8

Me resultó extraño entrar en un bar buscando a un asesino, en lugar de a una mujer.

La noche siguiente, liberado de la obsesión que solía conducirme a tales locales, estuve sentado con un whisky aguado en la mano, observando a personas que se emborrachaban, se enfadaban, se volvían habladoras y, en un acceso de efusividad alcohólica, soltaban la historia de su vida a perfectos desconocidos. Yo buscaba hombres que iban a la caza, como yo mismo, pero esa noche en el Silver Star no había más que desesperación de mediana edad al compás de la música de los viejos temas de antes de la guerra que sonaban en la máquina de discos.

Me marché a la una de la mañana tras preguntarle al camarero cuándo tenía «ambiente» el local.

—Los fines de semana —me informó—. Se pone realmente a tope. Venga mañana por la noche. Ya lo verá.

El camarero tenía razón. Llegué al Silver Star a las ocho menos cuarto del sábado y comprobé que aquello bullía. El local estaba atestado de parejas jóvenes, soldados de permiso —fácilmente reconocibles por el corte de pelo al cepillo y los zapatos negros sin ningún tipo de adorno—, alcohólicos entrados en años y hombres y mujeres solos que lanzaban miradas solitarias y expectantes.

Esa noche, la música era más animada y pensada para una clientela más joven: arreglos ligeros de melodías conocidas, incluso algo de jazz. Una mujer atractiva de unos treinta me invitó a bailar. La rechacé de mala gana y le dije como excusa que no tenía bien una pierna. Se volvió hacia el hombre sentado a mi lado ante la barra, y él aceptó.

Yo buscaba ligones, conquistadores, donjuanes, tipos capaces de ganarse la confianza de una mujer y de terminar en la cama con ella con sorprendente facilidad. Tipos como yo mismo. Pasé allí tres horas, sentado a ratos a la barra y a ratos a una mesa y tomando ginger ale, sin dejar de observar. Empecé a comprender que aquélla iba a ser una vigilancia larga y tediosa. Pese a toda mi actividad ocular, no vi gran cosa.

Empezaba a sentirme deprimido y hasta un poco irritado cuando advertí la presencia de dos tipos muy vulgares que se acercaban a la barra y se inclinaban sobre ésta para decirle algo en voz baja al camarero, a quien se le iluminó el rostro. Señaló una puerta al fondo del local, junto a los teléfonos y las máquinas de cigarrillos, y a continuación los tres se encaminaron hacia ella. La barra quedó desatendida.

Los observé hasta que cerraron la puerta a sus espaldas y esperé dos minutos. Luego, me acerqué a la puerta, me arrodillé y olfateé por la rendija del suelo. Humo de porro. Sonreí, trasladé la pistola de su funda al bolsillo de mi chaqueta deportiva, abrí la funda de cuero de la placa y, relajada pero enérgicamente, golpeé con el hombro derecho el batiente de la puerta, que se abrió de par en par con una lluvia de astillas.

El ruido fue fuerte y seco, semejante al de una explosión. Los tres fumadores estaban contra la pared del fondo, junto a una pila de cajas de whisky que llegaba hasta el techo. Cuando oyeron el ruido y vieron la placa y el arma, dieron un respingo y levantaron las manos en un movimiento reflejo.

Me volví por un instante a observar el local. Nadie parecía haberse percatado de lo que había sucedido. Cerré la puerta detrás de mí, con suavidad.

—Agente de policía —dije con mucha calma—. Moveos hacia la izquierda y poned las manos contra la pared, por encima de la cabeza. Ahora mismo.

Obedecieron. El olor de la marihuana era intenso y sensual. Cacheé a los tres tipos en busca de armas o droga, pero sólo encontré tres gruesos canutos ya liados. Los tipos estaban temblando, y el camarero empezó a farfullar sobre su esposa y sus hijos.

—¡Silencio! —le solté.

Agarré a los otros dos por el cuello de la camisa y los envié hacia la puerta de un empujón.

—¡Largaos, basura! —mascullé—. ¡Que no vuelva a veros aquí nunca más!

Los dos salieron precipitadamente, lanzando miradas de preocupación al camarero.

Bloqueé la puerta colocando contra ella una caja de botellas de ginebra. Cuando me acerqué a él, el camarero se acurrucó contra la pared. Con dedos temblorosos, buscó un cigarrillo en sus bolsillos y me pidió permiso con una mirada implorante.

—Adelante, fuma —le dije. Una vez que hubo encendido el cigarrillo, le pregunté—: ¿Cómo te llamas?

—Red Julián —respondió, con la mirada fija en la puerta.

Tranquilicé sus temores.

—Esto no llevará mucho tiempo, Red. No voy a detenerte. Sólo necesito un poco de ayuda.

—No conozco a ningún vendedor, se lo aseguro, agente. Sólo fumo de vez en cuando. Cincuenta centavos el cigarrillo, ya sabe…

—No me importa, Red —dije con una sonrisa burlona—. No soy de narcóticos. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?

—Tres años.

—Entonces, conocerás lo que pasa en el local, a todos los que lo frecuentan, a los artistas de la estafa…

—El local está limpio, agente. No permito que…

—Cállate y escucha. Me interesan los estafadores, los aprovechados, tipos que vengan por aquí con regularidad. Ayúdame y haré la vista gorda contigo. Si no, te denuncio. Llamo a la patrulla y les cuento que has intentado venderme esos tres canutos. Eso son de dos a diez años en San Quintín. ¿Qué prefieres?

Red encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior. Le temblaban las manos.

—Hay clientes que tienen mucho éxito, pero vienen y van —dijo—. Hay un tipo de esos que vienen y van, pero cuando está en la ciudad siempre viene por aquí. Es un tipo apuesto que se llama Eddie. Es lo único que sé de él, de verdad. No para de ligar.

Red retrocedió de nuevo, apartándose de mí.

—¿Está aquí esta noche? —le pregunté.

—No; viene cuando el local ya está más tranquilo. Es un hombre auténticamente refinado. Viste de forma impecable. Esta noche no ha venido, en serio.

—Bien. Escúchame. A partir de ahora tienes otro cliente habitual: yo. ¿Qué noche libras?

—Ninguna. El jefe no me deja. Trabajo de seis a medianoche, siete días a la semana.

—Bien. ¿Has visto últimamente a ese tal Eddie? ¿Ha ligado?

—Sí. Es un auténtico seductor.

—Bien. Vendré cada noche. Cuando aparezca Eddie, me avisas. Y ya sabes lo que pasará si intentas advertirle de algo. —Sonreí y paseé los cigarrillos de marihuana ante sus narices.

—Sí, ya lo sé.

—Bien. Ahora, lárgate. Me parece que tus clientes están sedientos.

Aquella noche volví a quedarme hasta que el bar cerró. No apareció ningún Eddie.

A la mañana siguiente, domingo, empecé por acudir a una tienda de Santa Mónica donde revelaban fotos en el mismo día. Dejé cuatro fotografías de periódico de Maggie Cadwallader y le dije al encargado —que meneaba la cabeza con expresión dubitativa— que quería que ampliara la mejor reproducción a tamaño normal y me preparase seis copias para las seis de la tarde. Cuando moví un billete de veinte dólares ante sus narices y se lo introduje en el bolsillo de la camisa, el hombre ya no tuvo tantas dudas. Las fotos que escogí aquella tarde eran más que indicadas para mostrarlas a posibles testigos.

El mismo domingo, a primera hora de la noche, Red estaba secando una copa con nerviosismo cuando tomé asiento ante la barra. Fuera hacía un calor sofocante, pero en el Silver Star la temperatura era polar.

—Hola, Red —lo saludé.

—Hola, señor…

—Llámame Fred —le dije, magnánimo, al tiempo que le acercaba la foto ampliada de Maggie Cadwallader, deslizándola sobre el mostrador. —¿Has visto alguna vez a esta mujer?

Red asintió.

—Unas cuantas veces, sí, pero no últimamente.

—¿La has visto alguna vez con Eddie?

—No.

—Qué lástima. Una noche floja, ¿eh, Red? —dije tras echar un vistazo al local, casi vacío.

—Sí. El adelanto del horario mata el negocio, a esta hora. A la gente no le parece correcto tomar una copa antes de que anochezca. Excepto a los bebedores empedernidos. —Señaló a una pareja de gordos que se sobaba en uno de los sofás.

—Ya sé a qué te refieres. Tuve un amigo al que le encantaba la bebida. Decía que sólo le gustaba beber cuando estaba solo o con gente, de noche y de día. Mi amigo era un filósofo.

—¿Qué le sucedió?

—Lo mataron de un tiro.

—¿Ah, sí? Qué lástima.

—Sí. Voy a sentarme en uno de esos sofás, de cara a la puerta. Si aparece nuestro amigo, vienes y me lo dices, ¿entendido?

—Sí.

A las ocho, el local estaba a medio aforo y, a las diez, la oscuridad permanente ya me hacía sentir como un murciélago en las cuevas de Carlsbad.

Hacia las once, Red se acercó y me avisó.

—Es ése —dijo—, en la barra. El tipo de la camisa hawaiana.

Indiqué a Red que se apartara y pasé junto al individuo camino de los excusados. Cuando volví, ocupé el taburete contiguo al suyo y percibí el perfume de su colonia de lilas. Llamé a Red en voz alta y pedí un whisky doble a fin de llamar la atención de Eddie. Éste se volvió hacia mí, y registré en la memoria un rostro agraciado, delicado y arrogante a la vez, bronceado, con unos cabellos castaños rizados y bastante largos y unos ojos pardos hundidos, de mirada suave. Eddie volvió a darme la espalda rápidamente, concentrado en su martini y en la mujer que ocupaba el taburete contiguo, una morena delgada en uniforme de enfermera que fingía, por cortesía, seguir con interés su conversación.

—… De modo que, últimamente me ha ido bien. Sobre todo, con los trotones. No creas lo que leas por ahí. Hay sistemas que funcionan.

—¿Oh, de verdad? —respondió la morena, aburrida.

—De verdad. —Eddie se inclinó hacia la mujer—. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Corrinne.

—Hola, Corrinne. Yo soy Eddie.

—Hola, Eddie.

—Hola. ¿Te gustan los caballos, Corrinne?

—Pues no.

—¡Ah! En realidad, sólo es cuestión de entender las carreras, ¿sabes?

—Supongo que sí. No lo sé. A mí me aburre. Tengo que marcharme. Encantada de haberte conocido. Adiós.

La morena se levantó del taburete y se marchó. Eddie suspiró, apuró la copa y volvió a dirigirse al lavabo de caballeros, pero se detuvo ante el gran espejo de cuerpo entero colocado en la pared y llevó a cabo un complejo ritual consistente en alisarse el pelo, arreglarse la camisa, comprobar la raya del pantalón y sonreírse varias veces desde diferentes ángulos. Parecía complacido y, en efecto, debía estarlo: era el prototipo del gallo de salón angelino de lengua ágil, nacido para encantar, manipular y seducir. Durante unas décimas de segundo, sentí repulsión por mis propias andanzas de mujeriego, hasta que me dije a mí mismo que mis motivos eran, con toda certeza, completamente distintos.

Me trasladé a otro asiento, al fondo del local, que me permitía una visión de todo el bar. Vi cómo Eddie intentaba, sin éxito, pegar hebra con tres mujeres jóvenes. Advertí su disgusto y su desesperación mientras pagaba la cuenta, apuraba su último martini y se marchaba precipitadamente. Me apresuré a salir y lo seguí por una calle secundaria. Se metió en un sedán Oldsmobile. Yo tenía el coche aparcado al otro lado de la calle, en sentido contrario. Cuando Eddie arrancó su vehículo, eché a correr hacia el mío. Le di treinta segundos de ventaja y, a continuación, di media vuelta y lo seguí. Eddie tomó a la izquierda por Wilton y, luego, kilómetro y medio después, a la derecha por Santa Mónica. No me costó seguirlo: tenía la luz trasera derecha estropeada y conducía tranquilo por el carril central.

Me llevó hacia Hollywood Oeste. Estuve a punto de perderlo al cruzar La Brea, pero cuando por fin se arrimó al bordillo en Santa Mónica y Sweetzer, volví a ponerme detrás de él.

Tras haber cerrado con cuidado el coche, Eddie entró en un bar llamado The Hub. Le di un minuto y entré también. Esperaba encontrar un animado local de alterne fuera de la zona del Strip; sin embargo, me equivocaba: era un lugar de alterne, pero no había ninguna mujer, sólo hombres de aspecto ansioso.

Me preparé y me dirigí a la barra. Se acercó el camarero, un gordo calvo, y pedí una cerveza. Se alejó para traerla y busqué a Eddie.

Primero lo vi; luego, lo oí. Estaba en un reservado del fondo, discutiendo con otro hombre, un tipo bien parecido, decididamente masculino, de cincuenta y tantos. No alcanzaba a oír la conversación, pero por un instante me sentí perplejo. ¿Qué estaba haciendo allí? Yo lo tenía por un donjuán.

La discusión se hizo más acalorada, pero seguí sin entender de qué hablaban. Finalmente, el otro hombre le entregó a Eddie algo que me pareció un sobre grande de papel manila, se levantó de la mesa y desapareció por la puerta trasera del bar. Con el rabillo del ojo vi que Eddie permanecía sentado en el reservado, muy quieto, y de repente saltaba como movido por un resorte en dirección a la puerta principal. Me encogí sobre mi cerveza cuando pasó por mi lado y salí tras él.

Mientras abría a toda prisa la puerta de mi coche, Eddie tomó hacia el norte con un chirrido de neumáticos y salió a Sweetzer, por la empinada cuesta que conduce al Strip. Quemé llanta en persecución del coche y lo alcancé finalmente cuando giraba a la izquierda en dirección a Sunset. Permanecí pegado a él durante un kilómetro, hasta que dobló a la derecha en una calleja llamada Horn Drive y aparcó casi de inmediato. Yo continué y estacioné unos cincuenta metros más allá. Salí del coche justo a tiempo de verlo cruzar la calle y entrar en el patio de un grupo de bungalós de estilo español.

Crucé la calle a la carrera con la esperanza de ver a Eddie en el momento de entrar en alguna de las viviendas, pero no tuve suerte. El patio de cemento estaba vacío. Repasé la hilera de buzones del patio en busca de un Edward, Edwin, Edmund o cualquier nombre que comenzara por E. Tampoco hubo suerte: sólo aparecía el apellido de los inquilinos de los quince bungalós.

Volví al coche y lo llevé frente a la entrada del patio, al otro lado de la calle, decidido a esperar a que Eddie saliese. Mi curiosidad hacia él estaba en su punto culminante. El individuo era un ave nocturna escurridiza y quizá pronto se dispusiese a hacer otra ronda.

No fue así. Esperé, esperé y esperé, me quedé casi dormido en ocasiones, y se hicieron las nueve y media de la mañana. Cuando Eddie apareció por fin, impecablemente vestido con otra fresca camisa hawaiana, pantalones de algodón azul claro y sandalias, noté que mi irritación bajaba en picado. Estudié su rostro y sus movimientos mientras se acercaba al coche y busqué indicios de sus inclinaciones sexuales. Lo envolvía un aire despectivo que no acababa de encajar, pero lo borré de mi mente.

Eddie condujo deprisa y con agresividad, sorteando el tráfico hábilmente. Me mantuve detrás de él, dejando algunos coches entre ambos. Recorrimos así todo el centro hasta la autovía de Pasadena, la tortuosa autopista a Pasadena Sur y, luego, hacia el este hasta el hipódromo de Santa Anita, en Arcadia.

Al entrar en el vasto aparcamiento del hipódromo, me sentí aliviado y esperanzado. Era un día claro y radiante, no hacía demasiado calor, el aparcamiento ya estaba casi lleno y había suficiente concurrencia como para pasar inadvertido mientras seguía a mi sospechoso. Recordé lo que me había dicho un veterano de Antivicio en una ocasión: los hipódromos son buenos lugares para sacar información a la gente, porque ésta se siente en pecado y algo culpable por estar allí, en cuanto se le pone una placa delante, se acobarda.

Aparqué y corrí a los tornos de entrada. Pagué y luego rondé un puesto de recuerdos, con disimulo, a la espera de que Eddie apareciese. Lo hizo al cabo de diez minutos; mostró un pase al portero y recibió una gran sonrisa como respuesta. Cuando pasó por mi lado consultando la hoja de carreras, me volví de espaldas.

El amplio vestíbulo y los pasadizos que conducían a la tribuna se llenaban rápidamente, de forma que dejé entre Eddie y yo un buen grupo de aficionados a las carreras mientras nos dirigíamos a las escaleras mecánicas que conducían a las taquillas de apuestas. Eddie se dirigió a las de primera clase, las de apuestas de cincuenta dólares. Era el único de la cola. El cajero lo recibió efusivamente, y oí la conversación desde la ventanilla de apuestas de diez dólares, a pocos metros.

—¿Qué tal va, Eddie? —preguntó el cajero.

—Nada mal, Ralph. ¿Qué hay por aquí? ¿Tienes algún buen soplo para mí? —La voz de Eddie parecía tensa, a pesar de las bromas rituales.

—No, ya me conoces, Eddie. Me gustan todos. Por eso trabajo aquí, en lugar de apostar aquí. Me gustan todos. Demasiado.

Eddie se rió.

—Te entiendo. Pero hoy me siento afortunado. —Le entregó al hombre una hoja de papel y un fajo de dólares—. Aquí tienes, Ralph, esto es para las cuatro primeras carreras. Ocupémonos de todo ahora. Quiero echar un vistazo a la tribuna.

El hombre de la ventanilla recogió la hoja con anotaciones y el dinero y emitió un silbido. Preparó una tira de comprobantes y se la entregó a Eddie, meneando la cabeza.

—Hoy podrías sufrir pérdidas, Eddie.

—Nunca, amigo. ¿Has visto alguna espectadora por aquí? Ya sabes cuál es mi tipo…

—Muévete por el Turf Club, muchacho. Ahí es dónde van las damas con clase.

—Demasiado elegante para mí. Ahí dentro no puedo respirar. Volveré por mi dinero al final de la jornada, Ralph. Ténmelo preparado.

Ralph soltó una carcajada.

—¡Tú eres el que apuesta, muchacho! —exclamó.

Seguí a Eddie hasta su localidad, en una de las mejores zonas de la tribuna principal. Compró una cerveza y cacahuetes a un vendedor y se instaló a leer la hoja de carreras mientras jugueteaba con unos prismáticos guardados en una funda de cuero.

Me preguntaba qué hacer cuando me vino a la cabeza una idea. Esperé a que comenzase la primera carrera, y cuando los pasillos quedaron despejados y el público empezó a gritar, volví al puesto de recuerdos y compré un ejemplar del último número del Life, el Collier’s y el Ladies’s Horne Journal.

Me las llevé a uno de los servicios de caballeros, me encerré en un retrete y las hojeé. Encontré casi al instante lo que buscaba: cinco fotos en blanco y negro de rostros de mujeres bastante corrientes. Las corté, dejé el resto de las revistas en el suelo y coloqué entre ellas la foto ampliada de Maggie Cadwallader.

A continuación fui en busca de Ralph, el hombre de la ventanilla de apuestas de cincuenta dólares. No estaba en su puesto y anduve sin rumbo fijo por los pasadizos, desiertos en aquel momento, hasta que lo vi salir de la cabina de locutores con una taza de café en la mano y fumando un habano.

Él también me vio, y tuve la impresión de que me reconocía ya antes de enseñarle la placa.

—Sí, agente —dijo en tono paciente.

—Sólo serán unas preguntas —expliqué. Señalé un puesto de refrescos con mesas y sillas, al fondo del vestíbulo.

Ralph asintió, resignado, y abrió la marcha. Nos sentamos el uno frente al otro ante una mesa metálica manchada de grasa. Hablé con tono brusco, casi amenazador.

—Estoy interesado en el hombre con el que hablaba en la ventanilla, hace una media hora. Un tipo llamado Eddie.

—¡Ah, sí, Eddie!

—¿Cuál es su apellido?

—Engels. Eddie Engels.

—¿A qué se dedica?

—Es jugador, un inútil. No creo que tenga un empleo.

—Me interesan las mujeres con las que va.

—¡A mí también! —Ralph se echó a reír con su propio chiste.

—No me venga con bromas; no es nada divertido. —Desplegué las seis fotos sobre la mesa, delante de él—. ¿Ha visto a Eddie con alguna de ellas?

Ralph estudió las fotos, timbeó por un instante y posó el grueso dedo índice en la instantánea de Maggie Cadwallader. Todo el cuerpo se me revolvió por dentro y sentí un escozor en la piel.

—¿Está seguro? —inquirí.

—Sí —respondió.

—¿Cómo es que lo está?

—Esta tía es un adefesio, comparada con alguno de los bombones que ha traído Eddie.

—¿Cuándo los vio juntos?

—No sé… Creo que hace un par de meses. Sí, exacto: el día de la Copa del Presidente, en junio.

Recogí las fotos y dejé a Ralph con una severa advertencia:

—Ni una palabra de esto a Eddie, ¿entendido?

—¡Desde luego, agente! Siempre he imaginado que Eddie no era trigo limpio…

Antes de que terminara la frase, yo ya estaba en la puerta, buscando frenéticamente un teléfono público.

Llamé a Investigaciones del DPLA, les di el nombre y el número de placa y les expliqué lo que buscaba. Al cabo de cinco minutos, me llamaron con la respuesta: no había en Los Ángeles ningún Edward, Edwin o Edmund Engels, varón blanco, treinta años aproximadamente, con antecedentes criminales. Me disponía a colgar el auricular cuando se me ocurrió otra idea: le dije al agente que revisara las licencias de conducir de los últimos cuatro años. Esta vez, la búsqueda dio resultado: Edward Engels, Horn Drive, 1911, Hollywood Oeste. Tenía dos coches, el sedán Oldsmobile verde del 46 al que había seguido y un Ford descapotable del 49, rojo con la capota blanca y matrícula JY 861. Di las gracias al agente, colgué y me dirigí a mi coche a toda prisa.

Mi siguiente parada fue en Pasadena, donde busqué los centros de venta de Ford y Oldsmobile. Me llevó un rato, pero los encontré y conseguí lo que buscaba: fotos de anuncio de los modelos del 46 y del 49. Después me llegué a una tienda de baratijas de Colorado Boulevard y compré una caja de lápices de colores para críos. Ya en el aparcamiento, puse manos a la obra, pintando el sedán Oldsmobile de color verde mar pálido y el Ford de un rojo brillante con la capota de un blanco impoluto. El resultado me satisfizo.

Cuando terminé eran las dos menos cuarto y la humedad había aumentado considerablemente. Necesitaba un cambio de ropa y un afeitado. Volví a casa, me duché, me rasuré y me mudé. Saqué el diario y destruí todas las páginas relativas a mi encuentro con Maggie Cadwallader. Después, me tumbé en la cama e intenté dormir.

No lo conseguí. Mi cerebro no quería dejar de pensar, de hacer planes, proyectos, contingencias y expectativas. Finalmente, me di por vencido. Hice salir al patio trasero a Night Train, cerré la casa y me dirigí a Sunset Strip.

Llegué en el tiempo previsto, dejé el coche en el aparcamiento de una gasolinera en Sunset y Doheny y emprendí la marcha a pie. Los clubes nocturnos acababan de abrir, preparándose para otra velada agitada, y los camareros, porteros y vigilantes de aparcamiento con los que quería hablar acababan de llegar y tenían mucho tiempo para responder a mis preguntas.

En mi cabeza, estaba desarrollando una teoría respecto a Eddie Engels; lo veía como un tipo arrogante, engreído en extremo, un fanfarrón vocinglero y lo bastante estúpido para llevar a su propia casa a mujeres a las que pensaba agredir o incluso matar, para cenar y beber juntos. Parecía lógico. Vivía en la zona de los clubes nocturnos más concurridos de la ciudad y estaba claro que le encantaba que lo viesen con compañía femenina.

Con estas teorías en mente, caminé en dirección al este y mostré la foto de Maggie Cadwallader a vigilantes de aparcamiento y a conserjes, encargados y camareros de locales de la zona. Entré en todos los clubes nocturnos y bares musicales de ambas aceras de Sunset desde Doheny a La Ciénaga, sin ningún resultado. Ya estaba dispuesto a reconocer mi derrota cuando decidí ampliar las pesquisas a los restaurantes.

En el tercero de ellos, recibí la primera confirmación. Se trataba de un local italiano, cuyo locuaz camarero asintió cuando le mostré la foto de Maggie y dijo reconocerla. Recordaba que la mujer había estado en el restaurante unas semanas antes, y se disponía a embarcarse en una larga perorata sobre lo que había comido, cuando lo interrumpí y le pregunté si la noche en cuestión iba acompañada.

Sorprendido, el camarero sonrió y tras exclamar «¡por supuesto!», pasó a describirme a Eddie Engels y, acto seguido, a hablarme de las «atractivas bambinas» que el «atildado joven» llevaba a cenar allí. Era suficiente confirmación, pero yo quería pruebas. Quería tener el asunto absolutamente cubierto desde todos los ángulos, de forma que cuando presentara el caso ante mis superiores no hubiera el menor cabo suelto.

Visité otros cuatro restaurantes, todos en el radio de cinco bloques en torno al apartamento de Horn Drive, y obtuve otras tres identificaciones positivas de camareros que recordaban a Eddie como un tipo que dejaba generosas propinas y que siempre hablaba en voz alta de sus ganancias en las carreras. A Maggie la recordaban callada, agarrada a Eddie y siempre con un vaso de ron y Coca Cola en la mano.

Anoté el nombre, la dirección particular y el número de teléfono de todos los testigos y volví al coche. Eran las ocho y media, lo cual me daba, calculé, un par de horas hasta que la mayoría de la gente se acostara.

Me dirigí a Hollywood y empecé a llamar a las puertas. Las personas con las que hablé no se mostraron sorprendidas; otros agentes las habían visitado la semana anterior para hacerles preguntas. Cuando les mostré las fotos coloreadas de los dos coches, se sorprendieron. Los otros agentes no les habían preguntado nada al respecto; sólo estaban interesados en si había alguna «cosa extraña» o algún «suceso curioso» que hubieran visto u oído la noche del asesinato. Uno tras otro, todos respondieron con negativas. Nadie había visto el Oldsmobile del 46 ni el Ford descapotable del 49. Recorrí todo Harold Way y salí a De Longpre, con cierto desánimo. Las luces empezaban a apagarse; la gente comenzaba a irse a la cama.

En la esquina de De Longpre y Wilton, tropecé con tres chicos de instituto que jugaban con unas pelotas de béisbol a la luz de una farola. Intervine en el juego en plan colega e incluso les permití examinar mi arma. Una vez que me hube ganado su confianza, les mostré las fotos.

—¡Eh! —exclamó el mayor de los tres chicos.

—¡Vaya descapotable! ¡Qué maravilla!

Uno de sus amigos cogió la foto y la estudió en silencio.

—Yo he visto un coche así. Justo ahí, al final de esta calle —dijo por último.

—¿Cuándo? —pregunté con calma.

El chico, pensativo, se volvió hacia el mayor buscando apoyo.

—Larry —dijo—, ¿recuerdas que la semana pasada me largué un rato y luego volví?

—Sí, lo recuerdo. Fue el lunes por la noche. Yo tuve que ir a…

Los interrumpí con voz severa y paternal:

—¿Y el coche era rojo y blanco como en de la foto?

—Sí —confirmó el chico—. Exacto. Tenía una cola de zorro en la antena, realmente genial.

Me sentí extasiado. Tomé nota de sus nombres y números de teléfono y les dije que estaban camino de convertirse en héroes. Ellos se pusieron serios. Les estreché la manó a los tres con aire solemne y me marché.

Entré en una cabina de teléfonos de Hollywood Boulevard y pedí a información el número de Eddie Engels. Marqué y dejé que sonara quince veces. Eddie el búho había salido de caza.

Volví al Strip, doblé al norte por Horn Drive y aparqué frente al patio del bungaló, al otro lado de la calle. Busqué en el maletero algo que pudiera servirme de ganzúa y vi unos útiles de dibujo, entre ellos había una doble escuadra de metal con los bordes lo bastante finos para hacer saltar un cerrojo. Con la improvisada herramienta y una linterna, crucé en dirección al patio en penumbra.

Esta vez localicé un Engels en el número 11. Vivía tres bungalós más allá, en el lado de la izquierda. Todas las luces estaban apagadas. Abrí una endeble puerta mosquitera, miré en ambas direcciones, a continuación, iluminé con un destello clandestino la puerta interior y estudié el mecanismo. Era un cerrojo sencillo; saqué la doble escuadra, sujeté la linterna en el hueco del codo izquierdo, introduje el borde metálico entre el cerrojo y el quicio de la puerta y empujé. Estaba duro, pero insistí hasta casi partir la hoja de la herramienta. Finalmente, se oyó un sonoro chasquido y la puerta se abrió.

Entré rápidamente y cerré la puerta. Barrí las paredes con la luz de la linterna en busca de un interruptor, lo encontré y lo pulsé, iluminando por un instante un salón decorado con gusto. Vi alfombras persas, muebles modernos de madera blanca y, en las cuatro paredes, cuadros al óleo de caballos de carreras con los colores de diversas cuadras.

Apagué la luz y me dirigí al pasillo. Encendí otra luz y estuve a punto de llevarme un teléfono por delante. El mueble sobre el que se hallaba el aparato tenía tres cajones, y los abrí con la esperanza de encontrar alguna libreta de teléfonos. No había nada. Los tres cajones estaban vacíos.

Volví a apagar la luz y me encaminé hacia el dormitorio. Me iba acostumbrando a la oscuridad y, por ello, me resultó fácil distinguir el mobiliario: la cama, un armario y unas estanterías de libros. La ventana estaba cubierta con una gruesa cortina de terciopelo y decidí arriesgarme a dejar la habitación iluminada mientras investigaba. Encendí una lámpara de mesa y vi una estancia extrañamente formal: una cama sencilla con una colcha a cuadros, una estantería abarrotada de libros de fotos sobre carreras de caballos, carteles de toros y grabados enmarcados en los que aparecía un hermoso caballo palomino. Detrás de la cama había un profundo armario empotrado, lleno de ropa. Cincuenta chaquetas de sport, por lo menos, colgadas de las perchas, treinta o cuarenta pantalones, montones de camisas, de vestir y de sport. El suelo del armario estaba forrado de toda clase de zapatos, perfectamente abrillantados y ordenados. Allí estaba Eddie, el fulano. Pero no bastaba. Quería pruebas que descubrieran al Eddie degenerado, al Eddie asesino.

Inspeccioné a fondo los cuatro cajones de la cómoda, buscando libretas con teléfonos, periódicos, fotos o cualquier otra cosa que vinculara a Eddie Engels con Maggie Cadwallader o con Leona Jensen. No había nada. Sólo ropa interior de hombre, de seda dorada, pero aquello no bastaba para acusarlo.

Volví al gran armario y palpé los bolsillos de las chaquetas. Nada. Cuando acabé, apagué la luz de la habitación y regresé al salón, donde utilicé la linterna para examinar los rincones y mirar en las estanterías y debajo de las sillas y de los sofás. Nada. Nada personal. Nada que indicase que Eddie Engels era otra cosa que un tipo coqueto que adoraba los caballos.

Había un mueble bar con botellas de whisky, bourbon, ginebra y coñac. No vi fotos familiares o de otros seres queridos. Aquél era un lugar terriblemente impersonal. El hogar de un fantasma.

Entré en la cocina. Como esperaba, era pequeña y estaba muy limpia. Tenía un rincón para desayunos, un fregadero en el que no había platos, un frigorífico que sólo contenía una botella de agua, y un calendario de 1950 clavado a la pared, sin anotación alguna en sus páginas.

Quedaba el cuarto de baño. Quizás el tal Eddie se soltara el pelo allí dentro. Tal vez tuviese la bañera llena de sirenas y cocodrilos. No hubo suerte: el cuarto de baño, con paredes de azulejos rosados, estaba impoluto y tenía un espejo gigante sobre el lavamanos y otro de cuerpo entero en la cara interior de la puerta. Eddie, el narcisista.

Sobre el retrete había un botiquín. Lo abrí pensando que encontraría la pasta de dientes y la maquinilla de afeitar, pero lo que vi allí fue media docena de pequeños estantes que contenían corbatas de seda enrolladas. Eddie, el impecable, utilizaba el espejo de cuerpo entero para asegurarse de que llevaba un nudo Windsor perfecto. Pasé la mano por la colección de corbatas, dispuestas según colores y diseños. Qué manía por el orden; qué manía por los detalles. Entonces advertí lo que parecía una extraña anormalidad; una corbata de seda, verde, sobresalía un poco de las demás. La toqué con el índice y noté algo sólido en el interior. La saqué con cuidado, la desenrollé, y cayó en mi mano el broche de diamantes de Maggie Cadwallader.

Lo contemplé perplejo. Al cabo de un minuto, más o menos, mi mente empezó a urdir planes. Volví a enrollar la corbata con el broche dentro y la coloqué de nuevo en su sitio, exactamente igual que como la había encontrado. Apagué la luz del cuarto de baño, salí y crucé el apartamento a oscuras hasta la puerta principal. Cerré detrás de mí y comprobé el cerrojo para asegurarme de que no quedaban rastros de que hubiera sido forzado. No vi ninguno.

Todas las luces del patio estaban apagadas. Me quedé allí unos instantes, saboreando el prodigio de la noche y lo que acababa de descubrir, y me encaminé a la parte trasera del complejo de bungalós. Había un saliente de plancha ondulada debajo del cual se hallaban los coches de los residentes. El último de ellos, reluciente bajo el claro de luna, era un Ford del 49 rojo intenso con una capota blanca, de cuya antena de radio pendía una cola de zorro. Con un dedo, la agité.

—Tú has matado a Maggie Cadwallader y Dios sabe a quién más, degenerado hijo de puta —murmuré—, y voy a ocuparme de que pagues por ello.