5

El lunes y el martes, Wacky estuvo de baja con gripe y Beckworth se lo creyó porque mi compañero casi nunca recurría a la baja por enfermedad. En realidad, estaba muy animado, trabajando en su nuevo poema «épico» y a la espera de que Siddell Weinberg lo llamara.

El miércoles por la mañana, a primera hora, cuando salíamos del aparcamiento de la comisaría, alivié sus temores:

—Estará fuera de la ciudad una semana o así. Te llamará cuando vuelva.

—¿De verdad?

—Sí. Tuvimos una buena charla. Está comprometida con un tipo judío, pero no lo ama.

—¿Y le apetece una ración extra de carne gentil? —A Wacky casi se le caía la baba.

—Eso creo. Me parece que te considera un genio.

Wacky celebró la buena nueva con una vuelta de ciento ochenta grados en pleno tráfico, el aullido de la sirena y un acelerón con el gas a fondo durante unos buenos cinco minutos, entrando y saliendo a toda velocidad de las tranquilas calles residenciales que circundaban la comisaría. Cuando por fin volvió a una velocidad de conducción normal y desconectó la sirena, estábamos en Adams con la Séptima y sonreía como un amante saciado.

—Gracias, colega —dijo.

—¿Por qué?

—Por todo. No me pidas que lo explique. Hoy me siento elíptico.

—Eso me recuerda que tienes un regalo —le indiqué—. Está en mi taquilla. Una antología poética. Pero cuidado; la he repasado bien y la próxima vez que juguemos a «adivina el poeta» voy a darte una paliza.

—Ese día no llegará. ¡Un perrito caliente! Hoy me siento bien. ¿Quieres café y una rosquilla? Invito yo.

—Aceptado.

Llegamos al local de rosquillas de la Veintitrés y Western, donde compramos una docena de rosquillas recién azucaradas y un par de cafés. Comimos y bebimos en silencio.

Ocupé un asiento que daba a la calle y dejé vagar la mente con un prodigio prosaico: un día frío y soleado de invierno. Era mi ciudad. La propiedad nacida de mi conocimiento especial, interno.

Al otro lado de la calle, en Western, frente a la licorería, un chico de instituto estaba convenciendo a un borracho de que entrara a comprarle una botella. Cuando el borracho entró, el chico echó una mirada lasciva a la prostituta mulata apoyada en el quicio siguiente, frente a la parada de taxis. El borracho salió al cabo de un instante y entregó subrepticiamente al chico una bolsa de papel marrón. El chico se largó a la carrera y, al pasar, soltó alguna grosería a la mulata, que lo envió a la mierda con un gesto. El borracho se alejó en dirección contraria, dando sorbos del botellín de moscatel que el chaval le había pagado por sus servicios.

Un coche patrulla pasó por la calle, despacio, conducido por mi compañero, Tom Brewer. El borracho escondió rápidamente el botellín en el bolsillo de atrás y lanzó una mirada de culpabilidad alrededor.

Brewer siguió la ronda sin advertir ninguna actitud de temor. Aunque lo hubiese notado, no le habría dado importancia. Su padre era alcohólico y él había adorado a su padre, de forma que dejaba en paz a los borrachos. Tom me había hablado de su padre una noche, mientras presenciábamos un partido de softball en la Academia, cuando él mismo estaba medio borracho.

Mi ciudad. Mi prodigio.

Tres horas más tarde, circulábamos hacia el sur por Berendo cuando nos cruzamos con una furgoneta Ford de color blanco que venía en dirección contraria. Volví la cabeza y distinguí en la cabina a un par de mexicanos. La furgoneta giró a la derecha en la esquina, fuera de mi campo de visión, y supe de inmediato quiénes eran.

—Para el coche, colega —indiqué.

Wacky advirtió el tono de gravedad de mi voz y frenó junto al bordillo.

—Tenemos una buena, Wacky —le dije—. Junto a la esquina que acabamos de pasar hay una tienda. Los atracadores mexicanos de la furgoneta Ford acaban de doblar la esquina…

No fue necesario que terminase la frase. Wacky asintió y, muy lentamente, dio media vuelta con el coche y avanzamos en sentido contrario. Nos detuvimos justo antes de la intersección.

Nos apeamos muy despacio, perfectamente sincronizados. Nos miramos, asentimos y desenfundamos las pistolas; después, avanzamos centímetro a centímetro ante el escaparate de una lavandería hasta llegar a la esquina.

La furgoneta Ford estaba aparcada en doble fila hacia la mitad del bloque, delante de la tienda.

—Ahora, socio —susurré y nos pegamos a la pared del edificio de la esquina para avanzar hacia la tienda, tres puertas más allá.

Ya estábamos a pocos metros de ella cuando dos hombres salieron corriendo, con las armas en la mano. Nos vieron casi al instante, se volvieron y apuntaron sus 45 casi al azar. De inmediato, Wacky y yo abrimos fuego. Disparé tres tiros, y el primer pistolero rodó sobre la acera y soltó lo que parecía una bolsa llena de billetes. Wacky descerrajó un par de tiros a bulto contra el otro hombre, que se volvió y disparó contra mí.

Estábamos a corta distancia, pero me invadió una especie de calma extraña y devolví el fuego. Le acerté en el pecho, y cayó en la cuneta. Wacky disparó dos veces más contra el tipo de la acera y avanzó hacia él lentamente. Estaba tendido boca abajo, con los brazos extendidos y la mano aún aferrada a la pistola.

Wacky ya estaba prácticamente encima de él cuando vi que el tipo de la cuneta apuntaba. Disparé por dos veces y ya me dirigía hacia él cuando sonó otro tiro. Me volví y vi que Wacky retrocedía tambaleándose, perplejo, y se llevaba las manos al pecho. Dejó caer el arma y gritó, «¡Freddy!», antes de desplomarse de espaldas.

Solté un grito. El tipo de la acera alzó la automática y disparó cuatro tiros al azar que impactaron en la pared del edificio, por encima de mi cabeza. La última estuvo a punto de acertarme. Me refugié en la tienda y volví a cargar. Oí detrás de mí los chillidos de una pareja de ancianos.

Me asomé. Wacky yacía en la acera, inmóvil. El pistolero de la cuneta parecía muerto. El que había disparado contra Wacky se arrastraba hacia el bordillo para alcanzar la furgoneta y me daba la espalda. Eché a correr, cogí a Wacky y lo arrastré para ponerlo a cubierto. Ya en la tienda, abrí a tirones la camisa de uniforme empapada en sangre y apliqué el oído al pecho de mi compañero. Nada.

—No, no, no, no, no —murmuré. Temblando, le agarré la muñeca y le busqué el pulso. Nada. Observé su rostro. Tenía los ojos cerrados. Le abrí los párpados. Sus ojos estaban inmóviles, paralizados en su última imagen de terror e incredulidad.

Incorporé a Wacky para abrazarlo. Cuando empecé a estrechar su cabeza contra mí, se le abrió la boca y un torrente de sangre se derramó sobre mi pecho. Solté un grito y salí corriendo del local.

El pistolero superviviente aún se arrastraba hacia la furgoneta. Llegué por detrás, lo rodeé y le arranqué el arma de una patada. Le apunté con la mía y soltó un alarido. Le disparé seis tiros en el pecho y el ruido de los estampidos se confundió con el de mis gritos. Seguí gritando mientras una docena de coches patrulla llegaban a la calle y cuatro agentes me metían en la parte trasera de una ambulancia, junto a Wacky, y creo que aún gritaba cuando, en el hospital, intentaban separarme de él.

Ante la insistencia del médico que me atendió en el hospital, me dieron una semana de permiso con paga completa para recuperarme de la impresión. Cuando regresé al servicio, recibí una mención especial y una ovación al pasar lista.

Wacky tuvo el entierro de un héroe y su fotografía de la graduación en la Academia fue ampliada, enmarcada tras un cristal y colgada en el vestíbulo de la comisaría de Wilshire. En la foto, tomada cuatro años antes apenas,

Wacky aparecía muy cambiado y muy joven. Bajo el marco había una plaquita de metal que rezaba: «Agente Herbert L. Walker. Incorporado en mayo, 1947. Muerto en acto de servicio el 18 de febrero, 1951».

La noticia del tiroteo apareció en la prensa de Los Ángeles muy destacada, con fotos de Wacky y mías. Los periódicos dieron gran importancia a la medalla de Honor concedida a mi compañero. Lo llamaban un «auténtico héroe americano» y calificaban su muerte de «llamada a todos los americanos a seguir la senda del valor y el deber». Era demasiado ambiguo para mí; no sabía de qué estaban hablando.

La madre y la hermana de Wacky llegaron de San Luis en avión para asistir al funeral. Yo las había llamado para darles la noticia y fui a buscarlas al aeropuerto. Estuvieron muy educadas, pero bastante distantes, lo que resultaba desconcertante. Las dos pensaban que Wacky «debería haberse dedicado a los seguros, como su padre». Tras convencerme de que no tenían la menor idea de quién era Wacky, las dejé y volví a casa para llorar en privado la pérdida de mi amigo.

Lamenté la pérdida de Wacky y reprimí la idea de sentirme culpable por el modo en que lo había tratado en las semanas anteriores. Pensé en su aceptación fatalista de todas las cuestiones relacionadas con la vida y la muerte. Recordé nuestra última patrulla y lloré, sabedor de que mi absolución era inmediata y mirada con amor.

El día del funeral el cielo amaneció cubierto de unas nubes altas y sombrías. Llegué al cementerio de Glendale impaciente por que todo aquello terminase.

Las exequias se celebraron en una zona acotada, una loma alta cubierta de hierba en el medio del cementerio.

Estaban presentes cientos de policías de uniforme, desde patrulleros a altos mandos. Wacky fue exaltado por media docena de agentes que no lo habían conocido. No hubo ningún ministro del Señor y no se mencionó a Dios una sola vez. Hacía unos años, Wacky había dejado instrucciones muy concretas al respecto a un viejo capellán de la policía.

Fui uno de los que cargaron con el féretro. Los otros cinco eran agentes a los que nunca había visto. Mientras entregábamos el cuerpo de Wacky a la tierra, un pelotón policial disparó una salva de honor de veintiún disparos y un corneta interpretó el toque de queda. Entonces vi que la madre y la hermana de Wacky eran conducidas apresuradamente hacia una larga limusina. Observé un grupo de periodistas y fotógrafos que esperaban junto a ésta para abordarlas.

Beckworth me alcanzó en el aparcamiento.

—Freddy…

—Hola, teniente —respondí.

—Vamos a mi coche a hablar, Fred. Lo necesitamos.

Anduvimos hasta donde tenía aparcado el coche, junto a un paseo con estatuas de Jesús arrodillado entre animalitos amistosos.

Beckworth me apoyó una mano en el hombro con gesto afectuoso y me arregló el nudo de la corbata con la otra. Me dirigió una mirada paternal y suspiró.

—Freddy, por cruel que suene esto, no hay remedio a lo sucedido. Walker está muerto. Tú tienes una mención especial y un caso limpio con muerte de dos delincuentes en tu historial. Dentro de unos años, tu expediente se verá aún mejor. Muchos jefes que jamás han sacado el arma quedarán impresionados con él conforme subas en el escalafón.

—No lo dudo. ¿Cuándo voy a Antivicio?

—Este verano. Cuando el capitán Larson se jubile.

—Bien.

—Ha sido un buen trabajo, Freddy. Sé que querías lo mejor para Walker. En cierto modo, lo ha conseguido. Ha sido un auténtico héroe. Una medalla al Honor en la guerra y una muerte heroica en la guerra contra el crimen. Estoy seguro de que era consciente de ello cuando murió. Es curioso, Freddy. Aunque he soltado palabras furiosas sobre Walker, creo que, no sé cómo, sabía que se trataba de un héroe de verdad y tenía que morir.

Beckworth bajó el tono de voz para conseguir un efecto dramático y me apretó el hombro con más fuerza. Supe lo que tenía que hacer.

—Es usted pura mierda, teniente. Wacky Walker era un jodido borracho chiflado y no hay más. Y a mí eso no me importaba. Yo lo quería, de modo que no me venga con tonterías. No insulte mi inteligencia. Lo conocía mejor que nadie y no lo entendía; ¡no me diga ahora que usted, sí!

—Freddy, yo…

Sacudí el hombro para sacarme su mano de encima.

—Es usted pura mierda, teniente —repetí.

Beckworth se puso rojo y empezó a temblar.

—¿Sabes tú quién soy yo, Underhill? —me susurró.

—Sí, es una mierda para la ciudad —mascullé y le levanté la corbata, azotándole el rostro.

Cuando llegué al apartamento de Wacky, había empezado a llover. La casera, intimidada por el uniforme, me dejó entrar.

El salón estaba destrozado. Descubrí la razón: Night Train había estado encerrado allí, solo, desde la muerte de Wacky y había roto el sofá y volcado las sillas en busca de comida. Lo encontré en el patio trasero. A mordiscos, el mañoso animal había abierto un hueco en una puerta mosquitera y estaba tumbado bajo un gran eucalipto, mascando los huesos de un gato.

Cuando lo llamé, vino a mí.

—Wacky ha muerto, Train —le dije—. Ha dejado el tumulto de esta vida mortal, pero no te preocupes, puedes vivir conmigo si no te cagas dentro de la casa.

Night Train soltó los restos del gato y se restregó contra mis piernas.

Volví al apartamento. Encontré el rincón de los poemas de Wacky: tres grandes cajones metálicos de archivador. Wacky era desordenado en todo y su apartamento estaba en un absoluto caos, pero los poemas los guardaba impecablemente: archivados, fechados y numerados.

Llevé la obra de su vida al coche y la guardé en el maletero; después, volví al piso y encontré sus palos de golf en la pesada bolsa de cuero que tanto quería y también los llevé al coche.

Night Train saltó al asiento delantero, a mi lado, y me dirigió unas miradas de perplejidad. Encontré una emisora con música animada de jazz y subí el volumen. Night Train meneó la cola, muy feliz, mientras lo conducía a su nuevo hogar.

Encontré un rincón seco y seguro en el armario del vestíbulo para los tres cajones llenos de papeles. Le preparé a Night Train una hamburguesa y me senté a escribir una breve biografía de Wacky, para enviarla a algún editor con algunos de sus poemas.

Escribí: «Herbert Lawton Walker nació en San Luis, Misuri, en 1918. En 1942, se alistó en la Unidad de Marines de los Estados Unidos. Recibió la medalla de Honor del Congreso en 1943, cuando servía en el teatro de operaciones del Pacífico. En 1946 se trasladó a Los Ángeles, California, y en 1947 ingresó en el Departamento de Policía de Los Ángeles. Fue herido de muerte por el disparo de un atracador el 18 de febrero de 1951. Escribió poesía, única en su humorística preocupación por la muerte, desde 1939 hasta el momento de su propia muerte».

Me eché hacia atrás en la silla, dispuesto a seleccionar los textos que considerase mejores. También podía buscar a alguna autoridad en poesía, pagarle para que revisara el contenido de los cajones y escogiera los poemas que creyese publicables y, luego, enviarlos a editores y revistas de poesía. Tal vez Big Sid tuviera algún amigo en el sector editorial y lograra ponerme en contacto con él. Y, si todo lo demás fallaba, siempre podía hacer imprimir y distribuir la obra completa de Wacky en edición personal. Era algo que le debía.

Pero no me parecía que bastase. Tenía que hacer penitencia. Entonces se me ocurrió una idea. Saqué mi bolsa de golf del dormitorio, me la cargué al hombro, junto con la de Wacky, y llevé ambas al coche.

Todavía de uniforme, conduje hasta Los Ángeles Este y me detuve al borde del canal asfaltado de desagüe conocido afectuosamente como «el río». Miré el fondo del conducto, diez metros más abajo. El agua alcanzaba casi dos metros de altura en todo el tramo y fluía hacia el sur a gran velocidad. Esperé un respiro en la lluvia y me dio tiempo para evocar y tratar de saborear el prodigio que, según Wacky, había en la muerte. Esperé largo rato. Cuando la lluvia amainó por fin, ya oscurecía. Llevé las dos bolsas de golf hasta el borde de la rampa de cemento, las arrojé al agua repleta de basura y contemplé cómo el revoltijo de hierro, madera y cuero se desplazaba hacia el sur hasta desaparecer de mi vista. Con él, las aguas se llevaban un millón de sueños.

Ese fue el final de mi juventud.