17

Los periódicos dieron las primeras noticias del caso sin mostrarse muy interesados, de forma un tanto rutinaria. «Sólo se trata de un asesinato más», parecían decir.

ENFERMERA ENCONTRADA MUERTA EN EL MONTE

Una atractiva madre divorciada aparece estrangulada

Una patrulla de chicos exploradores y su monitor encontraron el cuerpo.

EL MONTE, 22 DE JUNIO. Un grupo de exploradores y su monitor fueron los protagonistas de un hallazgo espeluznante el domingo por la mañana mientras regresaban de una acampada nocturna en las montañas de San Gabriel. Cuando pasaban por delante del Instituto Arroyo en la carretera de South Peck, Danny Johnson, de 12 años de edad, vio un brazo que sobresalía de una hilera de plantas que bordea la valla sur del instituto. Avisó a su monitor, James Pleshette, de 28 años y natural de Sierra Madre. Pleshette fue a investigar, descubrió el cadáver de una mujer desnuda y llamó de inmediato a la policía de El Monte.

Descripción de la víctima

La policía se presentó en la escena del crimen y divulgó enseguida una descripción de la mujer a todas las emisoras de radio y de televisión de Los Ángeles. La respuesta a este comunicado fue satisfactoriamente rápida. La señora Gaylord Wilder, domiciliada en El Monte, pensó que la descripción de la mujer coincidía con su inquilina, la señora Marcella Harris, de quien no se sabía nada desde el viernes por la noche. La señora Wilder fue acompañada al depósito de cadáveres, donde identificó el cuerpo de la señora Harris.

Una buena madre

Al ver el cadáver, la señora Harris se echó a llorar. «¡Oh, Dios mío, qué tragedia!», dijo. «Marcella era tan buena mujer… Era una madre excelente, entregada a su hijo.» La señora Harris, de 43 años, se había divorciado de su marido, William Harris, alias Doc, hacía unos años. Tenían un hijo de nueve años, que estaba pasando el fin de semana con su padre. Cuando se le notificó la muerte, Harris, que ha sido descartado como sospechoso, declaró: «Estoy convencido de que la policía encontrará muy pronto al asesino de mi ex esposa.» Aturdido, Michael, de nueve años, vive ahora con su padre en Los Ángeles. La señora Harris trabajaba como jefa de enfermeras en la fábrica de aparatos electrónicos Packard-Bell de Santa Mónica. Tanto el Departamento de Policía de El Monte como la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles han iniciado una investigación a gran escala.

Me senté y pensé, presa de una extraña calma, aunque al dejar el periódico experimenté una especie de hormigueo en todo el cuerpo. Había pasado demasiado tiempo desde los hechos, me dije, era una forma de asesinato demasiado prosaica. Se trataba, estrictamente de una conclusión errónea. No quería ser víctima de otra falacia lógica.

Necesitaba estadísticas, y la única persona que podía dármelas era un empleado de la asesoría jurídica de la empresa de Lorna, un tipo cuya pasión eran los crímenes. La recepcionista reconoció mi voz y se mostró antipática, pero me pasó la comunicación. Tras varios minutos de conversación afable, le solté mi pregunta:

—Bob, ¿cuáles son las estadísticas de los casos de mujeres estranguladas y en los que el asesino no es amigo íntimo de la víctima?

—Son los casos más comunes —respondió Bob sin pensarlo un instante—, aunque, por lo general, detienen al asesino enseguida. Se trata de peleas de bares, borrachos que estrangulan prostitutas, esa clase de cosas. A menudo, el asesino tiene remordimientos, confiesa y se declara culpable. ¿Es ésta una pregunta convencional, Fred?

—Sí, estrictamente. ¿Y qué sabes de los estrangulamientos premeditados?

—¿Incluidos los de los psicópatas?

—No, dando por supuesto que el asesino está relativamente en sus cabales.

—Relativamente en sus cabales, ésta es nueva. Pues esos casos son muy raros, chico. ¿A qué viene todo esto?

—Viene a que soy un ex policía que dispone de tiempo libre. Muchas gracias, Bob. Adiós.

Esa noche vi la tele, pero el seguimiento de la noticia por parte de la televisión fue escaso. Mostraron una foto de la muerta, tomada hacía unos veinte años, en su graduación en la escuela de enfermeras. Marcella Harris había sido una mujer muy atractiva, con unos pómulos altos y prominentes, unos ojos grandes y separados y una boca que reflejaba firmeza y resolución.

Con voz lúgubre, el comentarista hacía un llamamiento a todos los ciudadanos «que tal vez pudieran ayudar a la policía» y los instaba a ponerse en contacto con la brigada de detectives de la Oficina del Sheriff del condado de Los Ángeles. Durante breves instantes, en la parte inferior de la pantalla apareció un número sobreimpreso, antes de que el locutor siguiera adelante con el anuncio de una empresa de venta de coches de segunda mano. Apagué el televisor.

Empecé a recopilar todos los artículos de prensa que encontraba sobre el asesinato. El martes, la muerte de Harris ya había quedado relegada a la tercera página. Del Times de Los Ángeles, 24 de junio de 1955:

RECONSTRUIDAS LAS ÚLTIMAS HORAS DE LA VIDA DE LA ENFERMERA MUERTA

Los Ángeles, 24 de junio. Marcella Harris, que la mañana del domingo apareció estrangulada en El Monte, fue vista con vida por última vez en una coctelería del cercano Valley Boulevard en El Monte Sur, entre las 20.00 y las 23.30 horas del sábado por la noche. Se marchó sola del local, pero fue vista en íntima conversación con un hombre moreno de unos cuarenta años y una mujer rubia que no debía de llegar a los treinta. Los dibujantes de la policía trabajan en la confección de unos retratos robot de la pareja, hasta el momento, son los únicos sospechosos en el espeluznante caso de estrangulación.

El padre y el hijo, juntos

«Estoy seguro de que a Michael siempre le quedarán secuelas de esto —declaró ayer William Doc Harris, un atractivo hombre de unos cincuenta y cinco años—. Pero sé que puedo suplir el amor que ha perdido con la muerte de su madre.» Harris acarició con cariño el cabello de su hijo de nueve años. Michael, un chico alto y con gafas, dijo: «Lo único que espero es que la policía atrape al tipo que mató a mamá.»

En el apartamento de los Harris en Beverly Boulevard se respiraba serenidad y también tristeza. Tristeza porque la policía no sabe cómo afrontar el dolor de un niño de nueve años que ha quedado huérfano de madre. El sargento A. D. Wisenhunt, portavoz de la policía de El Monte, ha dicho: «Estamos haciendo todo lo posible para encontrar al asesino. No sabemos dónde asesinaron a la señora Harris, pero suponemos que tuvo que ser en la zona de El Monte. El forense sitúa la muerte entre las dos y las cinco de la mañana, y el cadáver fue hallado a las siete y media. Tenemos detectives y agentes mostrando los retratos robot de las dos personas con las que la señora Harris fue vista por última vez. Hay que tener paciencia, este caso sólo logrará resolverse con un diligente trabajo policial.»

Una parte de mí me decía que debía de estar loco por seguir los artículos de aquel caso en la prensa, pero otra parte gritaba cada vez que la palabra «coctelería» saltaba a mis ojos desde la página impresa. Dudé, vacilé y me machaqué por dentro durante unas cuantas horas, hasta que advertí que no tendría ni un instante de paz si no me ponía en marcha. Entonces, agarré el teléfono y llamé al sargento Reuben Ramos, de la comisaría de Rampart.

—Reuben, soy Fred Underhill.

—¡Por todos los santos! ¿Dónde demonios has estado?

—Fuera.

—Eso seguro, tío. Dios mío, ¿te jodieron en serio? ¿Qué ocurrió? He oído montones de rumores, pero todo me sonaba falso.

Suspiré. No había contado con tener que recordarle el pasado a un antiguo colega.

—Detuve a un tipo que no era, Rube, y el Departamento se vio obligado a dejarme muy mal para verse libre de responsabilidades. Eso es todo.

—Vamos a dejarlo así, tío —replicó Reuben, escéptico. Era obvio que no se lo había creído—. Y ahora, ¿qué pasa? Necesitas que te haga un favor, ¿verdad?

—Exacto. Quiero que compruebes por mí unos datos en Recepción e Inspección.

—¿Estás haciendo algún trabajo de aficionado? —preguntó Reuben tras un suspiro.

—Más o menos. ¿Preparado?

—Dispara.

—Marcella Harris, mujer blanca, cuarenta y tres años.

—Es la estrangulada de…

—Sí —lo interrumpí—. ¿Puedes hacer esas comprobaciones y llamarme en cuanto sepas algo?

—Estás como una cabra, joder —dijo Reuben antes de colgar.

El teléfono sonó a los tres cuartos de hora, y levanté el auricular al primer timbrazo.

—¿Fred? Aquí Reuben. Coge un lápiz.

—Ya lo tengo. Canta, Rube.

—Bien, Marcella Harris, nombre de soltera DeVries. Nacida en Tunnel City, Wisconsin, el 15 de abril de 1912. Cabellos rojos y ojos verdes. Uno sesenta y nueve de estatura, sesenta y cinco kilos de peso. Enfermera, sirvió en la Marina de Estados Unidos entre 1941 y 1946, licenciada como teniente del cuerpo auxiliar femenino. Impresionante, ¿verdad? Ahora, fíjate en esto: arrestada en el 48 por posesión de marihuana. Puesta en libertad sin cargos. Arrestada en el 50, sospechosa de ser receptora de bienes robados. Puesta en libertad sin cargos. Arrestada por ebriedad dos veces en el 46, una vez en el 47, tres veces en el 48, una en el 49 y una en el 50. Bonito, ¿eh?

—Sí —respondí tras soltar un silbido—. Interesante.

—¿Y qué piensas hacer con esta información, tío?

—No lo sé, Rube.

—Ve con cuidado, Fred. Es lo único que voy a decirte. Una mujer aparece estrangulada en El Monte y bueno… Freddy, no tiene nada que ver con la otra, tío. Esa historia está muerta.

—Probablemente.

—Ve con cuidado. Ya no eres policía.

—Gracias, Rube —dije antes de colgar.

A la mañana siguiente, me levanté temprano, me puse un traje de verano y me dirigí a El Monte por la autopista de Santa Mónica y luego la de Pomona, hacia el este.

Dejé atrás la mortaja de contaminación que envolvía L.A., pasé por las míseras y pintorescas Boyle Heights y por una sucesión de espantosos suburbios empobrecidos, y sentí que mi impaciencia crecía conforme dejaba atrás cada nueva comunidad, producto de la explosión demográfica de posguerra. Para mí, se trataba de un territorio totalmente nuevo que, si bien se hallaba en los confines del condado de Los Ángeles, parecía otro mundo. Las calles de viviendas que vislumbré desde mi elevado punto privilegiado tenían un aspecto taciturno en su uniformidad y reflejaban el gran estallido de decepción y malestar que había seguido a la contienda.

El Monte estaba encajonado en medio del valle de San Gabriel, rodeado de autopistas por todas partes. Las montañas de San Gabriel, envueltas en la niebla, bordeaban el límite norte.

Tomé la salida de Valley Boulevard y me dirigí hacia el oeste hasta encontrar el Hank’s Hot Spot, al que los periódicos calificaban de «simpático abrevadero». No tenía aspecto de serlo; en realidad, parecía lo que probablemente fuera: un centro de reunión de borrachos solitarios.

Aparqué junto al bordillo. Eran las ocho y media de la mañana y el local ya estaba abierto. Aquello resultaba alentador. Encajaba a la perfección en el escenario que mi mente había diseñado: Maggie Cadwallader y Marcella Harris, borrachas solitarias. Deseché la idea. «No pienses, Underhill —me dije mientras cerraba el coche—, o lo que seguramente no es más que una coincidencia acabará por devorarte.»

Mientras tomaba asiento ante la estrecha barra de falsa madera, me apresuré a inventar una historia que me sirviera de tapadera. El local se encontraba vacío, y un solitario camarero que cuando entré estaba secando vasos se acercó a mí con cautela. Dejó el paño sobre la barra y me saludó con un movimiento de la cabeza.

—Una cerveza de barril —dije.

Asintió y me la sirvió. Le di un sorbo. Tenía un sabor amargo. Yo no estaba para beber tan temprano por la mañana. Decidí no perder el tiempo con trivialidades y fui directo al grano.

—Soy periodista —dije—. Escribo sobre crímenes desde el punto de vista de su interés humano. Hay veinte dólares de recompensa para todo aquel que me de información confidencial interesante sobre esa tal Marcella Harris que fue estrangulada el pasado fin de semana. —Abrí la cartera, llena de billetes de veinte, y los desplegué en forma de abanico ante los ojos del camarero, que quedó impresionado—. Información confidencial y verídica, quiero decir —añadí, enarcando las cejas—. Esas habladurías de bar que hacen tan interesante el estar detrás de una barra.

El hombre tragó saliva con dificultad y dijo en tono vacilante:

—Ya le he contado a la policía todo lo que sé sobre esa noche.

—Repítalo para mí —pedí, al tiempo que sacaba un billete de veinte y lo ocultaba debajo de la servilleta.

—Bueno —comenzó el camarero—, esa noche, esa tal Harris llegó sobre las siete y media. Pidió un Early Times doble, sin hielo. Se lo bebió prácticamente de un trago. Pidió otro y se quedó junto a la barra, sola. Puso algunas canciones en la máquina de discos y hacia las ocho y media llegaron ese tipo de aspecto seboso y la rubia de la cola de caballo. Entablaron conversación con la Harris y los tres se sentaron en un reservado. El tipo bebió vino tinto y la rubia Seven-Up. La tal Harris se marchó antes que ellos, sobre las once. El tipo seboso y la rubia de la coleta se marcharon hacia medianoche. Eso es todo.

Tiré del billete para que asomara unos centímetros por debajo de la servilleta.

—En su opinión, ¿Marcella Harris ya conocía a esos dos o acababa de conocerlos?

—La poli me preguntó lo mismo, y no lo sé —respondió el hombre, sacudiendo la cabeza.

—¿Marcella Harris era cliente habitual de este local? —inquirí, llevando la conversación hacia otros derroteros.

—En realidad, no. Venía muy de vez en cuando.

—¿Era una mujer fácil? ¿Se había marchado del bar con muchos hombres distintos?

—Que yo sepa, no.

—Bien. ¿Era habladora?

—Realmente, no.

—¿Había hablado con ella alguna vez largo y tendido?

—Quizás un par de veces, no lo sé con seguridad.

—¿Y de qué hablaron?

—De nada importante, conversaciones triviales.

—Aparte de eso.

—Bueno…, una vez me preguntó si tenía hijos. Le dije que sí. Me preguntó si me causaban problemas y respondí que los normales. Entonces empezó a contarme cosas de su hijo, que no sabía cómo tratarlo, que había leído un montón de libros y seguía sin saber qué hacer.

—¿Qué problemas le causaba su hijo?

El camarero volvió a tragar saliva y pareció algo confuso.

—Oh, señor, venga ya…

—Venga ya, usted. Hable. —Le metí el billete de veinte dólares en el bolsillo de la camisa.

—Bueno —dijo—, me contó que su hijo se metía en peleas y que hablaba de porquerías y que…, y que se exhibía ante los otros chicos.

—¿De veras?

—Sí.

—¿Le habló a la policía de esto?

—No.

—¿Por qué?

—Porque nadie me lo preguntó.

—Una buena razón —admití. Le di las gracias y regresé a mi coche.

Repasé los recortes de prensa que había recopilado y encontré la dirección de Marcella Harris en el Mirror del lunes: Maple Avenue, 467, El Monte. Llegar hasta allí sólo me tomó cinco minutos.

Contemplé El Monte mientras conducía. Las calles estaban sin asfaltar y las viviendas que daban a ellas eran unos feos edificios cúbicos de apartamentos que alternaban con granjas de cultivo y desguaces de coches, residuos de unos tiempos no tan lejanos en los que la zona aún era campo abierto.

Aparqué en la loma sin asfaltar de la esquina de Claymore y Maple. El número 467 estaba justo en la esquina, enfrente del lugar donde había aparcado. En un patio delimitado por un muro de piedra de más de un metro de alto había dos casas pequeñas. Ambas se veían bien cuidadas, y por el lugar correteaba un cachorro de sabueso.

No quería abordar a la casera ya que, probablemente, la policía la había interrogado hasta la saciedad acerca de su inquilina, por lo que me quedé sentado en el coche, pensando. Finalmente, tuve una idea. Saqué mi portafolios del maletero y eché a andar. El curso escolar había terminado y los niños que jugaban en los patios se veían contentos gozando de aquella libertad estival. Me acerqué caminando por Maple y los saludé con la mano. Me miraron con cierta suspicacia; resultaba obvio que mi traje de verano de color claro no era un atuendo habitual en El Monte.

Maple terminaba unos cien metros más adelante, en un callejón sin salida donde los niños estaban jugando un partido de softball. Era probable que conocieran al hijo de Marcella Harris, por lo que decidí preguntarles.

—Hola, colegas —dije.

Cuándo me adentré en aquel improvisado campo de juego, los chicos se detuvieron de repente. A las miradas suspicaces se unieron miradas hostiles y miradas de curiosidad. Eran seis en total, y todos llevaban camiseta blanca y vaqueros. Uno de ellos, que se hallaba junto a la base meta, lanzó la pelota a la primera base. Dejé caer el portafolios, corrí y di un audaz salto para coger la pelota. Fingí que se me escapaba y caí al suelo. Para ponerme en pie, monté un auténtico número. Los chavales me rodearon y yo me sacudí el polvo de los pantalones.

—Creo que no soy Ted Williams, colegas —dije—. Debo de estar haciéndome viejo. Antes era un jardinero de primera.

—Ese intento fue excelente, señor —comentó uno de los chavales, sonriendo.

—Gracias —repuse—. Dios, qué calor hace aquí y cuánto polvo que hay… ¿Nunca vais a la playa, chicos?

—No, pero tenemos la piscina municipal.

Los chavales empezaron a hablar todos a la vez.

—La playa queda muy lejos y está llena de latas de cerveza.

—Mi padre nos llevó una vez.

—Jugamos a béisbol.

—Voy a ser tan buen lanzador como Bob Lemon.

—¿Quiere ver uno de mis lanzamientos?

—¡Eh, callad un momento! ¿Y qué hay de los chicos exploradores? ¿Alguno de vosotros sale de excursión con ellos?

Mi pregunta fue acogida con silencio y cabezas gachas. Estaba claro que había puesto el dedo en la llaga.

—¿Qué os pasa, colegas?

—No, nada —respondió el base, que era un muchacho muy alto—, pero mi madre la ha tomado con nuestro grupo por algo que ni siquiera fue culpa nuestra.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Qué mala pata! —intervinieron los otros chicos.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté con aire inocente.

—Bueno —respondió un chico alto—, nuestra patrulla fue la que encontró a esa mujer muerta.

Lancé al aire la gastada pelota de softball y volví a cogerla.

—Qué lástima. ¿Os referís a la señora Harris?

—Sí —contestaron todos a coro.

Decidí proceder con cautela, aunque sabía que los chicos querían hablar.

—La señora Harris vivía en esta calle, ¿verdad?

—Sí —dijeron—. Oh, tenía que haberla visto, señor. Toda desnuda. Fue realmente repugnante. Sí, qué asco.

Lancé la pelota al chico que estaba más callado.

—¿Alguno de vosotros conocía a la señora Harris?

Se produjo un embarazoso silencio.

—Mi mamá me ha dicho que no hable con desconocidos —respondió el chico más callado.

—Mi padre me ha dicho que no cuente cosas malas de la gente —señaló el primera base.

—Bueno, sólo era curiosidad. —Bostecé y fingí exasperación—. Tal vez pueda hablar con vosotros en otro momento. Soy el nuevo entrenador de béisbol del Instituto Arroyo. Me habéis parecido unos jugadores muy buenos. Dentro de pocos años, seguramente estaréis en mi alineación inicial. —Hice como que me marchaba.

No podía haber escogido palabras más apropiadas, ya que fueron acogidas con un torrente de exclamaciones de excitación.

—¿Qué tenía de malo la señora Harris? —pregunté al primera base.

El chico agachó la cabeza y luego alzó la vista y me miró, confuso.

—Mi padre dice que la había visto muchísimas veces en Medina Court. También comentó que ninguna mujer honesta iría a un sitio como ése, que era una madre inepta y que por eso Michael se comportaba de una manera tan extraña. —El chico se apartó de mí como si el espectro de su padre estuviera justo allí, entre nosotros.

—Espera, compañero —le dije—. Soy nuevo en el vecindario. ¿Qué tiene de malo Medina Court? Y ¿cuál es ese comportamiento extraño de Michael?

—Medina Court es territorio mexicano —respondió un chico pelirrojo que tenía en la mano un guante de receptor—. Está lleno de espaldas mojadas de los malos. Mi padre dice que jamás me acerque por ahí. Odian a los blancos. Es una zona peligrosa.

—Mi padre es cartero y reparte correspondencia en Medina —intervino el primera base—. Ha dicho que vio por ahí a la señora Harris haciendo guarradas.

—¿Y qué hay de Michael? —Un escalofrío me recorrió la espalda.

Nadie respondió. Mi expresión y mis modales debían de haber cambiado y alertado algún sexto sentido en los jóvenes jugadores.

—Tengo que irme —dijo el chico callado.

—Yo también —añadió otro.

Antes de que me diera tiempo a reaccionar, todos se habían marchado corriendo por Maple, lanzándome miradas furtivas por encima del hombro. Entraron en los jardines de sus respectivas casas y yo me quedé allí, en medio de la calle, preguntándome qué demonios había pasado.

Medina Court sólo ocupaba una manzana.

En la entrada, una deslustrada placa de latón atornillada en la resquebrajada pared de la acera explicaba el motivo: la calle y las viviendas de cuatro plantas que la bordeaban habían albergado a los obreros chinos que, en 1885, construyeron la vía férrea.

Aparqué el coche en la loma sin asfaltar de Peck Road, la única calleja de acceso a Medina Court, y miré alrededor. Los edificios, que habían sido blancos en otro tiempo, tenían el mismo color marrón grisáceo que la nube de contaminación que tomaba sofocante el aire estival. Media docena de ellos habían ardido, y los restos chamuscados nunca habían sido recogidos. En las escaleras delanteras de aquellas casas desvencijadas y abrasadas por el sol se sentaban mujeres mexicanas y sus hijos, buscando un alivio del horno que debía de ser el interior de las viviendas.

Toda la calle sin asfaltar de Medina Court estaba cubierta de escombros y basura, y a ambos lados había coches abandonados de antes de la guerra. Del interior de algunas de las viviendas salía música de mariachis que competía con las agudas voces que gritaban en español. Un perro flacucho de mirada hambrienta me siguió renqueando. El abandono y la miseria de Medina Court eran sobrecogedores.

Tenía que encontrar al cartero que era padre del primera base, por lo que me dediqué a entrar en los portales de las viviendas para comprobar si ya habían entregado el correo. La disposición de los buzones era idéntica en todos los edificios: unas hileras interminables de cajetines metálicos con apellidos españoles y los números de los apartamentos escritos en una pobre caligrafía. Entré en tres edificios de cada lado de la calle, y me llevé un montón de miradas desagradables. Los buzones estaban vacíos. Era mi día de suerte.

Medina Court terminaba en un callejón sin salida formado por un desguace de coches en el que crecían altas hierbas y donde jugaban al escondite un grupo de niños mexicanos, harapientos pero de aspecto feliz. Regresé a Peck Road, agradecido de no vivir ahí.

Esperé tres horas, durante las cuales me dediqué a contemplar a los transeúntes: viejos borrachos que merodeaban entre las ruinas de los edificios incendiados en busca de un lugar donde beber a la sombra sus botellas de vino barato; mexicanas gordas que perseguían a su berreones hijos por la calle; abundantes altercados entre hombres en camiseta que se lanzaban palabras obscenas en inglés y en español; dos peleas a puñetazos, y un desfile constante de pachucos que pasaban por la calle en sus coches trucados.

A la una en punto, justo cuando el sol alcanzaba su cénit abrasador y la temperatura bordeaba los treinta y ocho grados, un cartero viejo y de aire abatido entró en Medina Court. Era el vivo retrato de su hijo, el rubio primera base. Entró en el portal del primer edificio del lado meridional de la calle; me dirigí hacia allí y esperé a que saliera.

Sus andares cansinos se animaron un poco cuando me vio allí, un blanco con traje y corbata y aspecto de funcionario. Esbozó una sonrisa, inquieta y nerviosa, propia de alguien sediento de compañía, me miró de arriba abajo y preguntó:

—¿Es usted policía?

—No. ¿Por qué me lo pregunta? —Fingí sentirme asombrado.

El cartero rió y se cambió de hombro la bolsa de cuero.

—Porque cualquier hombre blanco de más de metro ochenta, que lleve traje y corbata en Medina Court un día como hoy, tiene que ser pasma.

—Se equivoca, pero no demasiado. —Reí—. Soy investigador privado. —No le mostré ninguna prueba de ello, porque no la tenía. El cartero silbó y percibí olor de priva en su aliento. Le tendí la mano y añadí—: Me llamo Herb Walker.

—Yo soy Randy Rice —repuso él, al tiempo que me la estrechaba.

—Necesito cierta información, Randy. ¿Podemos hablar? ¿Quiere que lo invite a una cerveza, o no puede beber mientras está de servicio?

—Las normas están hechas para transgredirlas —repuso Randy Rice—. Usted espéreme aquí. Voy a repartir el correo y en veinte minutos estaré de vuelta.

Cumplió su palabra y al cabo de media hora me hallaba en un bar cutre cercano a la autopista, escuchando educadamente a Randy Rice, que me exponía su teoría sobre la «plaga de espaldas mojadas que azota América».

—Sí —lo interrumpí al cabo de un rato—, y es una vida muy dura para el blanco trabajador; conozco el tema de sobra. Ahora tengo entre manos este difícil caso y ninguno de los mexicanos con los que he hablado ha querido darme una respuesta clara.

A Randy Rice se le pusieron unos ojos como platos de pura sorpresa.

—He querido hablar con usted precisamente por eso —proseguí—. Creo que un hombre blanco y listo familiarizado con Medina Court podría darme alguna que otra pista.

Pedí otra cerveza para Rice. Le dio un trago y torció el gesto, fingiendo desinterés.

—¿Qué quiere saber? —preguntó.

—Me han dicho que Marcella Harris solía rondar por

Medina Court. En mi opinión, una mujer blanca con un hijo no tiene nada que hacer en un sitio tan horrible.

—Yo vi a esa Harris por aquí —dijo Rice—. Muchas veces.

—¿Cómo sabe que era ella? ¿La reconoció en la fotografía que publicó la prensa cuando la asesinaron?

—No, vivía en mi calle. En la misma manzana que yo. Cada mañana la veía salir hacia el trabajo, y también la veía en la tienda, paseando el perro y jugando a pelota en el patio de su casa con ese majara de hijo suyo. —Rice tragó saliva—. ¿Quién lo ha contratado? —inquirió de repente.

—Su ex marido. Tiene ganas de venganza. Cree que la estranguló uno de sus novios. ¿Por qué ha dicho que el chico está loco?

—Porque lo está. Ese chaval es la peste, señor. Por un lado, sólo tiene nueve años y ya mide metro setenta, como mínimo. Además, odia a los otros chicos. Mi hijo me ha contado que Michael siempre interrumpe los partidos de softball de la escuela y no para de buscar pelea. Pero siempre es el que recibe; aunque sea un chico enorme, no sabe pelear y se lleva todas las tortas, luego se echa a reír como un poseso y…

—¿Y entonces le da por el exhibicionismo?

—Exacto.

—Veo que no le ha sorprendido que hablara de los novios de Marcella Harris. —Con una reverencia, pedí otra cerveza para Rice, que se había ruborizado—. Cuénteme que sabe de eso.

—La he visto durante meses por Medina, conduciendo su Studebaker, y haraganeando en el Parque de los Muertos.

—¿El Parque de los Muertos?

—Sí, ese callejón sin salida en el que acaba Medina.

Perros muertos, borrachos y cementerio de coches. Un par de veces la vi por allí con Joe Sánchez. Estaban muy amartelados; él con su traje de petimetre y ella con el uniforme de enfermera. En una ocasión, la mujer salió del apartamento de Sánchez con los ojos vidriosos, caminando como si pisara puré de patatas, y a punto estuvo de chocar contra mí. Dios mío, me dije, esa mujer está muy drogada. Ella…

—¿Y qué hay de ese Sánchez? —lo interrumpí—. ¿Vende droga?

—¡Por descontado! —exclamó Rice—. Es el principal camello del valle de San Gabriel. He visto montones de drogotas saliendo de su casa; parecía que estaban en el séptimo cielo. La pasma lo registra habitualmente, pero siempre está limpio. El no consume y tiene el material escondido fuera de Medina. He oído lo que muchos de esos desgraciados dicen de él: que es un cholo muy listo. En mi opinión, a esa escoria humana deberían mandarla a la silla eléctrica.

—¿Le ha contado todo esto a la policía? —pregunté, sopesando esa última información.

—No. Qué demonios, no es asunto mío. Seguro que Sánchez no mató a la señora Harris; lo hizo algún majara, es evidente. Yo he de velar por mí mismo. Tengo que venir a Medina a entregar el correo. Me importa un carajo lo que Sánchez haga.

—Ese Sánchez, ¿es un tipo duro, Randy?

—No, no tiene pinta de duro. Se le ve grasiento. Un pillo mexicano.

—¿Dónde vive?

—Tres uno uno, Medina, apartamento sesenta y uno.

—¿Vive solo?

—Creo que sí.

—¿Por qué no me lo describe, por favor?

—Bueno, pues un metro setenta, sesenta y cinco kilos, muy delgado, con un corte de pelo de culo de pato. Lleva pantalones militares y una chaqueta de seda color púrpura, con la imagen de la cabeza de un lobo en la espalda, siempre, incluso en verano. Tendrá unos treinta años.

Me puse de pie y le estreché la mano. Randy Rice dio un respingo y empezó otro elíptico monólogo sobre el problema de los espaldas mojadas. Lo interrumpí con un guiño y unas palmaditas en la espalda. Mientras salía del bar, lo oí soltar su discurso a otros bebedores solitarios.

Al cabo de veinte minutos, me hallaba de nuevo en Medina Court, en el vestíbulo del número 311, donde el calor era abrasador. Miré la hilera de buzones en busca del apartamento 61, lo encontré y arranqué el cierre metálico. El cajetín estaba lleno de cartas con sellos mexicanos.

Confiando en mi rudimentario español, abrí tres sobres al azar y leí. Las cartas estaban escritas en caligrafías ilegibles, pero después de echar un vistazo a las tres, conseguí descifrar el principal asunto de que trataban. El primo Joe Sánchez estaba trasladando la rama mexicana de su familia a Estados Unidos, con cautela, de uno en uno, a cambio de dinero en efectivo. Las cartas estaban llenas de gratitud y de esperanzas de una buena vida en el nuevo país. Se alababa al primo Sánchez de manera muy efusiva, y se le prometía que los recién llegados pagarían lo acordado una vez que encontraran trabajo. Empecé a detestar al primo Joe.

Me presenté a las seis y media, justo cuando Medina Court empezaba a escapar de los martillazos del sol. Me aposté en el portal hasta que llegó un Mercury 1950 de color púrpura y con unos guardabarros horteras, que aparcó ante la casa y del cual se apeó un mexicano flacucho, de expresión taciturna, que vestía una chaqueta de seda púrpura. Tras cerrar el coche, subió la escalera del portal en dirección a mí.

Yo miraba fijamente su cara, a la espera de captar alguna señal de miedo o violencia cuando advirtiese mi presencia. No obstante, al verme levantó las manos en una parodia de rendición y preguntó, esbozando una sonrisa:

—¿Me estaba esperando, agente?

—Estás limpio, Joe —respondí, sonriendo a mi vez—. Siempre lo estás. Sólo quería hablar contigo un ratito.

—Entonces, ¿por qué no subimos a mi apartamento? —preguntó sin dejar de sonreír.

Asentí con la cabeza y dejé que abriera el camino en aquel caluroso vestíbulo. Subimos hasta el tercer piso. Con cierto nerviosismo, Sánchez abrió el doble cerrojo de la puerta y cuando empujó ésta, le pegué un puñetazo en el cuello que lo hizo caer de bruces en su inmaculada y modesta sala de estar. Me miró desde el suelo, temblando de ira. Cerré la puerta a mis espaldas y nos miramos fijamente. Sánchez se recuperó enseguida, se puso de pie y se sacudió la chaqueta de seda.

—Esto no me había ocurrido en mucho tiempo —comentó, recuperando su sonrisa sarcástica—. ¿Es de la Oficina del Sheriff?

—Del DPLA —dije, en honor a los viejos tiempos. Saqué las cartas del bolsillo de la americana, intentando que no se me abriera y que Sánchez no viese que iba desarmado. Se las arrojé a la cara—. Has olvidado tu correspondencia, Joe.

Esperé su reacción. Se encogió de hombros y se dejó caer en un sofá cubierto de mantas mexicanas. Acerqué una silla y me planté a un palmo de distancia de su rostro.

—Droga y permisos de residencia, muy bonito —musité.

Volvió a encogerse de hombros y me miró con expresión de desafío.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Quiero saber qué hacía en Medina una mujer de clase media y tan atractiva como Marcella Harris —respondí—, aparte de comprarte droga.

Al oírme, Sánchez pareció aliviado, pero de inmediato se puso tenso de miedo.

—Yo no la he matado, tío —dijo.

—Ya lo sé. Mira, simplifiquemos las cosas. Tú me cuentas lo que sabes y yo te dejo en paz… para siempre. Si no me lo cuentas, dentro de quince minutos estarán aquí los federales y la policía de Inmigración. ¿Comprendes?

—La trajo un amigo mío —explicó Sánchez tras asentir con la cabeza—. Quería comprar maría. Y luego siguió viniendo. Para ella, Medina Court era un lugar excitante. Estaba loca, era una pelirroja calentorra. Le gustaba fumar hierba y bailar. Le gustaba la música mexicana. —Volvió a encogerse de hombros, esta vez para dar a entender que había terminado su relato.

Pero no me bastaba, y se lo dije.

—Quiero más, Joe. Por lo que has contado es como si tú sólo la tolerases. No me lo creo. Me han dicho que pasaba muchos ratos contigo y otros pachucos ahí abajo, en el desguace de coches.

—De acuerdo, tío. Me gustaba. La llamaba la Roja¿

—¿Te la tirabas?

—¡No, hombre! —Sánchez parecía verdaderamente indignado—. Ella me deseaba, pero estoy comprometido. Además, nunca me lío con gringas.

—Perdona mi indiscreción. ¿Estaba enganchada a alguna droga?

—Bueno… —Sánchez dudó—. Tomaba pastillas. Como era enfermera podía conseguir codeína. Cuando se colocaba de codeína hacía locuras y actuaba de manera estúpida. Decía que podía…

—¿Qué decía, Joe?

—De… decía que podía ganar a cualquier mexicano con quien peleara, que podía beber y follar más que una puta. Decía que había visto cosas que te harían…

—¿Que te harían qué? —grité.

—Que te harían caer los cojones al suelo —respondió Sánchez a voz en cuello.

—¿Salía con otros tipos de Medina? —pregunté.

—No —Sánchez negó con la cabeza—. Sólo le interesaba yo. Yo decía a los demás que la dejaran en paz, que les traería problemas. Me gustaba, pero no me inspiraba ningún respeto. Dejaba solo a su hijo por las noches. En fin, que empecé a pasar de ella, lo notó y dejó de venir por aquí. De eso hace ya seis meses.

Me puse de pie y caminé por la sala. Las paredes estaban adornadas con carteles de corridas de toros y láminas baratas de paisajes.

—¿Quién te la presentó?

—Mi amigo Carlos, que trabajaba en la misma fábrica en que ella hacía de enfermera.

—¿Dónde puedo encontrar a Carlos?

—Ha regresado a México, tío.

—¿Vino alguna vez Marcella Harris acompañada de alguien?

—Sí, una vez. Llamó a la puerta a las siete de la mañaña. Iba con un tipo, abrazada a él muy fuerte, como si hubiesen estado…

—Sí, ya lo sé, sigue.

—Pues eso, que empezó a largar sobre el tipo, que si lo habían ascendido a capataz del turno de noche de la fábrica… Les vendí algo de hierba y se largaron.

—¿Qué aspecto tenía el tipo?

—Era rubio y gordo. Con pinta de estúpido. Le faltaba el pulgar de la mano izquierda. Eso me llamó la atención, porque soy muy supersticioso y…

—¿Y qué, Joe? —suspiré.

—Y supe que Marcella iba a morir de una manera oscura. Que quería morir de una manera oscura.

—¿Nunca viste a Marcella con un hombre de cabello moreno y una rubia con coleta?

—No.

Me dispuse a marcharme.

—Pobre Roja —dijo Sánchez mientras yo salía por la puerta.

La señora Gaylord Wilder, casera de Marcella Harris, tenía unos nerviosos ojos grises y unos ademanes de histeria a duras penas controlada. No sabía como abordarla. Hacerme pasar por policía con una ciudadana honrada era demasiado arriesgado, y si la intimidaba podía tener problemas con los polis auténticos.

Se me ocurrió de repente, mientras estaba en el umbral de la puerta bajo su mirada escrutadora. La señora Wilder tenía aire de avara por lo que probé con un descabellado gambito: fingí ser investigador de una compañía de seguros interesado en el pasado reciente de la fallecida Marcella. Se lo creyó todo, y me miró con los ojos como platos y la mano apoyada nerviosamente en la jamba de la puerta.

—…Y hay una recompensa sustancial para todo el que pueda ayudarnos.

Al oír esas palabras, abrió la puerta de par en par con vehemencia y señaló un sofá de piel de imitación.

Se fue a la cocina y me dejó solo. Aproveché para echar un vistazo a aquella habitación atestada de objetos, y al cabo de un minuto volvió con una caja de bombones. Me llevé a la boca un pequeño cilindro de pegajoso chocolate y exclamé:

—¡Delicioso!

—Gracias, señor…

—Carpenter, señora Wilder. ¿Está en casa su marido?

—No, está en el trabajo.

—Comprendo. Permítame que le sea sincero. Marcella Harris, su inquilina fallecida, tenía suscritas tres pólizas con nosotros. Su hijo Michael era el beneficiario de las tres. Sin embargo, ahora una mujer, surgida de la nada, ha presentado una reclamación. Esa mujer, que asegura haber sido amiga íntima de la señora Harris, ha firmado una declaración jurada en la que sostiene que la señora Harris le había dicho que ella era la beneficiaría de esas pólizas. Ahora mismo, estoy investigando si es cierto que esa mujer conocía siquiera a Marcella Harris.

La señora Wilder, excitada, movió las manos en el regazo, y un brillo de codicia apareció en sus ojos.

—¿Y cómo puedo ayudarlo? —preguntó en tono vehemente.

—Señora Wilder… —Hice una pausa en la que fingí concentrarme—. Puede ayudarme contándome todo lo que sepa acerca de las amistades de Marcella Harris.

—Bueno, a decir verdad… —empezó.

—Tiene que jurarme que dice toda la verdad —la interrumpí en tono severo.

—Bien, señor Carpenter, las amistades de Marcella eran casi todas masculinas. Quiero decir que era una buena madre y todo eso, pero salía con muchos hombres.

—Eso no es ningún delito.

—No, pero…

—Me han contado que Michael Harris era un niño terrible. Que provocaba peleas. Que le daba por el exhibicionismo, cuando estaba delante de otros niños del barrio…

—Ese chico era el demonio —gritó la señora Wilder, roja como un tomate—. Sólo le faltaba tener cuernos. ¡Que un niño carezca de padre es un pecado!

—Bueno, ahora Michael está con su padre.

—¡Oh, sí! Marcella ya me había hablado de él. Un tipo muy guapo, sí, pero un inútil que no servía para nada.

—Y sus amigos masculinos, señora Wilder…

—Pensaba que había dicho que la que ha reclamado es una mujer.

—Sí, pero esta mujer afirma que Marcella no tenía amigos masculinos, que Marcella era una persona tranquila dedicada a su trabajo y a su hijo.

—¡Ja! Las mujeres como Marcella atraen a los hombres igual que los dulces a las moscas. Lo sé. ¡También tuve muchos pretendientes antes de casarme, pero nunca me comporté como esa desvergonzada!

—Sea más concreta —dije, tras hacer una pausa para permitirle coger aliento.

—Bueno… —prosiguió, con más cautela—, cuando se mudó a vivir aquí, le ofrecí una pequeña fiesta de bienvenida e invité a otras damas del barrio… Marcella me dijo que no quería intimar con mujeres, que las mujeres estaban bien para tomar café con ellas de vez en cuando, pero que prefería los hombres. Yo le dije: «Eres divorciada, ¿todavía no has aprendido la lección?» Nunca olvidaré su respuesta: «Sí, la he aprendido. He aprendido a utilizar a los hombres de la manera que ellos nos utilizan a nosotras, y no voy más allá de eso.» Me quedé pasmada, señor Carpenter, pasmada, se lo aseguro.

—Sí, es pasmoso. ¿Le habló alguna vez largo y tendido de su ex marido, o de alguno de sus novios?

—No, sólo me dijo que Doc Harris era una serpiente cautivadora que no servía para nada. En cuanto a sus novios…, si yo hubiera sabido que se los traía a dormir, no lo habría permitido desde el principio. ¡No tolero la promiscuidad!

—¿Y cómo se enteró de la… promiscuidad de la señora Harris? —pregunté. La señora Wilder empezaba a hartarme.

—Por Michael. Solía dejar notas. Notas anónimas. Notas obscenas… No sé…

—¿Todavía las tiene? —inquirí, animándome de repente.

—¡No, no, no! —chilló de nuevo la señora Wilder—. ¡No quiero hablar de ello! Desde que se mudó aquí supe que no era trigo limpio. Me dio referencias falsas, absolutamente falsas. Si lo que quiere es que…

En aquel momento sonó el teléfono. La señora Wilder fue a la cocina a responder. En su ausencia, eché un vistazo más detenido a la sala. Miré el contenido de las estanterías y de la librería. Encima del televisor vi un montón de cartas sin abrir. El destinatario de una de ellas era Marcella Harris. Alguien, probablemente la señora Wilder, había escrito a lápiz: «Fallecida. Reenviar a William Harris, 4968, Beverly Boulevard, Los Ángeles 4, California.»

Oí a la mujer parlotear en la cocina. Me metí el sobre en el bolsillo y me marché sin hacer ruido.

Era casi de noche. Conduje hacia la autopista y me detuve unas cuantas manzanas antes de la rampa de salida para leer la carta. No era más que una reclamación por impago de una factura del dentista. La tiré por la ventanilla, pero encajaba bien en el cuadro: Marcella Harris había vivido muy deprisa, desatendiendo los compromisos pequeños. Me pregunté qué clase de enfermera habría sido. Me dirigí hacia Santa Mónica con la intención de averiguarlo.

Aquella noche, las autopistas se veían surreales, unas interminables hileras de coches con faros blancos y rojos que llevaban viajeros a sus casas, al trabajo, a divertirse, a citas con amantes, a destinos desconocidos. Aquel Los Ángeles por encima del que circulaba no era el mío, como tampoco era asunto mío la enfermera muerta, pero cuando los suburbios orientales dieron paso a las viejas calles familiares del centro, fui presa de un viejo instinto y se apoderó de mí una excitación suscitada por el hecho de encontrarme allí, tras la pista de lo inmutable y, sin embargo, siempre cambiante. En mi vida no ocurría nada, y buscar a un asesino era una manera como cualquier otra de llenar el vacío.

Me esforcé en recordar la imagen desnuda de Maggie Cadwallader. Y cuando lo conseguí, por primera vez en años no me conmovió.

La fábrica de componentes electrónicos Packard-Bell estaba en Olympic Boulevard, en el centro del distrito industrial de Santa Mónica.

Al doblar la esquina de Bundy, había un cine al aire libre, y al aparcar vi que estaban proyectando una extravagante película de terror de Big Sid. Eso me deprimió, pero la expectación que suscitaba mi búsqueda acabó de inmediato con ese estado de ánimo.

La fábrica era un edificio de ladrillo rojo de una sola planta que parecía extenderse en varias direcciones. Cerca de la zona de carga y recepción había dos aparcamientos separados por una cadena a poca altura del suelo. El aparcamiento delimitado por la cadena, y que se extendía delante de la entrada principal, estaba vacío, bien iluminado y bordeado de pequeñas plantas equidistantes entre sí. El otro era más grande y estaba cubierto de colillas, envoltorios de caramelo y periódicos. Tenía que ser el aparcamiento de los trabajadores de la categoría más baja.

Pasé por encima de la cadena para echarle un vistazo. Casi todos los coches, que se hallaban aparcados en diagonal, eran viejos y estaban destartalados. En unos postes había unas pequeñas placas de metal que indicaban a quienes estaban asignadas las plazas de aparcamiento, algo que dependía de la jerarquía que ocupaban en la empresa. Así, los lugares más alejados de la entrada correspondían a los encargados de la limpieza, luego venían los de los cargadores y, más cerca aún, los de los trabajadores de la cadena de montaje.

Encontré lo que buscaba junto a la entrada de mercancías, pobremente iluminada: una sola plaza de aparcamiento con la palabra «capataz;» estarcida en el asfalto.

Consulté mi reloj. Eran las nueve y media pasadas. Los trabajadores del turno de noche debían de empezar a las doce. No podía hacer otra cosa que esperar.

Era ya muy tarde cuando mi espera se vio recompensada. Pasarme casi tres horas agachado en el rincón más oscuro de un aparcamiento me había puesto de un humor de perros. El último turno diurno se marchó a las doce en punto, quemando goma. Los trabajadores parecían felices de recuperar la libertad.

Durante la media hora siguiente fue llegando el turno de noche, cuyos integrantes no se mostraban tan felices. No aparté la mirada del aparcamiento asignado al capataz, y a la una menos diez vi que entraba un cuidado Cadillac del 46 y ocupaba esa plaza. Un hombre gordo y rubio se apeó del coche. Desde donde me encontraba, no podía ver si le faltaba un pulgar.

Esperé cinco minutos y lo seguí al interior. Al final de un pasillo largo y mal iluminado había un comedor para los trabajadores. Entré y miré alrededor. Un joven con el pelo cortado estilo cola de pato me miró con curiosidad, pero ninguno de los otros trabajadores reparó en mí.

El capataz gordo y rubio estaba sentado a la mesa, con una taza de café en la mano derecha.

Saqué un refresco de la máquina expendedora y me lo bebí con toda la calma. El capataz tenía la mano izquierda en el bolsillo. Siguió sin sacarla, y consiguió ponerme nervioso. Por fin lo hizo, para rascarse la nariz. Le faltaba el pulgar, una confirmación más que suficiente.

Salí y encontré un oxidado colgador de metal tirado en el suelo, justo donde empezaba la zona de aparcamiento. Con él, me confeccioné un gancho y, como quien no quiere la cosa, me acerqué al Cadillac del capataz.

El coche estaba cerrado, pero la ventanilla del lado del conductor estaba abierta.

Miré hacia todos los lados y luego metí el colgador doblado para enganchar el abridor de la puerta. La primera vez resbaló, pero a la segunda conseguí tirar de él hasta abrirla.

Me metí rápidamente en el coche y me acurruqué en el asiento delantero. Intenté abrir la guantera, pero estaba cerrada. Pasé una mano por encima de la barra de dirección y encontré lo que buscaba: la documentación del vehículo, dentro de una cartera de cuero, sujeta con hebillas. La cogí y pasé al asiento trasero, donde me acurruqué aún más.

En el documento oficial plastificado se leía: Henry Robert Hart, Hurlburt Pl., 116414, CulvertCity, California.

Era todo cuanto necesitaba saber. Volví a dejar los papeles sobre la barra de dirección, me apeé del coche de Henry Hart y corrí hacia el mío.

Hurlburt Place era una tranquila calle de casas pequeñas a unas cuantas manzanas de los estudios de la MGM. El número 116414 correspondía a una vivienda en un garaje.

Aparqué al otro lado de la calle y hurgué en el maletero en busca de alguna herramienta que me permitiese forzar la cerradura. Lo único que encontré fue un destornillador y una regla metálica de carpintero.

Crucé la calle despacio y me dirigí al camino de acceso a la parte trasera del garaje. En la zona delantera de la vivienda no había ninguna luz encendida.

Las escaleras de madera que conducían al apartamento de Henry Hart crujieron tan fuerte que debieron de oírse en toda la calle, pero los latidos de mi corazón seguramente ahogaron el sonido. La cerradura era pan comido, y la hice saltar utilizando simultáneamente el destornillador y la regla.

Cuando la puerta se abrió, permanecí inmóvil, sin atreverme a entrar. No entraba ilegalmente en una vivienda desde mis tiempos de policía, y en esos momentos era un civil. Respiré hondo y me colé en el apartamento, envolviendo la mano con un pañuelo mientras buscaba el interruptor de la luz.

Tropecé en la oscuridad, choqué contra una lámpara de pie, que se soltó de su base y a punto estuvo de caer al suelo. Conseguí sujetarla a la altura de la cintura, la encendí y vi una horrorosa estancia que era dormitorio y sala a la vez: sillas y una cama desvencijada, una alfombra raída y cuarteados cuadros al óleo en las paredes, todo ello seguramente heredado de los inquilinos anteriores.

Decidí dedicar un minuto a registrar la habitación. Puse de nuevo la lámpara en su soporte y eché una rápida ojeada al lugar. Vi una mesa de jugar a cartas cubierta de platos sucios, un montón de ropa sucia en el suelo, junto a la cama, unas cuantas novelas baratas sobre la repisa de una ventana, entre dos botellas vacías y varios paquetes de cigarrillos, también vacíos.

Mi minuto estaba a punto de agotarse cuando vi una pila de periódicos que asomaba debajo de la cama. Todos eran de Los Ángeles, y en todos ellos había artículos sobre el asesinato de Marcella Harris.

Los márgenes estaban llenos de notas escritas a mano, súplicas llenas de dolor y plegarias: «Dios mío, por favor, detén a ese maníaco que mató a mi Marcella.» «Oh, Dios, te lo ruego, haz que todo esto sólo haya sido un sueño.» «La cámara de gas es demasiado buena para el degenerado que mató a mi Marcella.» Junto a la foto del detective de la Oficina del Sheriff que dirigía la investigación se leían las palabras: «¡Este tipo es un desgraciado! Me dijo que me perdiera, que los policías no necesitaban la ayuda de los amigos de Marcella. Yo le dije que éste era un caso para el FBI.»

Hojeé el resto de los diarios. Estaban ordenados cronológicamente, y el dolor de Henry Hart aumentaba con el paso de los días. En las noticias de los últimos días había garabateado frases ilegibles, e incluso se veían manchas de lágrimas.

Consulté mi reloj: la luz llevaba diez minutos encendida. Con el pañuelo todavía en la mano, revolví todos los cajones de las tres cómodas que ocupaban unas de las paredes. Estaban vacíos o contenían ropa sucia y guías telefónicas.

Abrí el último cajón y lo que vi me hizo temblar; estaba forrado de seda, y en uno de los rincones habían bragas y sujetadores de encaje negro, cuidadosamente doblados. En medio vi una caja de puros llena de marihuana, y debajo de ella una colección de fotografías en blanco y negro de Marcella Harris, desnuda, con el cabello recogido en un par de trenzas, tumbada en una cama. Su sensual boca transmitía un «ven aquí» que era a la vez el «ven aquí» definitivo y la parodia de todos los «ven aquí».

Contemplé las fotos y sentí que mis temblores pasaban a ser internos. En los ojos de Marcella Harris percibí la inteligencia más dura, perspicaz y burlona que jamás había visto. Su cuerpo era una exuberante invitación a grandes placeres, pero yo no podía apartar mis ojos de los suyos.

Debí de pasar varios minutos mirando ese rostro antes de volver a la realidad. Cuando finalmente advertí dónde estaba, dejé la caja de puros en su sitio, cerré el cajón forrado de seda, apagué la luz y salí de aquel pequeño apartamento antes de que Marcella Harris obrara en mí el mismo hechizo que había obrado en Henry Hart.