13

Dormía profundamente en mi apartamento cuando sonó el teléfono. Eran las dos de la tarde del lunes y sólo llevaba descansando unas tres horas. Era Lorna.

—Freddy, tengo que verte ahora mismo. Es urgente.

—¿Qué ocurre, Lor?

—No puedo decírtelo por teléfono. —Parecía muy preocupada y su voz poseía un timbre que yo no había oído nunca.

—¿Ha comparecido Engels ante el tribunal?

—Sí. Se ha declarado no culpable. Dudley Smith estuvo presente, con el ayudante del fiscal de distrito. Engels se puso a chillar y los alguaciles tuvieron que contenerlo.

—Jesús. ¿Estás en tu despacho?

—Sí.

—Llegaré en cuarenta y cinco minutos.

Tardé cincuenta y cinco. Me vestí a toda prisa y forcé mi Buick circulando a veinte kilómetros más por hora de lo que permitía el límite de velocidad. En el aparcamiento de Temple, le mostré la placa al empleado, que asintió enérgicamente y puso un papel de aspecto oficial bajo el limpiaparabrisas. Al cabo de dos minutos, irrumpía en el despacho de Lorna.

Lorna tenía compañía. Se trataba de dos hombres muy serios, de algo más de cuarenta años, vestidos con trajes de buena hechura. Uno de ellos, el más robusto, me resultaba familiar. Estaba sentado en el sofá de cuero verde de Lorna, con sus largas piernas estiradas y cruzadas a la altura del tobillo. Rozaba con los dedos un portafolios de piel colocado a su lado. Intimidaba incluso en aquella postura casual. El otro tenía el cabello canoso, era rechoncho y vestía un jersey de cachemira y una chalina en un día en que la temperatura prometía llegar a los treinta grados. No cesaba de pasarse la lengua por los labios y sus ojos iban del portafolios a mí y de nuevo al portafolios.

Mientras yo acercaba una silla al escritorio, Lorna hizo las presentaciones.

—Detective Fred Underhill, éste es Walter Canfield. —Señaló al hombre del portafolios—. Y éste es el señor Clark Winton. —Volvió la mirada en dirección al hombre de la chalina. Ambos me saludaron con un movimiento de la cabeza, Canfield con hostilidad; Winton con nerviosismo.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —pregunté.

Canfield abrió la boca para hablar, pero Lorna se le adelantó en un tono de voz sumamente profesional.

—El señor Canfield es abogado, Fred. Representa al señor Winton. —Hizo una pausa, y añadió, vacilante—: El señor Canfield y yo trabajamos juntos en una época. Confío en él. —Miró a Canfield, que esbozó una sonrisa forzada.

—Seré breve, agente —dijo—. Mi cliente estaba con Eddie Engels la noche en que Margaret Cadwallader fue asesinada. —Esperó mi reacción. Al ver que no me inmutaba, recalcó—: Mi cliente estaba esa noche con Engels.

Recuerda muy bien la fecha. El 12 de agosto es su cumpleaños.

Canfield me miró con aire de triunfo. Winton tenía la vista fija en el regazo y se frotaba las temblorosas manos.

Noté que todo mi cuerpo se ponía rígido, como si lo hubieran pinchado con miles de alfileres.

—Eddie Engels ha confesado, señor Canfield —dije con cautela.

—Mi cliente me ha contado que Engels es un perturbado que tiene un gran complejo de culpa por ciertos hechos de su pasado.

—Eddie es un hombre angustiado, agente —intervino Winton—. Cuando estaba en la Marina se enamoró de un tipo mayor que lo obligó a hacer cosas horribles y consiguió que Eddie se odiase a sí mismo por ser como era.

—Ha confesado —repetí.

—Vamos, agente. Sabemos que la confesión se obtuvo mediante violencia física. Lo he visto esta mañana, cuando compareció ante el tribunal. Tenía unas terribles marcas de golpes.

—Cuando intentó resistirse al arresto hubo que reducirlo por la fuerza.

Canfield soltó una carcajada burlona. En ambiente distinto, habría escupido. Su mirada de desdén se encontró con la mía, y luego observé a Clark Winton.

—¿Es usted homosexual, señor Winton? —pregunté, aunque sabía muy bien cuál sería la respuesta.

—¡Freddy, maldita sea! —me espetó Lorna.

Winton tragó saliva y miró a su abogado en busca de apoyo. Canfield empezó a susurrarle algo al oído, pero lo interrumpí.

—Porque si lo es, y lo que quiere es presentarse con esta información, la policía le pedirá una declaración firmada sobre su relación con Engels y un relato detallado de las actividades que realizó con él la noche del 12 de agosto. ¿Está dispuesto a pasar por eso?

—Eddie y yo éramos amantes —dijo Winton con voz calmada y gran resignación.

—Señor Winton —dije después de preparar mis argumentos unos segundos—, tenemos una confesión firmada. También tenemos testigos presenciales que declararán que vieron el coche de Engels en Harold Way la noche del crimen. Si desea hacer pública su historia, se le investigará como posible cómplice.

Canfield me miró con frialdad. Con el rabillo del ojo vi que Lorna estaba sentada muy rígida y claramente irritada.

—Mi cliente es un hombre valiente —dijo Canfield—. La vida de Edward Engels está en juego. Thad Green es un viejo amigo mío, y el fiscal de distrito también. La declaración jurada del señor Winton será presentada por escrito esta misma tarde. El señor Winton sabe que la policía querrá formularle muchas preguntas; yo estaré presente durante el interrogatorio. El señor Winton es un hombre importante; no podrán hacerlo confesar a fuerza de golpes. He venido aquí a hablar con usted sólo porque Lorna es una vieja amiga y respeto la opinión que tiene de la gente. Ella me ha dicho que usted está de parte de la justicia, y yo le he creído.

—Estoy de parte de la justicia y…

No pude terminar. Mi resistencia se desmoronó de repente y se me nubló la vista. Agarré un pesado sujetalibros de cuarzo que había en el escritorio de Lorna y lo lancé contra la puerta de cristal de su despacho.

Esta se rompió hacia fuera y el sujetalibros cayó con gran estrépito sobre el suelo del vestíbulo. Mis manos deseaban golpear algo, por lo que las uní y cerré los ojos, conteniendo lágrimas y temblores. Oí que Canfield se despedía de Lorna y luego oí ruidos de pasos que salían por la puerta medio destrozada.

—Creo que Winton dice la verdad —comentó Lorna.

—Yo también —dije.

—Freddy, Dudley Smith ha convencido al fiscal de que le deje investigar seis homicidios no resueltos. Quiere endilgárselos a Eddie Engels.

—Dios. Ese Dudley está loco. Y ese tipo, Canfield…, su cara me resulta familiar. ¿Es algún pez gordo?

—Es uno de los abogados criminalistas más conocidos y mejor pagados de la Costa Oeste.

—¿Y Winton tiene dinero?

—Sí, es muy rico. Es el propietario de dos fábricas de tejidos en Long Beach.

—¿Y Canfield es amigo de Thad Green y del fiscal de distrito?

—Sí.

—Entonces Engels quedará en libertad y Dudley Smith y yo nos veremos metidos en un buen lío.

Miré a través del orificio que había hecho en la puerta de cristal a la espera de encontrar algo que tapara el agujero que acababa de formarse en mi vida.

—Siento mucho lo de la puerta —fue todo lo que se me ocurrió decir.

—¿Te sabe mal lo de Eddie Engels? —me preguntó Lorna al tiempo que volvía su silla giratoria hacia mí.

—Sí —respondí.

—Entonces, deja que se haga justicia. Ahora ya no está en tus manos. —Me dio un tierno beso en los labios.

Di un empujón a la silla para apartarla de mí. No quería creer en lo que decía.

—¿Y Maggie Cadwallader qué, eh? —grité. Me volví hacia la puertá y vi que tres hombres con traje y corbata nos miraban a través del agujero de la puerta.

—¿Estás bien, Lorna? —preguntó uno de ellos.

Lorna asintió. Se marcharon con aire escéptico y oí que alguien barría los cristales.

—¿Y Maggie Cadwallader, qué, eh? —preguntó Lorna a su vez—. ¿Querías vengar su muerte, o toda esta cruzada no era más que un ejercicio de prodigio que ha salido mal?

De repente quise herir a Lorna como nunca había deseado herir a nadie en mi vida.

—Me tiré a Margaret Cadwallader el mismo día que te conocí. Ligué con ella en el Silver Star, la llevé a su apartamento y me la follé. Así fue cómo me vi implicado en este caso, cómo supe dónde encontrar pruebas. Estaba seguro de que si daba con el asesino mi carrera como policía sería meteórica. Te deseé desde el instante mismo en que te vi. Deseé hacerte mía, follarte. Fue por eso por lo que te metí también en esto; sólo eras una conquista más en una larga lista de ellas.

No esperé a que Lorna respondiera. Me puse de pie y salí de su despacho sin volver la cabeza.

Conduje sin rumbo fijo, con la misma inquietud que la noche en que había conocido a Maggie Cadwallader. Compré un ejemplar del Mirror. La comparecencia de Engels ante el juez venía en portada. «¡No soy homosexual!, grita el asesino.» Prensa amarilla en su expresión más pura. El artículo contaba que Engels había tenido que ser reducido y sacado a rastras de la sala por tres corpulentos alguaciles después de haberse declarado no culpable.

Tiré el periódico por la ventanilla del coche y me dirigí hacia el este. Desde la autopista, ya cerca de San Bernardino, divisé un campo de golf municipal muy grande y bien cuidado. Tomé la salida siguiente, encontré la entrada del campo, dejé el coche en el aparcamiento vacío, compré dos decenas de pelotas y alquilé un juego de palos, muy machacados, en la tienda. Después de pagar el tique, pasé agachado por delante del cubículo del juez de partida y me dirigí al corazón del campo.

Pensé, pensé y pensé, y traté de no pensar. Lo conseguí y fracasé en mi intento. Lancé media docena de buenas pelotas a la profunda soledad de la hierba y no sentí nada.

Mea culpa, me dije. ¿Qué ha salido mal? ¿Qué ha ocurrido realmente? ¿Qué ocurrirá a continuación? ¿Me apoyará el Departamento? ¿Volveré a la patrulla de Watts, humillado, catalogado de rebelde que nunca llegará a ningún lado? Falacias lógicas. Post hoc, ergo propter hoc: después de esto; luego, debido a esto. Pruebas circunstanciales. Un hombre culpable. No culpable de asesinato sino de culpa. El pobre Eddie, maricón. El elegante Clark Winton, maricón. Mea maxima culpa. Perdóname padre, porque he pecado. ¿Qué padre? ¿Eddie Engels? ¿Dudley Smith? ¿Thad Green? ¿El jefe Parker? ¿Dios? No hay Dios, sólo prodigio. Intenté endurecer mi corazón contra Lorna y fracasé. Lorna, Lorna, Lorna.

Cogí el hierro tres y golpeé con furia una sucesión de pelotas hacia una arboleda con la secreta esperanza de que rebotaran y me matasen. No fue así; desaparecieron para no ser vistas más, sacrificadas a un dios del golf en el que había dejado de creer.

Conduje de regreso a casa. Mientras estacionaba en la calzada de acceso, oí el timbré del teléfono. Pensé que quizá fuese Lorna y corrí hacia la puerta.

Al abrirla, el timbre seguía sonando. Alcé el auricular y dije con cautela:

—¿Hola?

—¿Underhill? —inquirió una voz familiar.

—Sí. ¿Capitán Jurgensen?

—Sí. Llevo llamándote desde las seis.

—He salido. He ido a dar una vuelta por San Bernardino.

—Ya veo. Entonces, ¿no te has enterado?

—¿De qué?

—Eddie Engels ha muerto. Esta tarde se ha suicidado en su celda. Iba ser liberado. Se habían presentado unas pruebas que apuntaban a su inocencia.

—Yo… Yo…

—Underhill, ¿estás ahí?

—Sí.

—El propio jefe, como último superior que has tenido, me ha pedido que te informe de ello.

—Yo no…

—Underhill, mañana por la mañana a las ocho deberás presentarte en la comisaría central, sala 219. ¿Me oyes?

—Sí, señor —repuse. El auricular resbaló de mis manos temblorosas y cayó al suelo.