Wacky Walker nunca llegó a ser destinado a la comisaría de la calle Setenta y siete, en Watts, el corazón de la negritud de Los Ángeles. Yo, en cambio, sí.
Beckworth cumplió su promesa y en junio, cuando el capitán Larson se retiró sin fanfarrias, después de treinta y tres años de servicio, recibí la orden: agente Frederick U. Underhill, 1647, a la comisaría de la calle Setenta y siete para aliviar la escasez de efectivos.
Lo cual era una broma: en la calle Setenta y siete las fuerzas de la policía estaban hinchadas hasta reventar. El antiguo edificio de ladrillo rojo, que se ocupaba de la zona con mayor índice de delitos de toda la ciudad, estaba lamentablemente superpoblado de agentes y penosamente desabastecido de toda infraestructura para la lucha contra el crimen, desde papel higiénico hasta tinta para tomar huellas. Había escasez de sillas, mesas, espacio, taquillas, jabón, escobas, bayetas e incluso de material de escritura. De lo que no había escasez, en cambio, era de detenidos. Día y noche, se producía un desfile extraordinario de ladrones de casas, rateros, toxicómanos, borrachos, autores de malos tratos, pendencieros, chulos, putas, pervertidos y chiflados.
Las quince celdas para cuatro estaban al doble de su capacidad casi todos los días, y los fines de semana la cosa empeoraba. Los borrachos eran puestos en libertad, aunque todos solían volver unas horas más tarde, y los demás autores de faltas leves eran soltados con la obligación de presentarse ante el juez. Así, el pequeño y rebosante calabozo de la comisaría quedaba «sólo» con un mínimo de un centenar de delincuentes aulladores, a los que se unían otros más cada hora que transcurría.
La tarde de mi primer paso de lista en la comisaría me sentí un pigmeo en una reunión de gigantes. Con mi metro ochenta y cinco y mis casi noventa kilos era un renacuajo, un enano, comparado con los armarios que tendría por compañeros. Todos ellos estaban cortados por el mismo patrón: veteranos combatientes de la Segunda Guerra Mundial, procedentes del Sur o del Medio Oeste, con resultados mediocres en los exámenes de la Academia y amplia experiencia en culturismo y educación física, que odiaban a los negros y parecían dominar, todos ellos, un centenar de sinónimos esotéricos de la palabra «negrata».
En cuanto al físico, estaban espléndidamente dotados para combatir la delincuencia, gracias a su gran tamaño y a las ilegales balas dumdum, pero allí terminaba su eficacia. Los enviaban a la Setenta y siete para mantener en su sitio la tapa de un caldero hirviendo a base de meter miedo o dar palizas a sospechosos reales o imaginarios, y nada más. No tenían capacidad para el prodigio, sólo manía por el orden. Sabiéndolo, y sabiendo también que en menos de un año aprobaría el examen de sargento con notas muy altas, decidí sacar el máximo provecho de Watts y volcarme en el trabajo policial como no lo había hecho hasta entonces. En realidad, sería fácil. Las patrullas nocturnas pondrían fin a mi manía de ligar mujeres y me permitiría contemplar muy de cerca el prodigio.
Tras pasar lista, el jefe de la comisaría, un viejo capitán de aspecto rudo llamado Jurgensen, me llamó a su oficina. Me cuadré para saludarlo y me indicó que tomara asiento. Tenía un expediente personal abierto sobre la mesa y observé que el hombre estaba desconcertado. En cierto modo, aquello era bueno, pues significaba que no era colega de Beckworth y no había conspirado con él para mi traslado.
Jurgensen me dio un apretón de manos que igualaba en dureza la expresión de su rostro. A continuación, fue al grano:
—Tiene usted un historial excelente, Underhill. Tiene estudios. Notas extraordinarias en la Academia. Mató a dos atracadores que acabaron con la vida de su compañero. Excelentes informes sobre sus aptitudes. ¿Qué diablos hace usted aquí?
—¿Puedo serle sincero, señor? —inquirí.
—Por supuesto, agente.
—Señor, el capitán Beckworth, el nuevo jefe de la comisaría de Wilshire, no me traga. Es un asunto personal; por eso no aparece ningún comentario desfavorable acerca de mi rendimiento.
Jurgensen reflexionó sobre lo que le decía. Me di cuenta de que me creía.
—Bien, Underhill, pues es una lástima… —comentó—. ¿Y cuáles son sus planes como policía?
—Llegar lo más lejos que pueda en el menor tiempo posible, señor.
—Entonces, tiene usted la posibilidad de desarrollar un auténtico trabajo policial. Precisamente aquí, en este trágico sumidero.
—Estoy impaciente por empezar, señor.
—No me cabe duda de ello, agente. Todos los que llegan a esta comisaría empiezan de la misma manera haciendo la ronda nocturna en el corazón de la jungla. El sargento McDonald le adjudicará un compañero.
A modo de despedida, Jurgensen señaló la puerta con un gesto de la cabeza.
—Buena suerte, Underhill.
Cuando conocí a mi nuevo compañero en la sala de listas, repleta de agentes sudorosos, supe que iba a necesitar suerte y algo más. Se llamaba Bob Norsworthy. Era de Tejas y mascaba tabaco. Mientras el sargento nos presentaba, se acarició el cinturón Sam Browne, con la consabida tira de cuero ciñiéndole el hombro derecho, e hizo girar en un círculo perfecto la porra que llevaba junto a la cadera. Norsworthy medía poco menos de dos metros y pesaba unos ciento veinte kilos. Tenía unos cabellos negros cortados casi a ras de su cabeza plana y unos ojos azules tan claros que parecía que los hubiera llevado a blanquear.
—Bueno, Underhill —me dijo cuando el sargento McDonald se alejó—. Bienvenido al Congo.
—Gracias —repuse y le tendí la mano, de lo que me arrepentí al instante cuando me la estrujó entre sus enormes dedos.
—¿Te ha gustado el apretón? —Soltó una carcajada—. He estado trabajándolo con uno de esos aparatos de gimnasia. He ganado todos los certámenes de pulso que organizamos en la comisaría.
—Te creo. ¿Qué vamos a hacer durante la ronda esta noche, Norsworthy?
—Llámame Nors. ¿Cómo he de llamarte yo?
—Fred.
—Muy bien, Fred. Esta noche daremos un largo paseo por Central Avenue y haremos notar nuestra presencia. Hay cabinas para llamadas cada dos manzanas y llamamos a comisaría cada hora para recibir instrucciones. El viejo Mac, en centralita, nos dice dónde se produce el problema. Tengo la llave de todas las cabinas. Son de acero, ¿sabes? Si no las tuviéramos bien selladas, los delincuentes las reventarían y harían ruidos raros.
»Disolvemos muchísimas reuniones ilegales. Una reunión ilegal son dos negros rondando por la calle después de anochecer. Apretamos a los camorristas, que son casi todos los que andan por ahí, Registramos los bares y las licorerías y detenemos a los negratas malos. Ahí es dónde el trabajo se hace divertido. ¿Te gusta meter el miedo en el cuerpo a los negratas, Fred?
—Nunca lo he probado —respondí—. ¿Es divertido?
Nors soltó otra carcajada.
—Tienes sentido del humor. Me han hablado de ti. Despachaste a dos pachucos al otro mundo cuando estabas en Wilshire. Eres un auténtico héroe. Pero debes de haber pillado la lepra, o no te habrían trasladado aquí. Eres mi tipo de policía. Vamos a ser grandes colegas.
Norsworthy me agarró impulsivamente la mano y volvió a estrujármela. La retiré antes de que me rompiera un hueso.
—Basta, socio —le dije—, necesito la mano para escribir los informes.
—¡En esta jurisdicción vas a necesitar esa mano derecha para mucho más que para redactar informes, blanquito! —exclamó con una risotada.
Si Norsworthy carecía de sensibilidad, resultaba, en otro aspecto, sumamente instructivo. De mala gana, a pesar de su racismo y de su grosería, empecé a apreciarlo. Esperaba que fuese brutal, pero no lo era; se mostraba severo y cortés con la gente con la que tratábamos en la calle y, cuando se requería la violencia para reducir a un sospechoso desarmado, sus métodos eran suaves, en comparación con lo habitual en la calle Setenta y siete: agarraba al individuo, lo sometía a un feroz abrazo del oso, lo estrujaba hasta que los brazos mostraban un tono amoratado y lo dejaban caer al pavimento, inconsciente. Funcionaba.
Cuando patrullábamos por Central Avenue al sur de la calle Cien, una zona que Norsworthy denominaba «el África más negra», nadie, salvo los muy borrachos, los drogadictos y los desconocidos, nos dedicaba otra cosa que atemorizados asentimientos, a modo de saludo, con la cabeza. Norsworthy estaba tan seguro de que todos sabían lo peligroso que era que concedía a los negros, a quienes maldecía en privado, un estricto respeto, casi maquinal. Nunca tenía que alzar la voz. Bastaba su presencia gigantesca, mascando tabaco. Y yo, como compañero suyo, entraba en el halo de respeto y temor que él inspiraba.
Así, nuestra sociedad funcionó… durante un tiempo. Hicimos la ronda y efectuamos un montón de detenciones por borrachera, posesión de narcóticos y asalto. Entrábamos en los bares y deteníamos alborotadores. Normalmente, Norsworthy apaciguaba cualquier amago de bronca con sólo entrar y carraspear, pero a veces teníamos que recurrir a las porras y reducir al bronquista, arrojarlo al suelo, esposarlo y llamar a un coche patrulla para que lo condujese a comisaría.
Las «reuniones ilegales» de las que me había hablado Norsworthy eran fáciles de dispersar. Nos acercábamos a pie tranquilamente, Nors decía, «Buenas noches, señores» y el grupo parecía desvanecerse.
Así transcurría el trabajo, pero cada vez me aburría más y empecé a hartarme de mi compañero. Su verborrea constante —sobre el servicio militar en Itaba, sobre su capacidad atlética, sobre el tamaño de su polla, sobre «negratas», «judíos», «pachucos» y «amarillos»— me fastidiaba y me deprimía y emborronaba el prodigio y la peculiaridad de la vida en Watts. Quería librarme de la imponente y temible presencia de mi compañero para gozar del prodigio en paz, a mi aire, de modo que urdí un plan. Convencí a Norsworthy de que seríamos doblemente eficaces si patrullábamos por separado, manteniendo en todo momento contacto visual y auditivo. Me costó mucho persuadirlo, pero finalmente aceptó, con la condición de que, como aquello iba contra las normas, nos juntáramos cada hora para comparar notas y decidir sobre los posibles puntos calientes que pudieran precisar la intervención de ambos.
De modo que quedé libre, hasta cierto punto, para dejar que mi mente vagara y se asombrara con fragmentos de música nocturna de neón brumoso. Sentí cada vez menos la muerte de Wacky, y mi curiosidad por Lorna Weinberg, antes casi obsesiva, fue difuminándose.
Cuando me sentí más cómodo por el hecho de patrullar en solitario, acabé por desembarazarme por completo de Norsworthy y recorrí las calles numeradas que daban a Central, con sus hileras de casas deslucidas de fachadas blancas, chozas de cartón embetunado y edificios de pisos superpoblados. Compré tres prismáticos a buen precio y, durante la ronda, me valía de ellos para observar por las ventanas desde las azoteas de los edificios. En plena madrugada, enfocaba las estancias iluminadas en busca de crímenes y de prodigio. Los encontré. Vi toda la gama, desde la homosexualidad —con la que jamás me metí—, hasta las febriles sesiones de jazz, los acalorados encuentros en la cama y las lágrimas. También presencié escenas de drogadicción, contra la que sí actué pasando siempre a los detectives toda la información obtenida sobre consumo de marihuana y otras cosas peores, sin tratar jamás de destacar llevando a cabo las detenciones. Quería demostrar que era un jugador de equipo, algo que no había sido nunca en Wilshire, y pretendía obtener unos informes de primera clase, acordes con el grado de sargento que sería mío en cuanto cumpliese veintiocho años.
Hice detenciones, desde luego. Y buenas. Encontré una joya de soplón, un viejo limpiabotas chalado que detestaba a los toxicómanos y a los camellos. Willy lo veía y lo retenía todo. Y tenía la tapadera perfecta. Los chulos, chorizos y traficantes acudían a él para «lustrarse los cocodrilos» y charlaban a sus anchas en su presencia. Willy era considerado un débil mental seboso que había terminado de aquel modo después de treinta años de oler betún de zapatos.
Willy accedió a colaborar, trabajando por unas monedas en su puesto al tiempo que me vendía información por una parte considerable de mi paga. Gracias a Willy, logré detener a una serie de vendedores de hierba y de traficantes de heroína, incluido un tipo buscado por homicidio en el Este.
Norsworthy se tomó a mal mi éxito. Consideró que había usurpado su poder y había conseguido que sus informes parecieran pobres, en comparación. Advertí que su resentimiento y su frustración iban en aumento. Me di cuenta de lo que se disponía a hacer y, de inmediato, di los pasos necesarios para evitarlo.
Me dirigí al jefe de la Brigada de Detectives y confesé. Le hablé de las detenciones que había entregado a sus hombres y le conté cómo había conseguido la información que las había facilitado: había estado haciendo la ronda de noche yo solo, sin la presencia de mi entrometido compañero de patrulla.
Al viejo teniente, entrecano y enjuto, le gustó lo que oyó. Le parecí un chico duro. Le conté que el camorrista Bob Norsworthy estaba a punto de enviar todo aquello al carajo, que se sentía burlado y quería llamar la atención sobre mi actuación, que se disponía a denunciarme al capitán Jurgensen por escaquearme en la ronda.
El viejo teniente sacudió la cabeza.
—No podemos permitir que eso suceda, ¿verdad que no, hijo? —comentó—. Desde ahora, Underhill, eres el único patrullero de a pie solitario de esta comisaría. Que Dios se apiade de tu alma si te metes en problemas, o si Norsworthy deja algún día el Departamento.
—Gracias, teniente —dije—. No se arrepentirá.
—Eso ya se verá. Una advertencia, sin embargo, hijo. Cuidado con la ambición. A veces, perjudica más que ayuda. Ahora, al salir cierra. Voy a poner en marcha el ventilador.