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Pasaron los años. Años de pesadumbre y de introspección; años de golpear cientos de miles de pelotas de golf, de lectura, de largos paseos por la playa con Night Train; años de intentar vivir como el resto de la gente. Años de buscar algo a lo que dedicar la vida. Años de aprender lo que funciona y lo que no. Pero, sobre todo, años de Lorna.

Lorna. Lorna Weinberg Underhill. Mi esposa, mi amante, mi confidente, mi calmante, mi sustituto del prodigio. De hecho mi definición del prodigio: la síntesis del conocimiento absoluto y de la sorpresa continua. Mi tierna, temperamental y frágil Lorna. El auténtico prototipo de la eficacia del amor: si no funciona, prueba con otra cosa; si la nueva tampoco da resultado, vuelve a probar. Si eso fracasa, revisa tus opciones y aprecia tus errores. Tú sigue adelante, Freddie; tarde o temprano, por elección tuya, por azar o por rutina, encontrarás algo que te emocione tanto como el trabajo de policía.

¿Algo? Desde finales de 1951 hasta finales de 1954 no hubo prácticamente un instante en el que no añorase estar haciendo la ronda por Central Avenue, por Western, Wilshire, Pico o cualquier otra calle de L.A. en un coche patrulla blanco y negro, armado hasta los dientes y cargado de ilusión.

Cuando Lorna y yo volvimos de nuestra luna de miel mexicana de tres días, Corea se había adueñado nuevamente de los titulares de los periódicos y nos trasladamos a una casa laberíntica en Laurel Canyon. Tenía un patio para Night Train, un dormitorio grande con balcón y una buena vista, y un salón hundido con magníficas puertas corredizas acristaladas.

Nos quedamos en casa un mes seguido. Leíamos poemas en voz alta, jugábamos al scrabble, hacíamos el amor y bailábamos el Tennessee Waltz. Pero Lorna se cansó de todo eso antes que yo y aceptó el primer empleo que se le presentó: consejera legal de Weinberg Productions, Inc. No duró mucho allí, pues no paraba de entrar en disputas con su padre por cuestiones de dinero, moralidad y administración de la «justicia» cinematográfica.

En mayo del 52, dejó el empleo y trabajó para la campaña de Adlai Stevenson. Lorna estaba enardecida con el espíritu del intelectual gobernador de Illinois e incluso consiguió hacerse con un empleo pagado como consejera legal de la campaña. Aquello duró hasta que salió a la luz que estaba casada con un ex policía «comunista». Dolida, pero ni un ápice menos dispuesta a seguir adelante en su carrera, entró en una firma de abogados de Beverly Hills especializada en casos de lesiones personales. Mi Lorna, campeona de los pobres diablos que se pillaban el pulgar en la prensa taladradora.

Esos primeros meses de matrimonio fueron muy buenos. Big Sid aceptó a su yerno, un gentil, con sorprendente magnanimidad. Demostró valentía moral llevándome a Hillcrest a jugar a golf en un momento en que yo aún gozaba de mala fama. Jugábamos por dinero y conseguí más que suficiente para cubrir mi mitad de los costes del nido de amor de Laurel Canyon.

Lorna y yo nunca hablábamos del caso Eddie Engels. Era el suceso central de la vida de ambos, siempre pendía sobre nosotros, pero jamás lo mencionábamos.

Nuestra primera noche en la nueva casa intenté abordar el tema con la intención de disipar la atmósfera enrarecida.

—Pagamos por ello, Lor. Pagamos por lo que hicimos.

—No —replicó—. Yo era una tonta burócrata enamorada. Me libré fácilmente. Tú sí que pagaste, y es una cadena perpetua. No quiero volver a hablar de este tema nunca más.

Afortunadamente para mí, ni Canfield ni la familia Engels se querellaron contra el DPLA ni contra mí por detención ilegal ni por ningún otro motivo. Durante meses, esperé con temor una citación que desembocara en la apertura al escrutinio público de la inmunda y sórdida caja de los truenos, pero no llegó.

En febrero de 1955 descubrí la causa, de boca de un Mike Breuning borracho y resentido. Coincidí con él en el bar de un restaurante de Hollywood. Descartado una vez más para el ascenso a teniente, se explayó contra el Departamento y contra su mentor, Dudley Smith. Entre efusivas disculpas, me contó que había sido éste quien había cogido mi diario y había puesto a Asuntos Internos en la pista de Sarah Kefalvian el mismo día de la «confesión» de Eddie Engels. También había sido quien había volado a Seattle y hurgado en los archivos de la policía local con el expediente de Lillian Engels, en el que constaba una docena de detenciones por ebriedad en bares de lesbianas de la zona de Seattie. Dudley, me contó Breuning, fue con eso directamente a Wilhelm Engels y lo forzó a retirar la demanda. El viejo Engels había muerto de un ataque al corazón en algún momento del año siguiente.

De vez en cuando, me daba cuenta de que estaba aterrorizado y no tenía el mínimo control sobre mi terror. De repente, el recuerdo cegador del rostro ensangrentado de Eddie Engels se adueñaba de mí y no me soltaba, ni aun cuando seguía conversando con Lorna como si nada ocurriese. Poco a poco, la imagen cambiaba y el rostro de Engels se convertía en el mío, y era yo el que recibía los golpes de Dudley Smith y Dick Carlisle, al tiempo que contemplaba la escena dando sorbos a un café en la habitación número 6 del motel Victory. Yo no lloraba, ni hablaba ni me movía; sólo temblaba cuando Smith o Carlisle me apaleaban. En ocasiones, con cada golpe que recibía, Lorna me abrazaba, y entonces me sumergía cada vez más en ella.

Así, los muertos se cernían sobre mi esposa y sobre mí, y su presencia fue tomando solidez conforme pasaba el tiempo. Durante años nos amamos y mereció la pena el precio en dolor que mi ciega ambición nos hizo pagar a mí y a tantos. Durante mucho tiempo no deseé nada que no tuviera, y me conmovió profundamente la voluntad de Lorna de dármelo. Cuando le daba vueltas y vueltas y más vueltas e intentaba reducirlo a palabras, Lorna leía mis pensamientos, posaba un dedo en mis labios y me susurraba la frase que yo le había dicho un día: «No pienses, cariño, por favor, no busques que te haga daño.» Lorna sabía en qué momento el prodigio empezaba a insinuarse en mi conciencia y siempre lo circundaba con un amor matizado con un levísimo toque de miedo.

Este miedo corría parejo con nuestro amor; una corriente subterránea de culpabilidad, un tránsito clandestino de muchas almas muertas inquietas que parecían dar un peso casi espiritual a nuestras vidas, como si nuestra alegría fuese una comunión para Eddie, Maggie y la extensa comunidad de los muertos. Los dos lo sentíamos, pero jamás hablábamos de ello. Los dos temíamos que hacerlo matara la alegría por la que tanto habíamos luchado.

Durante mucho tiempo nuestro destino fue, en efecto, una alegría manifiesta. Alegría de tener la compañía del otro, de compartir nuestras sendas soledades, a causa del espíritu de amorosa disputa que hacía que nuestras discusiones terminaran con ambos en la cama, riendo, y con Lorna tapándome la boca con las manos mientras chillaba: «¡No, no, cuéntame un cuento, mejor!»

Y le contaba cuentos, y ella me los contaba a mí, y poco a poco las diferencias entre mis cuentos y los suyos se difuminaron hasta que unos y otros se convirtieron en un vasto panorama de experiencias y en una fantasía nada pequeña.

Porque en nuestra fusión dejamos de vernos como las entidades separadas que éramos, y de algún modo muy extraño fuimos presa fácil de los antiguos muertos, nunca mencionados.