Dudley Smith y su prole femenina vivían en una casa modesta y espaciosa, un par de kilómetros al sur de Westwood Village. Me detuve ante la casa cinco minutos antes de la hora fijada para la cita. Me había puesto mi único traje claro, que estaba un tanto manchado y arrugado. Llamé al timbre y oí que varias voces y risitas de niña anunciaban mi llegada.
—¡Ya está aquí, papá!
—¡Papá, tu policía ha llegado!
—¡La visita, papá, la visita!
Las cortinas de la gran ventana panorámica que había junto a la puerta estaban descorridas, y vi el rostro de una niñita pecosa que me miraba. No dejó de hacerlo hasta que sonreí y la saludé con la mano. Entonces, me sacó la lengua y desapareció.
Al cabo de un instante, Dudley Smith abrió la puerta de par en par. Como era habitual, vestía un terno de lana, aunque estábamos en septiembre. La niña de rostro pecoso iba montada en sus hombros y lucía un vestido rosado de algodón. Desde su posición privilegiada me sonrió.
—Bienvenido, Freddy, muchacho —dijo Dudley tras agacharse y dejar a la niña en el suelo—. Bridget, querida, este joven caballero de tan magnífico aspecto es el agente Fred Underhill. Di hola al oficial, cariño.
—Hola, agente Fred —dijo Bridget, mientras me hacía una reverencia.
—Hola, Bridget, bonita.
—Oh, muchacho —dijo Dudley, tras una sonora carcajada que pareció auténtica—. Eres un rompecorazones, de veras. Bridget, llama a tus hermanas. Seguro que desean conocer a este joven caballero.
Bridget se marchó a toda prisa. Me asaltó un súbito sentimiento de pérdida, como me ocurre a veces cuando estoy rodeado de familias numerosas, pero lo superé de inmediato. Fue como si Dudley hubiese advertido el cambio repentino de mi estado de ánimo, porque dijo:
—Una familia es algo muy valioso, muchacho. Espero que tú también consigas formar una a su debido tiempo.
—Tal vez —dije, mientras echaba un vistazo a aquella sala de estar y notaba la calidez de su decoración—. ¿Por qué me has dicho que me pusiera un traje claro, Dudley?
—Se trata de algo simbólico, muchacho. Ya lo verás. No hablemos de esto aquí. Pronto lo sabrás.
Bridget volvió seguida de sus cuatro hermanas. Sus edades oscilaban entre los seis y los catorce años, y todas lucían el mismo vestido rosado de algodón. Eran como versiones bonitas y dulces de Dudley. Las chicas Smith se pusieron en fila detrás de Bridget, la más pequeña.
—Estas son mis hijas, Fred —anunció él, lleno de orgullo—. Bridget, Mary, Margaret, Maureen y Maidred.
Las chicas me hicieron una reverencia, que devolví de manera exagerada.
—Recordad mis palabras, damiselas —prosiguió Dudley, mientras me pasaba el brazo por el hombro con rudeza—. Algún día, este joven será jefe de policía. —Me agarró con más fuerza y mi hombro empezó a entumecerse—. Ahora, decid adiós a vuestro papá y al agente Fred, y despertad a vuestra madre, que ya ha dormido bastante.
—Adiós, papá. Adiós, agente Fred.
—Adiós, señor agente.
—Adiós.
Las chicas corrieron hacia su padre, lo agarraron por las piernas y comenzaron a tirar del traje. El les lanzó besos y las mandó hacia dentro antes de cerrar la puerta a nuestras espaldas. Mientras cruzábamos el jardín en dirección a mi coche, dijo:
—¿Comprendes ahora, muchacho, por qué odio a los asesinos de mujeres más que al mismísimo diablo?
—Conduce y escucha, muchacho —decía Dudley—. Ayer conseguí algunos datos sobre ese guaperas de Eddie. Edward Thomas Engels, nacido el 19 de abril de 1919, en Seattle, Washington. Sin antecedentes delictivos, según he comprobado en el FBI. Sirvió en la Marina durante la guerra, del 42 al 46. Buen expediente. Licenciado con honores. Nuestro amigo tenía como pareja a una farmacéutica. He hablado con el Buró de Crédito de L.A. Financió la compra de dos coches a través de una empresa de préstamos, y ésta se informó acerca de él. Dio dos referencias de avalistas. Y ahora vamos hacia ahí, muchacho, a ver a los asociados conocidos de ese donjuán.
Nos detuvimos en el semáforo de Pico con Bundy. Miré a Dudley para que me diera alguna pista sobre nuestro destino.
—A Venice —dijo—. Sigue recto hacia el oeste.
—¿Y por qué el traje claro, Dudley? —insistí.
—Algo simbólico, muchacho. Jugaremos al poli bueno y al poli malo. Ese tipo al que vamos a ver, Lawrence Brubaker, es un viejo amigo de Eddie. Tiene un bar en Venice, un tugurio de maricones. Es un conocido homosexual con un largo historial de arrestos por conducta inmoral. Lo estrujaremos como si fuera un acordeón. Yo lo intimidaré y tú saldrás en su auxilio. Tú sígueme la corriente, muchacho. Confío en tu intuición.
Doblé a la izquierda por Lincoln y luego tomé el Venice Boulevard en dirección a la playa y a mi primer interrogatorio de verdad. Dudley Smith fumaba y miraba por la ventanilla con aire absorto.
—Aparca en Windward con Main —indicó por fin cuando divisamos el océano—. Iremos caminando hasta el bar y así tendremos tiempo de hablar.
Estacioné en el aparcamiento de la sede de la Legión Americana, me apeé, estiré las piernas y respiré aquel denso aire marino. Dudley cerró la portezuela del coche y apoyó la mano en mi hombro.
—Ahora escucha, muchacho. He estado repasando la lista de asesinatos sin resolver de mujeres que encajen con el modus operandi de Eddie, el guapo. He encontrado tres, muchacho. Todas estranguladas, la primera en marzo de 1948. Otra fue encontrada a tres manzanas de aquí, en un callejón entre la calle Veintisiete y Pacific, apaleada y estrangulada. Tenía veintidós años, muchacho. Piensa en ello cuando interroguemos a ese degenerado de Brubaker.
Sonrió, con una expresión depredadora e impasible a la vez, y supe que ése era el auténtico Dudley Smith, despojado de toda su presunción como actor.
—De acuerdo, colega. —Asentí, al tiempo que un escalofrío recorría mi cuerpo.
Larry’s Little Log Cabin se encontraba a una manzana de la playa y era una construcción de estuco pintada de rosa con puertas batientes de falsa secuoya y, por encima de éstas, un cartel con el horario del local, de seis de la mañana a dos de la mañana, el máximo permitido por la ley.
Antes de entrar, Dudley me dio un codazo y dijo:
—Sólo es un antro de maricones por la noche, muchacho. De día no es más que un local de tertulia de la gentuza de la zona. Sigue mi ejemplo y no molestes a esos canallas.
La sala era sumamente estrecha y estaba muy poco iluminada. En las paredes había cuadros con escenas de caza, y se veía serrín en el suelo. Dudley me dio otro codazo.
—Por la noche, Brubaker cambia la decoración, muchacho. Me lo dijo un sargento de la Brigada Antivicio de Venice.
Ante la barra en forma de tronco había siete borrachos mañaneros. Parecían acongojados y meditabundos. El camarero dormitaba al otro lado de la barra. Era como todos los camareros, un ser cansado. Dudley se acercó y dio un golpe con sus manazas sobre la barra. Esta tembló y los borrachos mañaneros salieron de su ensueño. El camarero sacudió la cabeza, sobresaltado, y empezó a decir:
—Bue… buenos días, se…
—¡Buenos días! —exclamó Dudley—. ¿Podría indicarme dónde encontrar al propietario de este distinguido establecimiento, el señor Lawrence Brubaker?
El camarero intentó decir algo, pero cambió de opinión y señaló un pasillo que había en la parte trasera del local. Dudley asintió con la cabeza y luego me empujó delante de él en esa dirección al tiempo que me susurraba:
—Somos polis antagonistas, muchacho. Yo soy el pragmático y tú el idealista. Brubaker es marica y tú eres un joven muy atractivo. Le gustarás. Si tengo que ponerme duro con él, tú lo tranquilizarás con delicadeza. Además, no podemos ir al grano. Brubaker no debe saber que esto es la investigación de un asesinato.
Asentí con la cabeza y advertí, con sorpresa, que estaba muy excitado. Dudley llamó suavemente a la puerta.
—¡Larry, cariño, abre! —dijo en un extraño acento norteamericano, forzando las últimas sílabas y con una entonación ascendente.
Al cabo de unos instantes, nos abrió la puerta un mulato muy delgado, de ojos azules y prácticamente calvo. Nos miró fijamente por unos instantes antes de encogerse y retroceder en un acto casi reflejo.
—Pom, pom, ¿quién es? —dijo Dudley con su voz musical—. ¡Dudley Smith! ¡Maricones huid! ¡Ja, ja, ja! Somos agentes de policía, Brubaker, y estamos aquí para asegurar al electorado que hacemos bien nuestro trabajo, siempre alertas.
Lawrence Brubaker temblaba en medio de su despacho.
—¿Qué pasa, tío? —gritó Dudley—. ¿No tienes nada que decir?
—No molestes al caballero, Dud —intervine, siguiéndole el juego—. No es marica, sino el propietario de este local. —Le di un fuerte manotazo en la espalda—. Creo que ese sargento de la Antivicio está equivocado. Esto no es un antro de homosexuales, ¿verdad que no, señor Brubaker?
—No pregunto a mis clientes cuáles son sus preferencias sexuales, agente —repuso Brubaker con un hilo de voz.
—Bien hecho, ¿por qué tendría que hacerlo? —dije—. Soy el detective Underhill y éste es mi compañero, el detective Smith. —Propiné otra palmada en la espalda a Dudley, aún más fuerte. Dudley dio un respingo, pero me guiñó un ojo en señal de complicidad. Señalé un sofá que había al fondo del despacho y añadí—: ¿Por qué no nos sentamos?
Brubaker encogió sus débiles hombros y ocupó la silla que estaba frente al sofá, mientras Dudley se sentaba en el borde del escritorio, con una pierna colgando y golpeando la papelera con el tacón del zapato. Por mi parte, me acomodé en el sofá y estiré las piernas hasta casi tocar los pies de Brubaker.
—¿Desde cuándo posee este bar, señor Brubaker? —pregunté al tiempo que sacaba un bloc de notas y un bolígrafo.
—Desde 1946.—Brubaker miró a Dudley y luego me miró a mí con aire taciturno.
—Bien —proseguí—. Señor Brubaker, tenemos numerosas quejas de que su bar es un centro de reunión de corredores de apuestas. Nuestros detectives nos han dicho que este local es un conocido garito.
—¡Y un antro de perversión homosexual! —gritó Dudley—. ¿Cómo se llamaba ese jugador de ropa llamativa al que interrogamos, Freddy?
—Eddie Engels, ¿no? —inquirí con inocencia.
—¡Ese es el pervertido! —exclamó Dudley—. Apostaba en todos los locales de maricones de Hollywood.
Cuando mencioné el nombre de Engels, los ojos de Brubaker brillaron un instante. Se mantenía en sus trece con estoicismo.
—¿Conoce a Eddie Engels, señor Brubaker? —pregunté.
—Sí, conozco a Eddie.
—¿Frecuenta este bar?
—En realidad no. Hace tiempo que no lo veo por aquí.
—Pero, antes, ¿solía venir?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Los primeros años que tuve el bar.
—¿Cuándo dejó de venir?
—No lo sé. Se mudó a otra zona. Se separó de la mujer con la que vivía. Ella era una asidua, y cuando rompieron Eddie dejó de venir.
—¿Eddie Engels vivió aquí, en Venice? —pregunté con aire cándido.
—Sí. El y Janet vivían en una casa cerca de los canales, junto a la Veintinueve y Pacific.
—¿Cuándo fue eso? —pregunté tras contener una exclamación.
—A finales de los cuarenta. Desde mediados del 47 a principios del 49, creo recordar. ¿Por qué les interesa tanto Eddie? —Brubaker acercó sus pies a mis piernas estiradas y me rozó los tobillos. Sentí que se apoderaba de mí una especie de repulsión incómoda, pero no me moví. Con el rabillo del ojo vi que mi compañero movía el cuello.
—¡Ya basta de gilipolleces! —gritó Dudley—. Brubaker, ¿Eddie y tú sois amantes?
—Pero qué diablos… ¿Está usted…? —exclamó Brubaker.
—¡Calla, maldito degenerado! ¿Sí o no?
—No tengo que…
—¡Al carajo lo que tengas! ¡Esto es una investigación policial y debes responder a nuestras preguntas!
Dudley se puso en pie y se acercó a Brubaker, que se cayó de la silla, se levantó y retrocedió hacia la pared, tembloroso.
Me interpuse entre ellos mientras Dudley cerraba los puños.
—Tranquilo, Dud —dije, al tiempo que le daba un suave empujón en el hombro—. El señor Brubaker está cooperando y nuestra investigación no tiene que ver con homosexualidad, sino con apuestas ilegales.
—¡Vete a la mierda, Freddy, quiero pescar a ese degenerado de Engels! Quiero saber qué lo mueve.
Suspiré, solté a Dudley y volví a suspirar. Tomé a Brubaker del brazo y lo llevé al sofá. Se sentó y yo me acomodé a su lado, dejando que nuestras rodillas se rozaran.
—Señor Brubaker, le pido disculpas en nombre de mi compañero, pero tiene sus razones. ¿Podría hablamos de su amistad con Eddie Engels?
—Eddie y yo nos conocemos desde la guerra —dijo Brubaker—. Ambos estuvimos destinados en Long Beach. Nos hicimos amigos. Fuimos juntos a las carreras y nuestra relación de amistad continuó después de la guerra. Eddie es un tipo muy popular en el hipódromo y traía mucha gente aquí, al Cabin. Muchas mujeres hermosas, heterosexuales y lesbianas. Le presenté a Janet, Janet Valupeyk, y ambos se vinieron a vivir juntos a Venice. Eddie aún aparece por aquí de vez en cuando, pero cada vez menos desde que rompió con Janet.
—Y le gustan los chicos, ¿verdad? —preguntó Dudley en un susurro.
—Eso no es asunto mío, agente.
—¡Responde, ahora mismo!
—Es bisexual —dijo Brubaker, mirándose el regazo, avergonzado de divulgar aquella intimidad.
Dudley soltó una risotada triunfal e hizo chasquear los nudillos.
—Y Eddie, señor Brubaker, ¿cómo se gana la vida? —inquirí con amabilidad.
—Juega. Juega mucho, y casi siempre gana. Es un ganador.
Dudley me señaló la puerta con un movimiento de la cabeza. Brubaker seguía con la vista fija en el regazo.
—Gracias por su cooperación, señor Brubaker. Nos ha sido de gran utilidad. Que tenga un buen día. —Me puse de pie dispuesto a partir.
—Y tú, escoria humana, no sueltes una palabra de todo esto a nadie. ¿Has comprendido? —masculló Dudley, a modo de despedida.
Brubaker asintió en silencio. Le apreté el hombro con suavidad y seguí a Dudley hacia la puerta.
Mientras caminábamos de regreso a mi coche, Dudley soltó un fuerte «hurra».
—Freddy, muchacho, has estado magnífico. Claro que yo también. Y tenemos pruebas de peso de que Eddie vivía a dos manzanas de distancia cuando esa desgraciada joven fue estrangulada en el 48. ¿Te das cuenta, muchacho?
—Sí. ¿Vamos a encargar a alguien que investigue ese caso?
—No podemos, muchacho. Mike y Dick siguen a Engels las veinticuatro horas del día. En esta investigación sólo estamos los cuatro, y además se trata de un caso demasiado viejo, han pasado tres años y medio. Pero no te preocupes, muchacho. Cuando arrestemos a Eddie por el asesinato de Margaret Cadwallader, confesará todos sus pecados, no temas.
—Y ahora, ¿adonde vamos?
—A ver a esa mujer, Janet Valupeyk. Vive en el valle. Era la otra avalista del crédito de Eddie. Podemos mezclar los negocios con el placer, muchacho. Conozco un sitio estupendo en Ventura Boulevard, donde sirven un corned beef que se derrite en la boca. Te invito muchacho, en honor de tu actuación estelar.
Con la tripa llena de corned beef y col, Dudley y yo nos dirigimos a la casa de Janet Valupeyk en Sherman Oaks.
—Sólo espero que ese mariconazo de Larry no la haya llamado para ponerla sobre aviso. Con ésta, guante de seda, muchacho —dijo al tiempo que señalaba una gran casa blanca, estilo rancho, de una sola planta—. Es evidente que le sobra la pasta y no tiene antecedentes policiales. No es ningún delito caer hechizada a los pies de un ligón como Eddie.
Llamamos y nos abrió una mujer que rondaba los cuarenta años, hermosa y de carnes abundantes. Tenía los ojos empañados y llevaba un arrugado vestido amarillo de verano.
—¿Sí? —preguntó con la voz algo temblorosa.
—Somos agentes de policía, señora —respondió Dudley, mostrándole la placa—. Soy el teniente Smith y éste es el agente Underhill.
—¿Sí? —La mujer seguía sin enfocar por completo la mirada. Dudó unos instantes—. Pasen, por favor —añadió finalmente.
Sin que nos lo hubiera indicado, nos sentamos en el sofá de una gran sala con aire acondicionado. Ella lo hizo en un confortable sillón, nos miró y pareció echar mano de un recurso secreto en su esfuerzo por modular correctamente la voz.
—Soy Janet Valupeyk —dijo—. ¿En qué puedo ayudarlos?
—Contestando a unas preguntas —respondió Dudley con una sonrisa—. Tiene usted una casa verdaderamente encantadora, dicho sea de paso. ¿Es usted decoradora?
—No. Soy agente inmobiliaria. Vendo propiedades. ¿De qué se trata?
—Claro, señora. ¿Conoce usted a Eddie Engels?
Janet Valupeyk se estremeció levemente, se aclaró la garganta y con voz serena repuso:
—Lo conocí, sí.
—Claro. Ha dicho «lo conocí»; ¿significa eso que no lo ha visto recientemente?
—No, no lo he visto. ¿Por qué? —Su voz era firme pero su compostura empezaba a debilitarse.
—¿Se encuentra usted bien, señora Valupeyk? —inquirí.
—Calla —me espetó Dudley.
—Señora Valupeyk, el objetivo de nues… —proseguí.
—¡He dicho que te calles! —rugió Dudley, con la voz a punto de quebrársele.
Janet Valupeyk parecía en un tris de echarse a llorar.
—Espérame en el coche —me susurró Dudley—. No tardaré.
Salí a la calle y esperé, sentado en el capó de mi coche y preguntándome que habría hecho para irritar a Dudley.
Apareció al cabo de media hora. Se mostró conciliador pero firme, y en tono paciente, como si explicara algo a un niño idiota, dijo en voz muy baja:
—Cuando te indique que te calles, cállate muchacho. Fíjate en mí. Tenía que abordar a esa mujer muy despacio. Estaba drogada, muchacho, y demasiado confusa para entender las preguntas que le formulaban dos hombres.
—De acuerdo, Dudley —repuse, dotando a mi voz de un mínimo tono de orgullo—. No volverá a ocurrir.
—Bien, muchacho. Tengo más confirmaciones. Vivió con Eddie durante dos años. Pagaba las facturas de ese gigoló. En ocasiones, él le pegaba. Una vez intentó estrangularla, pero controló sus instintos. Es un antiguo cazador de chochos, muchacho. Incluso viviendo con la solitaria Janet, salía por ahí a ligar con muchachas. Janet estaba enamorada de él, y Eddie la trató como si fuera basura. Fue de putas y les pagó para que soportasen sus abusos. Y es marica, muchacho, marica de verdad. Los chicos son su pasión y las mujeres sus víctimas.
—¿Y cómo le sacaste todo eso? —Yo estaba asombrado.
—Cuando advertí que no estaba borracha sino drogada —explicó Dudley tras una carcajada—, registré su botiquín. Había un frasco de pastillas de codeína recetadas por un médico. Es toxicómana, muchacho, pero legal. Entonces, jugué con su miedo a perder esas recetas y me lo contó todo: Eddie la dejó por un musculitos. La mujer quiere a Eddie y lo odia a la vez, pero, por encima de todo, lo que más quiere es codeína. Una tragedia, muchacho.
De regreso a L.A. tomé el camino más largo sin que Dudley me lo indicase. Laurel Canyon Boulevard, con sus rústicas y sinuosas calles, me daría todo el tiempo necesario para sondear a aquel hombre que crecía ante mis ojos en distintas direcciones.
Dudley Smith era un mago del prodigio, pero un mago brutal, y experimenté un sentimiento extraño y contradictorio hacia él. Era demasiado agudo para los juegos elípticos, y por eso fui directamente al grano.
—Háblame de la Dalia.
—¿La dalia? ¿Qué dalia?
—Qué gracioso. Hablo de la Dalia.
—Ah, oh, claro, la Dalia. ¿Qué es lo que quieres saber exactamente, muchacho?
—Lo lejos que tuviste que llegar en tu investigación, lo que viste, , lo que tuviste que hacer. —Me volví y le dediqué una mirada que esperaba que le transmitiese, a partes iguales, interés y complicidad en el secreto. Esbozó una sonrisa diabólica y sentí otro escalofrío.
—Tú permanece atento a la carretera, muchacho y yo te contaré. Has oído historias al respecto, ¿verdad?
—Pues no.
—Entonces, escucha la de una fuente fidedigna. He visto muchas mujeres asesinadas, muchacho, y la muerte de Elizabeth Short las supera a todas de lejos. Las atrocidades cometidas con ella desafían la lógica del mismísimo Satanás. Fue torturada sistemáticamente durante días, y luego serrada por la mitad cuando aún estaba viva.
—Dios mío —musité.
—Sí, muchacho, Dios mío. La investigación llevaba tres semanas en curso cuando me incorporé a ella. Me asignaron una misión especial: investigar a todos los psicópatas confesos que eran retenidos sin fianza como testigos materiales, aquellos a quienes los detectives consideraban sospechosos. Eran treinta, muchacho, la escoria de la tierra. Unos degenerados que odiaban a sus madres, violaban bebés y follaban con animales. De entrada, eliminé veintidós. Rompiendo un brazo aquí y una mandíbula allá, los confronté con datos íntimos de las heridas de la encantadora Beth. Ninguno de ellos lo había hecho. Se sentían culpables, eran degenerados repugnantes que querían ser castigados, y los complací. Pero ninguno de ellos era culpable del crimen contra Beth.
Dudley hizo una pausa efectista y se desperezó, a la espera de que yo le pidiera que continuase.
—¿Y los otros ocho? —pregunté al fin.
—Ah, sí. Mis sospechosos más firmes, esos cuyas reacciones el viejo Dudley no era lo suficientemente astuto para calibrar… Pues bien, muchacho, fui lo bastante astuto para advertir que esos ocho tenían algo en común: eran dementes intratables, lunáticos delirantes que echaban espuma por la boca, capaces de cualquier cosa, lo cual dificultaba tratar con ellos. Yo estaba seguro que su demencia era de tal intensidad que soportarían cualquier grado de violencia física. Además, todos ellos habían estrangulado a la encantadora Betty. Lo habían confesado, ¿verdad?
»Los detectives con los que hablé me dijeron que pensaban que el asesino había colgado a Beth de una viga del techo, pues tenía marcas de cuerdas en los tobillos. Eso me dio que pensar. Necesitaba conmocionar a esos psicópatas degenerados. Necesitaba abrir una brecha en su insania. Primero alquilé el almacén de un amigo. Era un sitio grande, solitario, abandonado. Entonces, gracias a un patólogo del depósito de cadáveres que le debía un favor al viejo Dudley, me procuré el cuerpo de una mujer atractiva. Ya he dicho que me debía un gran favor, muchacho. Hice la vista gorda con ese tipo, y quedó en deuda conmigo de por vida.
»Una noche, muy tarde, Dick Carlisle y yo metimos el fiambre en el almacén. Yo le teñí el cabello de negro azabache, como el de la Dalia. La desnudé, até sus tobillos con una cuerda y con ayuda de Dick la pusimos de pie y la colgamos de una viga del techo. Entonces, Dick salió, fue a los calabozos del Palacio de Justicia y trajo a nuestros ocho degenerados. Les enseñé la muerta uno por uno, con los aditamentos apropiados. Uno de ellos era un navajero, tenía antecedentes por peleas con arma blanca. Le tendí un cuchillo de carnicero y le dije que rebanara el cuerpo. Apenas consiguió hacerlo. No lo llevaba dentro. Otro de los puercos abusaba sexualmente de niñas pequeñas. Acababa de salir de Atascadero en libertad condicional. Su modus operandi consistía en pedir a las niñas que le besaran las partes íntimas. Hice que besara las partes íntimas de la chica muerta, que oliera de cerca la carne de su sexo muerto. No pudo. Y así una y otra vez. Yo buscaba una reacción tan vil, tan inenarrable que me indicara que ese pervertido había matado a Beth Short.
Me quedé pasmado. Sin habla. Apreté con tanta fuerza el volante que pensé que saldría disparado por el parabrisas. Cuando asimilé todo aquello, pregunté con voz temblorosa:
—¿Y qué pasó?
—Pues que los tuve allí toda la noche, muchacho, obligándolos a mirar el cadáver. Les pegué, y Dick también, y les hicimos besar y acariciar el fiambre mientras los interrogábamos.
—¿Y?
—Y ninguno de ellos había matado a la encantadora Beth, muchacho.
—Dios mío.
—Dios mío, sí. No encontré al asesino de la Dalia, muchacho. Y en el fondo de mi corazón sé que nadie lo encontrará nunca. Llevé a la muerta de nuevo a la morgue para que la incineraran. Era una solitaria Jane no sé cuántos que, sin saberlo, ayudó a la justicia con su muerte. A la mañana siguiente, fui a confesarme. Le conté al sacerdote lo que había hecho y le pedí la absolución. Me la dio. Y luego fui a casa y recé a Dios, a Jesucristo y a la Virgen María pidiéndoles que me dieran la fuerza para volver a hacerlo, una y otra vez, si era necesario, en nombre de la justicia y la Iglesia.
Ya estábamos llegando a Hollywood. En el cruce de Crescent Heights y Sunset me acerqué a la acera y me detuve.
Miré el rostro demoníaco y enrojecido de Dudley, y él me sostuvo la mirada.
—¿Y entonces, muchacho? —preguntó, imitando mi acento.
—¿Y entonces, qué, Dudley? —conseguí decir con voz firme.
—¿Crees que Dudley es un lunático?
—No, creo que es un actor de primera categoría.
—¡Ja, ja, ja! Bien dicho. Actor… ¿No será un eufemismo de «loco», muchacho?
—No. Lo que pasa que a veces no estoy seguro de qué papel estás representando.
—Mira, muchacho —dijo al tiempo que fijaba en mí sus diminutos ojos de depredador—, represento mis papeles en nombre de la justicia, y yo soy todos los papeles. Eso no lo olvides.
—Seguro, Dudley.
—Y no creas que no te conozco, muchacho. No pienses que no sé lo listo que te crees. No pienses que no he notado cómo te ha gustado darme esos golpes delante de Brubaker. No creas que no sé lo muy hijo de puta que opinas que soy. ¡Ja, ja, ja! Basta de tristeza y contención, muchacho. Llévame al centro y tómate libre el resto del día.
Dejé a Dudley en el cuartel general de la División Central en Los Ángeles Street. Me tendió su manaza y se la estreché.
—Hasta mañana, muchacho. A las ocho de la mañana en el hotel. Repasaremos nuestras pruebas y decidiremos cuándo detener a Eddie.
—De acuerdo, Dudley.
Me apretó la mano hasta que lo complací con una mueca de dolor. Entonces, me guiñó un ojo y se marchó, y yo me quedé pensando en la locura y la salvación.
Faltaban cuatro horas para mi cita con Lorna y no tenía nada que hacer. Fui a casa y escribí un informe completo de mi implicación en el caso de Margaret Cadwallader. Lo metí en un sobre y lo cerré. Di de comer a Night Train, me cambié de ropa y volví a afeitarme.
De camino al centro, me detuve en una floristería y compré una docena de rosas rojas de tallo largo para Lorna. No supe por qué, pero me hicieron pensar en la chica muerta cuyo sueño eterno Dudley Smith había interrumpido de manera tan perversa. Empecé a asustarme un poco, pero pensar en Lorna convirtió mi miedo en una extraña simbiosis de esperanza y de los raros vericuetos de la justicia.
Esperé impaciente, con las rosas rojas en la mano, frente a la entrada del Ayuntamiento del lado de Spring Street hasta las seis y media.
Lorna estaba dándome plantón. Corrí hasta el aparcamiento de Temple y allí descubrí su coche. Enfadado, volví al Ayuntamiento y entré. Miré las placas del vestíbulo. La Oficina del Fiscal de Distrito ocupaba dos plantas enteras. Nervioso, monté en el ascensor, aunque lo que de verdad quería era subir corriendo los nueve pisos. Recorrí los pasillos desiertos de la novena planta y asomé la cabeza por las puertas abiertas que encontré. Todos los despachos estaban vacíos. Miré incluso en el lavabo de señoras. Nada.
Oí a lo lejos el tableteo de una máquina de escribir. Seguí el pasillo hasta una puerta de cristal con el letrero «Investigaciones del Jurado de Acusación» en letras negras. Llamé con suavidad.
—¿Quién es? —preguntó Lorna en tono de enfado.
—Un telegrama, señora —respondí, disfrazando mi voz.
—Mierda —murmuró—. Está abierto.
Abrí. Lorna alzó los ojos de la máquina de escribir, me vio y saltó hacia la puerta en un intento de bloquearme el paso. La esquivé y cayó al suelo.
—Mierda, oh mierda. Dios mío —dijo, al tiempo que se arrastraba hacia la pared para sentarse apoyada en ella—. ¿Qué demonios quieres hacerme?
—Acechar tu corazón —respondí, lanzando el ramo de rosas sobre su escritorio—. Vamos, deja que te eche una mano.
Me agaché, tomé a Lorna por las axilas y, con cuidado, la ayudé a levantarse. Hizo unos débiles intentos de apartarme, pero estaba claro que eran fingidos. La abracé con fuerza y no se resistió.
—Teníamos una cita, ¿recuerdas? —susurré entre sus cabellos castaños.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Estás lista para salir?
—Pienso qué…
—Ya te dije anoche que no pensaras.
—No me digas lo que debo hacer, Underhill —murmuró—. No sé lo que quieres, pero sé que me subestimas. He vivido lo mío. Tengo treinta y un años. He catado la promiscuidad y el amor verdadero, y ambas cosas son como mi pierna mala, no funcionan. No necesito un amante caritativo. No necesito un amante de las deformaciones. No necesito compasión, y lo que menos necesito es un policía.
—Pero a mí sí que me necesitas.
—¡No! —Alzó la mano para abofetearme.
—No lo hagas, letrada —le advertí—, porque tendré que denunciarte por atacar a un agente de policía. Deberás investigarlo tú misma y luego encontrarte en la incongruente posición de ser la acusada, la investigadora y la fiscal al mismo tiempo. Así que, adelante.
Lorna bajó la mano y se echó a reír.
—Muy bien —dije—. Retiro todos los cargos y te concedo la libertad bajo custodia.
—¿Bajo custodia de quién?
—De mí.
—Y, ¿en qué condiciones?
—Para empezar, que aceptes mis flores y que cenes conmigo esta noche.
—¿Y luego?
—Eso dependerá de tus informes de buena conducta.
—La buena conducta, ¿me rebajará la pena? —Lorna rió de nuevo.
—No —respondí—, porque creo que lo tuyo va a ser cadena perpetua.
—Estás fuera de tu jurisdicción, agente, como una vez dijiste tú de mí.
—Touché, Lorna. Dejémoslo así. ¿Vamos a cenar?
—De acuerdo. Las flores son preciosas. Permíteme que las ponga en agua y luego nos marchamos.
Fuimos a la playa, al Malibu Rendezvous, un elegante restaurante junto al mar que tenía en mi lista desde los «viejos tiempos», cuando soñaba con la mujer «definitiva».
En esos momentos, pasados los años, me dirigía en coche hacia allí como adulto, como policía, con una abogada judía tullida que, sentada a mi lado, hacía anillos de humo y me lanzaba miradas furtivas.
—¿En qué piensas? —le pregunté.
—Me dijiste que no pensara. ¿No te acuerdas?
—Lo retiro.
—Bien. Estaba pensando que eres demasiado guapo. Eso desarma, y es probable que la gente te subestime por ello. Sin embargo, hay un aspecto de ti que podría aprovecharse muy fácilmente.
—Muy perspicaz. ¿Y qué otras cosas pensabas?
—Pensaba que eres demasiado bueno para ser policía. No, no me interrumpas. No quería decir exactamente eso. Me alegra que seas policía. Si no lo fueras, Eddie Engels seguiría en libertad para matar con total impunidad. Lo que ocurre es que podrías ser cualquier cosa que quisieras. Así, literalmente. También pensaba que no me apetece que me adules en un restaurante de buen tono. No quiero atraer miradas de compasión con mi cojera.
—Entonces, ¿por qué no cenamos en la playa? Cualquier restaurante puede prepararnos un picnic y una botella de vino.
Lorna sonrió, me echó un anillo de humo a la cara y luego arrojó el cigarrillo por la ventanilla.
—Eso sí me parece una buena idea —dijo.
Estacioné en el aparcamiento de un restaurante que se encontraba a cien metros de la playa. Mientras yo iba por la comida, Lorna esperó en el coche. Pedí tres raciones de cangrejos y una botella de chablis. El camarero dudó ante la idea de tener que empaquetar una cena «para llevar», pero cambió de opinión cuando le pasé por la cara un billete de cinco dólares. Incluso descorchó la botella y me proporcionó dos vasos.
Cuando regresé, Lorna me aguardaba fuera del coche, fumando. Al verme, alzó la vista al cálido cielo estival y lo señaló con el bastón. Yo también miré hacia arriba, decidido a grabar en mi memoria aquella luz crepuscular y una formación de nubes bajas.
Para llegar a la arena había que bajar un tramo de inseguros escalones de madera. Yo llevaba la bolsa con la comida, y Lorna cojeaba a mi lado. Los escalones no eran lo bastante anchos para que bajáramos los dos a la vez por lo que tomé a Lorna por el hombro y se estrechó contra mi pecho al tiempo que descendía saltando sobre su pierna buena, riendo. Cuando llegamos a la playa, jadeaba.
Encontramos un buen sitio elevado en el que sentarnos. El sol era una esfera naranja que fenecía y se reflejaba en algunas hebras del cabello claro de Lorna, arrancándole reflejos dorados.
Nos sentamos en la arena y dispusimos la comida sobre la bolsa de papel marrón en que venía envuelta. Sin que nos detuviera ningún ceremonial, y sin pronunciar palabra, precedimos a dar cuenta de los cangrejos. El sol se puso mientras comíamos, pero la luz que salía por la gran ventana del restaurante proyectaba un fulgor ambarino que nos permitía mirarnos en silencio.
Serví dos vasos de vino y Lorna encendió un cigarrillo.
—Por el 2 de septiembre de 1951 —dije.
—Y por los inicios. —Lorna sonrió mientras hacíamos chocar los vasos.
Yo no sabía muy bien qué decir, pero Lorna sí.
—¿Quién eres? —preguntó.
Bebí el vino de un trago y noté que me subía a la cabeza casi de inmediato.
—Soy Freddy Upton Underhill —contesté—. Tengo veintisiete años. Soy huérfano, graduado universitario y policía. Eso lo sé. Y también sé que me has pillado en la época más excitante de mi vida.
—¿Pillado? —Lorna soltó una carcajada.
—No, para ser más exactos, yo te he pillado a ti.
—No me has pillado.
—Por ahora.
—Y es probable que nunca me pilles.
—Es probable que te equivoques, Lorna.
—Mira, Freddy, tú no me conoces.
—De momento.
—Muy bien, de momento.
—Pero, en cierto sentido, sí que te conozco. El invierno pasado estuve en casa de tu padre y vi fotos tuyas. Hablé de ti con Siddell, y ella me contó lo del accidente y la muerte de tu madre. Entonces presentí que te conocía, y ahora todavía lo presiento.
—No tienes ningún derecho a husmear en mi vida. —Los ojos de Lorna brillaron de ira, y su tono de voz era gélido—. Y si te doy pena, nunca más volveré a verte. Iré hasta ese restaurante, llamaré a un taxi y desapareceré de tu vida. ¿Comprendes?
—Sí —repuse, asintiendo con la cabeza—. Comprendo. Comprendo que no sé lo que es sentir pena porque nunca la he sentido por mí mismo. Siento pena por algunas de las personas que conozco en el trabajo, pero eso es fácil; sé que nunca más volveré a verlas. No, no me importa si tienes una pierna mala o dos o tres. Cuando te conocí en febrero lo supe, y todavía lo sé.
—¿Qué es lo que sabes?
—No me hagas decirlo, Lorna. Es demasiado pronto.
—De acuerdo. ¿Quieres abrazarme un rato?
Me acerqué a ella y, con torpeza, le pasé un brazo por los hombros. Ella me agarró por la espalda y apoyó la cabeza contra mi pecho. Apoyé una mano en la rodilla de su pierna mala. Ella la cogió y la depositó sobre uno de sus pechos, cerrándola alrededor de éste. Permanecimos así un buen rato.
—¿Me llevas hasta mi coche? —dijo finalmente, con voz tierna.
Al cabo de una hora nos abrazábamos de nuevo, en esta ocasión en el aparcamiento de Temple. Nos besamos, alternando la dulzura con la pasión. Pasó un coche patrulla, nos iluminó con los faros y siguió adelante. El policía sacudió la cabeza.
—¿Lo conoces? —preguntó.
—No, pero te conozco a ti.
—M uy bien. Me conoces y yo empiezo a conocerte.
—¿Cenamos juntos mañana por la noche?
—Sí, Fred, pero no quiero salir a cenar por ahí. Prefiero cocinar para ti.
—Eso suena fantástico.
—Mi dirección es Charleville, 8987, en BeverlyHills. ¿Te acordarás?
—Sí. ¿A qué hora?
—¿A las siete y media?
—Allí estaré. Ahora bésame para que pueda dejarte marchar.
Volvimos a besarnos, esta vez con prisas.
—No prolonguemos la despedida —dijo al tiempo que se soltaba y se alejaba hacia su coche.