14

En la sala 219 éramos tres. Los dos policías que iban a interrogarme se llamaban Milner y Quinn. Ambos eran sargentos de Asuntos Internos, fornidos, de mediana edad y con la piel bronceada. Al entrar en aquella pequeña estancia, se quitaron la chaqueta. Por extraño que parezca, disfruté de aquel vano intento de intimidación, convencido de que sería capaz de derrotarlos en cualquier modalidad de guerra psicológica.

Los tres llevábamos las armas reglamentarias de la policía, Smith and Wesson del 38, metidas en sus sobaqueras, lo que confería cierto aire de ritual a los prolegómenos. Yo estaba nervioso, en plena descarga de adrenalina, y fingí sentirme justamente indignado. Me había preparado para cualquier cosa, incluso para enfrentarme al fin de mi carrera y eso fortalecía mi decisión de derrotar a aquellos dos policías de aspecto huraño.

Cogí una silla, me senté con los pies apoyados en un montón de carteles de propaganda de reclutamiento y sonreí con aire conciliador mientras Quinn y Milner sacaban sendos cigarrillos de sus chaquetas y los encendían con sus respectivos mecheros Zippo. Milner, que era un poco más alto y más viejo, me ofreció el paquete.

—No fumo, sargento —rehusé con voz áspera, propia de un hombre que no se inmuta por nada.

—Bien hecho. —Quinn sonrió—. Ya me gustaría a mí no hacerlo.

—Yo lo dejé una vez —intervino Milner—, durante la Depresión. Tenía una novia muy guapa que no soportaba el olor del tabaco. Mi mujer tampoco lo soporta, pero como no es tan guapa…

—Entonces, ¿por qué te casaste con ella? —le preguntó Quinn.

—¡Porque me dijo que me parecía a Clark Gable! —respondió Milner entre risas.

—Pues mi mujer me dijo que me parecía a Bela Lugosi y le pegué un puñetazo —dijo Quinn, divertido.

—Tendrías que haberle mordido el cuello —apuntó Milner tras una sonora carcajada.

—Eso se lo hago cada noche —replicó Quinn al tiempo que me soltaba una gran bocanada de humo. Después, agarró una silla y se sentó ante mí. Milner le rió la gracia y abrió una diminuta ventana en la parte trasera de la habitación, dejando que se colaran los rayos de un sol brumoso y los ruidos del tráfico.

—Agente Underhill —dijo—, mi compañero y yo estamos hoy aquí porque han surgido dudas sobre su capacidad de servir a este Departamento. —Su voz había sufrido una metamorfosis: me hablaba en un tono preciso y profesional. Hizo una pausa efectista y dio una larga calada a su cigarrillo.

—Sargento, tengo serias dudas acerca de los jefes que los han enviado a interrogarme. ¿Dudley Smith ha sido interrogado por Asuntos Internos? —pregunté, imitando las inflexiones de Milner.

Milner y Quinn cambiaron una mirada cargada de la complicidad y el entendimiento de quienes han sido largo tiempo compañeros.

—Agente —dijo Quinn—, ¿cree que estamos aquí porque un maricón se cortó las venas en la prisión del condado? —Al ver que yo no respondía, añadió—: ¿Cree que estamos aquí porque usted llevó a cabo de forma ilegal el arresto de un hombre inocente?

—Agente —lo relevó Quinn—. ¿Cree que estamos aquí porque, por su culpa, el DPLA ha caído en desgracia? —Sacó un recorte doblado de periódico de su bolsillo trasero y procedió a leer—: «¿El heroico policía obró demasiado deprisa? ¿Está el DPLA en un aprieto? Gracias al prestigioso abogado criminalista Walter Canfield y a un valiente testigo anónimo, Eddie Engels estuvo a punto de salir en libertad de la cárcel del contado. En cambio, humillado y torturado por un arresto injusto, salió en una camilla, tapado con una sábana. Por desgracia, Canfield y el hombre con quien Engels pasó la noche del 12 de agosto, la misma en que presuntamente había asesinado a Margaret Cadwallader, se presentaron demasiado tarde con su información a las autoridades. Eddie Engels se cortó las venas con una cuchilla de afeitar en su celda de la planta undécima del Palacio de Justicia, ayer por la tarde, víctima de la justicia de unos pandilleros.

Nuestro corresponsal en Seattle se ha puesto en contacto con el padre de la víctima, Wilhem Engels, farmacéutico de un barrio periférico de Seattle. ‘No puedo creer que Dios haya permitido tal cosa —dijo el hombre, un anciano con el cabello completamente blanco—. Debería abrirse una investigación contra los policías que arrestaron a mi Edward. Mi Edward era un chico dulce y cariñoso que nunca hizo daño a nadie. Tiene que hacerse justicia.’ El señor Engels dijo a nuestro corresponsal que Walter Canfield le ha ofrecido sus servicios, sin cargo alguno, para presentar una demanda contra el Departamento de Policía de Los Ángeles. ‘El señor Engels tendrá justicia —había dicho Canfield a los reporteros poco antes de conocer la muerte de Engels—, la justicia que se le ha negado a su hijo. Este es un caso claro de policía joven, excesivamente rápido con el gatillo, que ha querido hacerse un nombre…

Milner hizo una pausa. Se me empezaba a nublar la vista, pero sacudí la cabeza y se aclaró.

—Siga —dije.

—El agente Frederick U. Underhill —continuó Milner tras aclararse la garganta—, que este mismo año fue elogiado por el DPLA y los periódicos tras matar a dos atracadores, llevó a cabo la investigación de Eddie Engels con la misma imprudencia. El veterano teniente detective Dudley Smith dijo a nuestro reportero: «Fred Underhill es un joven ambicioso que quiere llegar a jefe de policía cuanto antes. Yo y otros nos vimos implicados en su cruzada para arrestar a Eddie Engels. Reconozco que le seguí la corriente. Reconozco que me equivoqué. Anoche encendí una vela por la familia de Eddie. También encendí una por Fred Underhill y recé para que extraiga una lección de la tragedia que ha provocado.»

Me eché a reír. Mi risa sonó histérica incluso a mis propios oídos. Milner y Quinn permanecieron muy serios.

—Este artículo —prosiguió Quinn—, que ha aparecido en el Daily News, termina diciendo que debería ser expulsado del cuerpo y que tendría que abrirse una investigación contra todo el Departamento. ¿Qué opina de eso, Underhill?

Me tranquilicé y miré fijamente a mis inquisidores.

—Opino que la prosa de ese artículo es muy pobre. Confusa, histérica, hiperbólica. Hemingway la criticaría.

Scott Fitzgerald se revolvería en su tumba. Shakespeare se mostraría consternado. Eso es lo que opino.

—Underhill —dijo Milner—, ¿sabe usted que el Departamento cuida de sí mismo?

—Claro. Mire a ese lunático de Dudley Smith. Saldrá de ésta fresco como una rosa y es muy probable que lo asciendan a capitán. ¡Ah, sí, magnífico!

—Underhill, el Departamento estaba dispuesto a apoyarlo hasta que investigamos un poco sobre usted.

Empecé a sentir frío en aquella pequeña y calurosa habitación. El ruido del tráfico en la calle se oía a ratos muy fuerte y a ratos muy flojo.

—¿Ah sí? —dije—. ¿Y han encontrado algo interesante?

—Sí —respondió Quinn—. Cito textualmente: «Sarah tenía unos pechos grandes y erguidos, con unos pezones oscuros alrededor de los cuales crecían unos pelos gruesos. Era una amante experimentada. Nos acoplamos a la perfección. Ella adivinaba mis movimientos y se amoldaba a ellos con gracia y fluidez.» ¿Quiere que siga, Underhill?

—Asquerosos hijos de puta —mascullé.

—¿Sabía, Underhill, que Sarah Kefalvian es comunista? Está afiliada a cinco organizaciones que han sido clasificadas de tapaderas comunistas. ¿Lo sabía? —Milner se inclinó hacia mí. Agarraba la mesa con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos—. ¿Has follado con muchas rojas, Underhill? —inquirió en un susurro.

—¿Eres comunista, Freddy? —preguntó Quinn.

—Idos al carajo —les dije.

Milner se acercó más a mí. Olí su aliento a tabaco.

—Pues yo creo que sí eres comunista. Y un sucio pervertido, además. Los hombres decentes no escriben sobre las mujeres a las que se tiran. Los hombres decentes no follan con rojas.

Metí las manos debajo de los muslos para controlar el temblor y evitar que empezaran a pegar a alguien. Notaba unas fuertes palpitaciones en la cabeza y la vista cada vez más nublada.

—Se os ha pasado por alto mencionar que la tapicería de mi coche es roja. Se os ha pasado por alto mencionar que también he follado con coreanas, republicanas y demócratas. Cuando estaba en el instituto tuve una novia pelirroja. Tengo un jersey de lana rojo, eso tampoco lo habéis mencionado.

—Hay una cosa que no has olvidado mencionar —señaló Quinn.

—Le dije a Sarah que me había librado del ejército en el 42. Aparte de Wacky, es la única persona que lo sabe. Decírselo me produjo una extraña sensación de libertad.

—Yo combatí en la guerra —dijo Quinn, tras escupir en el suelo—. Perdí un hermano en Guadalcanal. Todos los buenos americanos sirvieron en el ejército. El que rehúye el servicio militar es un comunista traidor y no es digno de llevar una placa. Por tu culpa, el Departamento ha caído en desgracia. El jefe ya sabe lo que hemos encontrado en tu diario. Fue él quien ordenó la investigación. Disponíamos de muy poco tiempo para registrar tu apartamento, de lo contrario, Dios sabe qué otras perversiones comunistas habríamos encontrado. Te quedan dos opciones: dimitir o afrontar las acusaciones de depravación moral por las que el Departamento quiere que seas juzgado. Si no dimites, llevaré tu diario a los federales. Rehuir el servicio militar es un delito federal.

Milner sacó un impreso mecanografiado del bolsillo de su chaqueta y lo dejó sobre la mesa, junto con un bolígrafo. Luego, salió de la habitación seguido de su compañero.

Miré mi carta de dimisión. Las letras se hicieron confusas. Tenía los ojos arrasados en lágrimas y luché con todas mis fuerzas para contenerlas. Me costó un minuto, pero conseguí evitar derramarlas. Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera. Registré el momento y el lugar en mi memoria, me quité la sobaquera y la dejé sobre la mesa. Puse la placa junto a ella y firmé mi salida de un mundo que me permitía acceder al prodigio.

Cuando llegué a casa, había reporteros con cámaras delante del edificio.

No podía enfrentarme a ellos, por lo que seguí conduciendo hasta la esquina, atajé por el callejón, aparqué y salté un par de vallas para entrar en casa por la puerta trasera. Llené una maleta con ropa limpia, le puse la correa a Night Train y salí al callejón para regresar al coche.

Conduje hacia el norte sin rumbo fijo. Night Train mascaba pelotas de golf en el asiento trasero. Resultaba fácil no pensar en el futuro ya que no tenía ninguno.

Al tomar la carretera de la costa, recordé mi reciente escapada con Lorna, lo cual me permitió recuperar la idea de futuro en una cegadora avalancha de planes y contingencias.

Miré los postes de teléfonos que bordeaban la autopista del Pacífico y experimenté un olvido dulce e instantáneo. Cuando los altos maderos empezaron a parecer el plan definitivo, solté un sollozo apagado y carente de lágrimas y dirigí mi Buick hacia el interior, siguiendo la pequeña carretera sin asfaltar de un cañón. Ascendí por un paisaje cubierto de matorrales hasta descender y llegar, cuarenta y cinco minutos más tarde, al valle de San Fernando.

Volví a tomar hacia el norte, por la accidentada carretera de Chatsword en dirección a Gravepine y Bakersfield. Quería encontrar algún sitio desértico y carente de belleza, una buena llanura donde pasear a mi perro y tomar decisiones sin las distracciones de un entorno pintoresco.

Bakersfíeld no era el lugar. A las tres y media de la tarde, la temperatura se acercaba a los veintisiete grados. Me detuve en un puesto de refrescos y pedí una Coca Cola. La bebida me costó cinco centavos y el hielo que la acompañaba veinticinco. El camarero me miraba con suspicacia. Me tendió la Coca-Cola en un vaso de papel y abrió la boca para hablar. No se lo permití. Con una fuerte palmada, dejé unas monedas en el mostrador y regresé deprisa al coche.

Unos doscientos cincuenta kilómetros al norte de Bakersfíeld, advertí que había entrado en el condado de Steinbeck, y a punto estuve de soltar un suspiro de alivio. Aquél era un lugar para relajarse, lleno de los matices y las epifanías de mis despreocupados días como universitario.

Pero no fue así. Mi mente venció y supe que estar rodeado de verdes campos cultivados y picarescos e impenitentes bebedores mexicanos me haría evocar intesamente el prodigio, junto con un bagaje de culpa, vergüenza, odio hacia mí mismo y un miedo que no paraba de repetir: «Se ha terminado.»

Me detuve en el arcén. Me apeé y solté a Night Train, que echó a correr por lo que parecía un mar interminable de surcos de irrigación. Caminé tras él y lo oí ladrar de alegría. Anduvimos largo rato, y mis pantalones terminaron cubiertos de una capa de tierra a consecuencia del polvo que él levantaba. Caminé hasta llegar a un punto en el que el mundo parecía haberse eclipsado en todas las direcciones. Mirase a donde mirase, todo era de un marrón oscuro y profundo.

Me senté en el suelo. Night Train me ladró. Cogí un puñado de tierra y lo dejé caer muy despacio entre mis dedos. Me olfateé las manos. Olían a estiércol y a infinito.

De repente, los tubos de riego que me rodeaban cobraron vida y me rociaron de agua. Me puse en pie sin pensarlo y empecé a correr en dirección al coche. Night Train me imitó, adelantándome enseguida. Algún oculto mecanismo de relojería iba disparándolos en una sucesión perfecta justo a mis espaldas. Corrí, corrí y seguí corriendo para escapar, sin conseguirlo, de aquellos chorros de agua de más de tres metros de altura. Agotado, hice una pausa al llegar al borde de la carretera e intenté recuperar el aliento. Night Train ladraba, contento, entre jadeos. Yo tenía los zapatos, los calcetines y los pantalones empapados, y apestaban a estiércol. Saqué ropa limpia de la maleta que llevaba en el asiento trasero y me cambié allí mismo.

Cuando terminé de hacerlo, había recuperado el aliento y me invadió una extraña quietud que me impedía moverme o pensar. Al cabo de unos instantes, me eché a llorar. Lloré, lloré y seguí llorando, de pie, junto al campo sembrado, con las manos apoyadas en el capó del coche. Finalmente, el llanto cesó de forma tan repentina como se había presentado la quietud. Me incorporé, con la misma inseguridad que un niño que diera sus primeros pasos.

Llegar a Los Ángeles me llevó cuatro horas, y eso con el acelerador pisado a fondo. Después de dejar a Night Train con mi perpleja casera, fui al apartamento de Lorna.

Mientras aparcaba, oí la radio a todo volumen y vi que tenía abierta la ventana de la sala. Para que no se cerrase, había puesto un montón de guías de teléfono contra la puerta. Había dejado encendida la luz de la escalera. Subí los peldaños de uno en uno y vi un resplandor de velas procedente de la sala.

Me aclaré la garganta varias veces a fin de preparar a Lorna para mi llegada. Estaba tumbada en su sofá floreado de cretona, con un brazo colgando a un costado y un vaso de vino en la otra mano. La luz de las velas, situadas estratégicamente en mesitas, estanterías y repisas, la enmarcaban en un halo ambarino.

—Hola, Freddy —dijo al verme entrar.

—Hola, Lor —la saludé al tiempo que acercaba una otomana al sofá.

—Y ahora, ¿qué harás? —preguntó tras beber un sorbo de vino.

—No lo sé. ¿Quién te lo ha dicho?

—La primera edición del Examiner. «Underhill dimite a causa de una demanda contra un arresto indebido. Se habla de vinculación con grupos comunistas.» ¿Quieres que te lea todo el artículo?

Le agarré el brazo, pero se soltó.

—Lamento lo de ayer, Lorna. En serio.

—¿Te refieres a lo de la puerta del despacho?

—No, a lo que te dije a continuación.

—Pero ¿era verdad?

—Sí.

—Pues entonces no te disculpes por ello.

A la luz de las velas, el rostro de Lorna era una máscara de hierro. Carecía de toda expresión, y me resultó imposible descifrar lo que sentía.

—¿Qué vas a hacer, Freddy?

—No lo sé. Tal vez pinte mi coche de rojo, o me tiña el cabello, también de rojo. Quizá me aliste en el ejército norcoreano. Nunca he hecho ninguna gilipollez. ¿Por qué no ser un comunista gilipollas?

Lorna encendió un cigarrillo. El humo que soltó la envolvió en un segundo halo ambarino. Empezaba a caérsele la máscara. Empezaba a enfadarse, y eso me animó.

—Creo que fui presa del prodigio —dije, una frase especialmente concebida para que elaborara ese enfado.

—¡No! —gritó Lorna—. No, cabrón, no. No fuiste presa del prodigio, sino de ti mismo. ¿No te has dado cuenta?

—Sí, y ¿sabes qué es lo que más me duele de todo?

—¿Eddie Engels y Margaret Cadwallader?

—Al diablo con ellos. Están muertos. Lo único que lamento es que te arrastré en mi caída.

—¡Pues no lo lamentes! —exclamó Lorna entre risas—. Caí en unas pruebas circunstanciales y he caído en los brazos del hombre más inteligente, guapo e impetuoso que jamás haya conocido. ¿Qué harás ahora, Freddy?

Le tomé la mano y la apreté con fuerza para que no se soltara.

—No lo sé. ¿Y qué harás tú?

Lorna consiguió liberar la mano y empezó a sacudir la cabeza y a moverla hacia delante y hacia atrás golpeándosela con fuerza contra el sofá.

—¡No lo sé, no lo sé, no lo sé, joder, no lo sé!

—¿Seguirás en la Oficina del Fiscal de Distrito?

—No, no puedo. —Lorna sacudió la cabeza de nuevo—. Quiero decir que si quisiera volver, nada me impediría hacerlo, pero no quiero. No aguanto más la justicia, el derecho penal, el Departamento de Policía… Cuando me llamaste y dijiste que Engels había confesado, fui directa al fiscal de distrito. Tal vez te elogié demasiado, nó lo sé, el caso es que me apoyó, y cuando Canfield llevó a Winton a verlo y más tarde hablamos, supe que mi etapa en la Oficina había terminado. Con Engels muerto, es definitivo. No me apetece volver allí. Freddy. ¿Intentarás encontrar otro trabajo como policía?

Aquella pregunta ingenua constituía todo un desafío.

—Como no sea en Rusia, no —respondí—. Podría ser ayudante de un comisario en Leningrado o algo así. Rellenar comprobantes de aparcamiento para trineos en Siberia…

—¿Qué quieres, Freddy? —inquirió Lorna mientras me acariciaba el cabello.

—Te quiero a ti. Es lo único que sé. ¿Quieres casarte conmigo?

Lorna sonrió a la luz de las velas y respondió:

—Sí.

Decidimos no frenar el impulso. Lorna hizo el equipaje a toda prisa mientras yo subía la capota del coche. Salimos de inmediato hacia la frontera, contando chistes y cantando al son de la música que pasaban en la radio y jugando a pellizcarnos el culo mientras recorríamos la carretera 5 en dirección al sur.

Al llegar a San Diego, Lorna se echó a llorar al advertir que había perdido la vida segura que tenía y que una nueva e incierta se le venía encima. Le pasé un brazo por los hombros y continué conduciendo. A las tres de la mañana cruzamos la frontera de México.

En Revolución, la arteria principal de Tijuana, encontramos una capilla abierta toda la noche. Un cura mexicano, gordo y sonriente, nos casó por diez dólares y nos extendió un certificado del que aseguró que era legal y vinculante ante Dios y los hombres.

Recorrimos en coche las pobres calles de Tijuana hasta que vimos un hotel que parecía lo bastante limpio para pasar en él la noche de bodas.

Pagué tres días por anticipado y llevé las maletas hasta un minúsculo ascensor que nos condujo hasta la última planta. Nuestra habitación era sencilla: suelos de madera encerados, alfombras desgastadas, un cuarto de baño y una gran cama de matrimonio, todo muy limpio.

Lorna Underhill se desnudó, se tumbó y se quedó dormida al instante. Yo me senté en una silla y la contemplé, convencido de que la constancia de mi amor hacia ella podría suplir y solventar todas las contingencias de la vida sin el prodigio.