Un atardecer resplandeciente me sorprendió esperando la prensa vespertina en un quiosco de Pico y Robertson. Cuando llegaron los periódicos y vi que los titulares gritaban «Corea» en lugar de «Asesinato en L.A.», me sentí decepcionado. Tenía curiosidad por saber hasta qué punto coincidía el comunicado de prensa del Departamento con las primeras declaraciones de Dudley a los periodistas.
Después de mirar las páginas dos y tres para ver si encontraba alguna noticia de última hora, empecé a sentirme aliviado: tenía a Dudley pillado por las pelotas y el respiro momentáneo que nos daba la prensa del día contribuiría a suavizar la que quizá fuese una tensa velada con Lorna.
Mientras aparcaba en Charleville, vi a Lorna en la sala de su casa, fumando y mirando por la ventana, abstraída. Cuando llamé al timbre, toda mi ira y enervación se desvanecieron y empecé a sentir una expectación deliciosa.
Oí el zumbido del portero automático, entré y subí corriendo la escalera para encontrarme a Lorna, en medio de la sala, apoyada en su bastón. Llevaba carmín rosa en los labios, rímel en las pestañas y había cambiado de peinado. Tenía el cabello recogido hacia arriba y echado hacia atrás en los costados. Al verla, me quedé sin aliento. Vestía una falda de tartán y una camisa larga de hombre, de mangas francesas, que realzaba a la perfección sus grandes pechos.
Cuando me vio, su rostro permaneció inexpresivo, y me acerqué a ella despacio. La abracé, con cuidado de no estropearle el nuevo peinado, y lo único que se me ocurrió decirle fue:
—Hola.
Lorna dejó su bastón y me abrazó por la cintura.
—No irá al jurado de acusación, Freddy —anunció.
—Lo suponía. Ha confesado.
—¿Cuántas muertes?
Empecé a soltarla pero ella me agarró con fuerza.
—¿Cuántas? —insistió.
—Sólo la de Margaret Cadwallader. No hablemos de eso, Lor.
—Tenemos que hacerlo.
—Ven, vamos a sentarnos.
Nos acomodamos en el sofá y añadió:
—Te he buscado por todo el Palacio de Justicia. Pensé que estarías allí cuando presentarais los cargos.
—El jefe de detectives me mandó llamar porque quería verme. Supongo que Smith regresó al Palacio de Justicia y presentó los cargos. Yo estaba muerto de cansancio y me fui a casa a dormir. ¿Por qué? —Al ver que Lorna se ponía roja, pregunté—: ¿Por qué? ¿Qué demonios está pasando?
—Estuve allí, conseguí un pase para el depósito. El fiscal de distrito también estuvo. Dudley Smith y él hablaron. Smith le dijo que la muerte de Cadwallader sólo era la punta del iceberg, que Engels era un asesino en serie.
—¡Dios mío!
—No me interrumpas. Engels sólo fue acusado de esa muerte, pero Smith no cesaba de repetir: «¡Este es un caso para el jurado de acusación, este psicópata se ha cargado a muchísimas mujeres!» El fiscal de distrito le seguía la corriente, pero luego me vio y le comentó a Smith que yo era la encargada de leer los posibles casos para el jurado de acusación. Al advertir que yo era una mujer, Dudley empezó a lisonjearme. Luego me preguntó qué estaba haciendo allí, y le conté que tú y yo éramos amigos. Palideció y empezó a temblar. Parecía un loco.
—Es un loco —la corregí, temblando—. Me odia. Le he plantado cara.
—Entonces el loco eres tú. ¡Smith puede arruinar tu carrera!
—Tranquila, cariño. No. Me han ascendido. Smith presentó su informe primero y yo lo hice después. Trabajaré en la Brigada de Detectives, seré asignado a alguna patrulla. El propio Thad Green me lo ha dicho. Lo que Smith le ha contado a Green coincide con el informe que te entregué y con el informe oficial que he presentado como agente que ha efectuado el arresto, y es la pura verdad. Lo que Smith le ha contado al fiscal de distrito es una exageración. Todo lo que yo…
—Freddy, tú me dijiste que no había pruebas de peso para vincular a Engels con los otros asesinatos.
—Eso es absolutamente cierto, pero…
—Pero nada, Freddy. —Lorna estaba cada vez más agitada—. He visto a Engels. Estaba físicamente destrozado. Le pregunté a Smith y me endilgó una mentira, me contó que se había resistido al arresto. Yo no podía dejar de decirme: «Dios mío, ¿es posible que Freddy tenga algo que ver con todo esto? ¿Es esto justicia? ¿Con qué clase de hombre me he liado?»
Me limité a mirar la reproducción de El Bosco que había en la pared.
—¡Freddy, contéstame!
—No puedo, letrada. Buenas noches.
Conduje hasta casa, resuelto a acallar todas las especulaciones sobre Lorna, los asesinos de mujeres y los policías lunáticos. Intenté concentrarme en mi nuevo rango: detective Frederick U. Underhill. Detective Fred Underhill. Con veintisiete años y ya detective. Seguro que era el detective más joven de todo el Departamento de Policía de Los Ángeles. Tenía que averiguarlo. En noviembre, el examen a sargento. Sargento detective Frederick Underhill. Necesitaría comprarme tres trajes y un par de chaquetas deportivas, algunas corbatas y media docena de pantalones de algodón. Detective Fred Underhill. Pero… Pero me seguía acosando aquel hermoso cabello castaño dorado. Lorna Weinberg, doctorada en Derecho. Lorna Weinberg.
«Tranquilo —me dije, intentando escuchar mi propio consejo—, no pienses.»
Al llegar a casa, tras jugar un rato con Night Train, me asaltó una especie de miedo al futuro y para combatirlo me enfrasqué en la lectura de unos libros de texto.
Intenté abstraerme, pero fue inútil; las palabras se me escapaban volando sin asimilarlas, casi sin verlas. No podía dejar de pensar.
Estaba a punto de darme por vencido cuando sonó el timbre de la puerta. Sin atreverme a hacer conjeturas acerca de quién sería, la abrí de inmediato. Era Lorna.
—Hola, agente —dijo—. ¿Puedo pasar?
—Ahora soy detective, Lorna. ¿Serás capaz de aceptar lo que tuve que hacer para conseguirlo?
—Lo que sé es que te he acusado de un delito desconocido sin pruebas suficientes.
—Yo hubiera presentado un recurso de habeas corpus, letrada, pero tú me he habrías ganado ante los tribunales.
—Yo habría apelado, en tu favor. ¿Sabes que eres el único Frederick U. Underhill que aparece en la guía telefónica del condado de Los Ángeles?
—Sin lugar a dudas. ¿Qué haces aquí, Lorna?
—Estoy acechando tu corazón.
—Entonces, no te quedes en la puerta. Entra, que te presentaré a mi perro.
Muchas horas más tarde, felices, saciados y absortos el uno en el otro, demasiado cansados para dormir o pensar e incapaces de dejar de acariciamos, tuve una idea. Saqué mi pobre colección de baladas románticas que antes había utilizado para seducir a mujeres solitarias y puse You Belong to Me, dejo Stafford, en el tocadiscos. Subí el volumen para que Lorna lo escuchara desde el dormitorio.
Cuando volví a su lado, reía.
—¡Oh, Freddy, es tan…!
—¿Romántico?
—¡Sí!
—Mis sentimientos también lo son. Esta noche me siento romántico, no es preciso decirlo.
—Ya es de día, querido.
—Buena observación. ¿Lorna?
—¿Sí?
—¿Me concedes el próximo baile?
—¿Baile? ¡Freddy, pero si yo no puedo bailar!
—Claro que sí.
—¡Freddy!
—Puedes saltar sobre tu pierna buena. Yo te sostendré. ¡Vamos, hazlo!
—¡No puedo, Freddy!
—Insisto.
—Freddy, estoy desnuda.
—Yo también.
—¡Freddy!
—Ya hemos hablado bastante, Lor. ¡A por ello!
Lorna, desnuda, reía en mis brazos mientras la llevaba en volandas hasta la sala y la depositaba en el sofá. Luego puse The Tennessee Waltz, de Patti Page, en el tocadiscos, y cuando empezó a canturrear la dulzona introducción me acerqué a ella con los brazos extendidos.
Lorna se agarró a ellos. La atraje hacia mí, la tomé por las nalgas y la levanté ligeramente del suelo de forma que su pierna mala quedara suspendida y el cuerpo apoyado en la buena. Me abrazó con fuerza y nos movimos con dificultad, dando pequeños pasos, mientras Patti Page cantaba.
—Freddy —susurró Lorna a la altura de mi pecho—, pienso que…
—No pienses, Lor.
—Iba a decir que…, que pienso que te quiero.
—Pues sigue pensando, porque yo sé que te quiero.
—Freddy, este disco no me parece romántico.
—A mí tampoco.
El sábado por la tarde fuimos a Santa Bárbara por la autopista del Pacífico. El océano azul quedaba a nuestra izquierda y a nuestra derecha se elevaban colinas verdes y riscos marrones. No había ni rastro de nubes ni de contaminación. Circulamos con la capota bajada, relajados y en silencio. Lorna apoyaba la mano en mi pierna y, de vez en cuando, me daba pellizcos juguetones.
No habíamos hablado del caso en toda la mañana, aunque permanecía, solapado, en algún rincón de mi mente. No habíamos encendido la radio por una especie de acuerdo tácito. El presente era demasiado bueno, demasiado real para estropearlo con la intimidación de la cruda realidad en la que ambos trabajábamos.
Así que, en nuestra primera salida juntos, fuimos hacia el norte. Lorna subió la mano por mi pierna, con pretendida expresión de recato, hasta que exclamé:
—¿Qué demonios estás haciendo?
—¿Tú que piensas? —dijo entre risas.
—Pienso que me gusta.
—Pues no pienses y conduce. —Apartó la mano—. ¿Sabes Freddy? Estaba pensando…
—¿En qué?
—Acabo de caer en la cuenta de que no sé nada de ti, de lo que haces, en tu tiempo libre, quiero decir.
Quedé pensativo unos instantes y opté por la cautela.
—Bueno, cuando Wacky estaba vivo pasaba mucho tiempo con él. En realidad, no tengo amigos. Y antes me dedicaba a perseguir mujeres.
—¿Sólo para acostarte con ellas? —Soltó una carcajada.
—No, era más que eso —repuse, algo sorprendido—. Formaba parte del prodigio, pero eso fue A. de L.
—¿A. de L.?
—Antes de Lorna.
Me dio un pellizco en la pierna y señaló el arcén.
—Para, por favor.
Lo hice, alarmado por la expresión triste y sombría de Lorna. Tomé su rostro entre mis manos y le pregunté:
—¿Qué te pasa, cariño?
—Que yo no puedo tener niños, Freddy —contestó abruptamente.
—No me importa —le aseguré—. Es decir, sí me importa, pero eso no cambia nada las cosas. De veras, yo…
—Quería que lo supieras, Freddy.
—¿Porque piensas que tenemos un futuro juntos? —Sí.
—Lorn, yo no podría imaginar un futuro sin ti.
Se soltó de mi abrazo y se mordió los nudillos.
—Te amo —añadí—, y no nos marcharemos de aquí hasta que me asegures que crees en mis palabras.
—No lo sé. Eso es lo que pienso.
—No pienses.
—De acuerdo, entonces te creo. —Lorna volvió a reír, con los ojos llenos de lágrimas.
—Bien, pues vayámonos de aquí de una puta vez. Estoy hambriento.
Llegamos en perfecta sincronía con el crepúsculo y Santa Bárbara se abrió ante nosotros como un alivio temporal enviado por el cielo a la humedad y la contaminación de Los Ángeles.
Encontramos nuestro refugio de fin de semana en la calle Bath, a pocas manzanas de distancia de State. Se trataba del hotel Mission Bell, una mansión victoriana reformada pintada de un cándido amarillo brillante. Nos registramos como el señor y la señora Underhill. El recepcionista nos miró con desconfianza porque no llevábamos equipaje, pero se tranquilizó cuando, al ir a pagar, saqué mi placa de la cartera.
Con unas risitas de complicidad, tomé a Lorna del brazo y nos dirigimos al ascensor. La habitación tenía las paredes pintadas de amarillo brillante, unos óleos baratos colgando de éstas, unas ventanas panorámicas que daban a la calle, bordeada de palmeras, y una gran cama de latón con una colcha y un dosel amarillos.
—No volveré a probar el limón en mi vida —comentó Lorna.
—Entonces, esta noche no comeremos pescado —apunté, tras darle un beso en la mejilla—. Me he dejado las cosas de afeitar en el coche.
Bajé hasta la planta por una escalera enmoquetada de amarillo. El recepcionista, un hombre delgado, de mediana edad y con un chocante cabello rojo, fingió estar ocupado al verme cruzar el vestíbulo, y tuve la sensación de que quería preguntarme algo. Apagó su cigarrillo y se acercó a mí.
—¿Qué ocurre? —inquirí, para facilitarle las cosas.
Con pose desgarbada, el hombre se plantó delante de mí, metió las manos en los bolsillos de los pantalones, titubeó y, finalmente, dijo:
—No es cosa mía. —Miró alrededor y, bajando la voz, prosiguió—: Pero cuando dicen «degenerado», ¿quieren decir maricón?
—¿Qué demo…? —empecé a decir, y entonces, adivinando el origen de aquella conclusión errónea, suspiré—. ¿Significa eso que ha salido en la prensa de Santa Bárbara?
—Sí, señor. Usted es un gran héroe. ¿Es eso lo que quieren dar a entender?
—No estoy facultado para hablar de ello —respondí, y dejé solo al recepcionista en el vestíbulo amarillo dándole vueltas a la semántica.
Corrí hasta State Street y encontré un quiosco de periódicos en el que compré el Times de L.A y el Clarion de Santa Bárbara. En ambos periódicos, la noticia aparecía en portada, con grandes titulares y fotos.
Empecé por el Times:
UN JUGADOR SE DECLARA AUTOR DEL ASESINATO DE UNA MUJER EN HOLLYWOOD
Se lo relaciona con otras seis muertes por lo menos
Los Ángeles, 7 de septiembre. La policía ha detenido hoy a un sospechoso de la muerte por estrangulamiento, ocurrida el 12 agosto, de Margaret Cadwallader, de 36 años y domiciliada en Harold Way, 2311, Hollywood. El sospechoso se llama Edward Engels, tiene 32 años y está domiciliado en Horn Drive, Hollywood Oeste.
Poco después de su arresto, Engels, un jugador sin medios de subsistencia conocidos, confesó a los detectives del DPLA Dudley Smith, Michael Breuning y Fred Underhill: «¡Yo maté a Maggie! Me trató como si fuera una mierda y se lo hice pagar.»
Se creía que la señorita Cadwallader, que trabajaba de contable en la empresa de importación-exportación Small World, de Los Ángeles, había muerto a manos de un ladrón al que había sorprendido en la madrugada del 12 de agosto. La policía había llevado a cabo su investigación a partir de esta hipótesis y había interrogado a ladrones conocidos por recurrir a la violencia, sin obtener resultado alguno hasta que el detective Underhill, que hasta el momento trabajaba en una patrulla, Intervino.
En una declaración formal a la prensa, el detective Underhill, de 27 años, ha dicho: «Hace unos meses, trabajando en la patrulla de Wilshire, mi compañero y yo descubrimos el cadáver de una joven. La habían estrangulado. Cuando la muerte de Cadwallader apareció en los periódicos, advertí semejanzas entre los dos crímenes. Empecé a investigar por mi cuenta y presenté mis pruebas, de las que ahora no puedo hablar, al teniente Dudley Smith. El teniente Smith dirigió la investigación que ha concluido en el arresto de Edward Engels.»
El teniente Smith elogió a Underhill por su «magnífico y extraordinario trabajo policial» y añadió que «hemos podido capturar a Engels gracias a un pertinaz trabajo policial; largas vigilancias en muchos bares a los que Engels acudía en busca de mujeres solitarias. Su arresto es una victoria para la justicia y la moral americanas».
Se investiga su relación con otras muertes
En su melodioso tono de voz, el teniente irlandés del DPLA, que ha pasado 23 de sus 46 años en el cuerpo, prosiguió: «Creo que la tragedia de la señorita Cadwallader no es más que la punta del iceberg. Engels es un conocido degenerado que lleva muchos años frecuentando bares de la zona de Hollywood en los que se reúnen los de su especie. Sabemos positivamente que conquista mujeres en coctelerías y les paga para que se dejen pegar. Creo de veras que Engels es responsable, como mínimo, de seis muertes por estrangulamiento ocurridas en los últimos seis años en el sur de California. Espero convencer al fiscal de distrito de poner en marcha una investigación de gran alcance, basándonos en este supuesto.»
Un repentino ataque de ira me impidió pensar. Leí a toda prisa la portada del periódico de Santa Bárbara. No decía nada nuevo, estaba copiado del Times prácticamente al pie de la letra.
Dudley Smith, el engolado traficante de gloria, estaba dando rienda suelta a su monomanía. Yo me hallaba a cubierto, pero él parecía decidido a endilgarle nuevas víctimas a un tipo que sólo había matado una vez.
Volví al hotel corriendo, crucé el vestíbulo a grandes zancadas y subí las escaleras de tres en tres. La puerta de nuestra habitación estaba abierta, y Lorna se encontraba sentada en un sillón, fumando tranquilamente, al tiempo que hojeaba un folleto turístico de Santa Bárbara.
Le lancé los periódicos al regazo.
—Lee esto, Lorna —indiqué.
Ella me miró por un instante con cara de preocupación y leyó. Yo la observé.
—Ya me esperaba todo eso —comentó, al terminar.
—¿Qué quieres decir?
—Sé que Smith explotará el caso al máximo.
—Tú no lo conoces, Lor. Yo, sí. Sé que intentará endosarle a Engels todas las muertas desde las inundaciones de Johnstown hasta la Segunda Guerra Mundial. ¡Está completamente loco!
—Freddy —Lorna sonrió y tomó mis manos entre las suyas—. ¿Eddie Engels mató a Margaret Cadwallader?
—Sí, pero…
—Tranquilo. Está arrestado, como debe ser, pero fuiste tú quien lo arrestó, no Dudley Smith. Si te preocupa que Smith empiece una investigación de gran alcance que acabe implicándote, olvídalo. El fiscal de distrito nunca la autorizará.
—¿Estás segura? —pregunté, algo más calmado.
—Sí. La Fiscalía no puede gastar ese dinero. El fiscal es partidario de dejar las cosas como están. ¿Crees que es inocente de esas otras muertes?
—Sí, sólo mató a Cadwallader.
Lorna tomó mi cara entre sus manos y me besó varias veces con ternura.
—Empieza a preocuparte la justicia, querido —susurró—, y me alegra mucho que así sea.
—No estoy tan seguro de eso.
—Pues yo sí. ¿Has leído el artículo de la página doce del Times?
—No.
—Bien. Yo te lo leeré. —Lorna apagó el cigarrillo y se aclaró la garganta—. El título es: «Hurra por un nuevo héroe de la vida real», y el subtítulo: «Joven policía colabora en el arresto de un asesino.» Vamos allá. El detective Frederick U. Underhill, de veintisiete años, es el agente de policía más joven que jamás haya alcanzado ese rango en la historia del DPLA. No se trata de un policía al uso. Se graduó en el instituto Loyola en 1946 y decidió que no quería seguir estudiando. Luchó con tenacidad para alistarse en el Ejército durante la Segunda Guerra Mundial, elevando numerosas peticiones a la junta de reclutamiento, pese a tener un tímpano perforado. Al ser rechazado, retomó los estudios, doctorándose magna cum laude en Historia. El detective Underhill es huérfano, y consiguió la nota media más alta jamás alcanzada por un niño en el orfanato de St. Brendam. Monseñor John Kelly, director del instituto St. Brendam, al que Underhill asistió, dijo: «Los recientes éxitos de Fred como policía no me sorprenden en absoluto. Era un niño muy trabajador y responsable. Y ya sabía que estaba destinado a hacer grandes cosas. Pero ¿qué cosas? —ha dicho Underhill—. Lo único que he querido ser siempre es policía. Jamás me he planteado otra vida.»
Y nosotros, los ciudadanos de Los Ángeles, somos los afortunados beneficiarios de esa decisión que Fred Underhill tomó de niño, la de dedicar su vida a la desinteresada y abnegada labor de policía. Mientras trabajó como patrullero en la comisaría de Wilshire, Fred Underhill efectuó más arrestos que cualquier otro agente de dicha comisaría. Fred Underhill obtuvo la nota media más alta que jamás se haya logrado en la Academia de Policía. El capitán William Beckworth, su ex superior en la comisaría de Wilshire, ha dicho de él que «es el mejor policía que ha trabajado a mis órdenes». Una alabanza realmente vehemente, pero respaldada por los hechos: en febrero de este año, el agente Fred Underhill abatió a balazos a dos ladrones armados que acababan de robar en un mercado, ahora, la pasmosa resolución del caso de Margaret Cadwallader, todo ello en menos de un año.
La guerra de Corea se encrudece. En ultramar, estamos en punto muerto con el enemigo comunista. En nuestra ciudad la guerra contra el crimen da sus frutos. Es, lamentablemente, una guerra que estará siempre entre nosotros. Gracias a Dios que también estarán entre nosotros hombres como el detective Fred Underhill.»
Lorna terminó con una reverencia y fingió desmayarse de amor y admiración.
—¿Y bien, agente Fred? —preguntó.
—Han olvidado decir que soy alto, guapo, inteligente y encantador; eso habría sido verdad. En cambio, optaron por todas esas gilipolleces. Queda mucho mejor. No iban a publicar que soy ateo, que me escaqueé del Ejército y que antes de conocerte a ti, era un cazador de chochos.
—¡Freddy!
—Es la verdad. Mierda. Oh, Lorna, estoy tan harto de todo esto.
—¿En serio, querido?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no me haces un par de favores?
—Tú pide.
—No vuelvas a mencionar el caso en lo que queda de fin de semana.
—De acuerdo. ¿Y qué más?
—Que hagamos el amor.
—De acuerdo también. —Abracé a Lorna y caímos en la cama riendo.
Un poco más tarde, llamamos al servicio de habitaciones y pedimos dos platos de trucha con guarnición que llegaron en un carrito cubierto con un mantel y empujado por un botones que llamó discretamente a la puerta y anunció:
—La cena, chicos.
Después de cenar, Lorna encendió un cigarrillo y me dirigió una mirada de cariño y complicidad. No supe por qué, pero esa mirada me intrigó y pregunté:
—¿Intercambiamos nuestros papeles, Lorna?
—¿Papeles? ¿Qué papeles?
—Tú querías saber acerca de mi vida más allá de mi trabajo como policía…
—Muy bien, querido, pues ahora te contaré yo. Después del accidente, sentí una gran lástima de mí misma. Estaba atrapada entre una madre que había muerto santamente, una hermana gorda y un payaso de padre, y todas esas malditas operaciones, y las falsas esperanzas y las especulaciones y la culpabilidad y el asco de mí misma y la ira. Y el distanciamiento. Eso fue lo peor de todo, saber que yo no pertenecía a este tiempo y este lugar; de hecho a ningún tiempo y a ningún lugar. Luego, aprender a caminar otra vez, y estar alborozada al conseguirlo, hasta que el doctor me dijo que no podría tener niños. Entonces sentí una amargura terrible, y con ella aprendí las primeras lecciones de aceptación.
—¿A qué te refieres, Lor?
—Me refiero a no saber cuándo tu pierna mala se desprenderá del todo y yo me caeré de culo. Cuando llevaba un vestido blanco, siempre pensaba que me ocurriría. Aprender a subir las escaleras, a salir antes para ir a clase si tienes que hacerlo. Y luego toda esa gente horrible que quería ayudarme. Los hombres que pensaban que me acostaba con todo el mundo porque era tullida. Y tenían razón, ¿sabes? Me acostaba con todo el mundo.
—Yo también, Lor.
—En fin, y luego la universidad, la Facultad de Derecho, y los libros y la pintura y la música y unos pocos hombres y una cierta reconciliación con la familia, y por último la Oficina del Fiscal de Distrito.
—¿Y?
—¿Y qué, Freddy? —dijo Lorna levantando el tono de voz, exasperada—. ¡Eres tan insistente, caray! Sé que quieres que te hable del prodigio, el «prodigio», que ni siquiera sé bien qué es. Y no tengo ganas.
—Tranquila, cariño. No era mi intención presionarte.
—Sí y no. Sé que quieres saberlo todo de mí, pero dame tiempo. Yo no soy el prodigio.
—Sí que lo eres.
—¡No, no lo soy! Tú pretendes controlar el prodigio, por eso precisamente eres policía. Quiero estar contigo, pero nunca conseguirás controlarme. ¿Comprendes?
—Sí, comprendo que hay cosas que todavía te dan miedo. A mí, ya no.
—¡No te salgas por la tangente, maldita sea!
—Mierda —dije, y de repente sentí que mi tan bien planeada vida se desplomaba bajo el peso de la tensión y la expectación de las últimas tres semanas—. Prodigio, justicia, disparates… Ya no sé nada.
—Sí, sí que lo sabes —replicó Lorna—. Estoy yo. No soy ni el prodigio ni la justicia.
—¿Qué eres?
—Soy tu Lorna.
Ni esa noche ni a la mañana siguiente a primera hora salimos a pasear por la calle State, ni a dar un paseo romántico por la playa ni a visitar la histórica Misión de Santa Bárbara. Estuvimos bailando en nuestra habitación amarillo limón con la música de la radio: los Four Lads, las McGuire Sisters, Teresa Brewer y la inmortal big band del fallecido Glenn Miller.
Encontramos una emisora en la que ponían discos solicitados, y telefoneé para que pusieran una serie de éxitos antiguos que me apetecía escuchar junto a Lorna. El pinchadiscos accedió y Lorna y yo nos abrazamos y bailamos muy despacio siguiendo el ritmo suave de The Way You Look Tonight, Blue Moon, Perfidia, Blueberry Hill, Moments to Remember, Good Night, Irene y, por supuesto, The Tenessee Waltz, cantado por Patti Page.
El lunes por la mañana, al amanecer, nos vestimos y con desgana regresamos a L. A. y a la administración de justicia.