El miércoles siguiente, estaba en casa friéndole a Night Train su hamburguesa matinal cuando recibí una noticia que habría de cambiar mi vida para siempre.
Mi casera, la señora Gates, había venido quejándose de que Train le mordía las plantas, los arbustos, las sillas de jardín, los periódicos y las revistas. Le gustaban los perros, pero a menudo me decía que el mío era un «chucho embrujado» y que debería «corregirlo» para contener su carácter alborotador. Así pues, cuando oí un grito —«¡Señor Underhill!»— procedente del jardín delantero, puse mi sonrisa más amplia y salí, dispuesto a hacer algo para aplacarla.
La señora Gates estaba encima de Night Train, sacudiéndolo con una escoba. El perro parecía disfrutar del alboroto y rodaba sobre el lomo en el césped con el periódico matinal firmemente sujeto entre las mandíbulas babeantes.
—¡Dame el periódico, chucho embrujado! —protestaba—. ¡Ya lo mascarás cuando haya terminado de leerlo! ¡Dámelo!
Me reí. En los meses transcurridos desde la muerte de Wacky me había encariñado con Night Train, que nunca dejaba de sorprenderme.
—¡Señor Underhill, haga que ese perro malo deje de morder mi periódico! ¡Ordénele que lo suelte!
Me agaché y le rasqué la tripa a Train hasta que soltó el diario y empezó a frotar el hocico contra mí. Abrí el periódico para demostrarle a la señora Gates que no había sufrido daño alguno, pero leí el titular y me quedé anonadado.
«Mujer encontrada estrangulada en un apartamento de Hollywood», rezaba. Debajo del titular había una fotografía de Maggie Cadwallader, la misma Maggie con la que me había acostado en febrero, poco antes de que mataran a Wacky.
Aparté a empujones a Train y a la casera chillona, me senté y leí:
Una mujer joven fue encontrada estrangulada en su apartamento de Hollywood el pasado lunes por la noche. El hallazgo lo realizaron unos vecinos que habían oído ruidos raros y salieron a investigar. La mujer, Margaret Cadwallader, de treinta y seis años, residente en Harold Way, 2311, Hollywood, trabajaba de contable en la compañía Small World ImportExport, de Virgil Street, en Los Ángeles. La policía acudió al aviso y el cadáver fue levantado, pendiente de autopsia. Sin embargo, el ayudante del forense del condado de L.A., David Beyless, declaró que «sin lugar a dudas se trata de un estrangulamiento». Detectives de la brigada de Hollywood del Departamento de Policía de Los Ángeles han precintado el apartamento y apuntan al robo como móvil de la muerte.
«Creo que la mujer fue asesinada al despertar mientras saqueaban su casa. El estado de la vivienda lo confirma. Ese será el punto de comienzo de nuestra investigación. Esperamos novedades en cualquier momento», declaró el sargento Arthur Holland, al frente del caso.
La víctima procedía de Waukesha, Wisconsin, y llevaba dos años residiendo en la zona de Los Ángeles. Le sobrevive su madre, señora de Marshall Cadwallader, de Waukesha. Los compañeros de la empresa donde trabajaba se ocuparán de su funeral.
Dejé el periódico y fijé la vista en la hierba.
—¿Señor Underhill? ¿Señor…? —estaba diciendo la señora Gates. No hice caso de ella. Volví al apartamento y me senté en el sofá con la mirada fija en el suelo.
Maggie Cadwallader, una mujer solitaria, mi conquista de una noche, había muerto. Su final no era muy distinto del de aquella mujer cuyo cadáver habíamos descubierto Wacky y yo. Probablemente las muertes no guardaran relación, pero había ciertos indicios, por mínimos que fueran, que las unían: había conocido a Maggie en el Silver Star. Su primera vez, me había dicho. Pero quizás había vuelto por allí con frecuencia. Me estrujé la cabeza para dar con el nombre de la mujer cuyo cadáver habíamos encontrado Wacky y yo. Por fin, lo recordé: Leona Jensen. En un cenicero lleno de cajas de cerillas, tenía una del Silver Star. Era muy poco, pero bastaba.
Me cambié de ropa, me puse el traje de verano de gabardina azul claro, preparé café y lloré a Maggie, pensando sobre todo en el chiquillo del orfanato, allá en el Este, que nunca más vería a su madre. Maggie, tan sola, tan necesitada de algo que ni yo ni, creo, ningún hombre estaba en condiciones de darle. La noche que había pasado con ella había sido triste. Mi curiosidad y su soledad habían quedado sin resolver, con la cólera por su parte y por la mía, y el disgusto conmigo mismo, como única resolución. De algún modo, me sentía responsable de lo que le había ocurrido.
Supe qué tenía que hacer. Tomé rápidamente tres tazas de café y encerré a Night Train en el apartamento con media docena de grandes huesos para el caldo, subí al coche y me fui a mi viejo hogar, la comisaría de Wilshire.
Dejé el coche en el aparcamiento de Sears, a una manzana, y telefoneé a centralita para que me pasaran con el detective sargento DiCenzo. Se puso al aparato al cabo de un minuto.
—Aquí, DiCenzo —dijo en tono de preocupación—. ¿Con quién hablo?
—Sargento, soy el agente Underhill, ¿me recuerda?
—Claro que me acuerdo de ti, muchacho. Te hiciste famoso justo después de conocernos. ¿Qué sucede?
—Me gustaría hablar con usted unos minutos, lo antes posible.
—Salgo a almorzar en cinco minutos. Como en el Shamrock, al otro lado de la calle. Estaré allí una hora, prácticamente.
—Voy ahora mismo —dije, y colgué el auricular.
El Shamrock era un local de comidas y bar especializado en bocadillos de comed-beef. Encontré a DiCenzo al fondo, dando cuenta de un «especial», acompañado de una cerveza. Me recibió calurosamente.
—Siéntate, chico. Tienes buen aspecto. Lamento lo de tu compañero. ¿Por dónde andas? No te he visto últimamente.
Lo puse al corriente lo más deprisa que pude. Se mostró satisfecho, pero sorprendido de que me gustara trabajar en Watts.
—¿Y qué es lo que quieres, muchacho? —preguntó por fin.
Intenté mostrarme interesado en el tema, pero sin ningún motivo en especial.
—¿Recuerda la mujer muerta que mi compañero y yo encontramos en la calle Veintiocho?
—Sí, una joven muy guapa. Una verdadera pena.
—Sí. Me preguntaba cuál fue el resultado de la investigación. ¿Encontraron al asesino?
DiCenzo me miró con curiosidad.
—No, no dimos con él. Detuvimos a un montón de ladrones de pisos, pero ninguno relacionado con el caso. Revisamos la vida personal de la mujer y no había nada especial: no tenía enemigos y todos sus amigos y parientes contaban con una coartada. La huella en la pared que señalaste era de la propia mujer. Una docena de chiflados confesaron haber cometido el crimen, pero no tenían nada que ver. Ya sabes, muchacho, a veces se gana, a veces se pierde. ¿A qué viene tu interés?
—La mujer se parecía a una antigua novia mía —mentí. Bajé la cabeza y fingí incredulidad ante el sinsentido de la muerte.
DiCenzo se lo tragó.
—Ya superarás estas cosas —me dijo y, en voz más baja, añadió—: Tendrás que hacerlo, si quieres conservar el empleo.
Me incorporé y me dispuse a marchar.
—Gracias, sargento —le dije.
—Ven cuando quieras, muchacho. Sé bueno. Cuídate.
DiCenzo sonrió abiertamente y siguió con su almuerzo.
Me dirigí a la comisaría de Hollywood, en Wilcox, justo al sur de Sunset, y probé suerte. Crucé con descaro el vestíbulo, saludé con un movimiento de la cabeza al sargento del mostrador y subí por la escalera hacia la sala de la brigada de detectives, donde acababa de iniciarse una reunión relacionada con el asesinato de Maggie Cadwallader.
La salita estaba abarrotada. Una veintena de detectives, o más, se encontraban allí, sentados o de pie, escuchando atentamente a un policía corpulento y veterano que explicaba lo que había que hacer. Me quedé en el umbral e intenté pasar por un agente más fuera de servicio. Nadie encontró extraña mi presencia.
—Creo que se trata de un robo —decía el policía—. El apartamento de la mujer fue registrado a fondo, pero estaba limpio. No hay huellas. Las únicas que hemos encontrado son de la víctima o de su casera, con la que jugaba alguna partida de cartas. El vecino que descubrió el cuerpo dejó algunas, también. Los han interrogado y no hay motivos para sospechar de ellos. En los libros no tenemos ningún homicidio reciente que se parezca. Bien, lo que quiero ahora es que se detenga e interrogue a todos los ladrones que se sepa que han utilizado violencia. No hubo violación, pero quiero que traigan también a todos los ladrones de pisos con agresiones sexuales en su historial. Quiero que se comprueben todos los expedientes de robo con escalo en la zona de Hollywood durante los últimos seis meses que hayan llevado a detenciones y hayan sido puestos a disposición del juez. Llamen a la Oficina del Fiscal de Distrito para que nos envíen los casos que tengan. Quiero saber cuántos de los cabrones que pillamos vuelven a estar en la calle, y quiero que sean detenidos e interrogados sin excepción.
»Tengo a dos hombres charlando con los vecinos. Quiero saber qué objetos valiosos poseía esa Cadwallader. A partir de ello, podemos interrogar a los peristas e investigar en las casas de empeño. Quiero que detengan e interroguen a fondo a todos los toxicómanos del boulevard. Puede que estemos ante un homicidio por pánico, y un adicto en busca de una dosis sería capaz de estrangular a la mujer y, luego, huir sin llevarse nada. Tengo a dos hombres que preguntan a la gente del vecindario acerca de esa noche. Si alguien vio u oyó algo, lo sabremos. Es todo por ahora. La reunión ha terminado.
Fue lo que necesitaba oír para marcharme. Consulté el reloj. Las tres menos veinte. Tenía tres horas hasta el momento de presentarme al servicio.
Me encaminé al coche entre un montón de detectives malhumorados. Bajé la capota, me senté al volante y reflexioné. No cesaba de repetirme: «No, nada de robo; esta vez, no». La otra mujer, la Jensen, tal vez, y quizá las cerillas fuesen una mera coincidencia, pero Maggie Cadwallader tenía un aire extraño, como si la rodease una especie de halo de fatalidad inminente, y cuando había visto mi pistola, había exclamado: «¡No, por favor! ¡No permitiré que me hagas daño! ¡Sé quién te envía! ¡Sabía que lo haría!». Maggie había sido una mujer extraña, que se había encerrado herméticamente en su pequeño mundo pero, con frecuencia, permitía entrar en él a desconocidos.
El sitio donde debía empezar a investigar era el Silver Star, pero resultaba inútil presentarse allí durante el día, de forma que me acerqué a un teléfono público y conseguí la dirección de la compañía Small World Import-Export: North Virgil, 615. Conduje hasta allí, excitado… y sintiéndome ligeramente culpable por ello.
La Small World Import-Export estaba en un amplio almacén industrial en medio de un bloque residencial especializado en alojamientos para estudiantes del L.A. City College, a unas calles de distancia. Todas las casas del bloque anunciaban «Alojamiento para estudiantes» y «Alquileres bajos para estudiantes». Había un montón de «estudiantes» sentados en los porches, tomando cerveza y jugando a lanzar pelotas de béisbol en los agostados céspedes de las viviendas. Tenían mi edad, más o menos, y el aire de superioridad de los licenciados del ejército. «Dos guerras, Underhill —me dije—. Evitaste ambas y conseguiste lo que querías. Y ahora, aquí estás, de patrullero en Watts e imitando a los detectives en Hollywood. Andate con cuidado».
Lo hice. Entré en el almacén por la destartalada puerta principal, en la que destacaba un globo terráqueo grabado por un individuo que, desde luego, no tenía grandes conocimientos de geografía. La recepcionista, en cambio, sabía reconocer a un agente y una placa nada más verlos, y cuando le pregunté por los amigos de Maggie Cadwallader, respondió: «Oh, es muy fácil». Marcó un número en el teléfono del escritorio y añadió:
—La señora Grover, nuestra contable jefe, era buena amiga de Maggie. Almorzaban juntas casi todos los días. —Se puso a hablar por el aparato—: Señora Groves, tengo aquí a un policía que quiere hablar con usted acerca de Maggie. —Colgó el auricular y me informó con una sonrisa—: Bajará en un minuto.
Le devolví la sonrisa.
Íbamos ya por la octava o novena sonrisa respectiva cuando se presentó en la sala de espera una mujer de unos cuarenta años, de aire eficiente.
—¿Agente? —inquirió.
—Señora Grover —repuse—, soy el agente Underhill, del Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Podría hablar con usted?
—Por supuesto —contestó en un tono formal—. ¿Quiere que pasemos a mi despacho?
Yo estaba a gusto en mi papel, pero sus modales ásperos me irritaban.
—Sí, desde luego.
Recorrimos un sucio pasillo y oí el ruido de numerosas máquinas de coser que chirriaban tras las puertas cerradas. La señora Grover me ofreció asiento en una silla de madera de su despacho, escasamente amueblado. Encendió un cigarrillo, se acomodó tras el escritorio y comentó:
—Pobre Maggie. Qué manera de morir tan espantosa… ¿Quién cree usted que lo hizo?
—No lo sé. Por eso estoy aquí.
—He leído en los periódicos que la policía sospecha que fue un ladrón. ¿Es verdad eso?
—Tal vez. Tengo entendido que Maggie Cadwallader y usted eran buenas amigas.
—En cierto sentido, sí —respondió—. Comíamos juntas todos los días laborables, pero aparte de eso nunca nos veíamos fuera del trabajo.
—¿Qué motivo había para eso?
—¿A qué se refiere?
—Veamos, señora Grover: lo que intento es formarme una idea de la difunta. Saber qué clase de persona era, sus costumbres, sus gustos, lo que le desagradaba, las personas con las que se relacionaba, esas cosas…
La señora Grover me miró, fumando resueltamente.
—Comprendo. —Asintió—. Bien, puedo decirle una cosa, si le sirve de algo: Maggie era una mujer tan brillante como perturbada, y, en mi opinión, una mentirosa patológica. Me reveló cosas de sí misma y luego me contó otras que se contradecían con las primeras. Creo que tenía problemas con la bebida y que se pasaba las noches sola, leyendo.
—¿Qué clase de historias le contaba?
—Sobre sus orígenes. Un día era de Nueva York; otro, del Medio Oeste. Una vez me contó que había tenido un hijo fuera del matrimonio, de un «amor perdido», ¡y al día siguiente me aseguró que era virgen!
»Me di cuenta de que se sentía muy sola, y en una ocasión, intenté prepararle una salida a cenar con un soltero rico, amigo de mi marido. No quiso. Estaba aterrorizada. Maggie era una persona cultivada y manteníamos conversaciones muy agradables sobre teatro, pero me contaba tantas incoherencias…
—¿Como cuáles?
—Como esa chifladura de que tenía un bebé en el Este. Una vez me enseñó una foto. Me rompió el corazón. Estaba claro que la había recortado de una revista. Me dio tanta pena…
—¿Sabe usted si había hombres en su vida, señora Grover?
—No, agente. Ninguno. Realmente, creo que, en efecto, murió virgen.
—Bien —dije, al tiempo que me ponía de pie—, gracias por su tiempo, señora. Ha sido usted de gran ayuda.
—Maggie se merecía algo mucho mejor, agente. Por favor, encuentre al asesino.
—Lo haré —repuse. Y hablaba en serio.
No serví de mucho durante la ronda de aquella noche. Tenía la cabeza en otro lado. Necesitaba un traslado inmediato a la guardia diurna para poder continuar con mis investigaciones por la noche. Pensé en las opciones: ¿una solicitud a Jurgensen?, ¿al jefe de la brigada de detectives, quizá?, ¿pedir una baja por enfermedad? Todas eran demasiado arriesgadas.
A la mañana siguiente fui a comisaría y llamé a la puerta del capitán Jurgensen. Me recibió calurosamente, sorprendido de verme allí, de día. Le conté lo que quería: un amigo de los tiempos del orfanato estaba muy enfermo y necesitaba que alguien cuidara de él por la noche, pues su mujer trabajaba en la Douglas Aircraft. Quería pasar temporalmente a la guardia de día, para ayudar a mi amigo y conocer mejor la zona en la que hacía el servicio.
Jurgensen dejó a un lado su ejemplar de Ricardo III y dijo:
—Empieza hoy mismo, Underhill. Tenemos un hombre de vacaciones. Pero no irás solo. Nada de locuras de «chico brillante». Harás la ronda a pie con un compañero. Ahora, ve a trabajar.
Aquella noche, a las once y media, cometí el primer delito como adulto. Llegué a Hollywood, aparqué junto a una gasolinera y me acerqué caminando al apartamento de Maggie Cadwallader en Harold Way. Me puse unos guantes, forcé la cerradura, entré y me dirigí a oscuras al dormitorio. Tenía una linterna de bolsillo y, encendiéndola por un instante cada pocos segundos, lo que constituía un riesgo, comprobé que todas las pertenencias personales de Maggie habían sido retiradas, seguramente para mostrar mejor el apartamento a posibles nuevos clientes cuando la muerte de aquélla fuese olvidada.
Volví a la comisaría de Hollywood, aparqué, entré y mostré la placa al sargento de la puerta.
—Estoy con los detectives de la Setenta y siete —dije—. ¿Hay alguien arriba con quien pueda hablar?
—Inténtelo —repuso él en tono cansino.
La sala de la brigada estaba desierta, salvo un viejo policía cansado que escribía informes. Entré como si fuera el amo del lugar y el veterano levantó la vista de los papeles por un instante. Al comprobar que no veía lo que buscaba, carraspeé para llamar su atención.
Alzó la cabeza de nuevo y esta vez me observó con ojos enrojecidos.
—¿Sí? —inquirió en el mismo tono cansino.
Traté de hablar con firmeza y dar la impresión de que era mayor de lo que aparentaba.
—Underhill, de los detectives de la calle Setenta y siete. Estoy investigando una tienda de empeños de South Central. El botín me ha conducido hasta aquí para comprobar el informe de propiedades de la mujer que han matado, esa tal Cadwallader. En la Setenta y siete encontramos un montón de cosas empeñadas que proceden de Hollywood y de Los Ángeles Oeste. El teniente ha pensado que tal vez podrían ayudarnos.
—¡Joder! —exclamó el veterano. Se levantó del asiento y se acercó a una hilera de archivadores—. No hubo ningún indicio de robo, si eso es lo que quiere saber. Mi compañero y yo redactamos el informe. —Me entregó un sobre que contenía tres páginas manuscritas—. Según la casera, no faltaba nada. Y conocía bien a la muerta. Puede que el tipo se dejara llevar por el pánico, qué sé yo…
El informe estaba escrito en el habitual estilo lacónico del Departamento y había listas que lo incluían todo, desde la comida para gatos hasta el detergente, pero no hacía mención de un broche de diamantes o de cualquier otra joya.
Había una declaración firmada de la casera, una tal señora Crawshaw, en la que decía que, pese a que el apartamento estaba completamente revuelto, no parecía faltar nada. También afirmaba que Maggie Cadwallader, por lo que ella sabía, no poseía alhajas, acciones ni bonos ni ocultaba en su apartamento grandes sumas de dinero.
El viejo agente me miró y preguntó, con su aire de hastío:
—¿Quiere una copia de esto?
—No —respondí—. Tenía usted razón, es un informe insulso. Gracias. Ya nos veremos.
El hombre parecía aliviado. Ya me sentía igual.
Era la una menos cuarto y sabía que ya no podría dormir, aunque quisiera. Deseaba pensar, pero que resultara sencillo, sin especular presa del pánico sobre los enormes riesgos que estaba corriendo. Decidí romper un callado voto de abstinencia y me dirigí a Silverlake, donde llamé a la puerta de un viejo colega del orfanato.
Él se alegró ligeramente de verme, pero su esposa no. Les dije que no se trataba de una visita social, que sólo quería que me prestara sus palos de golf. Incrédulo, me los entregó. Prometí devolvérselos pronto y pagarle el favor con una buena cena en un restaurante. Irónica, la mujer dijo que se lo creería cuando lo viera, y conminó a su marido a volver a la cama.
Comprobé los palos. Eran unos Tommy Armours, de los buenos, y en los bolsillos de la bolsa había al menos cincuenta pelotas gastadas. Pensé en un lugar donde soltar mi pegada y poder pensar.
Volví a casa, donde Night Train se alegró de verme, impaciente por salir a hacer ejercicio. Saqué unas chuletas de cerdo de la nevera y se las di. Ya estaba royendo los huesos cuando le puse la correa y me colgué la bolsa de golf al hombro.
—A la playa, Train —le dije—. Veamos qué clase de labrador eres realmente. Voy a lanzar pelotas al océano. Tiros cortos. Si consigues recuperarlas en la oscuridad, te daré filetes durante un año. ¿Qué dices?
Night Train ladró y echamos a andar hacia el Pacífico, del que nos separaban tres calles.
Era una noche cálida y sin brisa. Solté a Night Train y salió corriendo con un hueso de chuleta todavía en la boca. Dejé caer las pelotas en la arena húmeda y saqué de la bolsa el hierro para rough. Tomarlo entre las manos fue como abrazar a un querido amigo ausente durante largo tiempo. Me sorprendió comprobar que no había perdido mis aptitudes. Mi alejamiento del golf no había afectado el punto de calidad que mi juego había tenido prácticamente desde la primera vez que había cogido un palo.
Ensayé suaves tiros dirigidos hacia las blancas crestas de las olas, disfrutando de la sincronización entre mente y cuerpo que es la esencia del golf. Al cabo de un rato, la parte mental se hizo innecesaria, swing y yo nos convertimos en uno y volví mis pensamientos a otras cosas.
Cierto: me había hecho pasar por detective dos veces, utilizando mi propio nombre, lo cual podía costarme una suspensión si me descubrían. También era cierto que me movía por una mera corazonada y mis observaciones acerca de Maggie Cadwallader se basaban en su comportamiento de una sola noche; pero…, pero…, pero, de algún modo, yo sabía… Se trataba de algo más que intuición, lógica deductiva o valoración de carácter. Aquél era mi pedazo de prodigio particular, y a mí me correspondía descifrarlo. Y el hecho de que la víctima me hubiera entregado su cuerpo, tenuemente, en su búsqueda de algo más, confería a la búsqueda peso y sentido.
Llamé a Night Train con un silbido y acudió al trote. Volvimos paseando al apartamento y pensé que Wacky estaba en lo cierto: la clave del prodigio se hallaba en la muerte. Ya había matado, por dos veces, y aquello me había cambiado. Pero la clave no residía en la muerte, sino en el descubrimiento de lo que había conducido a ella.
Me sentí extrañamente magnánimo y benigno, como un escritor que se dispusiera a firmar un libro. Esto va por ti, Wacky, me dije; esto va por ti.