, quizá.
Dejé que anduviera hasta el coche. La observé mientras buscaba las llaves en el bolso y, entonces, eché a correr y se las arrebaté de la mano cuando se disponía a abrir la puerta. Intentó resistirse, pero pronto desistió. Con una sonrisa de paciencia, apoyó el peso del cuerpo sobre el bastón.
—Nunca escuchabas, Freddy.
—Escuchaba más de lo que imaginas —puntualicé.
—De eso, nada. Oías lo que querías oír. Pero me convenciste de que escuchabas lo que te decía. Eras un buen actor.
No se me ocurrió réplica alguna, ni súplica, ni protesta, de forma que, retrocediendo unos pasos para obtener cierta objetividad, le dije:
—Vuelve a estar en marcha. He relacionado a Eddie
Engels con una mujer a la que han asesinado recientemente. Voy a revisarlo, me cueste lo que me cueste. Tal vez, cuando todo haya terminado, podamos estar juntos de nuevo.
Lorna se quedó absolutamente quieta.
—Estás loco —me dijo.
—Aún tenemos una asignatura pendiente, Lor. Quizá consigamos un poco de paz cuando termine.
—Estás loco.
—Lorna…
—No. No podremos estar juntos nunca más. Y no por lo que sucedió hace cuatro años. No podemos estar juntos porque eres lo que eres. No, no me toques ni intentes encandilarme con tu labia. Voy a subirme al coche y, como intentes detenerme, haré que lamentes haberme conocido.
Le devolví las llaves del coche.
Su mano temblaba cuando las cogió. Subió al coche, puso el motor en marcha y se alejó, escupiendo gases de escape contra mis perneras.
—Nada se acaba nunca, Lorna —dije, pero ni yo mismo estaba seguro de que así fuese.
Nos dirigimos al este por la autopista de San Bernardino con la capota bajada, alejándonos de las calurosas calles de Los Ángeles, bañadas por un sol cegador, cruzando una sucesión de barriadas de clase obrera conectadas a través de un terreno que iba desde llanuras de arena desértica a bosques de pinos. Yo iba al volante, Michael estaba a mi lado y Doc venía repantigado en el asiento trasero, con las largas piernas apoyadas en el quicio de la puerta del acompañante, donde Michael rodeaba sus tobillos con un brazo protector y marcaba el ritmo de un boogie-woogie que interpretaba una gran orquesta en la radio.
El aire que nos acariciaba se hizo más cálido y enrarecido conforme ascendimos las carreteras serpenteantes rodeadas de bosques de abetos. Nuestro destino teórico era el lago Arrowhead, pero a ninguno de los tres parecía importarle si, finalmente, llegábamos allí o no. Avanzábamos en silencio. Doc y yo sabíamos que el otro sabía, pero ¿qué sabía? Y los dos éramos reacios a profundizar en ello, por el momento. Michael, por su parte, estiraba el largo pescuezo por encima del parabrisas, recibía de pleno las ráfagas de viento veraniego y las engullía como si fueran combustible para la que, estaba seguro, tenía que ser una imaginación brillante.
El lago apareció ante nosotros de repente, al final de una carretera de acceso salpicada de matojos. Era una extensión de agua de un azul claro que brillaba tenuemente, como un espejismo producto del calor, salpicada de barcas a remo y de bañistas. Detuve el coche en la cuneta y me volví hacia mis acompañantes.
—Bueno —dije—, ¿aquí o seguimos un poco?
—¡Seguimos! —exclamaron al unísono. Aceleré, pues, bordeando aquel oasis azul, y tomé por un camino serpenteante que discurría por pequeñas sierras que parecían apiladas las unas encima de las otras.
Pronto, sin embargo, mi mente empezó a centrarse. Estábamos varios kilómetros lejos de Los Ángeles y tenía trabajo que hacer. Empecé a impacientarme y a mirar alrededor en busca de un lugar tranquilo y umbrío en el que detenernos a tomar el almuerzo que había preparado. Casi como en respuesta a mi inquietud, el rótulo apareció en la distancia: «Parque de animales y área de descanso Jumbo’s.» Parecía el decorado de una película del Oeste: una única calle de edificios desvencijados de madera de dos plantas y, detrás, una pequeña zona arbolada llena de mesas de picnic. Un rótulo en la entrada, desgastado por las inclemencias del clima, proclamaba: «¡Navidad en verano! ¡Vea el reno de Santa Claus en Jumbo’s!»
Le di un leve codazo a Michael al tiempo que me detenía en la zona de aparcamiento.
—¿Tú crees en Santa Claus, Mike?
—No le gusta que lo llamen Mike —apuntó Doc.
—No me importa —replicó Michael—, pero Santa Claus me la trae floja.
Se rió de su comentario, y yo reí con él.
—Un muchacho descarado —intervino Doc agudamente desde el asiento trasero.
—¿Como su padre?
—Casi idéntico a su padre. Al menos en algunos aspectos. Supongo que ése es nuestro destino, ¿no?
—Votemos. ¿Mike?
—¡Sí!
—¿Doc?
—¿Por qué no?
Saqué del maletero una gran bolsa de papel llena de bocadillos y un enorme termo de té helado y paseamos por el pueblo. Yo estaba en lo cierto: las fachadas de los edificios eran decorados de cine: la cárcel de Dodge City, el almacén general Miller’s, el saloon de Diamond Jim, el local de baile Forty-niners… Pero seguían intactos los tejados; las fachadas habían sido arrancadas y sustituidas por barrotes, tras los cuales reposaba un surtido de animales salvajes flacuchos y enfermizos. La cárcel de Dodge City contenía un par de leones en los huesos.
—El rey de las fieras —murmuró Doc.
—Yo soy el rey de las bestias —apuntó Michael, que caminaba a mi lado unos pasos por delante de su padre.
El saloon acogía a un elefante abotargado que yacía, comatoso, sobre un suelo de cemento cubierto de heces.
—Se parece a cierto republicano que yo me sé —comenté.
—¡Cuidado! —saltó Michael—. Papá es republicano y no tolera las bromas.
Michael soltó unas risillas y se apoyó contra mí. Le pasé el brazo por los hombros y lo estreché con fuerza.
Nuestra última parada antes de la zona de picnic fue en la «Casa de Fiestas y Club Social de Diamond Lil» (sin duda, un eufemismo de película de serie B para referirse a un prostíbulo). Diamond Lil y sus chicas no estaban en casa. En su lugar había unos mandriles de caras rosadas, feos y charlatanes.
Michael se apartó de mí y empezó a temblar como había hecho en el drive-in un par de días antes. Recogió del suelo grandes puñados de tierra y los arrojó con fuerza a los monos.
—¡Malditos puercos borrachos! —exclamó—. ¡Guarros, asquerosos, malditos borrachos de mierda!
Soltó otra tanda de insultos y empezó a chillar de nuevo, esta vez sin palabras. Los gritos de los animales enjaulados se alzaron en un galimatías cacofónico.
Michael se había agachado para coger otro puñado de tierra cuando lo así por los hombros. Mientras se debatía por soltarse, oí que Doc le decía suavemente:
—Tranquilo, Michael, no pasa nada, tranquilo…
El chico me hundió un codo huesudo en la boca del estómago. Lo solté y escapó, veloz como un antílope, en dirección a la zona de descanso. Le di una buena ventaja y lo seguí. El chico era rápido, y comprendí que, en aquel estado, seguiría corriendo hasta que cayera agotado al suelo.
Cruzamos la zona arbolada en dirección a un cañón en miniatura, salpicado de pinos. De repente, no quedó espacio por el que correr. Michael se dejó caer al pie de un pino de gran tamaño y rodeó el tronco enérgicamente con sus delgaduchos brazos, hincado de rodillas y con un balanceo. Cuando llegué hasta él, oí que dejaba escapar un gemido ronco. Me arrodillé a su lado y, con cierta vacilación, posé una mano en su hombro y dejé que llorase hasta que se soltó del árbol y me rodeó con sus brazos.
—¿Qué sucede, Michael? —le pregunté suavemente, mientras le revolvía el pelo—. ¿De qué se trata?
—Llámame Mike —dijo entre sollozos—. No quiero que me llamen Michael nunca más.
—¿Quién mató a tu madre, Mike?
—¡No lo sé!
—¿Has oído hablar de alguien llamado Eddie Engels?
Mike negó con la cabeza y enterró ésta aún más en mi pecho.
—¿Y de Margaret Cadwallader?
—No.
—Mike, ¿recuerdas cuando vivías en Hibiscus Canyon, cuando tenías cinco años?
Alzó la cabeza y me miró.
—Pues…, sí —respondió.
—¿Recuerdas el viaje que hizo tu madre mientras vivíais allí?
—¡Sí!
—No grites. ¿Sabes adonde fue?
—No.
Lo ayudé a incorporarse y pasé el brazo en torno a sus hombros.
—¿No sería a Wisconsin? —inquirí.
—Creo que sí. Volvió con ese queso pegajoso y con ese chucrut maloliente. ¡Jodidos alemanes cabrones!
El chico tenía la cabeza gacha, y se la levanté tomándolo por la barbilla.
—¿Con quién estuviste mientras ella estaba fuera?
Mike volvió la cara y clavó la mirada en el suelo.
—Dímelo, Mike —insistí.
—Estuve con esos tipos con los que mamá solía andar.
—¿Te trataron bien?
—Sí. Le daban al juego y a la bebida. Se portaron bien conmigo, pero…
—Pero ¿qué, Mike?
—¡Me trataban bien porque querían follar con Marcella! —respondió él a voz en cuello. Las lágrimas habían cesado y su cara de odio lo envejecía diez años.
»No lo sé… Tío Claude, tío Pelmazo, tío Jodido… ¡Yo qué sé!
—¿Recuerdas la dirección donde vivías?
—Sí que la recuerdo: Scenic Avenue, 6481. Era cerca de Franklin y Gower. Papá decía…
—¿Qué decía, Mike?
—Decía que…, que iba a joder a todos esos novios de Marcella. Yo le decía que me habían tratado bien, pero él insistía. ¿Fred?
—¿Sí?
—Anoche papá estuvo contándome cosas. Me contó la historia del tipo que antes era policía. ¿Tú eras policía, antes?
—Sí. ¿Qué…?
—Michael, Fred, ¿dónde diablos estáis?
Era la voz de Doc, y sonaba muy próxima. Un segundo después, lo vi. Michael se alejó de mí cuando apareció su padre.
Harris se acercó a nosotros. Cuando vi su rostro más de cerca, advertí que había desaparecido de su expresión toda pretensión. Sus facciones eran una máscara de aborrecimiento; los rasgos duros y atractivos de su rostro estaban retraídos hasta el punto de que cada plano encajaba perfectamente en un cuadro general de absoluta frialdad.
—Creo que deberíamos volver a Los Ángeles —dijo.
Nadie pronunció una palabra mientras regresábamos por un laberinto de autovías y calles. Mike iba sentado atrás y Doc ocupaba el asiento contiguo al mío, con los ojos absolutamente fijos al frente durante las dos horas del viaje.
Cuando al fin llegamos a la casa, dio la impresión de que los tres respirábamos por primera vez. Fue entonces cuando percibí aquel olor acre y penetrante que invadía el coche incluso con la capota bajada. Era el olor del miedo.
Michael se apeó de un salto y corrió a su patio trasero de cemento sin decir palabra. Doc se volvió hacia mí.
—¿Y ahora qué, Underhill? —dijo.
—No lo sé. Me marcho de la ciudad una temporada.
—¿Y luego?
—Luego, volveré.
Harris se apeó del coche y me miró. Comenzaba a esbozar una sonrisa, pero se lo impedí.
—Harris, si le hace daño al chico, lo mato —le advertí. Luego, aceleré el coche en dirección a Hollywood.
Scenic Avenue era una calle secundaria a casi dos kilómetros de Hollywood Boulevard. El número 6481 correspondía a una casita de piedra con un pequeño jardín de zarzas rodeado por una valla blanca de madera. Estaba desierta, como yo esperaba; todos los cristales de la fachada estaban rotos y la débil puerta delantera de madera se hallaba medio hundida.
Doblé la esquina del edificio. El jardín trasero era como el delantero: la misma valla y los mismos hierbajos. Junto a la valla encontré una caja de circuitos sujeta a un poste de teléfonos, e introduje una astilla de madera de buen tamaño bajo la bisagra hasta reventarla. Probé con los interruptores durante cinco minutos hasta que el interior en penumbra de la casa se iluminó como si fuera de día.
Crucé con decisión el porche de madera y la puerta trasera. Después, recorrí despacio toda la casa, saboreando cada matiz del mal que percibía en ella.
Se trataba de una casa normal para una sola familia, desprovista de muebles, de la mínima señal de que estuviese habitada y aun de los vagabundos alcohólicos que solían ocupar lugares como ése. Sin embargo, en sus estancias permanecía vivo un halo inexplicable de enfermedad y terror que impregnaba cada pared, cada tabla del suelo y cada rincón invadido de telarañas.
En el suelo de tablones de roble del dormitorio, al lado de un colchón, descubrí una gran mancha de sangre seca. Podía haber sido cualquier cosa, pero de inmediato supe de qué se trataba. Di la vuelta al colchón. El fondo estaba empapado de una sustancia de color marrón.
También descubrí manchas, que enseguida identifiqué como de sangre seca, en la bañera, en el armario del salón y en las paredes del comedor. Por alguna razón, cada señal de la carnicería hacía que aumentase mi sensación de calma. Así fue hasta que entré en el cuchitril anexo a la cocina y vi la cuna, sus barras salpicadas de sangre, el colchoncito empapado y el osito de peluche que yacía muerto sobre él, con las tripas de algodón desparramadas y embadurnadas de sangre de otros tiempos alzándose para agarrarme.
Cuando salí, sabía que aquélla era la comunión de los muertos de la que Wacky Walker había escrito tantos años antes.