11

El miércoles 3 de septiembre a las ocho de la mañana nos reunimos en el hotel Havana. Con una expresión severa en el rostro, Dudley Smith nos pidió nuestros informes y conclusiones.

El fue el primero en comunicar los resultados de sus pesquisas, y refirió nuestro interrogatorio a Lawrence Brubaker y Janet Valupeyk. Prosiguió con los tres casos sin resolver de homicidio por estrangulación ocurridos en Los Ángeles Oeste y en Venice, haciendo especial hincapié en la mujer encontrada en el callejón cerca de los canales de esa zona en marzo de 1948.

Breuning y Carlisle soltaron sendos silbidos de asombro ante estas nuevas ramificaciones del caso. Mike alzó una mano y dijo:

—Dud, Dick no ha conseguido absolutamente nada que vincule a nuestro chico con el homicidio de Leona Jensen. Tengo un amigo en Detectives de Venice que me dejaría acceder a sus ficheros. Si Engels vivía a dos manzanas cuando se cometió el crimen, es posible que en sus expedientes haya alguna mención.

—Mike, muchacho —dijo Dudley, sacudiendo la cabeza con paciencia—, tenemos bien pillado a ese maníaco por el homicidio de Cadwallader. Tranquilo, muchacho. Ahora pienso incluso que la muerte de Jensen no está relacionada. Freddy, tú descubriste el fiambre, ¿qué opinas?

—No lo sé, Dudley —respondí, midiendo las palabras con cuidado—. Si no hubiese descubierto esas cerillas en la escena del crimen, ahora no estaríamos aquí, desde luego. Pero empiezo a creer que sólo fue una grandísima coincidencia y que Engels no se cargó a Leona Jensen. Engels es un estrangulador, y aunque Jensen fue estrangulada, también la acuchillaron. Me da la impresión de que Engels es un homosexual muy competente y remilgado, alguien que odia a las mujeres pero que aborrece la sangre. Estoy de acuerdo con Dudley, olvidaos del asesinato de Jensen. No es el mismo modus operandi.

—Se nota que has ido a la universidad. —Dudley rió—. Siempre dándole a la neurona. Mike, tú has seguido a Eddie; ¿qué has averiguado?

El impasible Mike Breuning se aclaró la garganta y miró a Dudley con aire servil.

—Estoy de acuerdo con Underhill, jefe. Engels es demasiado pulido, pero ha estado persiguiendo faldas y se ha acostado en su casa con tres tías distintas durante tres noches seguidas. Yo aparqué en el cobertizo contiguo a su bungaló por si oía señales de violencia, pero no he tenido esa suerte. Las mujeres se marcharon a la mañana siguiente sin una sola marca. Las he seguido a las tres de regreso a su coche. Engels les pagó los taxis para que volvieran a donde estaban sus vehículos, que en los tres casos se encontraban aparcados junto a bares de alterne de Hollywood. Tomé los números de las matrículas de esas damas por si las necesitamos como testigos.

—Buen trabajo, Mike —dijo Dudley al tiempo que alargaba la mano para darle una paternal palmada en el hombro—. Y tú, Dick, muchacho, ¿qué tienes que contarnos?

—Lo único que sé es que Engels es un asesino de sangre fría y un hijo de puta muy hábil —respondió Carlisle en tono decidido y con una mirada gélida tras sus gafas de montura metálica—. Yo digo que lo cojamos antes de que se cargue a otra mujer.

Dudley exploró nuestras expresiones en aquella diminuta habitación de hotel y dijo:

—Creo que en eso estamos todos de acuerdo, ¿no, chicos? —Al ver que asentíamos, añadió—: ¿Alguna pregunta, muchachos?

—¿Cuándo presentaremos nuestros cargos a la Oficina del Fiscal de Distrito? —quise saber.

Breuning y Carlisle se echaron a reír.

—Cuando Eddie Engels confiese, muchacho —repuso Dudley.

—¿Y entonces? ¿En qué prisión lo meteremos?

Dudley miró a sus compañeros, más experimentados que yo, en busca de apoyo. Ambos me miraron, sacudiendo la cabeza, y volvieron a mirar a Dudley.

—La policía, muchacho, no presentará ningún cargo ni pondrá en marcha la máquina burocrática hasta que Eddie Engels confiese. Mañana por la mañana, a las seis menos cuarto, nos encontraremos frente al patio de la casa de Eddie, el guapo. Iré en mi coche. Mike, tú recogerás a Dick y a Freddy. Mike y Dick, vosotros llevaréis escopetas. Freddy, tú lleva tu pistola de servicio. A las seis menos cinco daremos una patada a la puerta y meteremos el temor de Dios en el cuerpo de cualquier chica u homosexual que comparta la cama con él. Luego lo haremos marchar. Ya tengo preparado el lugar para el interrogatorio, un motel abandonado en Gardena. Freddy, Dick, Engels y yo iremos en mi coche. Mike nos seguirá en el suyo. Es muy probable que se convierta en un interrogatorio muy largo, muchachos, así que pasad la velada con vuestros seres queridos y decidles que tal vez tarden unos días en volver a veros. Y ahora, de pie, muchachos.

Lo hicimos, y formamos un pequeño semicírculo.

—Poned las manos sobre las mías.

Obedecimos.

—Ahora, muchachos, rezad en silencio una breve plegaria por nuestra operación clandestina.

Breuning y Carlisle cerraron los ojos con aire reverente. Yo también los cerré por unos instantes, y al abrirlos observé que Dudley tenía la mirada perdida.

—Amén —dijo finalmente, tras hacerme un guiño.

Lorna vivía una manzana al sur de Wilshire, cerca del distrito comercial de Beverly Hills. Su apartamento era la representación perfecta de su orgullo y su competencia; un ordenado espacio de un solo dormitorio con unos muebles caros y austeros que reflejaban su manera de ser, su sentido del orden y de la propiedad y una preocupación no obsesiva por el populacho. La casa era como un centro de sus intereses profesionales: las estanterías estaban repletas de textos de leyes y volúmenes y volúmenes de códigos tanto de California como del resto de la nación.

En un rincón de la sala había un escritorio de madera de cerezo colocado en diagonal sobre el cual se veía un enorme diccionario y lo que parecían papeles oficiales, cuidadosamente ordenados en cuatro montones.

El apartamento era también un centro de prodigio, y me sentí orgulloso cuando Lorna me lo enseñó y me contó detalles de los maravillosos cuadros que colgaban de las paredes. Había una reproducción de El Bosco que representaba la demencia, criaturas obsesivas y grotescas que, en un ambiente submarino, importunaban a Dios o a quien fuera, para dar rienda suelta a su locura. También una de Van Gogh en la que se veían campos de flores yuxtapuestos contra unas altas hierbas marrones y un cielo sombrío. Asimismo, el Noctámbulos de Edward Hopper, tres personas solitarias sentadas en una casa de comidas, sin dirigirse la palabra. Era pasmoso y estaba cargado del prodigio de la soledad.

Tomé la mano a Lorna y se la besé.

—Tú sabes qué es el prodigio, Lorna —dije.

—¿Qué es? —preguntó a su vez.

—No lo sé, las cosas misteriosas, hermosas y elípticas que nunca llegaremos a comprender del todo.

Asintió. Sabía de qué le hablaba.

—¿Y es por eso por lo que te convertiste en policía?

—Exactamente.

—Lo que yo quiero es justicia. El prodigio es para artistas, escritores y personas creativas en general. Sus visiones nos transmiten la compasión necesaria para afrontar nuestras propias vidas y tratar a los demás con decencia porque sabemos cuán imperfecto es el mundo. Pero yo quiero justicia. Quiero hechos concretos. Quiero poder mirar a las personas a las que mando a los tribunales y decir: «Es culpable. Que la voluntad del pueblo refleje esa culpabilidad», o: «Es culpable con circunstancias atenuantes, que la voluntad del pueblo refleje la clemencia que recomiendo», o: «Es inocente, no tendrá que presentarse ante el jurado de acusación». Quiero ver resultados, no sólo el prodigio.

Nos acercamos a un gran sofá tapizado con un estampado de flores y nos sentamos. Vacilante, Lorna me acarició la mano.

—¿Comprendes, Fred? —preguntó.

—Sí, sobre todo ahora. Quiero que se haga justicia con

Eddie Engels, y así será. Pero el sistema del jurado de acusación se basa en la gente y la gente es imperfecta y está movida por el prodigio; por lo tanto, la justicia no es un absoluto, sino que está supeditada al prodigio.

—Y eso es precisamente lo que me hace trabajar tanto. Nada es perfecto, ni siquiera la ley.

—Sí, lo sé. —Hice una pausa y metí la mano en el bolsillo de la chaqueta. Saqué un gran sobre de papel manila y se lo tendí—. Lorna, mañana arrestaremos a Eddie Engels. Como agente que realiza el arresto, éste es mi informe.

—Te veo preocupado. —Me miró fijamente y me apretó la mano.

—No, no lo estoy, pero necesito un favor.

—¿Cuál?

—No abras el sobre hasta que te llame. Olvídate de este caso hasta que lo haga. Y cuando Dudley Smith se presente ante ti, quiero que sepas que la verdad está en mi informe. Si encuentras discrepancias, ponte en contacto conmigo y prepararemos el caso para el jurado de acusacción.

—De acuerdo —repuso Lorna, tras dudar por un instante—. Estás implicándote mucho en algo muy importante, Freddy.

—Lo sé.

—Y quieres apresar a Eddie más por tu carrera que por que se haga justicia.

—Sí —dije casi en tono de disculpa.

—No me importa. Tú sí me importas, y Engels es culpable. A ti te importa tu carrera por encima de todo, y a mí la justicia, y ambos conseguimos lo que queremos.

Reí, nervioso, ante la imperfección de aquella lógica.

—Y tú tienes miedo de Dudley Smith —añadió.

—Está como una cabra. No debería ser policía.

—¡Ja! La imperfección, el prodigio, ¿recuerdas?

Touché, Lorna.

—¿Dónde arrestaréis a Engels?

—No lo sé.

Lorna advirtió que mi semblante se ensombrecía. Nos miramos a los ojos y supe que lo sabía. Se puso tensa, se incorporó con esfuerzo y anunció:

—Voy a preparar la cena.

Se dirigió a la cocina sin la ayuda del bastón, dando saltos. Permanecí en el sofá. Oí que se abría y se cerraba la puerta del refrigerador, y ruido de utensilios de cocina. Luego se produjo un inquietante silencio, y cuando ya no lo soporté me dirigí a la cocina, donde encontré a Lorna, apoyada en el fregadero, tocando distraídamente un cazo. Se lo quité de las manos. Ella se resistió, pero yo era más fuerte. Lo lancé contra la pared, donde se estrelló para a continuación caer hecho añicos al suelo. Lorna se me echó al cuello con apasionamiento. Me pegó en los hombros con los puños y soltó un profundo gemido. Le alcé la barbilla, que había clavado en mi pecho, y la besé, levantándola del suelo. Comenzó a debatirse y me golpeó los hombros con más fuerza aún, pero de repente pareció cambiar de opinión y dejó de hacerlo. La llevé en volandas hasta el dormitorio.

Más tarde, después de haber hecho el amor, saciado y sabedor de que me hallaba ante el inicio de algo, empecé a buscar las palabras adecuadas para encauzar el futuro, para lograr que ese momento se multiplicara infinitamente.

—De lo de Eddie En… —empecé a decir, pero Lorna me hizo callar apoyando un dedo en mis labios.

—Tranquilo, Fred. Tranquilo.

Permanecimos abrazados, y jugueteé con sus grandes y suaves pechos. Lorna me acarició con gesto maternal, pero yo tenía otras ideas. Procedí a besarle el vientre y recorrí su piel con los labios hasta llegar a la cicatriz que tenía en la pelvis.

—No, ahí no —dijo—. Enseguida empezarás a contarme lo mucho que me quieres por eso y lo mucho que te gusta mi pierna mala. No, Freddy, eso no, por favor.

—Sólo quiero verla, cariño.

—¿Por qué?

—Porque forma parte de ti.

—A ti no te cuesta nada decir eso porque eres perfecto. —Lorna se retorció en la oscuridad—. Cuando era joven, todos los chicos que querían juguetear con mis grandes tetas intentaban llegar a ellas comenzando por la pierna. Era muy desagradable. Mi pierna es horrible, mi vientre también, y me sacaron el útero, por lo que no puedo tener niños.

—¿Y?

—Cuando dormía con un hombre, me tapaba el vientre con una toalla para que no me lo tocara. Y si tenía la oportunidad de taparme la pierna, también lo hacía. —Lorna se echó a llorar. Sequé sus lágrimas con mis besos y me puse a mordisquearle el cuello hasta que se echó a reír.

—Y ahora, ¿somos Freddy y Lorna?

—Si quieres que lo seamos, sí —repuso.

—Sí —corroboré.

Me levanté de la cama y me dirigí a la sala. Encontré el teléfono y llamé a casa de Mike Breuning. Le dije que no pasara a recogerme por la mañana, que ya me encontraría con todos en Sunset con Horn a la hora acordada. «Está bien, chico», dijo entre risas, y colgó.

Fui a la cocina y abrí el frigorífico. En el congelador encontré una bolsa de hielo, de la que extraje media docena de cubitos. Volví al dormitorio. Lorna estaba tumbada boca abajo, muy quieta. Me acerqué a la cama y dejé caer los cubitos sobre sus hombros. Chilló y se echó hacia atrás.

Salté sobre ella y hundí la cabeza en la carne inerte de su abdomen.

—Te amo —dije—. Te amo, Lorna, te amo, te amo.

Intentó soltarse. Su pierna mala colgaba flácida e inútil a pesar de sus esfuerzos por librarse de mí. Rodeé la pierna con los dos brazos y repetí:

—Te amo, Lorna, te amo, te amo, te amo.

Cedió poco a poco y empezó a sollozar.

—Oh Freddy, oh Freddy, oh Freddy. —Puso las manos en la parte de atrás de mi cabeza y la sostuvo con fuerza junto a esa parte de su cuerpo que tanto detestaba.

La mañana y la oscura realidad llegaron muy deprisa.

Lorna se había dormido con la cabeza en mi hombro, pero yo había permanecido despierto, y aunque saboreé la sensación de tenerla a mi lado, no pude dejar de pensar en Eddie Engels y Dudley Smith y las armas y la justicia y mi carrera a la nueva luz de la mujer que amaba.

A las cuatro y media, según la esfera luminosa del despertador de la mesilla de noche, me aparté de ella, la besé en el cuello y fui a la sala a vestirme.

Cuando me puse la sobaquera y toqué la pistola de servicio del calibre 38, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Justicia, seguí pensando mientras conducía hacía Sunset Strip, justicia. Justicia, no prodigio. Esta vez no.

Apenas tuve tiempo de tomar café antes de encontrarme con los demás en Sunset y Horn.

Mike Breuning ya estaba allí; había aparcado frente a la entrada del patio de Engels. Me saludó con un gesto, y estacioné al otro lado de la calle. Me acerqué y nos estrechamos la mano a través de la ventanilla del conductor. Mike llevaba la placa en la solapa de la chaqueta y en el asiento del conductor había un fusil de aire comprimido.

—Buenos días, Fred —dijo—. Qué tiempo más agradable para lo que nos traemos entre manos.

—Sí. ¿Dónde están Dudley y Dick?

—Han ido a dar una vuelta a la manzana. Engels está solo. Dick lo siguió toda la noche. Me alegro de ello.

—Yo también.

—¿Estás un poco nervioso?

—Sí, tal vez un poco.

—Pues no lo estés. Dudley lo tiene todo bajo control. —Breuning asomó la cabeza por la ventanilla—. Ahí vienen. Ponte la placa en la solapa —me dijo.

Mientras lo hacía, Dudley Smith y Dick Carlisle cruzaron la calle en dirección a nosotros.

—¡Freddy, muchacho! —me saludó Dudley—. ¡Muy buenos días!

—Buenos días, jefe. Buenos días, Dick.

—Hola, Underhill —dijo Carlisle, con aire inexpresivo.

—Bueno, muchacho, ¿estás preparado?

—Sí.

—Muy bien, magnífico. ¿Y tú, Mike?

—Preparado, Dudley.

—¿Dick?

—Preparado, jefe.

Dudley abrió la puerta trasera del coche de Breuning, sacó una escopeta de dos cañones del calibre 12. Mike se apeó con la Ithaca de aire comprimido, yo desenfundé mi pistola de servicio y Dudley sacó un 45 automático de su cinturón.

—Ahora, caballeros —dijo.

Entramos deprisa en el patio con las armas apuntando hacia el suelo. El corazón me latía muy rápido y miré de reojo a Dudley, cuyos diminutos ojos pardos brillaban más que en cualquiera de sus actuaciones. Aquél era el verdadero Dudley.

—Déjame entrar el primero —le susurré cuando llegamos ante la puerta del bungaló—. Conozco la casa y sé dónde está el dormitorio.

Dudley asintió con la cabeza y, con una seña, indicó que Breuning y yo pasáramos delante.

—Abrid de una patada —murmuró.

Mike alzó su escopeta a la altura del pecho y yo mantuve la 38 por encima de la cabeza a la vez que levantábamos el pie al mismo tiempo y golpeábamos la lisa superficie. El cerrojo cedió y la puerta se abrió violentamente hacia dentro. Corrí directo al dormitorio, con el arma por delante y Breuning y Carlisle detrás de mí. La puerta de la habitación estaba abierta, y distinguí una forma en la cama.

Encendí la luz del techo y cuando Eddie Engels empezó a despertarse apoyé la boca del cañón de mi pistola contra su sien y susurré:

—Somos agentes de policía. No te muevas o eres hombre muerto.

Engels se puso a gritar, con los ojos desorbitados de terror. Dick Carlisle saltó desde atrás, le cogió la cabeza y se la aplastó contra la almohada. Al mismo tiempo, Breuning echó las sábanas hacia abajo y le inmovilizó las manos, sujetándoselas a la espalda.

—¡Freddy, piensa, maldita sea! —gritó Dudley—. Siéntate sobre sus piernas.

Me lancé sobre aquella forma que se retorcía y dejé caer todo mi peso sobre la mitad inferior del cuerpo de

Engels. Mientras Mike conseguía ponerle las esposas, Carlisle seguía doblándole el cuello.

—¡Basta, Dick, o lo matarás! —ordenó Dudley.

Carlisle lo soltó y Engels quedó inerte. Nos levantamos todos de la cama y nos miramos conmocionados. Dudley estaba rojo de ira. Se agachó y abrió el pijama color púrpura de Engels, aplicó el oído a su pecho y se echó a reír.

—¡Ja, ja, ja! Gracias al viejo Dudley aún está vivo. Se recuperará. Y ahora, saquémoslo de aquí de una puta vez.

Carlisle lo levantó y yo me lo cargué al hombro. No pesaba mucho. Lo saqué del oscuro bungaló rodeado por mis tres colegas. Sin dejar huellas, cerramos con cuidado la puerta. Corrí hacia el coche. La cabeza de Engels, que estaba inconsciente, me golpeaba la espalda. El corazón me latía más deprisa que un martinete de torno, y miraba en todas las direcciones en busca de testigos presenciales del secuestro. Dudley abrió la puerta del coche y yo lancé a Engels al asiento trasero. Volvió en sí con un grito entrecortado, y Dudley le pegó en la mandíbula con la empuñadura de su 45.

—Siéntate ahí con él, muchacho —susurró.

Lo hice, empujando a Engels contra la otra puerta. Dick Carlisle ocupó el asiento del conductor y puso el motor en marcha. Dudley montó en el asiento del acompañante y, con voz muy calmada, dijo:

—Ya sabes adonde tenemos que ir, Dick. Freddy, mantén a Eddie tumbado, que no lo vea nadie. Sólo levántale la cabeza para que pueda respirar. Así, magnífico. —Sacó la mano por la ventanilla y mostró el pulgar alzado a Mike Breuning para indicarle que todo iba bien—. A Gardena, muchachos —dijo.

Recorrimos varias calles hasta salir a la autopista de Hollywood. Mike iba justo detrás de nosotros. Como si no pasara nada, Dudley y Carlisle se pusieron a hablar del campeonato de béisbol. Yo miré la cara ensangrentada e hinchada de Eddie Engels y, sin saber por qué, pensé en Lorna.

Enfilamos la autopista de Hollywood en dirección a Vermont y Vermont Sur. Mientras pasábamos por delante del campus de la Universidad del Sur de California, Engels empezó a volver en sí y se puso a balbucear con expresión de terror. Apoyé un dedo sobre sus labios para que callara.

Y así seguimos, con Engels suplicándome con la mirada, hasta que Dudley se volvió y preguntó:

—¿Cómo está nuestro amigo, muchacho?

—Sigue inconsciente.

—Magnífico. Llegaremos a nuestro destino en pocos minutos. Es un lugar seguro, abandonado, pero no quiero correr ningún riesgo. Cuando Dick detenga el coche, tú despierta a Eddie. Ponte la placa en el bolsillo y esconde la pistola. Lo meteremos en el almacén como si fuera un amigo nuestro que está terriblemente borracho. ¿Has comprendido, muchacho?

—Sí.

—Magnífico.

Eddie Engels y yo nos miramos fijamente. Pasaron unos minutos. Avanzamos entre el tráfico denso de primeras horas de la mañana. Cuando Dick Carlisle detuvo el coche por completo, fingí despertar a Engels. Este comprendió y me siguió la corriente.

—Arriba, señor Engels —dije—. Somos policías y no vamos a hacerle ningún daño. Sólo queremos que conteste a unas cuantas preguntas. ¿Comprende?

—Sí —respondió Engels, con la respiración entrecortada.

—Bien. Ahora le ayudaré a salir del coche. Seguro que se siente débil, de modo que apóyese en mí. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Carlisle y Smith abrieron las portezuelas del coche. Incorporé a Engels hasta sentarlo. Le quité las esposas, él se frotó las muñecas, que estaban amoratadas y empezó a sollozar.

—Ahora tranquilo —le susurró Dudley—. Ya no te pondremos las esposas, ¿entendido?

Al ver la expresión maníaca en el rostro del gran irlandés, Engels comprendió de inmediato. Me dirigió una mirada de súplica. Le sonreí, compasivo, y sentí una vaga inquietud: si el objetivo era la justicia y el método de interrogatorio consistía en el numerito del pasma bueno y el pasma malo, ya llevábamos recorrido un buen trecho de camino.

Mike Breuning aparcó detrás e hizo sonar la bocina. Miré alrededor. Nos hallábamos en un callejón lleno de basura en la parte trasera de lo que parecía un aparcamiento en desuso.

—Freddy —añadió Dudley—, ve con Mike y abre la habitación. Asegúrate de que no hay nadie a la vista.

—De acuerdo, jefe.

Me apeé y estiré las piernas para desentumecerlas. Mike Breuning me dio una palmada en la espalda y alabó a Dudley con una excitación casi febril.

—Ya te dije que el viejo Dud pensaba en todo, ¿no? Mira este sitio —agregó, al tiempo que me conducía por un estrecho pasaje hasta las diminutas habitaciones de un motel de una sola planta, dispuestas en forma de L, todas pintadas de un descolorido verde vómito—. ¿Verdad que es fantástico? El motel quebró durante la guerra y su propietario no quiere venderlo. Prefiere esperar a que se revalorice. Es perfecto.

Sí, era perfecto. Volví a sentir un escalofrío. Una perfecta representación impresionista del infierno: la planta en forma de L estaba rodeada de un césped seco de color marrón cubierto de botellas de vino barato y envoltorios de condones.

Había carteles de «prohibido el paso» cada dos metros, cubiertos todos ellos de dibujos obscenos, y mierda de perro por todas partes. Una palmera, tan alta como muerta, hacía las veces de centinela del aparcamiento de una fábrica de aeroplanos que se hallaba al otro lado de la calle.

—Sí, es perfecto —admití—. ¿Tiene nombre?

—Se llama motel Victory. ¿Te gusta?

—Sí, suena bien.

Mike me señaló la habitación número seis. Abrió la puerta y una rata enorme salió corriendo.

—Es aquí —indicó.

Observé nuestra sala de interrogatorios. Se trataba de una habitación pequeña, perfectamente cuadrada, que olía a podrido y tenía una cama oxidada sobre la que había un colchón con los muelles al aire. Además, vi un escritorio y dos sillas. Un óleo barato sin enmarcar, sobre la cama, que representaba un payaso. Una fotografía de revista de Franklin D. Roosevelt pegada en la puerta que daba al baño, en el que la bañera y la grifería estaban sucias de óxido. Alguien había dibujado un bigote a lo Hitler en la foto de Roosevelt. Mike Breuning la señaló riendo.

—Trae a nuestro sospechoso, ¿quieres, Mike? —pedí. Quería quedarme solo, aunque sólo fuera un instante, y aunque fuera en un cuchitril como aquél.

Al cabo de un minuto, Dudley, Breuning y Carlisle entraron en la diminuta habitación empujando a nuestro sospechoso en pijama. Carlisle lo lanzó sobre la cama y le esposó las manos. Engels empezó a temblar y a sudar, pero me pareció advertir un levísimo asomo de indignación en su pose mientras se retorcía para encontrar una postura confortable en aquel colchón manchado de orina.

—Quiero llamar a un abogado —dijo, alzando la vista hacia los cuatro hombres que lo habían capturado.

—Eso es un reconocimiento de culpa, Engels —apuntó Carlisle—. Todavía no te hemos acusado de nada, de modo que no tengas prisa por buscarte un leguleyo hasta que te hayamos empapelado.

—Si es que lo empapelamos —intervine, interpretando mi papel de «pasma bueno» sin que me lo hubiesen ordenado.

—Exacto —intervino Mike Breuning—. Tal vez no sea culpable.

—¿Culpable de qué? —preguntó a gritos Eddie Engels, con la voz a punto de quebrársele—. ¡Yo no he hecho nada, joder!

—Ahora calla, muchacho —le dijo Dudley en tono paternal—. Calla. Estamos aquí para que se haga justicia. Tú di la verdad y ayudarás a la justicia y a ti mismo. No tienes nada que temer, así que calla.

La suave voz de Dudley pareció tener un efecto sedante en Engels. Todo su cuerpo se quedó laxo en señal de aceptación.

—¿Puedo fumar? —preguntó.

—Claro —respondió Dudley, al tiempo que metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacaba la llave de las esposas—. Freddy, quítale las esposas al señor Engels, ¿quieres?

—Ahora mismo, Dud.

Abrí las esposas y Engels me sonrió agradecido. Representando el papel que nadie me había asignado, se la devolví. Dudley le tiró un paquete de Chesterfield y una caja de cerillas. Intentó encender, pero le temblaban tanto las manos que yo lo hice por él, con una nueva sonrisa, que él me devolvió a su vez.

—Dick, Freddy —dijo Dudley—, quiero que vayáis a la tienda de licores. Eddie, muchacho, ¿cuál es tu veneno favorito?

—¿Está hablando de priva? —preguntó Engels, pasmado—. No soy un gran bebedor.

—¿No? Con lo te gusta frecuentar los bares…

—De vez en cuanto, una ginebra con Coca-Cola no me sienta mal.

—Oh, magnífico. Freddy, Dick, ya habéis oído la orden de este hombre. Deprisa. Hay una tienda de licores más abajo, en esta misma calle.

Cuando salimos, Carlisle me hizo un esbozo del plan.

—Dudley ha explicado que la palabra clave es «tortuosidad». Dice que significa «rodeo». Lo primero que haremos será emborrachar a Engels para que hable abiertamente sobre sí mismo. Se supone que tú eres de los federales, lo cual significa que eres abogado. Dudley y tú lo haréis cantar con el jueguecito del poli bueno y el poli malo. Lo mantendremos despierto toda la noche, hasta que se sienta agotado. Hemos mandado limpiar la habitación de al lado, por lo que podremos turnarnos para echar una cabezada. Y no te preocupes, Dudley tiene amigos en la policía de Gardena. Nos dejarán en paz.

Sonreí y volví a sentir simpatía hacia aquel mago pragmático del prodigio que era Dudley Smith.

—Y tú y Mike, ¿qué haréis?

—Mike tomará notas taquigráficas sobre todo y después de que Engels confiese lo transcribirá. Es un genio. Yo haré de poli malo, como Dudley.

—¿Y si no confiesa?

—Confesará —repuso Carlisle al tiempo que se sacaba las gafas y las limpiaba con la corbata.

Cuando regresamos de la tienda de licores con un litro de ginebra barata, tres botellas de Coca-Cola y una docena de vasos de papel, Dudley le estaba refiriendo a Eddie Engels historias de su vida en Irlanda durante la Primera Guerra Mundial, y Mike Breuning se encontraba en la habitación contigua, preparando emparedados y café.

Mike regresó a la sala de interrogatorios con media docena de blocs de estenografía y un puñado de lápices de punta afilada. Acercó una silla a la cama y dedicó una sonrisa a Engels. Los ojos de éste se posaron en su afable y rubio rostro, luego en la sobaquera con su 38 y a continuación de nuevo en su cara. Eddie fingía valor, pero estaba asustado, y según me parecía también sentía curiosidad por averiguar cuánto sabíamos. Había matado a una mujer como mínimo, pero era obvio que andaba metido en tantas actividades ilegales que no tenía claro por qué lo habíamos detenido. Sin embargo, no actuó como un asesino acorralado ya que incluso su miedo rezumaba una arrogancia decadente. Había recurrido a su encanto y a su atractivo durante treinta años y saltaba a la vista que se creía un ser superior. Su fingida autosuficiencia estaba a punto de terminar, y me pregunté si tendría idea de ello.

Dudley empezó el interrogatorio, golpeando con sus enormes manos la mesita de madera donde estaban los blocs de Mike.

—Engels —dijo—, es probable que te estés preguntando quiénes somos y por qué te hemos traído aquí. —Hizo una pausa, mezcló mitad de ginebra y mitad de Coca-Cola en un vaso y se lo tendió. Engels lo tomó y dio un sorbo al tiempo que sus inteligentes ojos oscuros nos estudiaban a los cuatro—. Permíteme que te presente a mis compañeros —prosiguió Dudley, tras aclararse la garganta—. Este el señor Carlisle, del Departamento de Policía de Los Ángeles; éste, el señor Breuning, de la Oficina del Fiscal de Distrito; yo soy el teniente Dudley Smith, del DPLA, y este caballero —hizo una pausa y se inclinó hacia mí— es el inspector Underhill, del FBI.

Estuve en un tris de echarme a reír ante aquel gran ascenso, pero me mantuve impasible.

—Si tienes alguna pregunta de carácter legal, formúlasela al inspector. Es abogado y te responderá encantado.

Yo intervine, con la esperanza de calmar a Engels antes de que se desatara la ola de brutalidad que no tardaría en llegar.

—Señor Engels, usted tal vez no lo sepa, pero tiene conocidos que viven en los márgenes del hampa de L.A. Queremos interrogarlo sobre esas personas. Nuestros métodos son indirectos pero funcionan. Limítese a responder a nuestras preguntas y le aseguro que todo irá bien.

Fue un martillazo a ciegas ambiguo y bien informado, pero dio en el clavo. Engels me creyó. Sus rasgos se relajaron y apuró su bebida, aliviado. Dudley le sirvió otra de inmediato, en esta ocasión con dos terceras partes de ginebra por una de Coca-Cola.

Eddie bebió dos buenos tragos y cuando habló, su voz había bajado considerablemente de tono y era casi tan grave como la de un barítono.

—¿Qué quieren saber? —inquirió.

—Háblanos de ti, muchacho —repuso Dudley.

—¿De mí? ¿Qué quieren que les cuente?

—Queremos que nos cuentes tu vida, muchacho. El pasado y el presente.

—¿Y eso qué significa exactamente, teniente?

—Significa que lo cuentes todo.

Engels quedó pensativo por unos instantes. Dio la impresión de que tiraba de sus recuerdos, y bebió otro trago para estimular su pensamiento.

Consulté mi reloj. Eran las siete de la mañana y hacía calor en la pequeña y sórdida habitación. Me quité la chaqueta y me arremangué la camisa. Me sentía cansado, ya que llevaba más de veinticuatro horas sin dormir. Como si me hubiese leído el pensamiento, Mike puso en marcha un ventilador portátil y me tendió una taza de café caliente. Dudley sirvió a Engels un vaso de ginebra pura.

—Cuéntanos tu vida, muchacho —le dijo—. Todos nos morimos por saberla.

—Mamá y papá eran buena gente —empezó Eddie con el tono de voz estentóreo que emplearía alguien que explicase una verdad profunda e intrínseca—. Y supongo que todavía lo son. Yo nací en Seattle. Mamá y papá nacieron en Alemania. Ambos vinieron antes de la Primera Guerra Mundial. Ellos…

—¿Fuiste un niño feliz, Eddie? —lo interrumpió Dudley.

Engels bebió un sorbo de ginebra y dio un respingo al notar su sabor fuerte y amargo.

—Fui un niño feliz, claro que sí. Un chico despreocupado. Un chaval de primera. Tuve un perro, una casa en un árbol, una bicicleta. Papá era un buen hombre. Nunca me pegó. Era farmacéutico. A mamá y a mí nunca nos mandó al médico. Nos curaba con las medicinas de su farmacia. A veces llevaban droga. En una ocasión, mamá tomó algo que le produjo alucinaciones religiosas. Dijo que había visto a Jesucristo paseando a Miffy, un perro que tuvimos y que murió atropellado. Mamá aseguraba que Miffy le había dicho que tenía que convertirse al catolicismo y construir un cementerio para animales domésticos a las afueras de la ciudad. Papá nunca volvió a darle aquello, porque odiaba a los católicos. El se portaba de maravillas conmigo, pero era muy duro con mi hermana Lillian. No le permitía salir con chicos y siempre merodeaba cerca de la floristería donde trabajaba para asegurarse de que no se le acercaba ningún moscón. Era un alemán muy anticuado. Detestaba a los chicos que perseguían chochos. No quería que yo lo hiciera. Creía que tenía que casarme con una chica alemana y estudiar Farmacia.

Engels hizo una pausa y apuró la ginebra que le quedaba. Su cuerpo se estremeció, y advertí que estaba emborrachándose. Tenía la sonrisa torcida y todo su rostro rezumaba emoción. Dudley volvió a llenarle el vaso.

—Pero usted quería perseguir chochos, ¿verdad, Eddie? —le pregunté.

—Claro. —Engels rió y bebió—. Y quería largarme de aquella maldita ciudad llena de perros muertos, Seattle. Allí no había otra cosa que lluvia, farmacias y tías horribles. ¡Horriiibles! ¡Jo! Tuve las mejores tías de Seattle y eran peores que la mujer más fea que puedas encontrar en Hollywood. ¡Horriiibles!

—Así que te mudaste a L.A. —intervino Mike.

—¡No, joder! Los putos japoneses bombardearon Pearl Harbor y a mí me llamaron a filas. A la Marina. Mi padre dijo que con el uniforme me parecía al Pato Donald. Siempre decía que él se parecía a Micky Mouse con aquel guardapolvo que utilizaba en la farmacia. No quería que fuera, e intentó que me quedara en Seattle. Trató de colar certificados de pobreza a la junta de apelaciones, pero no surtió efecto. Sin embargo, consiguió que se hiciera una especie de justicia poética. Me nombraron ayudante de la unidad de farmacia, y comenzó a llamarme Doctor Pato.

Eddie Engels se dobló por la cintura en un ataque de risa y luego, con un espasmo y la cabeza entre las rodillas, vomitó en el suelo de la habitación. Las manos le colgaban laxas a los costados. Había tirado su vaso de ginebra, y cuando alzó la cabeza, dio manotazos de borracho en el colchón para encontrar el vaso. Lo vio en el suelo, en medio de un charco de vómito y lo recogió para que Dudley se lo llenara.

—Otra copa, teniente. El ayudante de farmacia Engels, 416-8395, solicita una ginebra doble, joder.

Dudley lo complació, aunque en esta ocasión sólo le llenó el vaso hasta la mitad. Engels lo vació de un trago. Luego se desplomó en el colchón y, antes de perder la conciencia, gritó:

—¡Muchos chochos, muchos!

Eddie Engels despertó unas seis horas más tarde, muy asustado y deshidratado hasta los huesos. Tenía los ojos enrojecidos y la voz trémula y ronca.

Mientras Engels dormía, Dudley había esbozado su plan: pasma bueno/pasma malo, pero con modificaciones. Los detectives de Hollywood le habían dado una lista de corredores de apuestas, homosexuales y peristas conocidos en la esperanza de que Engels conociera a alguno de ellos. Si le soltábamos esos nombres, no se le ocurriría pensar que estaba bajo custodia. Consideré que era un buen plan, aunque probablemente nos retrasaría mucho. Yo había descansado por la tarde y ya tenía ganas de seguir con aquello, pero de lo que más ganas tenía era de terminar cuanto antes. Quería estar con Lorna.

Cuando Engels despertó, Mike regresaba con dos grandes bolsas de papel repletas de hamburguesas, patatas fritas y café en vasos de papel. Metimos mano en ella, haciendo caso omiso de nuestro prisionero.

—Tengo que ir al baño —dijo en tono sumiso. Como nadie respondió, lo intentó de nuevo—. Tengo que ir al baño. —Seguimos sin hacerle caso—. ¡He dicho que tengo que ir al baño! —gritó con una voz aguda, presa del pánico.

—¡Pues ve al baño, por el amor de Dios! —bramó Dudley.

Engels se levantó del colchón y se dirigió con paso vacilante al inmundo baño. Oí que vomitaba, luego hacía correr el agua del váter, y a continuación meaba. Regresó al cabo de unos instantes, sin la chaqueta del pijama, empapada de vómitos. Se había lavado el musculoso y magro torso con una pasada rápida de agua y temblaba a pesar del calor del atardecer en aquel apestoso dormitorio.

—Estoy preparado para responder a sus preguntas, agentes —dijo—. Déjenme contestarlas para poder marcharme a casa.

—Calla, Engels —le espetó Dudley—. Ya te interrogaremos cuando nos de la puta gana.

—Tranquilo, teniente —intervine—. No se preocupe, señor Engels, enseguida estaremos con usted. ¿Le gustaría comer una hamburguesa?

Engels negó con la cabeza y nos miró.

Terminamos de cenar. Dick Carlisle anunció que saldría a dar un paseo, se puso en pie y se fue. Mike, Dudley y yo dispusimos tres sillas alrededor del colchón. Engels se había sentado, con la espalda apoyada contra la pared, las piernas cruzadas y las manos debajo de las rodillas para controlar su temblor. Tomamos asiento frente a él y lo miramos un buen rato hasta que Dudley le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Edward Engels —respondió nuestro prisionero tras aclararse la garganta.

—¿Domicilio?

—Horn, 1911, en Hollywood Oeste.

—¿Edad?

—Treinta y dos.

—¿Ocupación?

—Hago de intermediario de bienes inmuebles.

—¿Qué significa «intermediario de bienes inmuebles»? —vociferó Dudley. Engels se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas—. ¿Me has oído? —lo apremió Dudley

—Tranquilo, teniente —dije—. Señor Engels, ¿podría explicarnos en qué consiste ese trabajo?

—Yo… ayudo a que se cierren negocios inmobiliarios.

—Lo que supone…

—Poner en contacto a los compradores con los agentes de la propiedad.

—Comprendo. Bien, ¿podría decir…?

—Mentira, inspector. Este tipo es un conocido jugador. Los corredores de apuestas de todo Hollywood me han hablado de él. En realidad, tengo varios testigos que afirman que él también es corredor.

—¡Eso no es cierto! Apuesto a los caballos pero no tengo ninguna relación con los corredores ilegales ni soy uno de ellos. ¡Estoy limpio! ¡No tengo antecedentes policiales!

—¡No digas trolas, Engels! Sé que me estás engañando.

—¡Ya basta! —Alcé las manos para pedir orden— ¡Cállense los dos! Mire, señor Engels, apostar a los caballos no es ilegal. El teniente Smith ha perdido los papeles porque últimamente no ha tenido mucha suerte en las carreras. ¿Diría que es usted un ganador?

—Sí, soy un ganador —respondió Engels.

—¿Gana más con las apuestas que con su trabajo inmobiliario?

—Sí —contestó tras vacilar por un instante.

—¿Incluye esas ganancias en su declaración anual de renta?

—Pues…, no.

—¿Qué ingresos ha declarado este año?

—No lo sé.

—¿Yen 1950?

—No lo sé.

—¿Y en 1949?

—No lo sé.

—¿Yen 1948?

—No me acuerdo.

—¿Yen 1947?

—¡No lo sé!

—¿Y en 1946?

—No lo… En esa época estaba en la Marina. Lo he olvidado.

—Pero tú haces la declaración y pagas tus impuestos, ¿verdad Engels? —intervino Dudley.

—No —respondió Engels, con la cabeza colgando entre las piernas.

—¿Y no sabes que evadir el pago de los impuestos es un delito federal? —Dudley siguió presionando.

—Sí.

—Yo pago mis impuestos, al igual que el inspector aquí presente y todos los ciudadanos que obedecen la ley. ¿Qué tienes tú de especial para no estar obligado a pagarlos, joder?

—No lo sé.

—Tranquilo, teniente —dije—. El señor Engels quiere cooperar. Señor Engels, voy a nombrar a algunas personas. Hábleme de su relación con ellas.

Engels asintió, aturdido. Dudley me pasó una hoja de papel, pulcramente mecanografiada, dividida en tres columnas cuyos títulos respectivos eran «jugadores», «corredores de apuestas» y «delincuentes fichados por la Brigada Antivicio de Hollywood». Empecé por los jugadores. Mike cogió su bloc y se dispuso a escribir. Dudley encendió un cigarrillo para él y otro para Engels, que lo aceptó con expresión de gratitud.

—Muy bien, señor Engels. Escuche con atención: James Babij, Leslie el Escriba Tomas, James Gillis, Walter Snyder, Willard Dolphine. ¿Le suena alguno de esos nombres?

—Son jugadores —respondió Engels con seguridad—. Apuestan fuerte en Santa Anita. Se trata de empresarios, ¿sabe lo que quiero decir?

—Sí. ¿Es amigo íntimo de alguno de ellos?

—¿Qué quiere decir con «íntimo»? —Engels entornó los ojos, suspicaz.

—Quiero decir si ha apostado con ellos. Si lo han visitado en su casa.

—No, no. A esos tipos sólo los veo en el hipódromo. A veces me invitan a una copa en el club Turf, a veces los invito yo, cosas de ese tipo.

—Bien —dije con una sonrisa antes de pasar a la lista de los corredores de apuestas—. William Curran, Louis Washington, Dellacroccio el Tramposo, Murphy el Rápido, Frank Deffry, Gerald Sonrisas Chamales, Bruno Earle, Duane el Cerebro Tucker, Fred el Gordo Vestal, Marc el Cojo McGuire. ¿Le dicen algo, señor Engels?

—Sí, inspector. Todos esos tipos son corredores de apuestas de Hollywood Oeste. Frecuentan las coctelerías. Además, Mark el Cojo también es macarra de maricas negros. Pero ninguno de ellos es importante. —Engels dedicó una presuntuosa sonrisa a sus captores. Empezaba a creerse el objetivo de nuestro interrogatorio. Los tres lo miramos con cara inexpresiva y se puso nervioso—. Freddy Vestal pule marihuana, me han dicho —balbució.

—Muy bien. —Esbocé una sonrisa triunfal—. Ahora, probemos con estos: Pat Morneau, Scooter Coleman, Jack Foster, Lawrence Brubaker, Al Bay, Jim Waldleight, Brett Caldwell, Jim Joslyn.

Engels palideció. Tragó saliva varias veces, se recuperó de inmediato y una sonrisa jactanciosa se dibujó en su rostro.

—No sé quienes son esos tipos, inspector. Lo siento.

—¿No lo sabes, Engels? —lo atacó Dudley hablando en voz muy baja.

—No.

—Esos hombres son unos degenerados: afeminados, sarasas, maricones, homosexuales, chaperas, pederastas y psicópatas. Todos ellos tienen abundantes antecedentes en las brigadas Antivicio de los distintos cuerpos de policía del condado de Los Ángeles. Todos frecuentan los mismos bares de maricones de Hollywood Oeste a los que ibas tú, Engels. Muchos de ellos te han identificado mediante fotografías. Muchos…

—¿Qué fotografías? —dijo Engels—. ¡Pero si yo estoy limpio! No tengo antecedentes policiales. ¡Todo es mentira! ¡Esto es una…!

Aproveché el rifirrafe para intervenir:

—Señor Engels, sólo se lo preguntaré una vez, para que conste en nuestros archivos oficiales: ¿es usted homosexual?

—¡No, joder! —respondió Engels, prácticamente gritando.

—De acuerdo. Gracias.

—Inspector —dijo Dudley en tono sereno—, no me lo creo. Sabemos que es uña y carne con ese marica de Lawrence Brubaker. Sabemos que…

—¡Larry Brubaker es un viejo amigo de la mili! ¡Estuvimos juntos en el campamento de Long Beach durante la guerra! —Engels sudaba a mares. Le tendí un vaso de agua. Dio cuenta del contenido en un segundo, y luego me miró suplicante.

—Le creo —dije—. Usted vivió cerca de ese bar de Venice, ¿verdad?

—Sí, con una mujer. Eramos amantes. Le aseguro que me gustan las mujeres. Pregúntele a Janet, ¡ella se lo dirá!

—¿Janet? —inquirí en tono inocente.

—Janet Valupeyk. Soy intermediario de su agencia inmobiliaria. Ella se lo dirá. Vivimos juntos dos años. Pregúntele y se lo contará.

—De acuerdo, señor Engels.

—No tan de acuerdo, inspector —intervino Dudley, elevando la voz—, no estoy para nada de acuerdo. Tenemos testigos que han identificado a este degenerado como cliente de conocidos tugurios de maricas como el Hub, el Black Cat, el Sergio’s Hideaway, el Silver Star, el Knight in Armor, y en la mitad de los garitos de maricones del Valle.

—¡No, no, no! —exclamó Engels, frenético, sacudiendo la cabeza.

—¡En esta ocasión ha llegado demasiado lejos, teniente! —Dirigí a Dudley una mirada furiosa—. Usted está mal informado. El Silver Star no es un punto de encuentro de homosexuales. Yo he estado allí varias veces. No es más que una agradable coctelería de barrio.

—¡Exacto! —Engels se agarró a mis palabras como a un clavo ardiendo—. Yo también he estado ahí, muchas veces.

—¿Para hacer apuestas? —pregunté.

—No, persiguiendo chochos. Allí he ligado con muy buenas tías. —Sin saber que se estaba delatando, Engels siguió hablando, mientras se retorcía en el colchón empapado de sudor—. He ligado en la mitad de coctelerías de Hollywood. ¿Maricón? Y una mierda. Alguien les ha estado suministrando información equivocada. Larry Brubaker es sarasa, pero yo me limité a utilizarlo. Me prestó dinero. No intentó seducirme como hacen los maricones ni nada parecido. ¡Pregúntele a Janet!

Engels hablaba en singular, se dirigía sólo a mí. Me creía su salvador. Con el rabillo del ojo vi que Dudley se pasaba el índice por la garganta.

—Señor Engels —dije—. Vamos a dejarlo por un rato. ¿Por qué no descansa?

Engels asintió. Fui al baño y mojé una servilleta de papel. Se la lancé y él se la pasó por la cara y el torso.

—Descanse, Eddie —musité con una sonrisa a aquel atractivo asesino.

Asintió de nuevo y hundió la cabeza entre las manos.

—Saldré a dar un paseo —anuncié a Dudley y a Mike Breuning. Cogí un vaso de café y una hamburguesa, ambos fríos, y me marché.

Se había levantado el viento característico de Santa Ana y el descuidado porche trasero estaba cubierto de nuevos restos de desechos.

En la acera había hojas de palmera caídas. El viento había limpiado hasta el mínimo vestigio de contaminación y el cielo crepuscular era de un azul intenso teñido con los últimos reflejos de un sol de color fucsia.

Intenté comer la hamburguesa, pero estaba demasiado grasosa y fría y mi estómago, a causa de los nervios, reaccionó con una arcada. La arrojé al suelo y bebí café al tiempo que reflexionaba sobre los rituales de la justicia. Dudley salió al cabo de un minuto.

—Nuestro amigo se ha dormido, muchacho —anunció—. Mike le ha echado un barbitúrico en el agua. Se despertará dentro de cuatro horas, con un dolor de cabeza terrible. Entonces, seguiremos interrogándolo.

—¿Dónde está Carlisle?

—Registrando el apartamento de Eddie. Volverá pronto. ¿Cómo te sientes, muchacho?

—Expectante. Ansioso por que todo esto termine.

—Pronto, muchacho, pronto. Voy a ensañarme con ese monstruo un buen rato. Tú quédate fuera hasta que me quite la corbata. Entonces entras y respondes a la fuerza con la fuerza, ya sea verbal o física. ¿Me sigues?

—Sí.

—Magnífico. Eres un policía muy brillante, para ser tan joven. ¿Lo sabes?

—Sí.

—Hace tiempo que deseaba tener un protegido como tú, muchacho. Mick y Dick son buenos polis, pero no tienen cerebro ni imaginación. Tú posees una mente rápida y despierta.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué estás tan abatido, muchacho?

—Me pregunto si me gustará la Brigada de Detectives.

—Pues claro que te gustará. Es la crema del Departamento. Y ahora, descansa un rato.

Entré en la habitación contigua al cuarto del interrogatorio y me tumbé en un combado camastro del ejército casi un palmo más corto que yo. Me levanté y fui al baño. Estaba relativamente limpio, o al menos lo bastante para utilizarlo. Me miré en el espejo resquebrajado. Necesitaba un afeitado, y se me había olvidado llevarme la cuchilla.

Me tumbé boca arriba. Fui presa del agotamiento antes de quitarme los zapatos y la sobaquera. Intenté combatir el sueño por unos instantes murmurando «Lorna, Lorna, Lorna», hasta que me venció.

Desperté porque alguien tiraba de mí. Me incorporé de inmediato y me llevé la mano a la sobaquera. Dick Carlisle se materializó y me inmovilizó los brazos. La luz de la bombilla del techo se reflejaba en la montura metálica de sus gafas.

Apoyé las piernas en el suelo y de repente advertí que Carlisle no me gustaba. Tenía algo de libertino y tenebroso que me repelía. Y estaba francamente excitado.

—Mira esto —dijo al tiempo que hundía la mano en el bolsillo de la chaqueta y extraía el broche de Maggie Cadwallader.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿De dónde lo has sacado? ¿Es auténtico?

—Dudley dice que sí. Sabe mucho de piedras preciosas y asegura que es auténtico. Lo he encontrado en casa de Engels, en un colgador de corbatas.

—Jesús. —Fingí asombro al tiempo que ponía en marcha la máquina de pensar—. Cuando registré el apartamento de esa mujer, encontré una pequeña fotografía suya. ¡Llevaba un broche idéntico a éste!

—¡Por Dios, Underhill! ¿Y qué hiciste con ella?

—La perdí cuando hice reimprimir la foto del periódico.

—Mierda. Voy a decírselo a Dudley.

Carlisle se marchó por la puerta que conectaba ambas habitaciones, y aproveché para lavarme la cara y peinarme. Cuando entré en el cuarto, Dick Carlisle estaba abofeteando a Eddie Engels para que despertara y Dudley y Mike Breuning mantenían lo que parecía una conversación privada. Al verme, Dudley me indicó con un gesto que me acercara.

—Freddy, ¿estás seguro de que viste un broche como éste en la foto que encontraste?

—Por completo, Dudley.

—Magnífico. Otra confirmación. Siéntate, muchacho, y recuerda cuál es tu papel.

—¡Despierta, despierta, despierta, maldito degenerado! —Carlisle seguía abofeteando a Engels. No lo consiguió y, frustrado, se quitó el cinturón y comenzó a golpearle la espalda con él.

Engels, que empezaba a recuperarse del estupor inducido por la droga, se enroscó en posición fetal y se tapó la cara con los brazos.

—¡No me pegue! ¡Haré lo que me pida! ¡No me pegue! —gritó.

—¡Queremos la verdad, marica de mierda! ¡La verdad!

—No soy marica.

—¡Demuéstralo! —Carlisle pegó de nuevo a Engels con el cinturón. La gruesa hebilla de metal le arrancó tiras de piel de los omoplatos, y Eddie se tumbó boca arriba para protegerse.

Dudley le arrebató el cinturón a Carlisle y se lo enrolló sobre su gran puño derecho.

—¡Pregunten a Janet! —suplicó Eddie.

—Ya lo he hecho, muchacho. ¿Quieres saber lo que ha contado?

—Di… dígamelo —tartamudeó.

Dudley se acercó a la cama, levantó a Engels por los brazos y lo lanzó al otro lado de la habitación. Cayó hecho un revoltijo de brazos y piernas, soltando un grito. Contuve una exclamación ante aquella demostración de fuerza. Dudley se acercó a Engels, lo izó de un tirón con la mano izquierda y luego le hundió en el estómago la derecha envuelta en el cinturón. Engels volvió a chillar y se dobló por la cintura, sin llegar a caer, ya que Dudley lo sujetó por el hombro.

—Janet me explicó que eras un mamón de pollas guarro y degenerado —masculló Dudley—, que cambiaste su cama por la de un musculitos bujarrón. ¿Es cierto eso, Eddie?

—¡No!

—¿No? —Dudley le clavó la mano en el hombro hasta que empezaron a brotar pequeños géiseres de sangre—. ¿No, Eddie?

—¡No! —aulló Eddie Engels.

—¿No?

—¡No!

—¿No?

Por el pecho de Engels corrían regueros de sangre que se mezclaban con el sudor. Dudley apretó los dientes y hundió la mano con todas sus fuerzas.

—¿No? —insistió en un tono de voz tan agudo que ésta casi se le quebraba. Apartó la mano y Engels cayó de rodillas, llorando.

—Sí —gimió.

—Bien, muchacho. Y ahora contéstame a estas preguntas: ¿pagas tus impuestos?

—No.

—Por fin. ¿Apuestas a los caballos?

—Sí. —Engels se tocó el hombro. Tenía una gran hinchazón púrpura con heridas profundas en forma de pinchazos.

—Ponte de pie, muchacho —le indicó Dudley, y cuando Engels consiguió incorporarse le pegó en el estómago con un devastador gancho de derecha.

Engels ahogó un grito y cayó al suelo, llevándose la mano al lugar del impacto.

—Más preguntas, muchacho —dijo Dudley—. Janet me dijo que le pegabas. ¿Es cierto eso?

—¡No! —Engels se arrastró hasta la pared cubriéndose la cabeza con las manos para protegerse—. ¡No, no, no! —gritó, al tiempo que se hacía un ovillo.

—¿No? —preguntó Dudley con una sonrisa amenazadora.

—Sí —respondió Engels en voz baja.

—Ah, magnífico. ¿Le pegabas a menudo, muchacho? —Sí.

—¿Y a las otras mujeres?

—Sí.

—¿Por qué, sucio y degenerado mamón?

—No…, no…, no lo sé.

—No lo sabes. —Dudley saboreó las palabras como si se tratase de un buen vino—. Háblame del niñato musculitos.

—Se llama Jerry. Lo conocí en el Larry’s Log Cabin. Estaba drogado. Necesitaba ayuda y yo se la proporcioné.

—¿A él también le gustaba pegar a las mujeres?

—¡No!

—¿Os juntasteis los dos para ligar con jóvenes solitarias, pegarles y luego llevarlas a casa y sodomizarlas?

—¡No, Dios mío, no, por favor! —sollozó Engels, implorante.

Dudley se situó detrás de él, lo agarró por los brazos y lo puso en pie. Engels no opuso resistencia y lo miró impasible hasta que la mano derecha de Dudley se estrelló en su plexo solar, derribándolo. Engels vomitó y manchó la camisa de Dudley de una sustancia pegajosa de color rosado que apestaba a ginebra. Dudley torció el gesto y todo su cuerpo se crispó. Sin embargo, siguió donde estaba, mirando a aquel asesino de mujeres por el que tanto odio sentía.

En la habitación se hizo el silencio. Nadie se movió.

Engels permaneció en el suelo, inmóvil, apretándose el castigado vientre con las manos. Detrás de él había una silla de madera de respaldo recto. Dudley levantó a Engels y lo sentó en ella. Dispuso otra silla para él y se sentó tan cerca que sus rodillas respectivas casi se tocaban.

—Mira, Eddie, ahora ya sabemos que pegas a las mujeres, ¿verdad?

—Sí.

—Un muchacho tan atractivo como tú intima sin problemas con jóvenes guapas, ¿no es verdad? Has dicho que frecuentabas coctelerías. ¿Es cierto eso?

—Sí.

—¿Y es ahí dónde ligas con mujeres guapas?

—Sí.

—¿Y para qué ligas con ellas?

—¿Cómo que para qué? Para follar. Para acostarme con ellas. ¡Yo no soy maricón!

—Tranquilo, muchacho. Sabemos que te gustan los chicos.

—¡No, no!

Dudley le dio una bofetada.

—¡No, no, no, no! —repitió Engels.

Dudley lo abofeteó de nuevo, esta vez más fuerte. La nariz le sangró y los regueros le llegaron a la boca. Se lamió los labios y se echó a llorar.

Dudley suspiró y le tendió un pañuelo.

—Tal vez no seas marica, muchacho. Tal vez sea verdad que te gustan las mujeres. Al fin y al cabo, el inspector ha dicho que te había visto en ese local, ¿cómo se llama? ¿Silver Star? Eso no es un antro de maricas.

Engels sacudió la cabeza, manchando a Dudley con sangre y sudor.

—No soy maricón. He follado con más tías que cualquier pasma de Los Ángeles.

—Hablame de eso, Eddie —dijo Dudley al tiempo que encendía un cigarrillo para Engels y se lo ponía entre los labios.

El presumido ligón de mujeres volvió a la vida por unos instantes, superando el terror y la fatiga.

—Me aman, no me dejan en paz. Soy un artista. Sólo tengo que mover un dedo y… Todos los camareros de Hollywood me conocen…

—El camarero del Silver Star dice que eres un sarasa —lo interrumpió Dudley—. Dice que odias a las mujeres. Las odias y por eso las follas, para enamorarlas y luego pegarles, ¿verdad, Eddie? ¿Verdad? Eres un maricón, un chupapollas, ¿verdad?

Engels se lanzó sobre Dudley derribando su silla y cayendo sobre él en un intento de sofocarlo con su maltrecho cuerpo. Breuning y Carlisle lo miraron, pasmados, por unos segundos y luego corrieron hacia Eddie y lo agarraron por los brazos y las piernas, inmovilizándolo contra la pared. Engels gritó y Dick Carlisle empezó a pegarle puñetazos en las costillas y en la ingle. Breuning le aplastó la cara contra la pared hasta que Engels le mordió la mano. Breuning chilló y retrocedió y Carlisle lo agarró por el cuello y empezó a estrangularlo. Engels soltó la mano de Breuning y comenzó a emitir gorgoteos.

De un salto, cogí a Carlisle por los hombros y lo arrojé sobre el colchón. Breuning intentaba pegar a Engels con su mano buena mientras se sujetaba la mordida entra las piernas para mitigar el dolor. Presioné el cuerpo de Engels con el mío, como si intentase atravesar la pared para acceder a otra realidad. Breuning tiraba de mí por los hombros.

—¡Parad todos! —gritó Dudley por fin—. ¡Parad de una vez, ahora mismo!

Breuning me soltó y yo me separé de Engels, que cayó al suelo, inconsciente.

—Traidor asqueroso —me susurró Carlisle.

Avancé hacia él con los puños cerrados.

—No, muchacho —dijo Dudley, interponiéndose en mi camino.

Me dejé caer en la silla que había ocupado Engels. Estaba agotado y temblaba de la cabeza a los pies. Breuning, Carlisle, Dudley y yo nos miramos en un incómodo silencio.

Al cabo de unos instantes, Dudley sonrió. Sacó una hipodérmica y un frasquito del bolsillo de sus pantalones. Insertó la aguja en el frasquito y extrajo un líquido translúcido; luego se arrodilló junto al inconsciente Engels, le tomó el pulso, asintió y le clavó la aguja en el brazo, justo por encima del codo. Empujó el émbolo, lo mantuvo apretado unos segundos y luego retiró la hipodérmica y tumbó a Engels en la cama.

—Dormirá —dijo Dudley—. Lo necesita. Vosotros también, chicos. Todos lo necesitamos. De modo que id a descansar. Mañana por la mañana volveremos a empezar.

Así lo hicimos. Reparados por el sueño, el mío intermitente y el de Engels inducido por la droga, a las nueve de la mañana del día siguiente comenzamos otra vez. Dudley me había despertado a las siete y media, y me había entregado una cuchilla de afeitar y una camisa de manga corta limpia y planchada. En cierto modo, el ritual de afeitarme y ducharme me había revitalizado.

Todavía me sentía conmocionado por lo que había pasado. Dudley lo sabía y mitigó mis miedos.

—Ahora, basta de violencia, muchacho. No soportará mucha más. He mandado a casa a Dick Carlisle; se habría pasado de rosca, seguro. A partir de ahora, lo trataremos con guante de seda.

No se me ocurrió otra cosa que asentir como un idiota. No quería ni imaginarme qué sería convertirme en el protegido de aquel irlandés enajenado que a mis ojos se había convertido en un ser detestable.

Fui hasta la esquina, a una casa de comidas frecuentada por los obreros alegres y ruidosos de una fábrica de aviones cercana. La tosca camaradería de aquellos hombres, sentados a mi lado, ante la barra, me reconfortó aún más. Comí un abundante desayuno compuesto de salchichas, huevos y patatas, seguido de casi medio litro de café. Compré una ración triple de huevos escalfados y dos batidos de chocolate para Eddie Engels. Pedir que me lo envolvieran «para llevar» hizo que me sintiera triste y enojado. Aquello trascendía la competencia del prodigio y de la justicia y llevaba a un cierto conocimiento de la naturaleza humana que, en aquel momento, prefería no tener.

Al fondo del restaurante había un teléfono público. Estuve en un tris de sucumbir al impulso de llamar a Lorna, pero no lo hice. Primero quería terminar con aquello.

Cuando volví a la habitación, Eddie Engels continuaba dormido sobre el asqueroso colchón, con la cara contraída de terror.

Dudley, Breuning y yo vimos que se despertaba. Por unos instantes pareció que no recordaba donde se hallaba. Finalmente, su cerebro conectó con la realidad, y cuando sus ojos se posaron en Dudley empezó a sufrir espasmos involuntarios. Cerró de nuevo los ojos y quiso gritar, pero de su garganta no salió sonido alguno.

Dudley y yo intercambiamos una mirada. Mike Breuning jugueteó con su bloc, con los ojos clavados en él, avergonzado. Hice una seña a Dudley para que me siguiera hasta la habitación contigua.

—Déjamelo a mí —le dije, cuando estuvimos a solas—. Te tiene demasiado pánico. Déjame hablar con él. Los dos a solas. Yo lo reanimaré.

—Quiero una confesión, muchacho. Hoy mismo.

—La tendrás.

—Te concedo dos horas. No más.

Llevé a Engels a la habitación contigua. Le dije que podía aprovechar para ir al baño, que estaba bastante limpio. Lo hizo, cerrando la puerta a sus espaldas. Esperé mientras se lavaba. Al regresar, se sentó en el extremo de uno de los camastros.

Tenía el tórax muy amoratado, y el cardenal que le había hecho Dudley en el hombro al hundir sus dedos en él se había hinchado hasta alcanzar el tamaño de una naranja.

Encendí un cigarrillo y se lo tendí.

—¿Estás asustado, Eddie? —le pregunté.

—Sí —repuso, asintiendo con la cabeza—, muy asustado.

—¿De qué?

—De ese tipo irlandés.

—Te comprendo.

—¿Qué quieren? No soy más que un jugador de poca monta.

—Que además abusa de las mujeres —señalé. Engels agachó la cabeza—. Mírame, Engels. —Cuando alzó la cabeza y me miró a los ojos, le pregunté—: ¿Has maltratado a muchas mujeres, Eddie? —Asintió—. ¿Por qué?

—¡No lo sé!

—¿Desde cuándo te dedicas a esto?

—Desde hace mucho tiempo.

—¿Antes de que te marcharas de Seattle?

—Sí.

—¿Lo saben tus padres?

—No. ¡No los metan en esto!

—Calla. ¿Quieres a tus padres?

—Todo el mundo ama a sus padres —repuso Engels al tiempo que me miraba como si yo estuviera loco.

—Puede amarlos quien los tiene. Yo nunca los he tenido. Me crié en un orfanato.

—Lo siento. Es muy triste. ¿Por eso se ha hecho policía? ¿Para poder localizarlos?

—Nunca he pensado en ello. Tú eres un tipo con suerte, tienes una buena familia.

Engels asintió y el terror que reflejaba su rostro disminuyó por unos instantes.

—¿Te llevas bien con tu hermana Lillian? —pregunté. Engels no respondió—. Dímelo. —Siguió callado—. ¿Te llevas bien con ella, Eddie? —insistí.

—¡La odio! —Exclamó Engels, rojo como la grana—. ¡La odio, la odio, la odio! —gritó al tiempo que, con frustración, se desfogaba emprendiéndola a puñetazos con el camastro. Aquel arranque cedió tan rápidamente como había comenzado, pero la personalidad de Eddie había cambiado de nuevo—. Odio… odio a Lillian —dijo en voz baja.

—¿Le has pegado alguna vez? —inquirí.

Por toda respuesta sacudió la cabeza.

—¿Se burlaba de ti?

Siguió en silencio.

—¿Tenía poder sobre ti?

—Sí —gimió Eddie, mordiéndose el labio inferior.

—¿Qué te hacía? —pregunté con suavidad.

—Me llevaba fuera de casa —respondió Eddie Engels, con tranquilidad—. Era lesbiana y no quería que amase a ninguna otra chica, sólo a ella.

—¿Y?

—Y me vestía, y me arreglaba y…

—¿Y?

—Y me maquillaba y me obligaba a masturbarla delante de su amiga… —Engels se interrumpió.

—¿Y tú la odias por eso? —pregunté, tras aclararme la garganta. Mi propia voz me sonaba extraña e incorpórea.

—La odio por haberme convertido en lo que soy, agente. Pero también la amo. Y prefiero ser lo que soy que ser lo que usted es.

Sus palabras quedaron flotando en el aire, venenosas como una radiación atómica. Le tendí la bolsa de papel que contenía los huevos y los batidos.

—Desayuna —le dije—. Y descansa un rato. Pronto sabrás por qué te hemos traído aquí.

Tras asegurarme de que aquella habitación sin ventanas estaba cerrada por fuera, dejé solo a Engels para que recapacitara sobre mi amenaza y fui a informar a Dudley Smith.

—Tendrías que haberte hecho psicoanalista, muchacho —dijo por todo comentario.

Aquel día, a la una y media de la tarde, llevamos de nuevo a Engels a la sala de interrogatorios. Había comido y descansado, pero se le veía agotado y dispuesto a aceptar lo que fuese. Lo senté en el colchón y Dudley, Breuning y yo dispusimos nuestras sillas a su alrededor de modo que sólo pudiera ver a tres fornidos policías. Dudley dejó un cenicero, una caja de cerillas y un paquete abierto de Chesterfield en el colchón, a su lado.

Con cautela, Engels sacó un cigarillo, pero Dudley se lo arrebató de una patada.

—Ya sabes de qué va todo esto, ¿verdad, muchacho?

—Pues no —respondió Engels tras tragar saliva con dificultad.

—En marzo de 1948 vivías en la Veintinueve con Pacific, en Venice, ¿verdad?

—Sí —respondió Engels.

—Pues a dos manzanas de la casa en la que vivías con Janet Valupeyk encontraron a una mujer estrangulada. ¿La mataste tú?

—¡No! —gritó Engels, pálido como el papel.

—Se llamaba Karen Waters. Tenía veintidós años.

—¡He dicho que no!

—Muy bien. Tengo aquí los nombres de dos mujeres jóvenes y solitarias que fueron estranguladas y halladas muertas. Si algún nombre te dice algo, contesta, muchacho, ¿de acuerdo? ¿Mary Peterson?

—No.

—¿Jane Macauley?

—¡Le aseguro que no!

—Eso es lo que tú dices. —Dudley suspiró, exasperado, pero fingió paciencia—. Janet Valupeyk opina de otro modo. Ha identificado a esas tres mujeres y ha dicho que eran conquistas tuyas. Las recuerda muy bien…

—¡Imposible! ¡Janet siempre estaba colocada! Tomó drogas todo el tiempo que vivimos juntos…

Dudley alzó la mano en un rápido movimiento y dio un bofetón a Engels en la mejilla. Sorprendido, éste lo miró como un niño al que se ha regañado.

—Pensaba que habías ligado con muchas mujeres.

—Claro que sí. Con una cantidad enorme de mujeres.

—Entonces, ¿cómo sabes que no ligaste con ellas?

—Yo no…

—¿A tantas has matado, Eddie?

—Nunca he matado a ningu…

Dudley le pegó más fuerte con la mano abierta, abriéndole las heridas que le había hecho en la cara la noche anterior. Engels sacudió los brazos pero permaneció sentado. En su rostro había aparecido una expresión de terror insondable, que rápidamente había pasado a una de dolor. Sabía que lo teníamos cercado.

—Leona Jensen. ¿Te acuerdas de ella? —preguntó Dudley.

Engels agachó la cabeza al tiempo que negaba con ella. Dudley se aflojó la corbata.

Yo me acerqué al colchón.

—Esta mañana he llamado a Seattle y he hablado con tu padre —dije—. Le expliqué que eras sospechoso de haber matado a cinco mujeres. Repuso que eso era imposible. Que eras un buen chico. Yo le he creído y te creo. Pero el teniente Smith, no. Le he dicho que no hay pruebas de peso que te vinculen con esas mujeres que ha nombrado. Creo que sólo hay una acusación contra ti y que podremos excluirla si respondes sinceramente a las preguntas del teniente.

Engels alzó la cabeza y me miró con tristeza, como un perro que esperase una alabanza o un golpe.

—¿De veras que ha hablado con él?

—Sí.

—¿Y qué ha dicho?

—Que te quiere. Y que tu madre también, y que Lillian te quiere más que nadie.

—Oh, Dios mío… —Engels se puso a sollozar.

—Muy bien, Engels —intervino Dudley—. ¿Significa algo para ti el nombre de Margaret Cadwallader?

El rostro de Engels se contrajo en un espasmo.

—No —respondió con un hilo de voz.

—¿No? Tenemos una docena de testigos que os vieron juntos en el hipódromo y en los clubes nocturnos de Sunset Strip.

Engels sacudió la cabeza de manera frenética.

—La verdad, Eddie. Por el bien de tu familia —insistí.

—Sa…, salimos juntos —balbuceó.

—Pero ¿rompisteis?

—Sí.

—¿Por qué, asesino? —bramó Dudley—. ¿Por qué no te dejaba que le pegases?

—¡Nunca he matado a nadie!

—¡Nadie ha dicho que la mataras, marica de mierda! ¿Le pegaste?

—Yo no… Ella no…

—¿No qué? ¡Venga mamón degenerado! —Dudley echó el brazo hacia atrás y luego lo proyectó hacia Engels a cámara lenta. Yo lo detuve a mitad de camino, sujetándolo por la muñeca.

—¡He dicho que basta de eso, Smith! —exclamé.

—¡Maldita sea, inspector. Este psicópata es culpable y yo lo sé!

—Pues yo no estoy tan seguro. Hay una cosa que me preocupa, Eddie. La noche en que estrangularon a Margaret Cadwallader vieron tu Ford descapotable aparcado en la calle en que ésta vivía.

—Oh, Dios —gimió Eddie.

—¿Qué hacía allí? —proseguí.

—Yo… se lo había prestado.

—¿Y cómo lo recuperaste? —intervino Dudley.

—Yo…, yo…

—¿Follaste alguna vez con ella en su apartamento, chico guapo? —vociferó Dudley.

—¡No!

—Qué curioso. Tenemos huellas tuyas tomadas en su dormitorio.

—¡Eso es mentira! ¡La policía nunca me ha tomado las huellas!

—Eres un mentiroso, guaperas. Los polis de Ventura tienen tus huellas. Te las tomaron cuando hicieron una redada en un tugurio de maricas y tú estabas allí bebiendo.

—¡Eso es mentira!

A Dudley le entró un ataque de risa. Con una modulación perfecta, sus carcajadas ascendieron y descendieron en un diminuendo y un crescendo propios de un Stradivarius en las manos de un maestro.

—¡Jo, jo, jo! ¡Ja, ja, ja! —Tenía las mejillas surcadas de lágrimas y el rostro enrojecido. Rió y rió mientras Engels, Breuning y yo lo mirábamos atónitos. Finalmente, la risa de Dudley se metamorfoseó en un enorme bostezo. Miró a Breuning y le dijo—: Creo, muchacho, que ha llegado la hora de meter a este chico en cintura, ¿no crees?

—Sí, teniente.

Con todas las miradas fijas en él, Dudley Smith hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el broche de diamantes de Maggie Cadwallader. En la pequeña y sórdida habitación, el silencio era absoluto.

Dudley esbozó una sonrisa diabólica y el rostro de Eddie Engels se quebró en una malla de palpitantes venas azules. Hundió la cabeza entre las manos y se quedó muy quieto.

—¿Sabes de dónde hemos sacado esto, Eddie? —pregunté.

—Sí —respondió con voz aguda.

—Era de Margaret Cadwallader, ¿sabes?

—Sí.

—¿Cómo lo conseguiste? ¿Se lo compraste, pagaste por él?

Engels se echó reír con una entonación casi femenina.

—¿Que si pagué por él? Oh, chico, ¡pagar, pagar y pagar! —gritó.

—Yo diría que fue Margaret la que pagó —dijo Dudley—. Pagó con su vida. Les pegas, las matas y ahora, además, les robas. ¿Y no profanas sus cuerpos, niño bonito?

—¡No!

—Entonces, ¿sólo las matas?

—¡Sí! ¡No!

—¿Qué ibas a hacer con ese broche, cabrón? ¿Regalárselo a la tortillera de tu hermana?

—¡Aaagh! —chilló Engels.

—Fue la marimacho de tu hermana la que te enseñó a comer chochos, ¿verdad? ¿La odiabas por eso, y por extensión a todas las mujeres? ¿Se meaba encima de ti? ¿Te hacía poner de rodillas para que le chupases el chocho? ¿Es por eso por lo que matas mujeres?

—¡Sí, sí, sí, sí, sí! —gritó Engels, en un tono cacofónico de soprano—. ¡Sí, sí, sí, sí, sí!

Dudley se abalanzó sobre él, lo levantó de la cama y lo golpeó una y otra vez contra la pared.

—¡Cuéntame cómo lo hiciste, asesino! ¡Dime cómo te cargaste a la encantadora Margaret y nosotros no diremos nada a tus padres acerca de las otras! ¡Dímelo!

En manos de Dudley, Engels se quedó laxo como un muñeco de trapo. Cuando por fin lo soltó, se desplomó en la cama soltando un terrible gemido.

Dudley señaló el cuarto de baño. Lo seguí hasta allí. Había una cucaracha gigantesca saliendo de la inmunda bañera.

—Malditas cucarachas chupadoras de sangre —masculló—. Por la noche se meten en la cama y te chupan la sangre. Malditas chupapollas. —Se agachó, dejó que el bicho se encaramase a su mano y luego cerró el puño en torno a él hasta convertirlo en una pulpa verde amarillenta. Se limpió los restos en la pernera del pantalón y agregó—: Está a punto de desmoronarse, muchacho.

—Ya lo sé —repuse.

—Y tú le darás el empujón final.

—¿Cómo?

—Tú le gustas. Contigo se pone maricón. Cuando estás cerca le sale un tono de voz muy afeminado. Eres su salvador, pero estás a punto de convertirte en su judas. Cuando me afloje la corbata, quiero que le pegues. Es la única manera, muchacho.

—No…, no puedo.

—Podrá y lo hará, agente —me susurró Dudley acercando su cara a la mía—. ¡Ya basta de juegos de mariquitas! ¡Pegará a ese pervertido en la cara, joder! ¡Muy fuerte! ¿Ha comprendido, Underhill?

Sentí un escalofrío.

—Sí —respondí.

Nos reunimos de nuevo en la pequeña habitación, que se veía tan machacada como el propio Eddie Engels. Con un gesto, Dudley le indicó a Mike que cogiera el bloc.

—Quiero todas y cada una de las palabras, Mike.

—Bien, jefe.

Tendí un vaso de agua a Engels. Como sabía lo que tenía que hacer, no se trataba de ser amable con él. Me limité a tenderle el vaso, y cuando me sonrió, lo miré sin expresión alguna en el rostro.

—A ver, Engels —empezó Dudley—. ¿Admites haber conocido a Margaret Cadwallader?

—Sí.

—¿Y reconoces haber tenido una historia íntima con ella?

—Sí.

—¿Y haberle pegado?

—No, no la… Ella, mire yo podría ser un buen chivato para usted. Conozco mucha gente a la que podría delatar. Toxicómanos, camellos. Sé muchas cosas de la época en la Marina.

Dudley lo abofeteó.

—Calla, guaperas. Ya casi hemos terminado. Vamos a traer a tu hermana Lillian. Quiere hablarte de la solitaria Margaret. Quiere que confieses y le ahorres a tu familia la angustia de verte acusado de cinco asesinatos.

—No, por favor —gimoteó Engels.

—No, teniente. Así, no —intervine, enfadado—. No tenemos ninguna prueba. Lo único que tenemos es el homicidio de Cadwallader. Podemos acusarlo de eso.

—¡Mierda, inspector! Estamos en situación de culparlo de cinco muertes como mínimo. Que venga Lillian Engels y seguro que infunde algo de inteligencia a su cabecita, como siempre ha hecho.

—¡No, por favor! —imploró Engels, sollozando.

—Eddie —dije—. ¿Tus padres saben que eres homosexual?

—No.

—¿Saben que Lillian es lesbiana?

—No. ¡Por favor!

—Y no quieres que se enteren, ¿verdad?

—¡No! —gritó Engels, con la voz a punto de quebrársele. Se rodeó el cuerpo con los brazos y se balanceó hacia delante y hacia atrás.

—Pues podemos ahorrárselo, Eddie —dije—. Confiesa que has matado a Margaret y no te achacaremos las otras muertes ante el jurado de acusación. Escúchame, soy tu amigo.

—No… ¡No lo sé!

—Calla y escucha. Me parece que hay circunstancias atenuantes. ¿Te humilló Margaret?

—No… ¡Sí!

—¿Te recordaba a Lillian, a todas esas cosas malas del pasado?

—¡Sí!

—¿Cosas perversas, cosas horribles en las que no querías pensar?

—¡Sí!

—¿Quieres que terminemos de una vez?

—Sí, por Dios —respondió, llorando a lágrima viva.

—¿Confías en mí?

—Sí. Es usted una persona dulce y amable.

—Entonces, cuéntame lo de Margaret.

—¡Dios mío! ¡Oh Dios mío, por favor!

—Lo soy, Eddie. —Puse la mano en la rodilla de Engels—. Cuéntamelo.

—¡No puedo!

Con el rabillo del ojo vi que Dudley se aflojaba la corbata. Hice acopio de fuerzas y luego me puse en pie, delante de Engels, que me miraba implorante, con los ojos muy abiertos. Cerré el puño y le pegué con todas mis fuerzas en un lado de la nariz. Se oyó un crujido y volaron fragmentos de cartílago.

Engels se llevó las manos a la cara ensangrentada y se desplomó en el colchón.

—¡Confiesa ya, joder, asesino de mierda! —bramó Dudley.

Me quedé donde estaba. Temblando. Engels se puso de lado, expulsando sangre por la nariz.

—Maté a Maggie —dijo en tono de pesar y resignación—. A nadie más. Todo fue cosa mía. Lo hice yo solo. Nadie más. La maté y ahora tendré que pagar por ello. Maggie no lo merecía, pero también pagó. Todos tenemos que pagar. —Dicho esto, se desmayó.

Breuning escribía a toda prisa.

Dudley sonreía como un amante satisfecho y yo permanecí inmóvil, intentando encontrar una mínima complacencia en mi amañanada victoria.

Nadie dijo nada, y supe que tenía que moverme deprisa si quería poner a salvo aquella difícil gloria. Salí de la habitación de improviso, crucé la calle corriendo y busqué un teléfono público. Cuando lo encontré, llamé a Lorna al trabajo.

—Lorna Weinberg al habla —dijo.

—Lorna, soy Fred…

—Oh, Freddy, yo…

—Ha confesado, Lorna. Ha confesado haber matado a Margaret Cadwallader. Quedará arrestado. Me parece que lo llevaremos a los calabozos del Palacio de Justicia. No creo que sea un caso para el jurado de acusación. Supongo que alegará enajenación mental. ¿Tendrás los papeles arreglados?

—No puedo hacer nada hasta que me llegue el informe del arresto. Freddy, ¿estás bien?

—Sí…, sí, cariño, estoy bien.

—Pues a mí no me lo parece. ¿Me llamarás cuando el arresto de Engels sea oficial?

—Sí. ¿Podemos vernos esta noche?

—Sí. ¿Cuándo?

—No lo sé. Es posible que esta noche esté liado haciendo informes.

—Pues ven cuando termines, ¿vale?

—Sí.

—¿Freddy?

—¿Sí?

—No…, nada. Ya te lo diré cuando nos veamos. Cuídate.

—Lo haré.

Cuando volví a la habitación, Engels ya estaba esposado. Llevaba unos pantalones de algodón, unas sandalias y una camisa hawaiana que Carlisle había traído de su apartamento. Breuning le tomaba declaración.

—… Y me asusté. Me pareció oír ruidos en el piso de arriba y salté por la ventana de la cocina. Tenía miedo de volver al coche. Corrí hasta unos matorrales que hay cerca de la rampa de entrada a la autopista, me quedé allí escondido… varias horas… y luego regresé en taxi a casa… —Engels calló. Me miró y escupió sangre en el suelo. Tenía la nariz de color púrpura y muy hinchada y ambos ojos amoratados.

—¿Por qué, Engels? —preguntó Breuning.

—Porque alguien tenía que pagar. Es una lástima que le haya tocado a alguien tal dulce como Maggie, pero así ocurrió.

—Mike y yo llevaremos a Engels al depósito de detenidos del Palacio de Justicia —dijo Dudley, dándome una palmada en la espalda—. Tú vete a casa. Tenemos que ser unánimes en nuestras declaraciones. Has estado fantástico, muchacho, fantástico. El cielo es el único obstáculo a lo alto que puedes llegar una vez que hayamos terminado con este asunto.

—Te equivocas, Dudley —dije—. Iré contigo. Es mi arresto. Tú puedes presentar tu informe y la confesión de Engels, pero este arresto es mío. Yo presenté el mío a la Oficina del Fiscal de Distrito un día antes de que lo detuviéramos. En él cuento toda la verdad, desde el principio. Siempre has querido dejarme fuera de esto y no voy a tolerarlo. Pruébalo e iré a los periódicos. Contaré tu pequeña historia de cuando la investigación de la Dalia y cómo secuestraste a Engels y le pegaste hasta que cantó. Si intentas quitarme este arresto, toda mi carrera se irá a la mierda. ¿Comprendes?

Dudley Smith enrojeció y luego se puso púrpura. Sus enormes manos, pegadas a los costados del cuerpo, empezaron a moverse de manera espasmódica. Sus ojos eran dos puntos diminutos cargados de odio. Por las comisuras de sus labios asomó un poco de saliva, pero no pronunció una sola palabra.

Llegué al centro antes que ellos.

Las escaleras del Palacio de Justicia ya estaban atestadas de reporteros. El viejo Dudley, con su manera de obrar exagerada, los había preparado para cuando hiciese acto de presencia.

Aparqué en la Primera con Broadway y me aposté en la esquina para esperar a mis colegas y a nuestro prisionero. Al cabo de un minuto doblaron la esquina y se detuvieron en el semáforo. Sentado al volante, Breuning me lanzó una mirada fulminante. Abrí la puerta del acompañante y entré. Dudley y Engels iban detrás.

—Estás acabado, judas —masculló Dudley, y Engels bufó con los dientes apretados.

Hice caso omiso de ellos, e imitando el acento de Dudley dije:

—¡Hola, muchachos! He decidido dejarme caer por aquí. Veo que los periodistas ya han llegado. ¡Magnífico! Tengo mucho que contarles. Dudley, ¿te has enterado del último descubrimiento antropológico? ¡El hombre no desciende del mono, sino de un irlandés! ¡Jo, jo, jo! ¿No os parece magnífico?

—Judas Iscariote —dijo Dudley.

—Te equivocas. Soy el Santa Claus irlandés. ¿No se nota?

Aparcamos junto a la acera frente al laberinto de reporteros y yo me prendí la placa en mi arrugada chaqueta.

De un empujón, Dudley hizo salir a Engels del coche y lo cogimos de un brazo cada uno y subimos la escalera del Palacio de Justicia.

—¡Aquí están! —gritó alguien, y como si de buitres se tratara, se lanzó sobre nosotros una manada de reporteros en mangas de camisa, que no cesaban de hacer preguntas en medio de una explosión de flases.

—Dudley ¿a cuántas se ha cargado? ¿Ha confesado, Dudley? ¡Sonríe, asesino! ¡Para el Daily News de L.A.! ¡Cuéntanoslo, Dudley! ¡Eh, pero si éste es el poli que mató a esos dos pistoleros mexicanos! ¡Díganos algo, agente!

Nos abrimos paso entre ellos. Engels mantuvo la cabeza gacha. Dudley sonrió para las cámaras y yo puse rostro estoico. En el vestíbulo del edificio nos esperaba el jefe de carceleros, teniente uniformado de la Oficina del Sheriff. Nos llevó hasta el ascensor, donde un ayudante le puso unos grilletes a Engels en los tobillos, y subimos en silencio hasta el piso undécimo. Allí le dieron al prisionero unos pantalones de algodón, le quitaron las esposas y los grilletes y lo metieron en una celda individual. Cuando estuvo encerrado, me miró por última vez y escupió en el suelo.

—Tienen que ir de inmediato a la comisaría central —dijo el teniente—. El mismísimo jefe de detectives me ha llamado para decírmelo.

Dudley asintió con aire impasible. Me excusé, bajé la escalera y salí por la puerta principal, para verme de inmediato rodeado por los reporteros. Algunos me conocían, ya que el asunto de los mexicanos me había dado cierta fama, y mientras descendía por los escalones hacia la acera, me hicieron preguntas.

—¿Quién lo ha arrestado, Underhill? ¿Qué ha ocurrido? Dudley dice que el tipo está zumbado. ¿Podéis acusarlo de todas las muertes sin resolver?

No les hice caso y me abrí camino hasta la acera. Corrí las cuatro manzanas que me separaban de la División Central en Los Ángeles Street y llegué sudando. Crucé los pasillos a toda prisa y me detuve un momento para tranquilizarme antes de llamar a la puerta de Thad Green, el jefe de detectives. Su secretario me hizo pasar a la sala de espera. Dudley Smith ya estaba allí, sentado en el sofá, fumando. Nos miramos fijamente hasta que sonó el intercomunicador.

—Ya puede pasar, teniente Smith —dijo el secretario.

Dudley entró en el sanctasanctórum, desapareciendo tras una gruesa puerta de cristal. Esperé, nervioso, y para serenarme procuré pensar en Lorna. Dudley salió al cabo de media hora; pasó por mi lado como si no existiese y se marchó.

—¡Underhill! —El jefe me llamaba desde el despacho, y yo entré a afrontar mi destino. Estaba sentado tras su enorme escritorio de roble. Lo saludé y él me devolvió el saludo asintiendo de manera enérgica con su canosa cabeza.

—Su informe, Underhill.

Cuando terminé, sin haberme sentado, el jefe dijo:

—Bienvenido a la Brigada de Detectives, Underhill. Emitiré un comunicado de prensa. La Oficina del Fiscal de Distrito se pondrá en contacto con usted. Quiero un informe por escrito para dentro de dos horas. No hable con ningún periodista. Ahora, vaya a casa y descanse.

—Gracias, señor —dije—. ¿Adonde seré asignado?

—Todavía no lo sé. A alguna patrulla, supongo. —Consultó su calendario—. Dentro de una semana justa, el viernes 12 de septiembre, preséntese a las ocho de la mañana. Ya le habremos encontrado un destino adecuado.

—Gracias, señor.

—Gracias, agente.

Me instalé en un cuarto trastero vacío que encontré al final del pasillo, redacté el informe y se lo dejé al secretario del jefe. Después, fui a recuperar mi coche y me dirigí a casa, donde me esperaban Night Train, una ducha y un sueño reparador.