9

Mi caso. Mi sospechoso. ¿Mi venganza? ¿Mi arresto? ¿Mi gloria y mi chollo? Todos esos pensamientos me asaltaron al día siguiente mientras hacía la ronda por una Central Avenue abrasada por el sol.

Había que tomar una decisión: actuar de manera racional o de manera quijotesca. Pensé más a fondo en mis opciones y, al terminar la ronda, tomé una decisión, humillante pero segura. Me puse la ropa de paisano y llamé a la puerta del capitán Jurgensen.

—Adelante —gritó.

Entré y lo saludé. Jurgensen dobló la punta de una página de su Otelo de edición de bolsillo, lo cerró y me miró.

—¿Sí, Underhill?

—Señor —respondí—. Sé quién mató a la mujer que apareció estrangulada en Hollywood la semana pasada. Tal vez haya matado a otras. Yo no puedo hacer el arresto. Tengo que poner mis pruebas a disposición de alguien en condiciones de formalizar la investigación, y por eso he venido a verlo.

—Perdición, apodérate de mi alma —dijo Jurgensen, y luego sacó una pipa y una bolsa de tabaco del cajón de su escritorio. Permanecí de pie mientras él se tomaba su tiempo en llenarla y encenderla. Era como si hubiese olvidado que yo me encontraba allí. Estaba a punto de aclararme la garganta cuando añadió—: Siéntate, por Dios, Underhill, y cuéntame lo que sabes.

Me llevó veinte minutos hacerlo, según el reloj eléctrico colgado en la pared del despacho del capitán.

Lo conté todo, excepto mi aventura sexual con Maggie Cadwallader. Le hablé de las similitudes entre el asesinato de ésta y el de Leona Jensen. Le dije que en febrero había visto las cerillas en el apartamento de la última, y que eso había sido lo que me había llevado al Silver Star. No mencioné la existencia del broche de diamantes.

Mientras le contaba la historia, vi que la expresión de Jurgensen, normalmente estoica, oscilaba entre la curiosidad, la ira y una especie de amarga diversión. Cuando terminé, me miró en silencio. Le sostuve la mirada y sentí una falsa contricción, nadie iba a creer las libertades que me había tomado. Nos miramos a los ojos unos instantes más.

El capitán estaba muy serio. Empezó a golpear la cazoleta de la pipa contra la palma de la mano, de forma lenta y deliberada.

—Underhill —dijo—, eres un joven demasiado arrogante. En el transcurso de lo que arrogantemente llamas tu «investigación», has transgredido normas del Departamento que podrían acabar con tu carrera. Has cometido dos delitos que podrían mandarte a San Quintín y, de manera implícita, has puesto en ridículo a los detectives de dos divisiones y a la Brigada de Homicidios…

—Señor, yo…

—¡No me interrumpas, Underhill! Yo soy un capitán y tú un agente de patrulla, no lo olvides. —Jurgensen estaba rojo de furia, y una vena azul palpitaba en su cuello.

—Le pido disculpas, señor.

—Muy bien. Podría crucificarte por tu arrogancia, pero no lo haré.

—Gracias, señor.

—Todavía no me des las gracias. Eres un joven muy dotado, pero tu arrogancia es más grande que tu talento. En los agentes de policía, la arrogancia es intolerable. Tolerarla significaría fomentar la anarquía. El Departamento de Policía de Los Ángeles es una burocracia excelentemente organizada, y tú has jurado lealtad a ella. Tus acciones han denostado al Departamento. Debes saber, Underhill, que tu ambición está amenazando con matarte como policía. ¿Me comprendes?

—Sí, señor —respondí, tras aclararme la garganta—. He obrado de manera impulsiva y le pido disculpas, y no sólo a usted, sino también al Departamento. Creo, sin embargo, que mis motivos eran sensatos. Quería que se hiciese justicia.

—No, Underhill. —Jurgensen sacudió la cabeza y rió con desprecio—. Tú no querías que se hiciese justicia. Eso lo creería de muchos agentes jóvenes, pero no de ti. Aparte del autobombo, creo que ni siquiera sabes lo que quieres, pero seguro que no es justicia. ¿Te burlas del código penal de este estado y afirmas que lo que quieres es justicia? No insultes mi inteligencia, por favor.

La ira de Jurgensen empezaba a disminuir. Intenté desviar su ataque.

—Con el debido respeto, señor, ¿qué piensa de mi caso?

—¿Tu caso? Creo que, en este momento, no tienes más que un sospechoso importante y el don de una intuición increíble. Por ahora, ese hombre, Engels, no es más que un jugador y un mujeriego, y ni uno ni lo otro constituyen delito. Probablemente también sea marica, lo que no lo convierte en un asesino. No tienes ninguna prueba de peso contra él. A decir verdad, tu caso no me merece demasiado respeto.

—¿Y mi intuición, capitán?

—Confío en ella, Underhill, o ya te habría suspendido de tu cargo hace media hora.

—¿Entonces, señor?

—Entonces, ¿qué es lo que quieres, Underhill?

—Quiero participar en la investigación y, a final de año, cuando apruebe el examen a sargento, quiero entrar en la Brigada de Detectives.

Jurgensen rió con acritud. Abrió un cajón del escritorio, sacó un bloc de notas y escribió algo en él. Luego, arrancó la hoja y me la tendió.

—Ésta es la dirección de mi casa, en Glendale. Ven esta noche a las ocho y media. Quiero que le cuentes tu historia a Dudley Smith. El decidirá la trayectoria de esta investigación. Y ahora, déjame en paz.

Cuando dijo «Dudley Smith», los gélidos ojos azules de Jurgensen se clavaron en los míos como si fueran dardos envenenados, al tiempo que esperaban que yo mostrase miedo o aprensión. No lo hice.

—Sí, señor —dije. Me puse en pie y me marché sin saludarlo.

Dudley Smith era teniente de la Brigada de Homicidios, un personaje temible y un poli legendario que había matado a cinco hombres en acto de servicio. Nacido en Irlanda y criado en Los Ángeles, todavía conservaba su acento agudo y musical, tan bien afinado como un Stradivarius. A menudo daba conferencias en la Academia sobre técnicas de interrogatorio, y recordé que ese acento podía sonar tranquilizador o brutal, inquisitivo o de azoramiento compasivo o airado.

Medía más de un metro ochenta de estatura y era ancho como un armario. Todo él era pardo: cabello pardo cortado al uno, pequeños ojos pardos y un sempiterno color pardo. La expresión de su rostro metía miedo, fuera cual fuese la técnica de interrogatorio que estuviera explicando. Era un actor consumado, poseía un ego enorme y estaba acostumbrado a cambiar de papel en un abrir y cerrar de ojos, y sin embargo siempre conseguía transmitir una personalidad cabal al papel que representaba.

Cuando se realizó la investigación de la Dalia Negra, yo era alumno de la Academia. Smith se encargó de encerrar a todos los delincuentes sexuales conocidos de Los Ángeles. Después de terminar su conferencia, siendo como era un actor enamorado de los aplausos, nos habló sobre la «escoria humana» con la que debía tratar. Nos dijo que en su búsqueda del asesino de Elizabeth Short, «esa muchacha trágica y ansiosa de emociones», había oído, visto y hecho cosas que esperaba que nosotros, la «crema de la hombría de Los Ángeles», a punto de entrar «en la misión más grandiosa de esta tierra de Dios», no tuviéramos que oír, ver o hacer jamás. Fue un discurso brillante y elíptico. Durante muchas semanas, las especulaciones sobre la severidad de los métodos de Smith fue el principal tema de conversación en la Academia. Quise saber más sobre él y pregunté al sargento Clark, uno de mis instructores.

—Es un hijo de puta brutal que siempre se sale con la suya —respondió.

Nunca se descubrió al asesino de Elizabeth Short, lo cual significaba que Smith era humano y falible. Ese anochecer, mientras me dirigía en coche de Los Feliz a Glendale, me animé a fuerza de lógica. Repasé mi relato desde todos los ángulos posibles, sabiendo que no podía admitir, de ninguna manera, haber conocido personalmente a Maggie Cadwallader. Estaba dispuesto a representar un gran papel, a lamerle el culo al gran irlandés, a mostrarme confidente, a hacerme el ignorante, el servil, cualquier cosa menos el estúpido, en mi esfuerzo por participar en la investigación que conduciría al arresto de Eddie Engels.

El capitán Jurgensen vivía en una pequeña casa de estructura de madera en una calle sin árboles que daba a Brand Avenue, cerca del centro de Glendale. Mientras subía la escalera, un perro empezó a ladrar y oí que Jurgensen lo hacía callar.

—Es un amigo, Coronel. Un amigo. Silencio.

El perro gimoteó y se acercó corriendo a saludarme, al tiempo que se lanzaba de lleno a mi entrepierna.

Jurgensen estaba en el interior del porche acristalado, sentado en una silla de jardín.

—Hola, Underhill —me dijo—. Siéntate. —Señaló un sillón de mimbre que había junto a él, y me senté.

—Lo de esta tarde, capitán…

—Olvídalo, Fred. —Me hizo callar como al perro—. Ya se ha dicho bastante. A partir de ahora, quedarás temporalmente vinculado a la Brigada de Detectives. El teniente Smith te lo contará. Llegará en unos minutos. ¿Quieres un té helado? ¿Una cerveza?

—Prefiero una cerveza, señor.

El capitán la trajo en un tazón de café, y justo en ese instante vi un viejo Dodge de antes de la guerra detenerse junto al bordillo. Dudley Smith cerró cuidadosamente la portezuela, se subió los pantalones y cruzó el patio delantero en dirección a nosotros.

—No tengas miedo, Fred —dijo Jurgensen—. Es humano.

Reí y bebí un trago de cerveza al tiempo que Dudley Smith llamaba con fuerza en la endeble estructura de madera del porche.

—Pom, pom —dijo, con su aguda y musical entonación—. ¿Quién anda ahí? Dudley Smith. Ladrones salid. —Se rió de su ripio y luego entró y tendió una enorme mano al capitán Jurgensen—. Hola, John, ¿cómo estás?

—Dudley —dijo el capitán.

—¿Y este es nuestro joven y brillante colega, el agente Fred Underhill? —preguntó Smith al tiempo que señalaba con la cabeza en mi dirección.

Me puse en pie para estrechar la mano del gran policía y advertí, con satisfacción, que yo era cinco centímetros más alto que él.

—Hola, teniente —dije—. Es un placer conocerlo.

—El placer es mío, muchacho. ¿Por qué no nos sentamos? Tenemos cuestiones serias que discutir, y nuestros cuerpos deben estar relajados mientras nos estrujamos el cerebro. —Smith se encajó en la única silla acolchada del porche. Estiró sus largas piernas y miró a Jurgensen con una sonrisa—. Una cerveza, John, por favor. En botella, y tómate tu tiempo para traerla.

El capitán se alejó, diligente, mientras el gran irlandés me miraba con unos brillantes y pequeños ojos pardos, intensamente resaltados por su rudo y colorado rostro. Al cabo de unos instantes, dijo:

—Oficial Frederick U. Underhill, veintisiete años, graduado universitario, no ex combatiente. Calificaciones extraordinarias en la Academia, excelentes informes sobre su forma física en Wilshire y en la calle Setenta y siete. Ha matado a dos hombres en acto de servicio. Estoy gratamente impresionado, y me importan un carajo las acciones de vigilancia que hayas emprendido estos días por tu cuenta. John es un policía irritable y tradicional.

Yo no. Aplaudo tus acciones y te felicito por la sensatez de haber puesto tus hallazgos en manos de un oficial de rango superior. Ya basta de disparates. Háblame de mujeres muertas y asesinos. Tómate tu tiempo. Soy bueno escuchando.

Sus pequeños ojos pardos no se apartaron ni un instante de los míos, y permanecieron fijos en su objetivo mientras hurgaba en los bolsillos de los pantalones en busca de cigarrillos y cerillas. Encendió uno y echó el humo en mi dirección.

—Gracias, señor —dije, tras aclararme la garganta—. En febrero, trabajaba en la patrulla de Wilshire. Mi compañero y yo acudimos a la escena de un crimen, llamados por una mujer trastornada. La víctima era una joven llamada Leona Jensen. Había sido estrangulada y acuchillada en su apartamento. El lugar había sido saqueado. Llamé a los detectives. Llegaron y dijeron que todo apuntaba a que la mujer había sorprendido al ladrón. En una mesa vi una caja de cerillas del bar Silver Star, pero en ese momento no le di ninguna importancia.

»La semana pasada, otra mujer fue estrangulada en su apartamento de Hollywood; lo leí en los periódicos. Se llamaba Margaret Cadwallader. Empecé a pensar en el parecido entre ambos casos. Los polis de Hollywood dijeron que de nuevo se trataba de un caso de robo con asesinato, y basaron toda su investigación en esa tesis. Yo, sin embargo, tuve la intuición de que las cosas eran distintas.

»Esa corazonada no me dejaba dormir, y yo confío en mis corazonadas, señor. Por eso, mi cifra de delincuentes arrestados es tan elevada.

»No sé cómo, pero intuí que ambas muertes estaban relacionadas. Me colé en la casa de esa tal Cadwallader… —Hice una pausa antes de soltar mi primera mentira flagrante—. Y bajo uno de los extremos de la alfombra de la sala encontré una caja de cerillas del mismo bar.

—Adelante, agente —me animó Dudley Smith.

—Bien. Entonces supe que esa mujer, Cadwallader, había estado en el Silver Star al menos una vez. Conseguí cambiarme al turno de día para poder ir al bar por la noche. Tenía la corazonada de que tanto Jensen como Cadwallader habían sido cazadas allí por un donjuán. Conseguí la ayuda del camarero, que me habló de un tal Eddie, un hábil manipulador que había ligado con muchas mujeres en el local. Eddie se presentó a la noche siguiente. El camarero me lo indicó con una seña. Intentó ligar, pero las mujeres lo rechazaron. Salió y lo seguí hasta un bar de maricas en Hollywood Oeste, y allí tuvo una discusión con un tipo. Luego lo seguí hasta el bungaló donde vive, junto al Strip. Permaneció allí toda la noche. A la mañana siguiente, lo seguí hasta el hipódromo de Santa Anita. Por su conversación con el hombre de la ventanilla de las apuestas de cincuenta dólares, deduje que era un jugador empedernido que, a menudo, iba a las carreras acompañado de mujeres.

»Enseñé una foto de Margaret Cadwallader al hombre de la ventanilla. Este me dijo que el apellido de Eddie era Engels, y que en junio, había llevado a esa mujer al hipódromo para presenciar el premio Copa del Presidente. La identificó sin el mínimo asomo de duda. Yo llevaba la foto mezclada con la de otras mujeres, por lo que sé que la reconoció de veras.

»Luego llamé a Recepción e Inspección para obtener alguna información sobre los antecedentes de Engels y los coches que poseía. No tenía antecedentes, pero sí dos coches. A continuación visité distribuidores de automóviles y conseguí fotos de los coches que Engels tiene y los pinté con los colores auténticos. Después pasé por todos los locales nocturnos de Sunset Strip. Cuatro personas recordaron haber visto a Eddie Engels con Margaret Cadwallader. Apunté sus nombres y direcciones. Luego fui en coche hasta Hollywood. Un alumno de instituto recordó haber visto el Ford del 49 descapotable de Eddie Engels aparcado en la esquina del bloque del apartamento de Cadwallader la noche del crimen. Dijo que llevaba una cola de zorro atada a la antena de la radio. Más tarde, esa misma noche, me colé en el bungaló de Engels. No encontré ninguna prueba que pudiera relacionarlo con algún hecho delictivo pero vi su Ford del 49. Efectivamente, llevaba una cola de zorro en la antena. Y eso es todo, teniente.

Pensaba que Dudley Smith me atravesaría con su mirada severa e inquisitiva, pero no lo hizo. Se limitó a sonreír con malicia y encendió otro cigarrillo. Exhaló el humo y rió con ganas.

—Bien, muchacho —dijo—. Nos entregas a un asesino, eso seguro. En el caso de Cadwallader, no hay ninguna duda. En cuanto a la otra mujer…, ¿cómo se llamaba?

—Leona Jensen.

—Ah, sí. Bueno, de eso ya no estoy tan seguro… ¿Cuál fue la causa de la muerte, lo sabes?

—El forense que estuvo en la escena del crimen dijo que murió por asfixia.

—Ah, sí. ¿Quién estaba al mando de los detectives de Wilshire?

—Joe DiCenzo.

—Conozco a DiCenzo. Freddy, muchacho, dime cuál es tu impresión sobre ese degenerado de Engels.

—Creo que se ha cargado a Cadwallader, a Jensen y Dios sabe a cuántas más.

—¿Dios sabe? ¿Eres religioso, muchacho?

—No, señor, no lo soy.

—Pues tendrías que serlo. Oh, sí. En este caso, la Divina Providencia desempeña un importante papel.

El capitán Jurgensen regresó con una cerveza.

—Oh, gracias, John —dijo el teniente—. Danos diez minutos más, ¿quieres?

—Claro, Dud —respondió el capitán, antes de marchar de nuevo.

—Iba a decir, muchacho —prosiguió Smith—, que estoy enteramente de acuerdo contigo. ¿Cuántos años tienes? Veintisiete, ¿verdad?

—Sí, señor.

—No me llames señor, trátame de tú. Llámame Dudley.

—De acuerdo, Dudley.

—Magnífico. Bien, muchacho, yo tengo cuarenta y seis y he sido policía la mitad de mi vida. Durante la guerra, estuve en la Oficina de Servicios Estratégicos. Fui comandante en Europa y regresé a su puesto de sargento en el Departamento con la esperanza de ascender muy deprisa. Arresté a muchos criminales y me cargué a unos cuantos. Llegué a teniente y espero serlo siempre. Soy demasiado duro, listo y valioso como para convertirme en capitán y pasarme todo el día con el culo en el asiento, leyendo a Shakespeare como nuestro amigo John.

Dudley Smith se inclinó hacia mí y me agarró la rodilla con su enorme mano derecha. Bajó su voz de tenor y prosiguió:

—En Irlanda, los hermanos me enseñaron un amor y un respeto obedientes hacia las mujeres. Llevo casado veintiocho años con la misma mujer y tengo cinco hijas. Dios sabe que soy un tipo brutal, pero la dulzura que haya en mí se la debo a los hermanos y a las mujeres que he conocido. Odio a los asesinos, y odio a los asesinos de mujeres más que al mismísimo Satanás. ¿Compartes mi odio, muchacho?

Era su primer examen y yo quería pasarlo con la mejor nota. Tensé el rostro y con voz ronca susurré:

—Con todo mi corazón.

Smith me apretó más la rodilla. Quería que demostrase dolor en señal de conformidad, y di un respingo. Me soltó y me froté la rodilla.

—Oh, sí. —Sonrió—. Magnífico. Es nuestro, Freddy, nuestro. Se ha cobrado a su última víctima. Que Dios tenga presentes mis palabras. —Se echó hacia atrás y se retrepó en su silla. Agarró la botella de cerveza y la vació de una sola vez—. Oh, sí. Magnífico. Detective Underhill. ¿Te gusta cómo suena, muchacho?

—Me gusta mucho, Dudley.

—Magnífico. Dime, muchacho, ¿cómo te sentiste cuando te cargaste a esos dos pachucos que habían matado a tu compañero?

—Me sentí enfadado.

—¿Y no lloraste, después?

—No.

—Magnífico.

—¿Cuándo empezamos, Dudley?

—Mañana, muchacho. Seremos cuatro. Dos jóvenes protegidos míos de la brigada y nosotros. Desde este momento, John queda apartado del caso. Desde este momento, yo soy tu superior. Durante la guerra, cuando estábamos en la Oficina de Servicios Estratégicos, teníamos un adjetivo para definir nuestras actividades; era «clandestino». ¿No te parece un adjetivo magnífico? Significa «secreto». Así será nuestro trabajo, clandestino. Sólo nosotros cuatro estaremos al corriente de él. Estoy en situación de conseguir cualquier cosa, cualquier expediente que necesitemos, tanto del Departamento como de cualquier otra agencia policial. Este caso es todo nuestro, y también lo serán la gloria, las aclamaciones todas nuestras, los elogios y los ascensos que consigamos tan pronto como atemos los cabos sueltos y obtengamos una confesión de ese monstruo de Eddie Engels.

—¿Y entonces?

—Entonces, muchacho, iremos al jurado de acusación, y dejaremos que el pueblo de nuestra magnífica República de California decida el destino de ese donjuán. Y sin lugar a dudas, mandarán al hijo de puta a la cámara de gas.

—Es lo que se merece, Dudley.

—Claro que sí, muchacho. Y ahora, escucha. Nuestro cuartel general estará en el hotel Havana, en el centro, en la Octava con Olive. Ya he alquilado una habitación para nosotros, es la número dieciséis. Mañana preséntate allí a las ocho en punto. Ve de paisano, esta noche, duerme bien. Reza tus oraciones. Da gracias a Dios por ser blanco, libre, mayor de edad y un joven y brillante policía. Ahora, vuelve a casa. John se disgustará cuando se entere de que ha sido apartado del caso, y quiero poner freno a su orgullo. Ahora, vete.

Me puse de pie y estiré las piernas. Tendí la mano a Dudley Smith y le dije:

—Gracias, Dudley. No sabes lo mucho que esto significa para mí.

—Sí que lo sé, muchacho. Y sé que vamos a ser grandes amigos. Que Dios te bendiga. Y cuando reces tus oraciones, eleva una por el viejo Dudley.

—Lo haré.

—No, no lo harás —Smith rió—. Saldrás y te buscarás una chica estupenda, le mostrarás tu placa y le dirás que pronto serás el nuevo jefe de la policía. ¡Ja, ja, ja! le conozco, muchacho. Y ahora vete y déjame aplacar al viejo John.

Regresé al coche y me sentí tocado por la locura y el prodigio. Mientras conducía, me siguió una risa insensata y prodigiosa.

Aquella noche, la misma risa insensata llenó mis sueños. Me desgarraron unas dudas irritantes que adoptaron la forma de Wacky Walker y Dudley Smith, quienes hacían girar sus porras y se gritaban poemas obscenos el uno al otro. Reuben Ramos miraba, haciendo sonar su saxo y ofreciendo unos crípticos comentarios como si fueran los de un coro de drogatas en una tragedia griega. También estaba el capitán Bill Beckworth, que metía baza y me daba consejos que no le había pedido. «Cuidado, Freddy. Mejora mi putt y te convertiré en el rey de la comisaría de Wilshire. Tendrás todos los chochos y todo el prodigio que tu estómago sea capaz de tolerar. ¡Resucitaré a Walker y conseguiré que le den el premio Nobel! ¡Confía en mí!».

Desperté con una jaqueca terrible y la certeza de que Dudley Smith iba a excluirme de todos los aplausos que iba a ganar con el caso de Eddie Engels. Era el oficial superior, el que tomaba las decisiones, el que presentaría la acusación al fiscal de distrito cuando Engels fuese arrestado. Yo necesitaba una póliza de seguros, y supe enseguida a quién debía llamar.

Me vestí despacio y desayuné. Freí una libra de hamburguesas para Night Train, que las engulló con avidez y lamió la parte interior del plato. De postre, le di un hueso. Lo royó mientras yo llamaba a Información y conseguía el número de la Oficina del Fiscal de Distrito de la ciudad de Los Ángeles. Todavía era temprano, pero esperaba que ya hubiese alguien allí. Marqué.

—Oficina del Fiscal de Distrito —respondió una voz de mujer.

—Buenos días —dije—. ¿Puedo hablar con la señorita Lorna Weinberg, por favor?

—¿Su nombre, señor, por favor?

—Soy el agente Fred Underhill.

—Un momento, agente. Ahora le paso la llamada.

Al cabo de unos instantes me llegó la voz de Lorna Weinberg.

—Hola —dijo en tono muy áspero.

—Hola, señorita Weinberg. ¿Se acuerda de mí?

—Claro que sí. ¿Me llama para algo relacionado con mi padre?

—No. Se trata de una cuestión personal y profesional. Necesito hablar con usted lo antes posible.

—¿Qué ocurre? —espetó Lorna.

—No puedo decírselo por teléfono.

—¿De qué se trata, señor Underhill?

—Sé algo que sin duda usted considerará importante. ¿Podemos vernos esta noche?

—Muy bien, pero no mucho rato. ¿Qué le parece delante del edificio del Ayuntamiento, en la entrada que da a Spring Street, a las cinco de la tarde. Puedo concederle quince minutos.

—Allí estaré.

—Buenos días, agente —se despidió Lorna Weinberg, y colgó el auricular antes de que yo tuviese tiempo de soltarle el ingenioso comentario que tenía preparado.

Hacía mucho calor, pero no me molestó en absoluto. Fui al centro, animado y expectante, y aparqué delante del hotel Havana, un viejo edificio de una sola planta construido con ladrillo rojo, en cuyo pequeño vestíbulo había un ascensor de aspecto frágil. Según mi reloj, eran las 7.59. Subí las escaleras de tres en tres para llamar a la puerta de la habitación dieciséis a las ocho en punto.

La abrió un corpulento hombre rubio con una camisa blanca de manga corta y una pistolera colgada del hombro. Le mostré mi placa y, con un movimiento de la cabeza, me hizo pasar. En medio de la sucia habitación estaban Dudley Smith y otro hombre, inclinados sobre una mesa de cartas plegable.

Smith volvió la cabeza y me saludó.

—¡Freddy, muchacho! ¡Bienvenido! Dejad que os presente. Caballeros, éste es el oficial Fred Underhill, mi nuevo protegido. Fred, éste es el sargento Mike Breuning. —Indicó con la cabeza al hombre rubio y fornido—. Y éste el agente Dick Carlisle. —Señaló hacia el otro hombre, un tipo alto y delgado, de rostro cetrino y con gafas de montura metálica. Estreché la mano a mis nuevos compañeros e intercambié frases ocurrentes con ellos, hasta que Dudley Smith se aclaró la garganta con fuerza y requirió nuestra atención.

—Ya basta de gilipolleces —dijo—. Freddy, cuéntales tu historia a Mike y a Dick. No omitas nada. Aquí, de pie junto a la mesa, como un buen maestro de ceremonias. Así… Magnífico.

Breuning y Carlisle acercaron sendas sillas mientras yo me situaba donde Smith me había indicado. Tardé quince minutos en contar mi relato. Mientras, Smith se sentó en la cama y fumó, bebió café y me sonrió. Breuning y Carlisle se mostraron impresionados. Miraron a Dudley Smith en espera de su confirmación, casi como perros que acatasen en todo a aquel enorme policía.

—Oh, sí —dijo con una sonrisa—. Un asesino de mujeres vivo y auténtico. ¿Algún comentario, muchachos? ¿Alguna pregunta?

Carlisle y Breuning negaron con la cabeza.

—¿Y tú, Freddy? —preguntó Smith.

—Sólo una. ¿Cuándo empezamos?

—¡Ja, ja, ja! ¡Magnífico! Ahora mismo. Escuchad: he aquí vuestras misiones. Tú, Mike, irás de inmediato a Horn Drive. Seguirás a Eddie Engels durante todo el día y toda la noche, hasta que regrese a casa a dormir. Si liga con alguna mujer, te pegarás a él cuanto puedas. ¿Captas el sentido de mis palabras, muchacho? Este monstruo no tiene que cobrarse ninguna víctima más. Freddy, tú también irás a Horn Drive. Interrogarás a la gente acerca de su degenerado vecino. Quiero nombres y direcciones de todos los que hayan sido testigos de violencia o abusos por parte de Engels. Dedica todo el día a ello. Dick, tú irás a la comisaría de Wilshire y hablarás con el sargento Joe DiCenzo. Pregúntale por el asesinato de Leona Jensen. Dile a Joe que yo trabajo en esta investigación en mi tiempo libre… Ya entenderá lo que quiero decir. Lee los expedientes del caso, el informe del forense, el inventario que hicieron los detectives de las pertenencias de la mujer, sus posesiones, todo. Toma notas. Yo me dedicaré a hurgar en los antecedentes de Eddie. Mañana nos encontraremos aquí, a la misma hora. Y ahora, id a trabajad y que el Señor os acompañe. —Dudley batió palmas con sus enormes manos para indicar que nos disolviéramos.

Breuning y Carlisle salieron por la puerta con aire inflexible y decidido. Yo me disponía a seguirlos cuando Dudley Smith me tomó por el brazo.

—Llámame esta tarde al Departamento, muchacho. Hacia las cuatro.

—De acuerdo, Dudley —repuse.

Smith aumentó la presión y luego me empujó con gentileza hacia la puerta.

Breuning estaba en la acera esperándome.

—Ya que los dos vamos hacia el Strip —dijo—, he pensado que podría seguirte.

—Claro. ¿Dónde tienes el coche?

—Al doblar la esquina. —Breuning arrastraba los pies, nervioso.

Advertí que quería decirme algo, e intenté ponérselo fácil.

—¿Cuánto tiempo llevas en el cuerpo, Mike?

—Once años. ¿Y tú?

—Cuatro.

—Matar a esos dos mexicanos tuvo que ser un palo fuerte.

—No pienso demasiado en ello.

—Ya lo supongo. A Dudley le caes bien, ¿lo sabes?

—Lo imagino. ¿Por qué lo dices?

—Porque me he fijado en cómo lo mirabas. —El rostro germano e impasible de Breuning se ensombreció—. Lo estudiabas como si fuera un demente. Mucha gente cree que Dudley está pirado, pero no lo está. Es un tipo absolutamente cuerdo.

—Te creo. Sólo es un actor, y un actor extraordinario, maldita sea. Sabe motivar a la gente. Ese es su don.

—Exacto. Quiere echarle el guante a ese Engels.

—Lo sé. Me lo ha dicho. Odia a los asesinos de mujeres.

—Hay más que eso. Ya lo verás. Lo conozco desde que yo era un novato. Todavía está cabreado por lo de la Dalia Negra. Me ha dicho que este caso de Engels es su penitencia por no haber detenido al asesino de ésta.

Me quedé pensativo unos instantes.

—Pero él no estaba al cargo de toda la investigación, Mike. Ni el DPLA al completo ni el Departamento del Sheriff encontraron al asesino. No fue culpa de Dudley.

—Lo sé, pero él se lo ha tomado como si lo fuera. Es un hombre muy religioso y considera lo de Engels algo muy personal. ¿Por qué saco a relucir todo esto? Porque Dudley quiere convertirte en su hombre número uno. Dice que tienes capacidad para llegar a lo más alto del Departamento. A mí eso no me va, me gusta ser un sargento de la brigada, pero tú tendrás que seguirle el juego a Dudley, y veo que no le tienes miedo. Eso es malo. Si haces que se enfade, te joderá de verdad. Esto era lo que quería decirte.

Sonreí ante aquella advertencia, la cual hizo que aumentase el respeto que sentía hacia Dudley Smith y que respetase a Mike Breuning por haberlo mencionado.

—Gracias, Mike —dije.

—De nada. Y ahora, vayamos deprisa hacia el Strip. Estoy impaciente por empezar.

Mike montó en su coche y arrancó detrás de mí. Fui directo hacia Wilshire con la esperanza de que a Eddie Engels no se le ocurriera madrugar y Mike tuviese a alguien a quien seguir. Tomé hacia el norte por La Ciénaga, y diez minutos más tarde enfilaba el Strip, con el coche de Mike justo detrás del mío. Al llegar al cruce con Horn Drive, me acerqué a la acera y señalé el bungaló de Engels y su viejo sedán Oldsmobile. Mike sonrió, alzó el pulgar y yo seguí colina arriba. Aparqué y me dispuse a realizar mis interrogatorios a pie.

Llamé a puertas de bungalós, de casitas bien cuidadas, de edificios de apartamentos que imitaban castillos franceses, de estudios de artistas y de mansiones de estilo morisco. Obtuve una sucesión de miradas inexpresivas, bostezos y frases de tipo «no, lo siento, agente, no puedo ayudarlo», pronunciadas en tono de aburrimiento. Eddie el fantasma. Aquello me tomó cinco horas. A las dos en punto, me acerqué hasta el restaurante de la esquina de Horn y Sunset y pedí dos hamburguesas con queso, patatas fritas, ensalada y un batido de piña tamaño grande. Estaba famélico y también nervioso por mi cita con Lorna Weinberg.

El hombre que me sirvió en la barra tenía todo el aspecto de estar harto de tomar refrescos. Mientras yo comía la ensalada, se repantigó ante mí y se dedicó a hurgarse los dientes y la nariz. Era obvio que estábamos destinados a conversar, sólo faltaba saber quién hablaría el primero. Lo hice yo, por pura necesidad.

—¿Podrías pasarme el catsup, por favor?

—Claro, colega —respondió, al tiempo que me tendía una botella de Heinz y se inclinaba hacia mí, soltándome todo el aliento en la cara—. ¿Trabajas para la Oficina del Sheriff? —preguntó.

—No, para el DPLA. ¿Has estado detenido?

—Llevo seis años limpio. He superado la libertad condicional. Toquemos madera. —Con un ademán exagerado, el tipo golpeó el mostrador con los nudillos.

—Te felicito —dije—. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en este tugurio?

—Dos años. Toquemos madera.

—¿Conoces bien a la gente del barrio?

—¿Te refieres a la gente del barrio o a los clientes habituales del local?

—Muy hábil. Me refiero a la gente que vive en la vecindad y que frecuenta el local.

—Ah. —El hombre entornó los ojos con aire de sabiduría taleguera—. ¿Tienes a alguien concreto en mente?

—Sí. Un hombre llamado Eddie. Es un tipo bien parecido de unos treinta años. Cabello castaño y rizado. Viste de manera llamativa. Un ligón. Siempre va acompañado de alguna mujer guapa. ¿Lo conoces?

El camarero me miraba impasible. Cuando terminé, asintió de manera casi imperceptible.

—Sí, creo que sí.

—Soy agente de policía y doy buenas propinas —señalé—. Desembucha.

Miró alrededor para comprobar si alguien nos escuchaba. No había nadie.

—Lo ha descrito muy bien. Un tipo bien parecido. Un ligón. Ya me gustaría a mí tener las mujeres con las que he visto a ese hijo de puta. Escuche, agente…

Metí la mano en el bolsillo para sacar la foto de Maggie Cadwallader. Se la enseñé.

—¿Y a ella, la conoces? —pregunté.

El camarero estudió la foto con atención y negó con la cabeza.

—No, ese ligón no iría jamás con un monstruo como ése. Que cosa más…

—Calla. Háblame de las mujeres con las que lo has visto.

—Estrellas de cine —prosiguió, en voz baja—. Auténticas bellezas. Putas caras que se abrazan a él como si el mañana no existiera…

—¿Conoces a alguna de esas mujeres? ¿Suelen venir por aquí?

—Sólo cuando él las trae para tomar una hamburguesa rápida, porque vive por aquí cerca.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso sí que es curioso. Una vez, estuvo aquí con una rubia guapísima. Ella lo incordiaba con algo y él se puso nervioso. La tía tenía la mano sobre el mostrador y Eddie empezó a apretársela. A la tía se le llenaron los ojos de lágrimas, le dolía de veras, y sin embargo sólo dijo: «Ahora no, cariño. En el apartamento todo lo que quieras, pero aquí no. Estaremos de vuelta en un minuto. Por favor, cariño». Se la veía asustada y excitada a la vez. Sabe lo que quiero decir, ¿no?

—¿Y cuándo fue eso? —pregunté.

—No lo sé. Hará unos meses.

—¿Has visto de nuevo a esa mujer, con o sin Eddie?

—Creo que no.

—¿Has visto a Eddie violento con alguna otra mujer?

—No, pero yo a eso no lo llamaría violencia.

—Calla. —Arranqué una hoja de mi bloc de notas y se la tendí—. Apunta tu nombre y dirección —le dije.

El ex presidiario lo hizo; observé que la mandíbula le temblaba ligeramente.

—Mire, agente…

—No te preocupes —lo interrumpí con una sonrisa—. No tendrás ningún problema. Lo único que debes hacer es no comentar con nadie lo que hemos hablado. Capisci?

—Sí.

—Bien. —Me metí el papel en el bolsillo y dejé un billete de cinco dólares sobre el mostrador—. Quédate el cambio —añadí.

Encontré un teléfono público en el aparcamiento y llamé a Dudley Smith al hotel del centro. Tardó unos momentos en ponerse al aparato, y esperé en la sofocante cabina, sumido en mis pensamientos y con el auricular pegado a la oreja. De repente, me llegó su voz, aguda y musical.

—¡Freddy, muchacho! ¡Cuánto me alegro de oírte! Me recuperé deprisa y con voz calmada, dije:

—Buenas noticias, Dudley. En un restaurante de la zona vieron a nuestro hombre hace unos meses, con una mujer. El camarero me dijo que la maltrató físicamente y que a ella le gustó. Tengo su declaración.

Dudley Smith se quedó pensativo casi un minuto, considerando seguramente lo que acababa de decirle. En mi impaciencia, proseguí:

—Creo que es un sádico sexual, Dudley.

—Sí, claro. Bueno, muchacho, creo que nuestro amigo es muchas cosas. Yo también tengo noticias interesantes. Bien, mañana, Freddy, creo que vivirás algo grande. Pasa por casa a recogerme a las nueve en punto. Avenida Kelton, 2341, Westwood. Ponte un traje claro y ven dispuesto a aprender. ¿Has comprendido?

—Sí.

—Magnífico. ¿Querías decirme alguna otra cosa, muchacho?

—No.

—Magnífico. Entonces, nos vemos mañana.

—Adiós, Dudley.

Volví a casa, me duché y me cambié de ropa. Me afeité por segunda vez en el día. Conduje hasta el centro y combatí un cosquilleo de expectación que era nervios y excitación sexual a la vez. Entré en el aparcamiento para empleados del Ayuntamiento de la calle Temple y le mostré mi placa al empleado. Me peiné varias veces y comprobé en el retrovisor si tenía la raya del cabello bien hecha.

A las cinco en punto aparcaba frente a la entrada del edificio del Ayuntamiento que daba a la calle Spring, dispuesto a esperar a Lorna Weinberg.

Unos minutos más tarde, Lorna cruzaba la puerta acristalada. Cojeaba caminando con uno de los pies casi en ángulo recto, apoyada en un grueso bastón de madera con la puntera de goma. Llevaba un portafolios en la mano izquierda y parecía abstraída. Cuando me vio, frunció el entrecejo.

—Hola, señorita Weinberg —dije.

—Señor Underhill —repuso. Se pasó el bastón a la mano izquierda y tendió la derecha hacia mí. Se la estreché, y el apretón fue un recordatorio de que nuestra cita no era más que un encuentro entre dos profesionales.

—Gracias por haber accedido a verme —dije—. Sé que es usted una mujer ocupada.

Lorna asintió con brusquedad y cambió el peso de su cuerpo a la pierna buena.

—Y usted es un hombre ocupado. Busquemos un lugar donde hablar. Siento curiosidad por oír lo que tiene que decirme. —Quizá notó que estaba comportándose de manera demasiado cordial, porque añadió—: Espero que no me haga perder el tiempo. —Al ver que yo no respondía, preguntó—: No me lo hará perder, ¿verdad?

—Tal vez —respondí, y le ofrecí mi más amplia e inocente sonrisa—. ¿Cena usted?

—Sí, oficial. —Lorna frunció de nuevo el entrecejo—. ¿Y usted, agente?

—Sí, cada noche. Es una costumbre que arrastro desde niño. ¿Conoce algún restaurante decente por aquí cerca?

—No lo bastante cerca para llegar andando hasta allí.

—Podemos descansar por el camino o puedo llevarla en brazos. O podemos ir en coche.

Lorna recibió mis comentarios con una mueca y se mordió el labio inferior, pensativa.

—Sí —dijo—. Podemos ir en coche a algún sitio. En mi coche.

No le llevé la contraria ni por un instante, desde luego. Caminamos media manzana hasta Temple muy despacio y en silencio. Lorna cojeaba de manera uniforme, adelantando la pierna mala con una gracia y un ritmo casi perfectos. Si le dolía, no lo demostraba. Sólo el brazo en que llevaba el bastón, demostraba cierta tensión.

Intenté encontrar algo que decir, pero todas mis ocurrencias graciosas habrían estado fuera de lugar o habrían resultado bruscas. Al cruzar la calle, la tomé por el codo, pero se soltó, enfadada.

—Déjelo —dijo—. Me las apaño bien sola.

—Estoy seguro de ello —repuse.

Su coche era un Packard último modelo, con cambio automático y una plataforma especialmente dispuesta para su pierna mala. Sin consultarme, tomó hacia el norte, en dirección a Chinatown. Era buena conductora, y maniobró con destreza entre el tráfico de Broadway Norte, que por ser hora punta era muy abundante. Después de aparcar sin esfuerzo en un espacio pequeño y poner el freno de mano con un gesto ceremonioso, Lorna volvió su rostro hacia mí.

—¿Le gusta la comida china? —preguntó.

Por dentro, el restaurante era una maravilla arquitectónica de papier-maché. Las cuatro paredes tenían forma de cordilleras, con cataratas que se congregaban en una pecera llena de carpas doradas. Una luz azul verdosa que evocaba unos fondos submarinos bañaba el salón.

Un sumiso camarero nos condujo hasta un reservado del fondo y nos entregó los menús. Lorna estudió el suyo con solemnidad. Yo articulé mis pensamientos de forma útil y concisa. Mientras leía el menú, la miré. Su rostro era muy hermoso, y tenía mucha fuerza. Alzó los ojos y se encontró con los míos.

—¿No va a comer? —preguntó.

—Tal vez —respondí—. Y si lo hago, ya sé qué tomaré.

—¿Tan rígido es usted? ¿No le gusta probar cosas nuevas?

—Sí, últimamente sí. Es por eso por lo que estoy aquí.

—¿Tiene eso un doble sentido, agente?

—Es una mezcla entre una proposición y una declaración de intenciones.

—¿Y eso tiene un doble sentido?

—Es una mezcla entre una paradoja y una falacia lógica.

—Y la parte que yo…

—La paradoja es el asesinato —la interrumpí—, letrada, y el hecho de que yo pretenda beneficiarme de la captura del asesino. La falacia lógica es que…, bueno, en parte estoy aquí porque es usted una mujer muy atractiva e interesante.

Lorna abrió la boca para protestar pero la hice callar alzando la voz.

—Perdone mi lenguaje, pero como dice un colega mío, basta de gilipolleces y comamos. Luego se lo contaré todo.

Lorna me miró con expresión de furia, y permaneció en silencio. Supe que estaba preparando una frase terrible como respuesta, pero, por suerte para mí, el camarero apareció y preguntó:

—¿Ya saben lo que van a tomar?

Antes de que Lorna lanzase su ataque, bebí un sorbo de té verde y empecé a contarle la historia de Freddy Underhill, el policía bribón, y su increíble persistencia e intuición. En varias ocasiones, empezó a preguntar, y me limité a sacudir la cabeza y continuar con la historia.

Durante mi monólogo, sólo cambió de expresión una vez, y fue cuando mencioné el nombre de Dudley Smith. Entonces, su mirada extasiada pasó a ser de enojo. Cuando terminé mi relato, llegó la comida. Lorna me miró, después miró el plato y lo apartó con una mueca.

—Después de lo que me ha contado —dijo—, no puedo comer.

—¿Me cree?

—Sí, al parecer todo encaja. ¿Y qué quiere de mí, exactamente?

—Cuando el caso esté cerrado, quiero presentar mis declaraciones personalmente a usted. Sé que Smith va a intentar apartarme de esto. No confío en ese hijo de puta, y para serle franco, quiero la gloria. ¿Todavía prepara usted casos para el jurado de acusación?

—Sí.

—Bien. Así que, tan pronto como tenga pruebas suficientes o tan pronto como arrestemos a Engels, iré a verla. Usted preparará el caso y el jurado de acusación declarará que hay indicios suficientes para juzgar a Engels.

—¿Y entonces, agente? —preguntó Lorna con sarcasmo.

—Entonces ambos tendremos la satisfacción de saber que Eddie Engels va derecho a la cámara de gas. Para su carrera, el caso le será de ayuda, y en cuanto a mí, entraré en la Brigada de Detectives.

Lorna permaneció callada, pensativa.

—Lo cual facilitará su trabajo —añadí, intentando animarla—. Presentaré muchos casos ante usted, pero sólo cuando esté seguro de que el arrestado es culpable. —Sonreí.

—Dudley Smith lo crucificará por esto —dijo Lorna.

—No, no lo hará. Es demasiado grande. El caso llegará a la prensa. Yo tendré mucho apoyo, tanto de ésta como del Departamento. Seré intocable.

Lorna revolvió el arroz frito con los palillos.

—¿Me ayudará? —pregunté.

—Sí —respondió—. Es mi trabajo, y mi deber.

—Bien. Muchas gracias.

—Es usted sumamente engreído.

—Lo que soy es sumamente eficiente.

—No lo dudo. Mi padre habla a menudo de usted. Lo echa de menos. Me dijo que usted ya no jugaba al golf.

—Lo dejé el invierno pasado. Poco después de conocerla a usted.

—¿Por qué?

—Mataron a mi mejor amigo y yo maté a dos hombres. El golf dejó de parecerme importante.

—Leí acerca de ello en los periódicos. A mi hermana le afectó mucho. A mí también me preocupó. Me pregunté si estaría usted trastornado. Ahora veo que no. Entonces ya era un engreído, y ahora lo es todavía más. Es usted una persona de trato difícil.

—No, no lo soy. Soy un tipo agradable que se siente halagado porque se preocupó por mí.

—Pues no se sienta halagado. Fue algo puramente profesional.

—Digamos mejor puramente no profesional. No he dejado de pensar en usted desde que la conocí. Unos pensamientos agradables, cálidos, nada profesionales.

Lorna no contestó, pero se ruborizó. Fue un rubor puramente femenino, en absoluto profesional.

—¿Ha terminado de comer? —pregunté.

—Sí —respondió ella en voz baja.

—Pues vámonos.

Diez minutos después, habíamos regresado al aparcamiento de Temple. Me apeé y rodeé el coche hasta la puerta del conductor.

—Por favor, Lorna, sonría antes de darnos las buenas noches —le dije.

Lorna lo hizo a desgana, separando los labios y apretando los dientes.

—No está mal para una neófita. ¿Querrá cenar conmigo mañana? Conozco un sitio cerca de Malibú. Estará bien acercarnos al mar.

—No pienso que…

—Está bien, no piense.

—Mire, señor…

—Tutéame y llámame Freddy.

—Mira, Freddy, yo… —La resistencia y la voz de Lorna se debilitaron, hizo una mueca y sonrió, esta vez sin que lo hubiese pedido.

—Bien —dije, animado—. Quien calla, otorga. Te veré mañana a las seis en la puerta del Ayuntamiento.

Lorna clavó la vista en el volante para evitar mirarme a los ojos. Me apoyé en la ventanilla del coche y con gentileza, volví su cabeza hacia mí y la besé suavemente en sus labios cerrados. Soltó el volante y me agarró el brazo con fuerza.

Interrumpí el beso.

—No pienses, Lorna. Mañana a las seis.

Corrí en dirección a mi coche sin darle tiempo a responder.